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Lo bueno de llamarse Andrómeda
Lo bueno de llamarse Andrómeda
Lo bueno de llamarse Andrómeda
Libro electrónico362 páginas4 horas

Lo bueno de llamarse Andrómeda

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Información de este libro electrónico

     Andrómeda tiene una vida acomodada, sencilla, y se asfixia en ella. No encuentra sentido al día a día, pero un fortuito viaje a Lisboa lo cambiará todo. En su aventura llena de contrastes conocerá a Cruz, un pícaro callejero; Vasco, marinero de humor cambiante y al eminente can Arquímedes III, entre tantos otros seres peculiares. Pero el descubrimiento crucial sucede cuando encuentra, tan lejos de casa, a otra Andrómeda, con quien tiene una conversación pendiente desde hace mucho tiempo.
      Estas páginas esconden un relato íntimo, envolvente y cercano, lleno de realismo mágico que toma forma en la línea del horizonte, donde las decisiones cuentan y el norte aparece en el lugar más inesperado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 mar 2019
ISBN9788408205609
Lo bueno de llamarse Andrómeda
Autor

Miriam Alonso

Miriam Alonso procede de una familia donde las líneas de sangre fueron a conjugar para tomar asiento en la capital del Turia. Narradora, docente y alfarera en sus ratos libres. Está formada en letras puras. Entre sus autores de culto podrían destacarse Cortázar, Prattchet, Matute, Chirbes, Rice, Baudelaire, Gaiman o Chéjov. Lo bueno de llamarse Andrómeda es su octava novela publicada, aunque comparte autoría con otros autores de relevancia en el panorama nacional en tantas otras publicaciones. Activa en antologías, ha sido galardonada en varios concursos literarios. También colabora activamente en prensa.   Redes sociales:  Mi blog: http://pandoracc.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/MiriamAlonsoRodrigues Twitter: https://twitter.com/MimiAlonso_cc Redactora en: Culturamas Unpocodeinfo , El estante olvidado 

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    Vista previa del libro

    Lo bueno de llamarse Andrómeda - Miriam Alonso

    Índice

    Portadilla

    Dedicatoria

    Cita

    CAPÍTULO I

    Primera parte

    O lo que sucedió en algún lugar del Mediterráneo

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    Segunda parte

    En Lisboa

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    Tercera parte

    La maravillosa Sintra

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    Cuarta parte

    De regreso al Mediterráneo

    CAPÍTULO XII

    CAPÍTULO XIII

    CAPÍTULO XIV

    Epílogo

    Agradecimientos

    Notas

    Biografía

    Créditos

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    Miriam Alonso

    Lo bueno de llamarse Andrómeda

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    A los seres celestes

    «Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día cada uno pueda encontrar la suya.»

    El principito, Antoine de Saint-Exupéry.

    CAPÍTULO I

    Mi primer viaje a Portugal lo hice en coche. Quizá no recuerde bien los detalles, los monumentos ni nada de lo que visitamos, pero una no olvida nunca la primera vez que vomitó el desayuno por la nariz.

    El segundo comenzaba allí, en el aeropuerto, temblando como una gelatina de fresa abandonada en un plato blanco, cuando la voz por megafonía anunció la puerta de embarque de mi avión con destino a Lisboa.

    Fui dando pasos por la terminal como si bailara bachata: uno adelante, dos atrás. De pronto me aterrorizaba montar en aquellos monstruosos gigantes blancos que no me inspiraban ninguna confianza.

    Andrómeda, la de la leyenda griega, me vino a la mente en tanto conseguí avanzar un pie tras otro hasta ocupar mi asiento en el avión. Ahí justo, cuando la azafata explicó cómo debía ponerse el cinturón de seguridad, fue cuando mi tocaya dijo holi.

    Te explico. Puede que no conozcas la historia.

