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Arsène Lupin. Caballero y ladrón
Arsène Lupin. Caballero y ladrón
Arsène Lupin. Caballero y ladrón
Libro electrónico231 páginas4 horas

Arsène Lupin. Caballero y ladrón

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Arsène Lupin, enigmático personaje de mil disfraces, escurridizo, sarcástico, de una inteligencia y habilidad insuperables, es el protagonista de estos nueve relatos que se entremezclan entre sí como los capítulos de una novela. Cambia de domicilio, de nombre, de rostro, de escritura y de aspecto con una fineza y sagacidad magistrales. Sus hazañas acaparan titulares de periódicos y sus caprichos y destrezas no dejarán indiferente a lector alguno, ya que nunca se da por vencido. No te quedes fuera de conocer a este famoso caballero ladrón en sus primeras aventuras y descubre por qué se convirtió en uno de los personajes más célebres de la literatura policíaca.
IdiomaEspañol
EditorialVR Editoras
Fecha de lanzamiento6 jul 2021
ISBN9789877477344
Arsène Lupin. Caballero y ladrón
Autor

Maurice Leblanc

Maurice Leblanc was born in 1864 in Rouen. From a young age he dreamt of being a writer and in 1905, his early work caught the attention of Pierre Lafitte, editor of the popular magazine, Je Sais Tout. He commissioned Leblanc to write a detective story so Leblanc wrote 'The Arrest of Arsène Lupin' which proved hugely popular. His first collection of stories was published in book form in 1907 and he went on to write numerous stories and novels featuring Arsène Lupin. He died in 1941 in Perpignan.

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    Arsène Lupin. Caballero y ladrón - Maurice Leblanc

    La detención de

    Arsène Lupin

    ¡Qué viaje tan extraño! ¡Y, sin embargo, había comenzado tan bien! En lo que a mí respecta, jamás había emprendido ninguno que se hubiera anunciado con tan felices auspicios. El Provence es un trasatlántico veloz, cómodo, gobernado por el hombre más amable. Ahí se reunía lo más selecto de la sociedad. Se trababan relaciones, se organizaban esparcimientos. Teníamos esa impresión exquisita de quedar separados del mundo, entregados a nosotros mismos como si estuviéramos en una isla desconocida y, por lo tanto, obligados a acercarnos los unos a los otros.

    Y eso hicimos...

    ¿Se dan cuenta de lo original e imprevisto de esta reunión de seres que apenas se conocían, y que durante algunos días vivirían entre el cielo infinito y el mar inmenso lo más íntimo de la vida, desafiando juntos las iras del océano, el asalto terrorífico de las olas y la calma angustiante de las aguas dormidas?

    En el fondo, se vive la propia existencia como una especie de reducción trágica, con sus borrascas y sus grandezas, su monotonía y su diversidad. Quizá por eso mismo se experimenta con una premura enfebrecida y una voluptuosidad mucho más intensa porque en este corto viaje se avizora su fin ya desde el comienzo.

    Ahora bien, desde hace unos años sucede algo que se suma a las emociones de la travesía. La pequeña isla flotante está ligada de todos modos al mundo del que se creía libre. Queda en alta mar una conexión que no se revela sino poco a poco y que, paulatinamente, se renueva. ¡El telégrafo! Envía de la forma más misteriosa noticias desde otro universo. No cabe imaginarse cables de acero, por cuyas cavidades discurre el mensaje invisible. Se trata de un misterio todavía más insondable y también más poético. Para explicar este nuevo milagro hay que recurrir a las alas del viento.

    Por eso, en las primeras horas nos sentimos seguidos, escoltados y aun precedidos por esta voz lejana que cada tanto le murmura a uno de nosotros algunas palabras emitidas en tierra firme. Dos amigos me llaman. Otros diez o veinte se despedirán de nosotros a través del aire, unos entristecidos y otros alegres.

    Pero al segundo día, a quinientas millas de las costas francesas, en una tarde tempestuosa, el telégrafo nos transmitió lo siguiente:

    Arsène Lupin a bordo, primera clase, rubio, herida en el antebrazo derecho. Viaja solo con el nombre de R...

    Justo en ese instante, un violento relámpago iluminó la oscuridad del cielo. Las ondas eléctricas se interrumpieron. El resto del despacho se perdió. Solo supimos la inicial del nombre con el que se ocultaba Arsène Lupin.

    Si se hubiera tratado de cualquier otra noticia, no dudo en absoluto de que los encargados de la cabina del telégrafo hubieran guardado celosamente el secreto, lo mismo que el comisario de a bordo y el capitán. Pero se trataba de uno de esos sucesos capaces de violentar la discreción más estricta. El mismo día, sin que nadie pudiera decir cómo se fugó la noticia, todos ya sabíamos que el famoso Arsène Lupin se escondía entre nosotros.

