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Yo, el Gato
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Libro electrónico628 páginas14 horas

Yo, el Gato

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Un gato sin nombre, narrador y protagonista, se convierte en observador y crítico de la sociedad japonesa de su tiempo. El perspicaz y sabiondo felino se interna en los escondidos recovecos de la sociedad para escudriñar conductas, escuchar conversaciones y presenciar hechos que le dan pie para sentar cátedra de filósofo. En realidad, al confiar al gato el papel de inquisidor y fustigador de los entuertos humanos, lo que el autor intenta es pasar por el tamiz modas, costumbres y formas de pensar importadas de Occidente. Bajo la implacable férula de un gato que se presenta con un yo mayestático y petulante, la novela suscita, además de sonrisas, inquietud en torno al eterno conflicto entre la horma cultural indígena y el modelo de civilización traído del exterior.

Esta novela es una excelente iniciación para todos aquellos lectores que quieran comprender al pueblo japonés, siempre atento al progreso moderno y, al mismo tiempo, respetuoso con su patrimonio ancestral, que, a veces, se antoja misterioso y enigmático. Sin pretenderlo, el gato sin nombre acaso ayude también a superar barreras y enigmas culturales.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento10 jul 2023
ISBN9788413641812
Yo, el Gato
Autor

Natsume Soseki

Natsume Sōseki, seudónimo literario de Natsume Kinnosuke, nació en 1867 cerca de Edo (la actual Tokio). Descendiente de una familia de samuráis venida a menos, fue el menor de seis hermanos. Cuando tenía dos años, sus padres lo entregaron en adopción a uno de sus sirvientes y a su mujer, con quienes viviría hasta los nueve años.

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    Yo, el Gato - Natsume Soseki

    I

    Yo soy un gato.

    Todavía no me han puesto nombre.

    No tengo la menor idea del lugar en que nací. Lo único que recuerdo es que un día me encontré maullando lastimeramente en un sitio húmedo y sombrío. Allí fue donde vi por primera vez a un hombre. Según me enteré después, aquel hombre era un estudiante a pupilo. Por lo visto, era el tipo más feroz de la raza humana. Se decía de ellos que a veces nos capturaban para luego cocernos y comernos. Pero en aquel entonces no me daba yo aún perfecta cuenta de las cosas y no abrigaba hacia ellos temor especial.

    Cuando el estudiante me tomó sobre la palma de su mano y me levantó ligeramente, sentí la impresión de estar flotando, como colgado en el aire. Tras unos instantes, acostumbrado a aquella posición, miré a la cara del estudiante. Debió de ser aquélla la primera vez que vi de cerca al animal llamado hombre.

    Todavía recuerdo la extrañeza que me causó. Su cara, en vez de estar cubierta de pelo, era escurridiza y parecía un auténtico perol. Me he encontrado después con muchos gatos pero en ninguno de ellos he visto tal deformidad. Además, en medio de la cara del estudiante campeaba una gran protuberancia de cuyos orificios salían de vez en cuando unas ráfagas de humo que a mí me causaban asfixia. No hace mucho me enteré, por fin, de que aquel humo procedía del tabaco que fuman los hombres.

    Permanecí unos momentos plácidamente sentado sobre la mano del estudiante pero, de repente, comencé a dar vueltas a una velocidad vertiginosa. No sabía si era el estudiante quien se movía o si era yo el que daba vueltas. De todos modos, me mareé. Sentí náuseas. Cuando ya pensaba que aquello no tenía remedio, oí un batacazo y vi las estrellas. Hasta aquí lo recuerdo todo. De lo que sucedió inmediatamente después, por más esfuerzos que hago, no logro acordarme de nada.

    Cuando recobré el sentido, vi que el estudiante ya no estaba. Tampoco volví a ver a ninguno de mis muchos hermanos. Hasta mi madre, tan necesaria entonces, había desaparecido. Además, ahora me encontraba en un lugar mucho más claro que el de antes. Un lugar tan luminoso que apenas podía abrir los ojos. La situación me parecía extraña e intenté arrastrarme poco a poco, pero el cuerpo me dolía muchísimo. Había sido arrojado violentamente desde la cima de un montón de paja al fondo de un cañaveral.

    Hice un esfuerzo supremo y logré salir de entre las cañas de bambú. Me encontraba enfrente de una gran charca. Me senté allí a pensar lo que debía hacer, pero de momento no se me ocurría nada. Al cabo de un rato, tuve una idea: si lograba llamar la atención con mis maullidos, quizás vendría el estudiante a recogerme. Maullé. No venía nadie.

    Entretanto, el viento murmuraba y rizaba la superficie de la charca. El sol rodaba ya al ocaso. Me sentía muerto de hambre. Quería maullar, pero ni eso. Al final no hallé otra solución que ir en busca de cualquier sitio donde hubiera comida. Comencé a andar lentamente y dejé la charca a mi izquierda. Incluso con el estómago vacío, tuve valor para soportarlo todo. A duras penas fui trepando y, al fin, llegué a un lugar que despedía un olor a hombre. Pensando encontrar algún remedio para mi situación si lograba entrar allí, avancé a través de una parte rota de la valla de bambú hasta penetrar en la vivienda. La suerte es algo maravilloso. Si la cerca no hubiese estado rota, acaso habría muerto de inanición a la orilla del camino. Con razón se dice que «determinado está por el Hado el árbol que te ha de cobijar bajo su sombra». El agujero de la valla fue desde entonces mi paso obligado cada vez que iba a visitar a una gata vecina llamada Mikeko.