    Resulta que Andrómeda fue hija de los reyes Cefeo y Casiopea. Casiopea, como era ella una diva de tres al cuarto, se puso a fardar ante todo el mundo de ser igual de guapa que las nereidas. ¿Y estas quiénes son?, te preguntarás. Pues son una especie de ninfas que viven en lo más profundo del mar Mediterráneo, muy guapas ellas, que salen en auxilio de los marineros cuando se pierden. Para que te hagas una idea, simbolizan todo lo bueno y majete que puedas encontrar en el mar. A todo esto, Poseidón se enfadó por lo presuntuoso de Casiopea —Poseidón ten en cuenta que es el todopoderoso dios del mar—, y decidió que para enseñarle a no venirse arriba inundaría la tierra y enviaría uno de sus grandes monstruos marinos a fin de acabar con todos los hombres y el ganado. Total, que Cefeo —el padre de la muchacha— se fue a un oráculo y este le dijo que la única solución que había para calmar la ira de los dioses, de ese en concreto, era entregar a Andrómeda al monstruo como ofrenda. Así que, ni corto ni perezoso, la desnudó, la llenó de joyas y luego se la llevó a un acantilado para dejarla encadenada a una roca, a expensas de que apareciera el bicho en cuestión.

    La historia continuaba, pero no guardaba relación con cómo me sentía en aquel instante, con el cinturón puesto, a puntito de enfrentar mis miedos… Es curioso que sintamos simpatía por alguien que pudo existir o no, pero se nos parece tanto que asusta. No me estoy refiriendo a ese momento angustioso de incertidumbre que debió sufrir Andrómeda, a la espera de que se le apareciera la muerte sin saber en qué forma lo haría. Hablo de ser sometido a sabiendas de cuál será el final, sentirse impotente, porque no está en nuestras manos hacer nada para salvarnos del monstruo que habita en el interior de cada uno.

    Ese fue uno de los pensamientos más fatalistas que he tenido en mi vida.

    Pero en fin, para reencontrarme con el pasado y combatir la fatalidad resolví montar en aquel avión, ¿no?

    El aparato empezó a hacer ruidos extraños de esos que hacen los aviones y provocan sudoración a gente que le tiene miedo a volar —holi de nuevo—. Luego empezó a desplazarse despacito por el asfalto, adosado a la pista de despegue. En cuanto la tomó, ya sabes lo que vino: los motores se pusieron a rugir muy fuerte, la gente puso un poco de cara de pánico, yo me contraje toda en el asiento y la vocecilla de la azafata anunció eso de: «por favor, no se desabrochen los cinturones».

    Sudar, lo que se dice sudar, no sudé, creo que sencillamente solté a chorro un diez por ciento del agua total de mi cuerpo. Me convertí, para abreviar, en un pepino con ansiedad presa de temblores e ideas fatalistas que auguraban un terrible accidente en el que no sobreviviría nadie.

    Intenté regresar a mi mantra, ese de que los aviones son los medios de transporte más seguros del mundo, pero me acosaba la idea de que, sí, son los más seguros, pero cuando se caen no se libra ni el apuntador. Así, entre subidas y bajadas de ansiedad muy muy pronunciadas, transcurrió la primera mitad del viaje. Luego, como viene sucediendo cuando experimentas un atacazo de pánico de ese estilo, la sensación de angustia y terror se atenuó hasta que casi me olvidé de ella.

    Pues nada, al final de un trayecto lleno de altibajos emocionales, llegué a Lisboa. Hora y media de viaje, nada más. Tardé menos en moverme a la otra punta de la península que en ir andando desde un extremo al otro de la ciudad donde vivía.

    Maravillas de la ciencia y la tecnología.

    *   *   *

    Tengo una costumbre siempre que salgo de viaje —pocas veces, pero así y todo persiste—, que es la de ir al hotel para dejar el equipaje y luego tener la primera toma de contacto con el lugar en una cafetería. Me gusta distinguir los matices que hay en el café más típico. Parece una bobada, pero no. Hay un mundo entero encerrado en esos pequeños granos que empolvan los molinillos. También me gustan esos aparatejos y el proceso que convierte los granos negros en café. Son cosas muy básicas, cosas muy sencillas, pero ahí están, siendo importantes.