    ¡Arsène Lupin entre nosotros! El escurridizo ladrón del que los periódicos contaban sus hazañas desde hacía meses. El enigmático personaje que se había batido en un duelo a muerte con el viejo Ganimard, nuestro mejor policía. Arsène Lupin, el caprichoso caballero que operaba en castillos y salones, y que una noche se introdujo en la mansión del barón Schormann y salió con las manos vacías, dejando su tarjeta de presentación con una nota:

    Arsène Lupin, caballero ladrón, volverá cuando el mobiliario sea genuino.

    Arsène Lupin, el hombre de los mil disfraces: unas veces chofer; otras, tenor, editor, niño bien, adolescente, anciano, vendedor viajero marsellés, médico ruso, torero español. Por eso hay que entender bien esto: Lupin iba y venía por el espacio limitado de un trasatlántico. ¡Peor aún! En este rincón estrecho de primera clase donde uno se tropezaba todo el tiempo con los demás, en el comedor, en la sala, en el salón de fumadores. Arsène Lupin era tal vez ese señor... o aquel... o mi vecino de mesa... o mi compañero de camarote...

    –Y esta situación va a durar todavía cinco veces veinticuatro horas –se quejó al día siguiente miss Nelly Underdown–. ¡Es intolerable! Ojalá lo detengan.

    Y luego agregó dirigiéndose a mí:

    –Usted, monsieur d’Andrésy, que se lleva tan bien con el capitán, ¿no sabe nada?

    ¡Me hubiera encantado saber cualquier detalle para complacer a Nelly! Era una de esas magníficas criaturas que dondequiera que estén se convierten en el centro de atención del lugar. Su belleza deslumbra tanto como su fortuna. Son mujeres que tienen una corte de admiradores entusiastas.

    Miss Nelly fue educada en París por una madre francesa y ahora iba a reunirse con su padre, el acaudalado señor Underdown de Chicago. La acompañaba una de sus amigas, lady Jerland.

    Desde el primer momento me propuse cortejarla, pero en la rápida intimidad del viaje su encanto me trastornó. Y, cuando sus ojos negros se encontraban con los míos, me sentía demasiado emocionado como para un simple coqueteo. Al mismo tiempo, ella recibía favorablemente mis atenciones. Se reía de mis ocurrencias y se interesaba en mis anécdotas. A mi entender, correspondía con cierta simpatía a la solicitud que le brindaba. Sin embargo, tenía un rival que podía inquietarme. Un muchacho muy guapo, elegante, taciturno. Parecía que Nelly prefería su humor reservado a mis maneras parisinas.

    Este hombre era parte del grupo de admiradores que rodeaban a Nelly cuando me interrogó. Nos encontrábamos en el puente, cómodamente instalados en las mecedoras. La tormenta del día anterior había despejado el cielo y el tiempo era delicioso.

    –No sé nada concreto, señorita –le respondí–, pero ¿no podríamos nosotros mismos investigar tan bien como lo habría hecho el viejo Ganimard, enemigo personal de Lupin?

    –¿Cómo cree? ¡Vaya que se adelanta usted!

    –¿Por qué? ¿Es tan complicado el problema?

    –Muy complicado.

    –Se olvida usted de los elementos que tenemos para resolverlo.

    –¿Cuáles elementos?

    –En primer lugar, Lupin se hace llamar señor R...

    –Esa es una pista un poco vaga.

    –Segundo, viaja solo.

    –¿Le parece suficiente ese detalle?

    –Tercero, es rubio.

    –¿Y eso qué?

    –Lo único que tenemos que hacer es revisar la lista de pasajeros e ir descartando candidatos.

    Yo tenía esa lista en mi bolsillo, así que la saqué y comencé a revisarla.

    –Lo primero que puedo decirle es que solo hay trece personas cuya inicial amerite nuestra atención.

    –¿Solo trece?

    –En primera clase, sí. Y de esos trece señores R..., como puede usted comprobarlo, nueve están acompañados de damas, niños o sirvientes. Por lo tanto, solo quedan cuatro solitarios: el marqués de Raverdan…

    –Secretario de la embajada –interrumpió miss Nelly–. Lo conozco.

    –El mayor Rawson...

    –Es mi tío –dijo otra persona.

    –El señor Rivolta...

    –¡Presente! –exclamó un italiano cuyo rostro se escondía detrás de una barba negrísima.

    Miss Nelly estalló en risas y exclamó:

    –Sería difícil decir que este caballero es rubio.

    –Entonces estamos obligados a concluir que el culpable es el último de la lista –contesté.

