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Complot en el Egeo
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Libro electrónico122 páginas1 hora

Complot en el Egeo

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Información de este libro electrónico

Sergio, famoso escritor, decide vagar por el mundo a bordo de su barco. Una serie de acontecimientos ocurridos durante el viaje, trastocan su planes viéndose envuelto en una extraña y rocambolesca aventura, de inesperado final.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2020
ISBN9781005750886
Complot en el Egeo
Autor

José Gurpegui

José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.

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    Complot en el Egeo - José Gurpegui

    Complot en el Egeo

    José Gurpegui

    Copyright © 2022 José Gurpegui Illarramendi

    Todos los derechos reservados

    Portada: Zizahori

    Los personajes, hechos, situaciones y nombres citados en esta novela corresponden a la ficción literaria. De existir coincidencias con la realidad, debe entenderse como fruto de la casualidad. Asimismo, las referencias históricas, literarias, cinematográficas o de cualquier otra índole, fueron utilizadas para contextualizar el relato dentro del periodo de tiempo en el que supuestamente se desarrolla.

    EL AUTOR

    Contents

    Title Page

    Copyright

    Epigraph

    AROMAS

    CORFÚ

    FIJANDO RUMBO

    OBSESION INSULAR

    PATRAS

    RECUERDOS

    CAÑIZARES Y URIBE

    DETENCIÓN

    LA ISLA

    AROMAS

    Madrugada, al menos para mí, suena a pereza. Prefiero un eufemismo más apropiado para evocar lo que sucedió en ese confuso momento en el que mi actividad onírica, en fase REM, fue interrumpida por una femenina y robótica voz surgida de mi smartphone, anunciando de manera cronométrica la inminente llegada del alba. «Eínai pénte to proí», o algo parecido decía en griego. Lo supe porque además ofrecía el mismo anuncio en inglés, francés y alemán, bajo un fondo musical del compositor Vangelis que resultó ser la banda sonora de la película de Ridley Scott 1492: La Conquista del Paraíso. Muy apropiada esa música para tal momento épico; no me refiero al descubrimiento de América, que también, si no al cruel mañaneo recomendado de víspera por mis anfitriones. Hubiese preferido, ya ambientado en la eterna Grecia, que me despertara la Melina Mercouri de los años sesenta, con la cálida voz de Nana Mouskouri, por ejemplo, y no el robot que había zarandeado mis sentidos, con el cinismo de una funcionaria de Hacienda.

    Ya levantado, somnoliento y contrariado, me dirigí hacia una la pequeña ventana con marco azul que competía en decoración con un par de acuarelas de Isabel Agesta a cada lado y un óleo de medio formato, también de la misma autora, representando un paisaje inequívocamente vasco, sorprendente si se tiene en cuenta que estábamos en una de las islas del mar Egeo. El resto de la estancia estaba austeramente amueblado y las paredes, de acabado rugoso, absolutamente blancas. Una lámpara de tecnología LED, subrayando la heterodoxia decorativa, pendía del techo protegida por una armadura de finas láminas de madera, casi translucidas, que proyectaban sombras geométricas sobre las blancas paredes de la habitación. 

    Abrí la ventana y comprobé que amanecía ambiciosamente, como siempre ocurre en ese mar tan sugestivamente placentero, cálido y perfumado. Respiré todos los aromas naturales a mi alcance; tomillo, espliego, albahaca, orégano… faltaba sólo el de la pizza, pero el cercano olor a pan recién horneado lo sustituyó con verdadera autoridad. Salí de la habitación y seguí el rastro de aquel aroma. Bajé unos cuantos peldaños del laberíntico lugar en el que me encontraba, hasta que di con su procedencia: la cocina donde la noche anterior había cenado unos suculentos manjares, todos rabiosamente naturales y frescos; ensalada de tomate, pepino, cebolla, aceitunas negras, queso feta y un par de salmonetes asados a la parrilla. Muy griego el menú, y el desayuno que me habían preparado, mediterráneo en general y catalán en particular, seguía la misma sintonía: pan de payés tostado, con ajo, tomate, y un buen chorro de aceite de oliva pre-virginal; o sea, de olivas verdes de cosecha temprana. Añadiendo, como no, finas lonchas de jamón de procedencia natural y artesanal como los anteriores productos.

    Ella y su compañero se afanaban en disponer las viandas del rústico y apetitoso festín mañanero al que ya estaba ansioso por hincar el diente, todo ello con el decorado de un mantel de hule azul y blanco, de los de siempre, aquellos que se compraban por metros en la ferretería de mi barrio antes de la era del plástico.

    —No deberías haberte molestado, con un café me hubiese bastado —mentí—. Levantarse a estas horas para preparar el desayuno…

    —Aquí nos levantamos temprano y desayunamos fuerte —contestó mi hospitalario anfitrión, con cierto orgullo recién adquirido; lo que podría equivaler al nuevo rico que muestra su nuevo Porshe con fingida modestia ante la plebe.

    —La rudeza del campo, supongo —apunté con sarcasmo.