    Imagino cómo se sintió la primera persona que tuvo la idea de moler esas esferas amorfas, cortadas al centro, y luego pasarlas por agua hirviendo. Trato de imaginar también cómo se le ocurrió llevarse el resultado a la boca y cómo decidió luego, quizá, endulzarlo un poquito, por eso de que no se le pusieran los pelitos de punta. Imagino a un campesino sudamericano calentando agua con su poncho, los pies descalzos y su hoguera. Lo veo derramar un chorro negro de café y luego lo veo, también, contemplando el humo danzante que fluctuase, poco a poco, por encima del cazo. Eses alargadas de vapor de agua que siempre recuerdan el cuerpo de una mujer desnuda y sinuosa, tan bella, con un aroma tan especial como el que desprendería su descubrimiento.

    De vuelta a la realidad estaba mi taza a rebosar de líquido oscuro, también humeando, endulzada y arropada entre porcelana blanca. Yo no pensé en mujeres sinuosas ni mucho menos, solo pensé que cuando adquiriera la temperatura adecuada me llenaría la boca de café, respiraría manteniéndolo atrapado entre los labios y así, en sustancia y aroma, me iba a colmar de esa especialidad tan reconocida en Portugal, o al menos en Lisboa.

    Desde la terraza de la cafetería, parecía que la tuviera a mis pies, la ciudad, digo. Si has estado, sabes de qué hablo: grandes avenidas que parecen desembocar en el mar. A ambos lados, edificios coloridos, alegres, casas de esas a las que es fácil imaginarles una agitada vida interior de trabajo, honradez y fiesta.

    Donde me encontraba, parecía que los años veinte no hubieran pasado todavía, tal imagen me la evocaban las cortinas claras y discretas que cubrían ventanas con doble cierre de madera. Estas, muy lejos de estar cerradas, se abrían con sus cristales cuadrados para mostrar partes de algunas casas también coloridas en el interior. Había, de hecho, tantas fachadas pintadas alegremente, que dotaban a las calles de un aspecto mágico, lugares de cuento donde, de pronto, había ido a tomar café un trol rancio y deprimido como yo.

    Tuve ganas de acercarme al mar, quería ver pronto el lugar que inspiró mi viaje, de modo que apuré la bebida y decidí dejarme de ensoñaciones. Debía aprovechar el tiempo.

    Estaba en Portugal, a mil y pico kilómetros de casa.

    ¿A qué estaba esperando?

    Pues al Eléctrico, para ser concretos, que llegaba con retraso.

    La parada estaba llena a rebosar de todo tipo de personas, pero sospeché que por la cantidad ingente de cámaras fotográficas, gorras y chancletas de los que estábamos allí, la mayoría eran tan de Lisboa como yo. Y es que el Eléctrico es una de las grandes atracciones de la ciudad. Se trata de un pequeño tren que la recorre de extremo a extremo y, bueno, por todas partes. No sabía si los portugueses lo utilizaban como medio de transporte habitual, porque el pasaje, barato, lo que se dice barato, no era. Así y todo, es de las cosas que debes hacer cuando vas, porque además de formar parte de la vida misma de la capital, viene estupendo para atajar cuestas prolongadas, y otra cosa no, pero en Lisboa hay unas cuantas.

    Apretada en mi asiento, intenté sacar el móvil para capturar unas cuantas panorámicas maravillosas que al final se resumieron en una sola desde la parte alta. Esta me dejaría a fuego el recuerdo de las calles coloridas que atravesaba el Eléctrico y quizá, si tenía mucha suerte, del aroma embriagador que salía vete a saber de dónde, pero formaba una nube de pan recién hecho que sobrevolaba nuestras cabezas estimulando el hambre.

    Decidí comprar algo que mordisquear en cuanto bajara del Eléctrico. Vi pocos escaparates de camino a la parada, pero las cosas que tenían expuestas, todas, pintaban demasiado bien. Había unos pastelitos, se llaman pasteles de Belén, con aspecto tremendo. Estaba deseando probar uno.

