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No es tu historia...es la mía
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No es tu historia...es la mía

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Una conmovedora historia de un padre que vive el golpe militar chileno, sufriendo el exilio en Argentina.
Una conmovedora historia de un padre que vive el golpe militar chileno, sufriendo el exilio en Argentina, para luego radicarse en Inglaterra. Él decidió mantener un silencio irrestricto de esos desgarradores sucesos.

La frase "No es tu historia… es la mía" refleja su nobleza para alivianar un pasado complejo a su único hijo, permitiéndole crecer sin odio ni remordimiento.

El plan cambia con la detención de Pinochet en Londres. Aparecen las protestas y, con ellas, una joven chilena que participa en la lucha por extraditarlo. Sin querer, ella reflota el pasado oculto de ese padre que, frente a lo inminente, buscará una singular estrategia para contar su verdadera historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 sept 2023
ISBN9788419776334
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    No es tu historia...es la mía - George DMoon

    I

    El inicio del viaje

    «Debo mirar al lado… lo había prometido».

    Cerraba ambos párpados, apareciendo una figura difusa.

    —Diana —susurré nervioso.

    Al conocerla derrumbó cualquier prejuicio y removió abiertamente mi consciencia, dejándola demasiado inquieta. En las últimas convulsionadas semanas algunas lágrimas cayeron en plena garganta, quedando disfónico, sin mejorar por un largo rato.

    «He tenido angustias y alegrías», pensé abanicando los dedos en busca del cinturón de seguridad.

    Sentado, evitando una diminuta pantalla al frente, contemplaba el infinito. De pronto, sin previo aviso, apareció una sensación nauseabunda, no por el inminente despegue sino por el futuro. Mi mente confundida era un revoltijo de sensaciones. Cualquier recuerdo se podría escarchar en la incomprensión, perdiéndose.

    «Esperaré en blanco, la historia venidera. Que el mundo te enseñe lo que debe ocurrir».

    Por cierto, escucharía el relato amargo de un padre triste.

    Han acontecido graves sucesos confiscados durante mi niñez, quedando ausentes. Él quiso aferrarse al presente evitando un cruel pasado.

    «Necesito meditar… Es bueno estar aquí… tendré un largo viaje para decantar lo ocurrido».

    Una tortícolis espontánea, algo dolorosa, impedía mover el cuello. Mi padre memorizaba las salidas del avión y cada palabra, en evidente desgano, pronunciada por la aeromoza. Él releía los folletos hasta el sudor de sus manos, evitándome.

    «Fuga evasiva… ¡Mírame…! », le podría bramar, sin conseguir siquiera un guiño cómplice.

    Su vida no ha sido precisamente un manantial de rosas ni tranquilidad aciaga, sería injusto recriminarle. Hizo valientes decisiones, por las cuales no debería arrepentirse, forjando su destino. Ahora, estábamos codo a codo, en un viaje hacia nuestro propio destierro. Atrás quedaba un Londres otoñal y el piso arremolinado de hojas botadas por chopos negros.

    «¡Adiós Inglaterra querida!».

    Conocí su historia, sin quererlo, silente durante veinticinco años. Esa historia lo hizo levantarse a medianoche en incontables ocasiones. Él quedaba impávido en la cocina, observando blancos azulejos, sometido a un frío aterrador. Rememoraba afligidas imágenes del pasado.

    «Petrificado… observando nada».

    Tal vez deseaba alcanzar algunas estrellas, contemplando más allá de nuestros finos cristales. Las miraba devoto sabiendo que fueron testigos décadas atrás del maleficio impuesto. En ellas, deberían estar sus padres alentando a proseguir la senda, a no dejarse avasallar, olvidando cada tropiezo.

    —De eso… sí que sabes—, dije despertando un interés repentino en el entorno.

    Pasaste la adolescencia inmerso en una bravura revolucionaria, asumiendo intenciones evangelizadoras, como un calvario permanente. También, durante este camino sin mirar atrás, te acostumbraste a leer y estudiar, abriendo un nuevo mundo… la medicina.

    «Te convertiste en médico… el primero de la familia».

    Eso sí, en el momento preciso, volvieron tus papeles del pasado en una caja acartonada. Estos fueron cobijados delicadamente por manos de mujer. Él quiso olvidar, enterrándolos en un jardín desértico, pero estaría sin perdón ni olvido. Ahora, siguen siendo tuyos y nuestros.