    –¿O sea?

    –O sea, el señor Rozaine. ¿Alguien lo conoce?

    Todos guardaron silencio. Pero miss Nelly se dirigió al joven taciturno cuya presencia a su lado cada vez me atormentaba más:

    –¿Bueno, monsieur Rozaine, no va a responder?

    Todos volteamos a verlo. Era rubio.

    Tengo que confesar que sentí una conmoción interior. Y el silencio que se posó pesadamente sobre nosotros me reveló que los demás presentes también sentían esta inquietud. Sin embargo, era absurdo, porque después de todo nada en el comportamiento de este caballero permitía sospechar de él.

    –¿Que por qué no contesto? –dijo–. Porque dado mi nombre, mi situación de viajero solo y el color de mi cabello, ya me encargué de hacer mi propia investigación y llegué a la misma conclusión. Opino que me detengan.

    Pronunció estas palabras con un aspecto extraño. Apretó los labios delgados como dos rayas rectas y palideció. Sus ojos se inyectaron de sangre. Sin duda bromeaba, pero su aspecto y su actitud nos impresionaron. Miss Nelly le preguntó ingenuamente:

    –Pero ¿tiene usted una herida?

    –Es cierto, me falta la herida –replicó.

    Con un gesto nervioso se arremangó la manga para descubrir el brazo. En ese instante me asaltó una idea y mi mirada se cruzó con la de miss Nelly. Rozaine mostró el brazo izquierdo. Y estaba a punto de hacer la observación, cuando un incidente distrajo nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de miss Nelly, llegaba corriendo a toda prisa.

    Todos la rodeamos preocupados. Ella estaba molesta. Y fue solo después de mucho esfuerzo que logró balbucear:

    –¡Mis joyas, mis perlas! ¡Me robaron todo...!

    Pero no, no perdió todo. Lo descubrimos enseguida. Curiosamente, el ladrón había escogido las prendas.

    De la estrella de diamantes, el colgante de rubí cabujón, los collares y brazaletes rotos, no se llevó las piezas más grandes, sino las más finas, las más preciosas. Al parecer, tomó las que tenían más valor y ocupaban menos espacio. Las monturas estaban extendidas sobre la mesa. Las vi, todos las vimos, despojadas de sus joyas como flores a las que les hubieran arrancado los pétalos hermosos y coloridos.

    Para ejecutar el trabajo a plena luz del día y en un corredor bastante concurrido, justo a la hora en que lady Jerland tomaba el té, era necesario romper la puerta del camarote, encontrar la pequeña bolsa escondida en la parte inferior de una sombrerera, abrirla y seleccionar cuidadosamente las piezas.

    Así que hubo una exclamación generalizada de todos nosotros. Hubo una opinión común entre todos los pasajeros al enterarse del robo: ¡fue Lupin! Sin duda era su estilo. Complicado, misterioso, inconcebible y, sin embargo, lógico. Porque hubiera sido difícil esconder el voluminoso bulto con todas las joyas, ¡mientras que era mucho más fácil esconder piezas sueltas y pequeñas, como perlas, esmeraldas y zafiros!

    Durante la cena quedaron vacíos los lugares a izquierda y derecha de Rozaine en la mesa. Y más tarde supimos que fue llamado por el capitán.

    Su detención, que nadie ponía en duda, produjo una verdadera sensación de alivio. Por fin respirábamos. Esa misma noche hubo juegos y bailes. En particular, miss Nelly se mostró con una alegría tan ruidosa que pensé que, si las atenciones de Rozaine pudieron haberle resultado agradables al principio, ya las había olvidado. Su encanto terminó de conquistarme. Así que a la medianoche, bajo la luz serena de la luna, le expresé mi devoción con una intensidad que entendí que no recibió con desagrado.

    Pero al día siguiente, para estupefacción de todos, se supo que Rozaine estaba libre, exculpado por la insuficiencia de pruebas en su contra. Había mostrado documentos en toda regla que lo identificaban como el hijo de un importante hombre de negocios de Burdeos. Además, en los brazos no tenía ni la menor cicatriz de una herida.

    –¡Documentos! ¡Actas de nacimiento! –exclamaban los enemigos de Rozaine–. ¡Pero si Lupin podría conseguir lo que hiciera falta! Y, sobre la herida, nunca la sufrió o se borró la cicatriz.

    Una objeción que se presentaba contra eso era que, a la hora del robo, se había comprobado que Rozaine se paseaba por el puente, a lo que contestaron:

    –¿Acaso un hombre con el temple de Arsène Lupin tiene que estar presente en los robos que comete?