    —Ni te lo imaginas —disculpó ella mi irónico comentario—, aquí hay mucho trabajo que hacer. Mientras vosotros vais a pescar, yo tengo que atender el huerto, dar de comer a los animales, ir con el bote a levantar las dos nasas que hay echadas en la cala del molino, a ver si han entrado centollos. También daré una vuelta por el pinar para recoger algún níscalo que otro…

    —Cuidado, no vayas a derramar la marmita de leche —añadí en broma.

    —No son elucubraciones; aquí todos los días son iguales y para que te quedes tranquilo, las ovejas las he ordeñado antes de que despertaras. No hay peligro de que se me caiga el cántaro —respondió cáustica a mi torpe interpretación de la fábula de la lechera.

    —Disculpa mi ignorancia, pero parecéis la clásica pareja rural de mediados del siglo pasado; si no conociese a tu compañero, aseguraría que proveníais de esa cultura. Pero… dos urbanitas como vosotros… ¿Es que os habéis hecho hípsteres?

    Sergio Mendizábal y Mazo De Olea, último marqués de Armiñones, acabó de preparar el Pa amb tomàquet i perní y sonrió de medio lado para recibir de esa manera mi mordaz comentario.

    Era un tipo singular, lo conocía desde hace muchos años; curiosamente coincidíamos en los mismos lugares. Intuyo que, siendo ambos escritores, nuestras almas convergerían misteriosamente hasta el punto de materializarse en casuales coincidencias. Me ocurre lo mismo con nuestro común amigo Nick Zárate, con quien departía habitualmente durante la época en la que escribí algunos de mis primeros relatos. Tanto es así que aquellas novelas, finalmente publicadas, tenían como protagonista a Nick y sus amigos. Alguien me comentó por entonces que el haberlo narrado en primera persona podría revelar en mí una incipiente esquizofrenia, pero afirmo que, de ser así, sería intencionada e inherente al proceso creativo. Por ese lado, puedo asegurar que me encuentro a salvo, aunque no sé si en otras actividades puedo resultar afectado, no mucho más que cualquiera que se dedique a ellas. 

    Sergio es algo especial; si no se le ha tratado demasiado puede dar la impresión de ser un tipo ordenado, pedante, cínico y arrogante, pero en realidad es una persona anárquica, amante de la buena vida, sarcástico e irónico hasta la exacerbación. Nunca se casó; tuvo varias amantes y con alguna de ellas rozó el umbral del matrimonio, pero no pasó de ahí. Escribí y publiqué varias novelas cuyo protagonista era él. Nunca me criticó por ello ni se sintió molesto a pesar de no haber contado con su consentimiento. Al contrario; en cierta ocasión y tras haber publicado su cuarto título, me mencionó en su discurso cuando recogía un importante premio obtenido por su trayectoria como escritor y lo hizo comparándome con Pirron de Elis. Nunca he descubierto qué similitudes podría tener yo con tal filósofo y tampoco he querido abundar sobre el asunto, no vaya a ser que reconozca en mi manera de pensar, cierto escepticismo vital.

    —Siento tener que meterte prisa —advirtió mientras apuraba su café—, pero no debemos retrasarnos. El sol sigue su curso y dentro de un par de horas, ya será tarde para pescar. El mejor momento es ahora, Al alba. He visto bandadas de pájaros en el mar a unas dos millas. Si aprovechamos la brisa de poniente estaremos allí en media hora. Ya tendremos tiempo de seguir hablando a bordo mientras esperamos que piquen.

    Volvió a sorprenderme. Creía que odiaba todo lo relacionado con la pesca. En cierta ocasión, mientras charlábamos dando un paseo por el parque del Retiro de Madrid, vio a dos niños simulando pescar en la orilla del estanque y los recriminó, por elegir tan depredadora y arriesgada actitud lúdica para entretener sus impacientes impulsos infantiles (sic). Afortunadamente, los dos críos recibieron su pedante comentario con una castiza peineta.

    —Lo cierto es que no tengo mucho tiempo; mañana he de ir a Atenas para tomar un avión— le advertí para contrarrestar sus prisas.

    —Hay tiempo de sobra.

    —Eso espero.

    Era una manera de aceptar su invitación sin llegar a demostrarle que estaba deseando oír la historia que pretendía contarme. Además, ella, su compañera, estaba presente y mucho me temía que tendría un protagonismo especial en su relato, pero no era ese precisamente el motivo de la crónica que quería narrarme, sino el personaje al cual conoció hacía muchos años y que da preámbulo y fin a la historia que Sergio Mendizábal, deseaba contarme con esa manera tan peculiar que él empleaba para trasmitir sus vivencias. Nuevamente podríamos estar ante un nuevo y complicado ejercicio de imaginación cuyas piruetas rozarían el techo de la lona bajo cuya carpa, metafóricamente, me encontraba.

    Tras el precipitado desayuno y siempre con las prisas del pescador, con un ojo en el cielo y otro en el mar, Sergio recogió algunos utensilios de un pequeño chamizo adosado a su preciosa casa, situada en el paisaje rural más bucólico que pueda imaginarse, aunque es fácil si se ha visto cualquier cartel turístico de las islas griegas en el que aparecen viviendas encaladas con cúpulas azules, típicas de esas tierras. No menos espectacular era el muelle donde dormitaba, meciéndose placenteramente, su apreciada embarcación. Le ayudé a soltar las amarras y separarla del embarcadero. No hizo falta poner en marcha el

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