    —No habrá perdón ni olvido —dije, inquietando a otros viajeros.

    No era fácil abordar un avión repleto de momentos vivos y vigentes, dolorosos al recuerdo.

    «¿Quién sabe qué tan dolorosos pudieron ser?».

    Mi padre no expresaba nada, tan vacío, desesperanzado. Sin embargo, corajudo, abrió una diminuta ventana en esa caja.

    «¿Necesita abrirse?».

    Podría hacerse en forma lenta como la razón lo indica o rápido generando un verdadero delirio. Recibiría magulladuras y moretones, ¿quién no podría recibirlos? Nada importaba.

    «Quizás, todos tenemos una caja oculta… historias inconclusas».

    —Eso me espanta —proseguí angustiado, recibiendo miradas desconcertadas.

    Desde pequeño siempre he tenido un libreto ensayado, el cual puedo expresar en detalle. Hay un plan, una ruta sin grandes variaciones.

    —Debes ser previsor —decía mi abuela al abrir una cuenta de ahorro—. ¡Es para tu futuro! —insistía a los catorce años.

    Cerré la mirada para descansar, pero aparecieron miedos y temores. Quería despedazarlos, borrándolos. La decisión estaba tomada, debía ir a un país lejano, improvisando por primera vez.

    A veces, pienso que hubiese sido mejor no conocer esa historia, devolviéndome una calma fraterna, pero una parte de mí estaría sin respuesta.

    «Deberé buscar respuestas…».

    En el aeropuerto, entre innumerables pasajeros, arribamos como dos verdaderos infantes teniendo desparramado un cabello medio mojado y esperando partir, sin saber por cuánto tiempo. Él, sonreía sintiendo fuertes latidos, sonrojando su piel morena.

    —No nos parecemos —susurré.

    El avión inició un movimiento repentino en la loza. Observé con cierto recelo, buscando tranquilidad en la revista del momento. Cuando viajo presiento no llegar al final, resultando una sensación pavorosa. Por eso, la ventana oval permanece cerrada, para no inquietarme viendo traspasar nubes algodonosas.

    «El destino estaba después del Atlántico, al cruzar la cordillera de los Andes».

    Finalmente, la turbina del avión despedazó una tenue tranquilidad, el ambiente enrarecido despertaba nuevas inquietudes. La tortícolis por fin desaparecía sin dejar secuelas. Mi padre pálido hizo una mueca, entrelazando sus manos delgadas. El uso del computador, sin duda, no parecía estimular ningún músculo.

    «¿Acaso… rezaba?».

    Él aparentaba hacerlo antes del despegue. No era cristiano, prácticamente ateo. Aunque, hace unas semanas, cuando su madre fallecía, se persignaba moviendo los labios y mi abuela caía en sus brazos hasta el último suspiro. Ese día lloré a montones, pegando la nariz en la almohada para que nadie escuchara. No lo hacía hace mucho tiempo.

    «¿Estará rezando o solo junta las manos?».

    Disimulaba unas pequeñas distonías en sus dedos. Los amordazó entre sí. El ruido del avión no podía inquietarlo, él ha viajado en incontables ocasiones, un médico famoso lo ameritaba.

    «Pensará en esa tierra lejana. Él volverá al inicio».

    —¡Despegamos!

    Estaríamos entre nubes las próximas dieciocho horas. Aferrado al asiento, desafiando turbulencias y vaivenes en la cabina. Mi padre me observó compasivo.

    «¡Yo debería mirarte así!… Tu pasado es demasiado feroz».

    Sus ojos pardos se escondieron inexpresivos. Estábamos próximos, respirando el mismo aire y la misma fragancia dispuesta en Queen Ann Street, nuestra calle en Londres.

    —Adiós Inglaterra querida… gracias por tanto —susurré.

    —Volveremos —dijo mi padre tranquilo.

    Esa ciudad nos había cobijado durante veinte años, siempre rodeado por verdes pastos uniéndose a frondosos sauces color turquesa. Estos escondieron un cielo nublado, haciendo olvidar el brillo y calor. También, se insinuó una brisa tenue, extremadamente fría. Así, nos guarecimos rápido en el aeropuerto, llevando espantosas maletas.

    «¡Un mundo en desorden!».