    Bajé del trenecillo antes de una gran curva pronunciada. No sabía dónde estaba concretamente, pero sí que cerca había una parada, y si me perdía, solo debía buscarla para llegar de nuevo al hotel. Me lancé a la aventura. Salté del Eléctrico como en las pelis, cuando todavía estaba en marcha, y, mientras lo hacía, me crucé en el aire con otra persona, un polizón intuí, que daba el mismo salto que yo, solo que a la inversa.

    Parecimos dos bailarines, sincronizados mientras el Eléctrico se alejaba dando aquella gigantesca curva. El polizón me miraba y yo le miraba a él. Era un chico que no aparentaba más de veinte años, con la piel del color de la miel oscura y unas manos tan grandes que me llamaron la atención a pesar de lo rápido de nuestro encuentro. Se alejaba apoyado solo en el escalón de subida al Eléctrico. Su camisa a cuadros rojos, negros y blancos estaba desabrochada; el pantalón vaquero, roto en las rodillas. El cabello, rizado, le llegaba a la nuca, despeinado, y lucía una sonrisa blanca y enorme en la cara.

    Me saludó mientras se alejaba. Yo le saludé. Sonreí.

    Lisboa tenía un gato de Cheshire y no venía anunciado en los folletos que se repartían a los turistas. Fue un gran descubrimiento y nadie más que yo lo sabía.

    También sabía que aquellos pasteles estaban ricos.

    Resultó que el destino quiso llevarme al monasterio de los Jerónimos y al ladito justo, pegado a él prácticamente, se encontraba el lugar donde nacieron las deliciosas natitas o pastelitos de Belén. A pesar de haberme tomado el café hacía nada, el estómago se me movía al compás de la muchacha que atendía en el mostrador, llenando cajas blancas, decoradas con detalles típicos portugueses, de dulces todavía calientes que atemperaran mis deditos fríos.

    Qué bueno.

    Mordí y el hojaldre se hizo trizas entre mis dientes mientras la crema me inundaba la boca con su sabor dulzón pero sin excesos, nada empalagoso.

    Con tristeza, después descubriría que nunca volvería a probar cosa semejante si no viajaba de nuevo a Lisboa, dado que los que se vendían con el mismo nombre en mi barrio no se parecían en nada a esos.

    Así anduve ante el monasterio de los Jerónimos. Había una ingente cantidad de personas que revoloteaba entre el emblemático lugar y la carretera. Pronto comprendí que, además de turistas, otros acudían esa mañana a un mercado de viejo muy cercano, donde, por supuesto, me decidí a echar un ojo.

    No di dos pasos en la primera calle cuando un par de zíngaras me detuvo con la invitación de leer la palma de mi mano. No, gracias. Precisamente viajé hasta allí para trabajar la idea de que mi vida no era asunto del destino exclusivamente, que yo podía hacer algo ante lo que parecía inevitable, que no tenía por qué quedarme como la Andrómeda mitológica, esperando que se me comiera un monstruo, porque podía decidir y había decidido reencontrarme con mis recuerdos y conmigo misma, partir de cero en adelante… Vago favor me harían las gitanas.

    Supuse que no me entendieron. Yo tampoco las entendí a ellas. Supuse también que no les gustó mi reticencia. Al poco recorrían la cola formada ante el monasterio en busca de alguna —o alguno— que no tuviese reparos en conocer lo que le reservaba el destino.

    Gasté más dinero del prudente comprando cosas viejas. Siempre me han atraído ese tipo de objetos, los que ya tuvieron una vida antes de caer en mis manos. Me evocan fantasías. Compré una malga, una especie de tazón de porcelana blanco —no estoy segura de si es porcelana o barro, porque hay algunos que son visiblemente más recios que otros, incluso los detalles que les sirven de decoración están pintados con menos cuidado—. Recuerdo haberlos usado en el anterior viaje, cuando era pequeña. Fue para desayunar en la casa de los conocidos de mi madre.