    Pero fuera de toda consideración extraña, quedaba un punto que ni los más escépticos podían resolver: aparte de Rozaine, ¿quién más viajaba solo, era rubio y tenía un nombre que comenzaba con R? ¿A quién apuntaba el telegrama si no era a Rozaine?

    Unos minutos antes del desayuno, cuando Rozaine se dirigió osadamente hacia nuestro grupo, miss Nelly y lady Jerland se levantaron y se fueron.

    ¡Vaya que sentimos miedo!

    Una hora más tarde, un escrito circuló de mano en mano entre los empleados, la tripulación y los pasajeros de todas las clases. El señor Louis Rozaine ofrecía la suma de diez mil francos a quien desenmascarara a Arsène Lupin o hallase a quien tuviera en su poder las piedras preciosas robadas.

    –Y si nadie me ayuda con este bandido –le dijo Rozaine al capitán–, yo mismo me encargaré de él.

    Louis Rozaine contra Arsène Lupin o, más bien, y según el rumor que corría de boca en boca, el mismísimo Lupin contra Lupin. ¡Qué enfrentamiento más interesante!

    Y se prolongó dos días.

    Vimos a Rozaine vagar de un lado a otro, mezclarse con la tripulación, interrogar, examinar. Incluso de noche se veía rondar su sombra.

    Por su parte, el capitán desplegaba su mayor energía. De arriba a abajo, en todos los rincones, se registró el Provence. Se hicieron pesquisas en todos los camarotes, sin excepción, con el sólido argumento de que los objetos podrían estar escondidos en cualquier parte, menos en el camarote del culpable.

    –Al final terminarán por descubrir algo, ¿no lo cree? –me preguntó miss Nelly–. No importa qué tan mago sea, no puede hacer invisibles los diamantes y las perlas.

    –Así es –le contesté–, o habrá que buscar en el forro de nuestros sombreros, el dobladillo de nuestros sacos y todo lo que llevamos puesto.

    Acto seguido, le mostré mi cámara Kodak plegable de 9 x 12, con la que no había dejado de fotografiarla en todas las poses.

    –¿No cree usted que cabrían todas las piedras preciosas de lady Jerland en un aparato como este? El ladrón finge que toma fotos y se sale con la suya.

    –He oído decir que no hay ladrón que no deje ninguna pista.

    –Hay uno: Arsène Lupin.

    –¿Por qué?

    –¿Me pregunta por qué? Porque no piensa únicamente en el robo que comete, sino en todas las circunstancias que podrían señalarlo.

    –Al principio usted parecía más confiado.

    –Pero después lo vi en acción.

    –Y entonces, ¿qué piensa ahora?

    –Para mí que estamos perdiendo el tiempo.

    En efecto, las investigaciones no dieron ningún resultado o, más bien, lo que produjeron no correspondió al esfuerzo general, pues al capitán le robaron su reloj.

    Furioso, redobló sus empeños y vigiló a Rozaine más de cerca, con el que tuvo varias entrevistas. Y al día siguiente, ¡qué ironía!, el reloj apareció entre los cuellos postizos del segundo de a bordo.

    Se respiraba un aire que expresaba perfectamente bien el estilo humorístico de Arsène Lupin, un ladrón, sí, pero bastante locuaz. Desde luego que trabajaba por gusto y vocación, pero también lo hacía para divertirse. Daba la impresión de ser un actor que se regocijaba con la obra que le tocaba interpretar y que entre bastidores se reía a carcajadas de sus propias agudezas y de las situaciones que imaginaba.

    Ciertamente era un artista en su oficio y, cuando yo lo observaba, taciturno y obstinado, y fantaseaba con el doble papel que sin duda representaba este curioso personaje Rozaine, no podía menos que sentir cierta admiración.

    Sin embargo, la penúltima noche el oficial de guardia en cubierta escuchó gemidos procedentes de la parte más oscura del puente. Se acercó y encontró a un hombre tendido, con la cabeza envuelta en un pañuelo gris muy grueso y las muñecas atadas con una fina cuerda.

    Lo rescató de sus ataduras. Lo alzó y le prestó los primeros auxilios.

    Ese hombre era Rozaine.

    Había sido asaltado en el curso de una de sus expediciones, derribado y desvalijado. Una carta de presentación fijada con un alfiler en su ropa llevaba esta inscripción:

    Arsène Lupin acepta con gratitud los diez mil francos del señor Rozaine.

    Pero la cartera hurtada contenía veinte billetes de mil francos.

    Naturalmente, acusaron al infeliz de haber simulado el ataque contra él mismo. Pero aparte de que le hubiera resultado imposible amordazarse de esa manera, quedó establecido que la letra de la tarjeta era completamente distinta a la letra de Rozaine. Más bien, se parecía hasta el punto de confundirse con la de Lupin,

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