    Divisé, realizando un vistazo alrededor, cabellos rubios lisos y rulos alargados sin preocuparse del presente. Estaban concentrados en la pantalla de turno.

    Tenía un anhelo especial por nuestra historia, quería contarla. Eso hice…

    «Sé por lo que has pasado, sé sin detalle, sé la dureza del momento. Lo hice parte mía, dejando afuera el rencor y odio. La vida no tiene rencor ni odio, la vida no tiene felicidad ni alegría. Es mucho más…».

    II

    Central de correos

    Una mañana de octubre, como todas las anteriores, Londres despertó taciturno, bostezando una extensa juerga.

    «Me van a despedir», pensé meneando la cabeza.

    La bicicleta iba en su máximo esplendor, al límite en cada curva.

    «Me van a despedir», repetí doblando el manubrio en New Cavendisch Street.

    Mi padre, durante la madrugada, estuvo al acecho. Su mirada brillaba en la oscuridad, como los edificios en Queen Anne Street, quienes mediante una luminosidad ascendente animaban un cielo oculto.

    —¡Entendí! —exclamé, viendo sus manos largas apoyadas en la lámpara del velador.

    Él intentaba iluminar las azuladas paredes de una habitación inmersas en un mar calmo. Podría hundirme entre diminutas olas apaciguando un despertar tranquilo.

    —Entendí —repetí con una voz ronca, característica bastante peculiar después de una noche alcoholizada.

    —¡Llegarás tarde al trabajo!

    El despertar deseaba evitarlo dando tirabuzones desde un lado al otro, manteniendo un ensoñamiento perturbante, eso imposibilitaba estar a la hora pactada en la central.

    «De verdad…, ¿esto no lo quiero?».

    —¡Apúrate! —exclamó mi padre bajando hasta el primer piso, haciendo rechinar las escaleras.

    —Ya voy —susurré, estirando los brazos.

    Él, desde la cocina, alzaba su voz como una vieja cafetera humeando. Sin prestar demasiada atención, permanecí en la cama por varios minutos. Quería congelarme bocarriba, pateando las sábanas.

    «Necesito despabilar el cuerpo y comer algo».

    Luego, apoyé mis pies en una alfombra de fino pelaje, cobijándome durante los primeros pasos.

    «Eso necesito… ternura».

    Seguí caminando aletargado por el segundo piso. Esa mañana, todo giraba y debía llegar puntual al trabajo, una misión imposible.

    —¿Quieres dinero? —preguntó mi padre, unos meses atrás—. Bueno… ¡Debes ganarlo!

    A mis veinticinco años quería dinero fácil y a él, le sobraba.

    «¿Cuántos viven en Queen Anne Street?».

    «¿Por qué me lo haces tan difícil?», podría gritar y ni se inmutaba. No sé… si reía en el baño, sonreía en la biblioteca o ni siquiera le interesaba.

    Una leve cefalea alojada en el parietal derecho hacía recordar la desdicha de un dormir escaso, teniendo algunos sobresaltos.

    «¿Será razonable no perderme ninguna fiesta en días laborales?».

    Intentaba acelerarme, pero la noche anterior estuvo en realidad vehemente, saturada de alcohol, baile y música. Así, fueron varios días durante la semana. Después del jolgorio terminaba sentado en un bergere, jugando con el control remoto que caería en un fallecimiento paulatino. Despertaba al poco rato, moviendo la mano queriendo alcanzar el aire.

    «¡Debo dormir!», pensé recriminándome en un sonambulismo latente.

    Una vez en el dormitorio desprendería la ropa y un pijama a rayas sería el nuevo acompañante para el resto de la noche.

    Mi padre murmuró hasta alcanzar un tono potente por la demora. Reclamaba por las ojeras, el pelo enmarañado y quizás, por mis pensamientos. Los emparedados asociados a la mezcla justa de leche seguían gritando.

    —Debes levantarte antes…

    —Lo sé.

    Al segundo, imaginaba una cama abierta anhelando proseguir en ella. Solo debía esperar la retirada paterna y luego, reencantarme con la docilidad de sábanas disfrutando su noble acogida.

    «No puedo faltar al trabajo».

    Quizás podía llegar tarde una vez más, pero no llegar sería el último aviso del jefe.

    «Me despedirían del correo».