    Llevaba la malga en la mochila, en el cuello una cadena de plata y un colgante lleno de filigranas, también de plata. Se llamaba el Corazón de Viana, y desde que lo vi expuesto en un maniquí desgastado, me encapriché, así que me hice con él de inmediato. Podría haber esperado, sí, pero la mujer que me lo vendió era muy mayor como para seguir en ese mercado si me daba por volver a Portugal algún día y, además, era poco probable que el colgante, a pesar de su elevado precio, continuara entre los recuerdos de una vida a los que renunciaba esa mujer para ir subsistiendo. Debía ser doloroso, sobre todo al pensar en la sociedad actual y su funcionamiento.

    Estamos rodeados de cosas inútiles. Además, parece como que por norma general, cuando más jóvenes somos, más acumulamos —la hija de una de mis mejores amigas, por ejemplo, tiene tantos juguetes apilados en su habitación que duerme con su madre por falta de espacio—, hasta niveles que uno se plantea si los padres actuales, los padrinos, o esa gente que compra sin cesar enseres innecesarios a los pequeños, no les está condicionando a ser unos fracasados egoístas de adultos. Gentes inseguras e infelices que si no pueden tener todo lo que ansían para lograr minutos efímeros de satisfacción, se sentirán desgraciados y harán de su desgracia una fuente tóxica que salpique a cuantos tengan cerca.

    Me dan pena esos niños.

    Por eso también supongo que yo di pena a los amigos de mis padres. Al final hay equidad en las líneas temporales.

    Pero volvamos donde lo habíamos dejado: llevaba el colgante puesto y la malga en la mochila. Así, con mis nuevos accesorios, me dirigí al paso subterráneo que comunicaba el monasterio con el mar y un monumento que también recordaba de aquel viaje de antaño: el Monumento a los Descubrimientos.

    Ya de estar tan cerca me detendría a verlo, podía ser que incluso subiera a las alturas donde personas del mismo tamaño que hormiguitas saludaban a otros, sacándose fotos y vete a saber qué más. Me gustó la idea.

    Entré al túnel. Cuando salí, los descubridores me parecieron un poco más grandes que antes, pero según me fui acercando, vi que había algo más grande aún entre el monumento y yo, algo que, Dios mío, allí estaba esperándome al fin.

    La rosa de los vientos.

    Magnánima.

    La rosa de los vientos.

    Enorme.

    Centro mismo del universo. Recuerdo que se hacía real, realidad del mundo que era movido por una fuerte corriente de aire gélido.

    El viento arrastraba sabor a sal. Tenía la punta de los dedos dormida y azul. Hacía frío para ser abril, tanto que noté los labios cortados. Pero daba igual, eran pequeños detalles que no empañaban el momento porque me encontraba en el centro mismo del mundo, con él, enorme, a los pies.

    Lisboa fue el destino de mi viaje, pero volver a aquel lugar en concreto fue lo que me llevó a hacerlo.

    Pisé la pequeña estrella que tenía dibujados los puntos cardinales. Podría ir donde quisiera desde allí. El viento me impulsaría, sería mi amigo, porque el viento se lleva bien con los inconformistas.

    Permanecí unos segundos con los brazos extendidos, mirando al cielo. El universo sobre mí y en el rostro una sonrisa. ¡Qué sensación!

    Vivimos en un mundo que nos educa para mirar de forma extraña, curiosa cuando menos, a quienes experimentan profundidades de esta índole en público. No sé qué pensaría de mí la horda de turistas japoneses que fotografiaban a los descubridores antes de visitar el monasterio, ni idea. Supongo que les pareció simpático ver a alguien en plena exaltación, porque escuché clics. (¿Los sonidos que hacen los móviles al sacar una foto también se llaman clics? Lo mismo son solo clips de audio. Ni idea.) No me preocupó demasiado, para ser sinceros. Seguí con los ojos cerrados, disfrutando. Sus voces ponían banda sonora oriental a mi misterio: me resbalaban como las gotas de agua arrancadas del Duero, que venían desde la Torre de Belén.

    Allí estaba yo, la que se rebeló, la que dijo no. Al fin, después de toda una vida asintiendo, mientras me volvía loca en el silencio complaciente.

    Allí: sola y a punto de llorar de pura felicidad.

    Cómo son las cosas a veces… Qué fácil y complicado al tiempo encontrar un nuevo punto de partida donde poner a cero el marcador y empezar de nuevo.