    —¡Debes trabajar en lo que sea! —mi padre exclamó fuerte desde la biblioteca. Yo, había dejado nuevamente las aulas universitarias. Entonces, no tuve otra opción. La oferta llegó unos días después, sería un cartero londinense.

    «¡Debía trabajar!».

    Frené en seco, sintiendo el reclamo irritante de la bicicleta. Quise silenciarla pero fue imposible. Para mi fortuna, la fachada barroca del correo estaba en plena quietud. «Puede ser un buen augurio». Sus ventanas altas y cuadriculadas observaban temerosas mis movimientos. El reloj análogo, colgado en una pared, marcaba las nueve.

    —¡Llegas una hora tarde! —escuchaba por detrás—. ¡Te espera el jefe!

    Al darme media vuelta, solo atiné a mostrar nervioso los dientes. Una cabellera rubia partía rauda entre los automóviles. Patrick Page iniciaba su jornada laboral rodando la bicicleta, era el más antiguo en la central, llevando cinco años. Nos decía que costeaba sus estudios de publicidad. «¡Tengo mis dudas!».

    —Adiós —susurró, burlesco.

    Me deslicé por una puerta lateral, intentando generar el menor alboroto posible, hasta alcanzar el fondo del pasillo.

    —Voy bien —dije en voz baja.

    Caminaba sigiloso por un estrecho pasillo, intentando calmar un corazón apresurado. Las paredes imperturbables parecían achicarse en el camino, asemejando un túnel subterráneo. Tal vez, deseaban dejarme al aire libre, teniendo al jefe chillando y su dedo índice incrustado en la frente. Crucificado, recibiría el calvario impuesto por mi padre.

    —Eso no lo quiero —continué enmudeciendo zapatos y ruedas de caucho fresco. No había nadie alrededor, ningún cartero. Así, enfilaba más tranquilo, buscando la correspondencia.

    —Eh… Anne… buenos días… ¿Dónde están las cartas? —pregunté a nuestra secretaria.

    Ella ordenaba y timbraba un sinfín de documentos.

    —¡Ahí! —indicó hacia una esquina sin mirarme.

    —Es por llegar tarde, ¿cierto?

    —El jefe…

    Apilé las cajas, como un buen malabarista, en una bicicleta de equilibrio frágil.

    —Otra vez… ¡atrasado! —escuché una voz lejana, socarrona y nicotínica.

    Max Esquerro aparecía en la penumbra, preparando la salida con un sol naciendo.

    —¿Quieres ayuda? —preguntó.

    —No te preocupes.

    —Ya hice mi primer recorrido.

    —Llegaste temprano.

    —A las siete.

    «Es muy temprano».

    Max ordenaba sus encomiendas para hacer su segundo viaje.

    —¿Lo pasaron bien anoche en el bar?

    —Demasiado… Patrick es un tremendo anfitrión —contesté, sonriendo malicioso— ¿Tú, no fuiste?

    —Por el trabajo.

    Hice un ademán, reprobando.

    —¡Acaso… te borraste!

    —Un poco… —respondí cabizbajo—. No recuerdo bien desde la medianoche en adelante.

    —Vas por mal camino. Terminarás borracho y perderás todo.

    —¡No creo!

    «Por ningún motivo dejaría las comodidades en Ann Street».

    —Voy por la ruta del sureste… si necesitas apoyo —prosiguió, despidiéndose.

    —Gracias.

    Lo vi alejarse. Quise arrepentirme aceptando su ayuda, pero sería injusto, merezco la cefalea y, también, el zumbido en el oído.

    Max, en un autoexilio, cruzó la frontera hace unos tres años, buscando mejores perspectivas laborales. Era actor, actor secundario como nos decía, disputando roles nimios. A veces, tan inverosímiles que ni siquiera lo recordábamos. Pero, él estaba feliz con aquello.

    —Un solo párrafo —dijo Pat al finalizar una actuación.

    Su voz sin matices se hacía somnolienta, relegándolo en la lista.

    —Merece algo mejor… —insistía.

    Por otro lado, sus ojos cubiertos por lentes profundos, mostrando una acelerada miopía, enturbiaban aún más el futuro.

    —El secundario de los secundarios —susurraba Michael.

    Viajó desde la capital española, siendo Dublín su primera parada durante meses hasta llegar a Londres, el destino final.

    «Nuestra historia se parecía, pues también llegamos con las manos vacías a la misma capital».

    Fue contratado hace un año por la central. Patrick lo había conocido en el bar de las bicicletas, lavando vajillas.

    «Es una buena persona», nos dijo.

    Luego, en un acto suicida, encaró al jefe. Mientras, los demás carteros quedamos enmudecidos, esperando el peor desenlace. Pat, mediante frases elegantes y respetuosas, le pidió un asistente.

    —¡Su apariencia! —gritaba el jefe desde su oficina.

    Esa vez, bajó rechinando la escalera desde el segundo piso hasta alcanzar la recepción.

    —¿Qué piensas…? —le preguntó a Anne.

    Ella subió los hombros y mostraba unos dientes albos.

    —Puede… ser asistente… ¡como una prueba!

    Todos quedamos sorprendidos. Ese oficio nunca había existido en la central. Nuestro amigo lo conseguía, una vez más.

    Así, Max fue acostumbrándose al nuevo trabajo. Durante el crudo invierno nos preparaba un café y en verano nunca faltó el refrigerio. Continuaba, en sus ratos libres, audicionando para diversas obras teatrales, obteniendo solo pequeños roles. Éramos invitados a sus presentaciones, asistiendo en pocas ocasiones con una alegría desbordante. En otras, la mayoría, ocultábamos un desinterés manifiesto.

    La última vez trabajó en una obra de Shakespeare. Un actor secundario tuvo un accidente y él asumió ese rol. La suerte por fin le brillaba, mostrando inmensas oportunidades.

    —Te deseo lo mejor… —le dije.

    —Gracias… me he preparado mucho.

    —Saldrá maravilloso.

    Todos los carteros del turno lo acompañamos, pues merecía nuestro total respaldo. Ese día ubicamos las bicicletas por fuera del teatro en un pequeño callejón. Estábamos expectantes, presagiando una sensación épica. Nada podría frustrar ese momento. Nos unimos y encadenamos en la segunda fila del National Theatre.

    «Todo saldrá bien», repetía intranquilo.

    El espectáculo iniciaba con gran pompa, enfrente un escenario retórico ambientado en el siglo XVI. Todo parecía normal mostrando una atmósfera perfecta. Nos mirábamos entusiasmados, sintiendo nuestros corazones rebosantes de una esperanza contenida.

    «No podemos fracasar».

    Los cinco carteros, entre lazos invisibles, parecíamos secuestrar la buenaventura.

    «No podemos fracasar».

    Nuestro amigo salió en el cuarto acto, paralizando la respiración, ojos midriáticos y garganta seca. Mi cuerpo inmóvil aparentaba estar encerrado en una caja de cartón corrugado. Quise rezar, pero no recordé ninguna oración, solo pude cruzar los dedos.

    «Vamos Max», grité sin voz.

    «Esta vez… no».

    De pronto, la confianza se transformaba repentinamente en una triste amargura. Él no cambiaba su voz, el tono continuaba monótono. Era el mismo y conocido Max Esquerro.

    Tras bambalinas hubo susurros y desazón, percibidos por las primeras filas.

    —¡Vamos Max! —dije, llevándome un codazo de Pat.

    Lo contemplaba, podía estar al lado, respirando por él. Anhelaba levantar su estirpe, pero él, estático, permanecía pegado al piso. Tal vez, miraba hacia un horizonte lejano.

    «¿Estás mirando a tu país lejano?».

    «¡Debes olvidarlo…!, yo ya olvidé el mío».

    «Es el aquí y ahora», como decía mi padre.

    Me afligía su figura, el maquillaje despaturrado volvía blanquecinos el contorno ocular. Continuamos hundiéndonos en nuestras butacas siendo una pequeña cárcel de barrotes imaginarios. Transcurrían los minutos, rogando por un desenlace. Era una verdadera tortura, siendo injusto.

    «Nadie merece una tortura».

    —Max… —susurré, queriendo abrazarlo.

    Él, envuelto en una sordera selectiva, contemplaba más allá del último espectador. Terminó su escena y luego, la función. No quiso reverenciar al cierre del telón. Cabizbajo, quebraba sus lentes en los bastidores.

    —Estuvo bien —dijo Pat, pero nadie le creyó.