    Hagamos un inciso.

    Quizá sea una buena idea que te cuente mi historia desde el principio, los acontecimientos que me llevaron hasta aquel mágico instante.

    ¿Te vienes de viaje?

    Primera parte

    O lo que sucedió en algún lugar del Mediterráneo

    CAPÍTULO II

    En realidad, tenemos pocas cosas bajo nuestro control.

    No es malo, a ver si me entiendes, pero cuando te das cuenta después de haber vivido una vida en la que creías que todo dependía de ti, es un poco duro. A mí me deprimió y eso que no tenía una vida extraordinaria. Quizá por eso lo encajé peor.

    Siempre he sabido que algunas cosas no dependen de mí, como por ejemplo las decisiones de otras personas, que llueva o no, haya o no un eclipse, un médico salve a una persona, no existan las guerras, etcétera. Eso se asume, no somos el centro del universo, pero ¿qué piensas cuando te hablo de que comer o pasar hambre tampoco es cosa tuya? Viajar, a pesar de que decidas el destino, a pesar de que reserves el hotel, a pesar de que seas una persona independiente capaz de cruzarse el mundo entero solito, tampoco. Es un tanto descorazonador, pero si te pones a desgranar la ecuación, como cuando estábamos en el instituto, al final igual descubres que en todo este asunto de llevar las riendas de tu propia vida tú solo pones las ganas.

    Y es que el mundo no está hecho para la gente que se para a pensar demasiado. En realidad ese enfoque es un alivio, porque si miras hacia dónde vas y qué estás haciendo con tu vida —esa que los viejecitos aconsejan, insistentemente, que aproveches a tope—, te entra una ansiedad del carajo.

    Mi día a día venía siendo algo tal que así: alarma, bostezo, ducha, desayuno, puesta a punto, metro, trabajo, comer, trabajo, algún cigarrito intercalado —esto ya me lo he quitado, por fortuna—, metro, cena, peli, cama. Las noches que no llegaba a casa hecha polvo y hasta las narices de doblar ropa —trabajaba en una tienda de moda en el centro de mi ciudad—, también me daba por leer un rato. Algunas me obligaba a ello para no dejar morir la imaginación, por evitar que todo el poder del cerebro humano y esas cosas geniales que puede hacer entraran en letargo antes de tiempo.

    Cuando todo lo mío empezó, estaba leyendo un libro, uno de esos que no sueles leer nunca y que tampoco puedes comentar con demasiada gente, aunque me arriesgué y lo hice, además, en el trabajo.

    —Es superentretenido —decía a Nuria, una de mis quince compañeras—. Trata sobre un mimo que desaparece del mundo del cine en blanco y negro y de la sociedad, así de pronto, justo antes de que llegara el cine a color.

    —Yo estoy leyendo lo nuevo de Rodney Evans, el tío este que es un superventas desde hace meses. Es una distopía genial, te engancha superrápido.

    —Mola.

    —Ya me he comprado los siete libros que siguen a este y me he descargado más de cincuenta del mismo autor.

    —¡Hala! ¿Y los vas a leer todos?

    —No, pero como es gratis…

    —Ya…

    —Si quieres te los paso.

    —No, tranquila. —Sonreí.

    Seguí doblando pantalones acosada por mis propias reflexiones. Cada vez que hablaba con una compañera aparecía un nuevo pensamiento que me hacía sentir incómoda. No es que viviera para sentirme mal, era como cuando tienes antojo de chocolate y la gente alrededor no para de hablar de dulces. Allí estaba, alineando una pila de tejanos desde la talla más pequeña a la más grande, con lo que había dicho Nuria en la cabeza. No se trataba del hecho en sí de leer este u otro libro, a mí me gustaban también las distopías, era el hecho de hacerse con todos los del autor porque eran gratis cuando solo le había gustado uno. ¿Para qué? Lo mismo la mitad eran ensayos sobre ciencias de la tecnología aeronáutica, pero daba igual porque ya estaban en su ordenador listos para viajar al e-book por aquello de

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