    Los cuatro carteros, entre aplausos languidecidos, fuimos los últimos en evacuar el National Theatre. Caminamos en fila e íbamos aquietando nuestra inmensa desazón, mirando la grandilocuencia de lámparas colgantes y la alfombra roja.

    —Estuvo bien —ratificó Pat, intentando convencernos.

    —No fue así… —continué.

    Hubo un silencio cómplice hasta dejar atrás la última mampara, sufriendo por una batalla perdida.

    A Max, lo buscamos entre todos, pero había desaparecido. Me lo imaginé en dos ruedas, esquivando automóviles y pasando semáforos sin importar su color.

    —¡Max…! —le gritaríamos los cuatro carteros, encontrando oídos sordos, garganta apretada y ojos nublados. No tendríamos respuesta.

    Cruzamos el río Támesis por Waterloo Bridge, un puente fortalecido por nueve arcos. Nuestras ruedas parecían crujir sintiendo las bombas alemanas de la Segunda Guerra Mundial.

    «Un bombazo cerca debe ser estremecedor y quedar para siempre».

    En el puente pudimos divisar la abadía de Westminster, iluminada en un cielo estrellado. Nos despedimos a través de finos palmotazos casi imperceptibles. Después, seguiríamos hacia nuestros respectivos hogares, acompañados por una luna menguante y olvidando una noche funesta.

    —¡Cuídense mucho! —exclamé.

    Max, al día siguiente, no apareció en la central, esperándolo por una hora. En sus seis meses de trabajo nunca había llegado atrasado.

    —¿Qué habrá pasado? —dijo Anne desde el escritorio timbrando papeles.

    Los carteros imbuidos en una plegaria silenciosa, aparentábamos estar en un funeral, haciendo un luto anticipado. Ninguno atinaba a calentar el agua, menos colocar nuestros tazones en la mesa. Finalmente, nadie lo hizo.

    —Y… ¿Max? —gritó el jefe desde el segundo piso— ¿Dónde está mi café?

    Todos nos retiramos desde la sala teniendo una sola finalidad. Nuestras rutas elegidas decantarían en el departamento de nuestro amigo. Esa mañana, cada uno apuró el paso para terminar su tarea diaria. Michael llegó primero y después, la ambulancia.

    Él encontró botellas vacías por todas las habitaciones en el departamento de Max. El desorden y la suciedad resultaban insignificantes, al ver portentosos vómitos encontrados en los utensilios del baño, en la terraza y dormitorio.

    —Lo hemos perdido —podría haber escuchado siendo una realidad posible. —Fue nuestro mejor amigo —continuaba una voz catastrófica.

    Durante la ruta medité acerca de su muerte, siempre pienso lo peor, era la situación más cercana vivida. Mi madre y abuelo, ni siquiera los conocí, murieron antes de mudarnos hacia Mendoza.

    Michael, temeroso, encontró boca abajo a Max en la alfombra del comedor una vez estropeada la cerradura. Por varios segundos no quiso tocar nada, menos su cuerpo, estuvo arrodillado, rezando. En un arranque de valentía lo dio media vuelta.

    «Está muerto… », pensó, observando una cara extremadamente blanca, pero se confundía con el maquillaje de la noche anterior.

    Luego, buscaba por instinto el pulso, al percibir un bombeo lento pudo respirar más tranquilo, esperando la ayuda profesional.

    —Estarás bien —susurró.

    Max, cuando aparecimos, estaba bien estirado sobre una tabla espinal y los paramédicos fijaban su cuello mediante un collar ortopédico. Además, suministraban oxígeno por una mascarilla, nublando la vista.

    —¿A dónde lo llevamos? —preguntó el chofer.

    —No lo sé —respondió Pat, mirándome.

    En el comedor, nos reuníamos para decidir el lugar más indicado. De alguna manera, definíamos su destino. Varias miradas confluían en mí y estuve de acuerdo, meneando la cabeza.

    —Muy bien… allá lo llevaremos.

    Max se alejó, desorientado, en medio del estallido de sirenas luminosas. El estruendo espantaba nuestro silencio, abriendo ventanas al paso. Los cuatro carteros uniformados y en fila, observamos hasta quedarnos sin ruido.

    —Estará bien —ratificó Michael más aliviado.

    Luego, en calma, continuamos nuestras distintas rutas.

    —¡No tuvo tanta mala suerte! —les dije, una vez que lo visité en la clínica.

    Max intentó suicidarse, pero el fierro del baño cedió en el clímax. Una anécdota trágica, digna de risotadas tiempo después. Podría haberse ahogado en el agua fría dispuesta en la tina, pero, en cambio, le diagnosticaron una neumonitis, teniendo una breve hospitalización y luego, una licencia médica.

    III

    El canciller

    Octubre de 1998

    Un inusual sol brillaba sin permitir revolotear a ninguna paloma. Mientras, el canciller chileno recorría su despacho, con un paso calmado y manteniendo un silencio infernal. De pronto, abrió la ventana viendo el endemoniado movimiento de seres lejanos. Estos parecían chocar entre sí como pequeñas bolas de billar en busca del agujero correcto.

    —Hay demasiada gente —dijo evitando salir al exterior—. El bar tendrá que esperar…

    Algunos turistas permanecían sentados bajo una sombra menguada dada por árboles enclenques. Ellos esperaban, expectantes, el cambio de guardia para retratarlo en sus cámaras digitales. Un ritual solemne, ejercido tres veces en el día, frente al Palacio de la Moneda, sede central del gobierno.

    —Saldré más tarde… cuando el lugar esté más vacío.

    Durante la mañana, tuvo una reunión tras otra, sin ninguna piedad para un hombre de setenta años. En varias ocasiones ocultó su enojo y en otras, su satisfacción.

    —Esos políticos jóvenes… creerán que las demandas sociales se pueden solucionar inmediatamente—le comentó a Lucía, su secretaria, llegando al despacho.

    —Hay necesidades… don Genaro.

    —¡Por supuesto!, pero necesitamos más dinero para satisfacerlas, todavía somos un país pobre.

    «Voluntad política», pensaba Lucía.

    —La crisis asiática es un grave problema.

    Después, el canciller en completo relajo volvió a un sitial dentro del despacho. Se estiraba con desparpajo, manteniendo los pies en altura para que la circulación recordara volver al vientre.

    —Quiero descansar —murmuró.

    Él sentía un profundo orgullo de pertenecer al gobierno. También, recordaba décadas anteriores, encabezando una lucha apasionada para recuperar la democracia en Chile. Esto le dio sentido a su vida.

    «Fue una época difícil», pensaba sonriendo.

    Miró, detenidamente, el mesón caoba, deslizando su mano por la brillante superficie.

    —Los extraño —dijo, levantando una fotografía con sus dos hijos.

    De inmediato, dejó la quietud del sillón para caminar e intentar distraerse. Quiso limpiar otra mesa fabricada en roble antiquísimo, una alhaja del más preciado valor obsequiada por un expresidente.

    —Estoy casi solo —susurró, aproximándose.

    Esta reflejaba una cara rugosa depositando ojos melancólicos. También, aparecía una imponente calvicie cubierta mediante un bisoñé más diminuto de lo necesario.

    —Estoy quedando solo y viejo.

    Volvió al escritorio, compungido, escribiendo sereno.

    «Debo seguir trabajando».

    Al parecer, no escuchaba los suaves golpes en la puerta del despacho.

    —¡Pase! —dijo, transcurrido unos minutos, meneando los pies alejados del suelo.

    —¡Pase! —vociferaba más fuerte.

    Se abrió la puerta y entraba inquieta Lucía, su veinteañera secretaria.

    —Don Genaro… llamó el ministro inglés de Relaciones Exteriores —susurraba una voz dulce.

    —¡Inglaterra!

    Ella lo afirmaba, agitando la cabeza.

    —Lo conozco —rememoró la única vez que estuvo junto al ministro durante una gira oficial del gobierno por Europa.

    «¿Qué querrá?».

    —Ese cabello liso tan moreno, ¡no me gusta! —exclamó, evitando cualquier comentario por parte de su secretaria.

    Ella retrocedió, buscando la salida. Quiso esconderse, pero era imposible a los ojos incisivos del canciller.

    —Debería darle más vida —insistió—. ¿Qué edad tiene?

    —Veinticinco años —suspiraba Lucía.

    —Usted… debería ir a fiestas y tener un novio.

    Ella se sonrojó, manteniendo firme la postura. Estaba a prueba su temple de nuevo.

    —Don Genaro… la llamada es importante.

    —Llevas… tres años conmigo y no hay llamadas importantes. ¡Solo hay llamadas!

    «¿Qué querrá ese ministro?».

    —¿Me puede comunicar con Londres?

    —Sí, señor.

    A los minutos, un ruido seco dado por los suspensores contra la barriga del canciller anticipaba un portazo que hizo tronar el edificio completo.

    —¡Comuníqueme con el presidente!

    —De inmediato —respondió Lucía, intentando ser invisible.

    —Aló presidente, ¡tenemos un asunto…! Es muy relevante —se escuchó nerviosa la voz del canciller, sudaba como si hubiera corrido descalzo por un pasillo interminable. Podría ser verdad.

    —¡No lo puedo manejar solo! Muy bien, eso haré.

    El teléfono negro retumbó en la mesa, no importando su alta fineza. El canciller demostraba enrojecido un profundo disgusto. No podía creer la noticia desde Londres.

    —¡Esto no puede ser verdad! —exclamó, maldiciendo haber aceptado el cargo y encontrarse en la primera fila del gobierno.

    —¡Maldición! —repitió tres veces.

    Podría haber jubilado, pero quiso continuar en la vida política. La apacibilidad de su cargo quedaba en el olvido. Vendrían severas turbulencias, empañando su propio destino. De pronto, el entorno se volvió despiadado y recordar se haría necesario.

    —Lucía… cita una reunión urgente en el salón presidencial, llama a todos los ministros políticos.

    —Sí, don Genaro.

    Ella supuso quiénes eran los ministros políticos, comunicándose con sus respectivas secretarias.

    —¡Es muy urgente!… deben estar en La Moneda durante los próximos minutos.

    «Lo sabía… era importante», pensó Lucía mascándose los labios.

    Él subió sus pantalones, ajustando unos suspensores, frente al espejo de cuerpo entero. Prosiguió colocando una chaqueta azul marino, y acomodó el bisoñé, saliendo raudo del despacho.

    «Vendrán días difíciles y relaciones diplomáticas complejas».

    Su rabia solo pudo apaciguarla colocándose el sombrero bombín, seguido de varias inhalaciones profundas.

    —¿Cómo le fue?

    —Bien… están todos avisados.

    —Buen trabajo.

    El canciller inició una caminata apacible bajando por la escalera principal. Eso lo relajó aún más. Debía mostrar calma y aparentar que nada ocurría.

    «Las apariencias crean realidades silenciosas», le dijo alguna vez a Lucía.

    Saludaba durante su caminata, sin importar el presente, pareciendo un día normal. Así, llegó al primer piso donde lo esperaba su chofer.

    —¿Pasa algo grave? —preguntó.

    —Sí…

    Don Genaro dejaba la careta de sonrisa perfecta, desviando hacia una mirada severa. Ambos cruzaron la calle, soportando adoquines disparejos en busca del despacho presidencial. Había un gentío imponente deambulando y el trayecto se hizo dificultoso.

    —¿Muy grave?

    —Sí —contestó escueto, mientras meditaba un discurso, suponiendo las posibles preguntas de los demás ministros.

    El canciller balbuceó palabras incomprensibles a la Guardia de Palacio, pues seguía reclamándose el haber elegido la cancillería como su hogar político. Después, entró a la Capilla. Era un fervoroso católico jesuita. Estuvo arrodillado por unos minutos, pidiendo por la tranquilidad del país, de su hogar y nietas.

    IV

    En la clínica

    En la central, seguía ordenando mis encomiendas. Max se había retirado a su segunda entrega, perdiéndolo definitivamente. Nunca olvidaré cuando lo visitamos en la London Clinic.

    —¿Cómo estás? —le pregunté.

    —Bien, mucho mejor.

    —Pasamos un gran susto.

    Él enmudeció entre sábanas blancas, ocultando sus brazos amoratados por tantas vías dispuestas para horadar las venas con numerosos medicamentos.

    —¿No tienes mascarilla?

    —Tengo esta naricera —dijo, mostrando un tubo diminuto y transparente.

    —Estás más libre.

    —Sí.

    —Hablas fluido —proseguí, viendo una cara más rosada, atrás quedaba el pálido abismal y orbiculares negruzcos.

    Floris, sin sutileza, lo interrogaba sobre su última actuación, la más amarga.

    «¡Todos queríamos

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