    De ese modo me colé en aquella casa. Mientras tanto, iba anocheciendo y mi estómago se quejaba de hambre. El frío recrudecía y empezaba a llover. No podía retrasarme un momento y me puse a andar decidido de una parte a otra en busca de un remanso de luz y calor. En aquellos momentos me hallaba ya, por primera vez, en el interior de una mansión humana. Aquí no tardaría en encontrarme con hombres distintos de aquel estudiante.

    Con quien primero topé fue con la criada. Ésta era mucho más tosca que el estudiante. Tan pronto como me vio, me agarró bruscamente del pescuezo y me arrojó fuera de la casa. «Con gente como ésta, no hay nada que hacer», me dije y, cerrando los ojos, encomendé mi suerte a los dioses.

    Pero el hambre y el frío podían más que mi paciencia y, aprovechando otro descuido de la criada, gateé hasta la cocina. Inmediatamente fui expulsado de nuevo. Volví a entrar y me echaron nuevamente. Así, todavía lo recuerdo, hasta cuatro o cinco veces. Desde entonces guardé ojeriza a la criada, hasta que, hace poco, me vengué robándole tres caballas.

    Cuando iba a ser arrojado por última vez, salió el amo de la casa preguntando:

    —¿Qué alboroto es ése?

    —Este gatito sin amo me está haciendo enfadar, porque lo echo y lo vuelvo a echar y siempre se me cuela hasta la cocina —respondió la criada, dirigiéndose a su señor mientras me tenía colgado por el pescuezo.

    El amo contempló mi cara por unos instantes mientras retorcía su frondoso mostacho.

    —Bueno, pues, déjalo aquí en casa —ordenó. Enseguida volvió hacia el interior. Parecía hombre de pocas palabras.

    La criada, como resentida, me dejó caer sobre el piso de la cocina. De ese modo terminé por decidirme a considerar aquel hogar como mío.

    Mi amo rara vez se dignaba mirarme a la cara. Al parecer, ejercía la profesión de maestro de escuela. Cuando volvía de la escuela, se encerraba en su cuarto y apenas salía de él en todo el día. Los de casa le tenían por muy estudioso. Él mismo presumía de aplicado a los libros. Pero en realidad no estudiaba tanto como se figuraban los de casa. Yo me asomaba de vez en cuando a su cuarto y lo veía que se echaba la siesta muy a menudo. También vi algunas veces que la baba se le caía sobre el libro que estaba leyendo. Padecía de atonía gástrica y, por el color amarillento de su piel, manifestaba síntomas de inactividad crónica. A pesar de todo, comía en abundancia. Después de hartarse, tomaba Taka-diastasa1. Luego abría un libro y, tras leer varias páginas, se quedaba dormido y dejaba caer sobre él la baba. Tal era su rutina de todas las tardes.

    Yo, aunque gato, razonaba a veces de este modo: verdaderamente, los maestros lo pasan bien. De haber nacido hombre, sin duda que habría escogido la profesión de maestro. Si un hombre tan dormilón como mi amo podía ejercer una profesión, hasta los gatos seríamos capaces de encontrar empleo. Pero al decir de mi amo, no había labor tan desagradable como la del maestro de escuela. Cada vez que un amigo suyo venía a visitarle, él sacaba a relucir sus lamentaciones contra esta profesión.

    Durante mis primeros días en aquella casa, todos, menos mi amo, me trataban mal. A cualquier parte que fuese, era rechazado y nadie se dignaba admitirme en su compañía. El hecho de que nadie me haya puesto nombre todavía indica hasta qué punto se me despreciaba. Por eso no tuve más remedio que procurar estar al lado de mi amo, que, al fin y al cabo, me había admitido en su casa.

    Por la mañana, mientras mi amo leía el periódico, me subía sin falta sobre sus rodillas. Mientras él dormía la siesta, yo me encaramaba en su espalda. No es que mi amo se me hiciese del todo simpático sino que, al no tener quien se preocupase de mí, me veía obligado a ello.

    Después de algún tiempo y tras algunas experiencias, cogí la costumbre de dormir por la mañana junto a la cazuela del arroz, por la noche al lado del brasero y en las tardes de buen tiempo en el pasillo. Pero lo que más gustaba era escurrirme, al anochecer, hasta la cama de las niñas de mi amo y dormir a su lado.

    Las niñas eran dos, de cinco y tres años, respectivamente, que, tan pronto como anochecía, iban a la misma alcoba y dormían en la misma cama. De una manera o de otra, yo siempre me las arreglaba para colarme y encontrar un hueco entre las dos. Ahora, que si por desgracia se despertaba una de ellas, todo terminaba en un alboroto terrible. Las dos, sobre todo la pequeña —que era la peor—, comenzaban a gritar aunque fuese media noche: «Ha entrado el gato, ha entrado el gato». Entonces, mi nervioso y dispéptico amo se despertaba y entraba corriendo en la habitación de las niñas. Más de una vez me midió la espalda con una vara.

    Yo vivía con seres humanos a quienes observaba atentamente. Y cuanto más los observaba, tanto más me convencía de su carácter caprichoso. Especialmente aquellas niñas eran el colmo del antojo. Cuando a ellas les parecía bien, me ponían patas arriba, o me cubrían la cabeza con un saco, o me daban empellones, o me metían en el fogón. En cambio, si yo intentaba defenderme, todos a una los de casa me perseguían y atormentaban. Un día, no hace mucho, traté de afilar mis uñas en el tatami2. Mi ama se indignó de tal modo que desde entonces me tiene prohibida la entrada en la sala de estar. Me veían encogido y tiritando de frío sobre la tarima de la cocina y no se inmutaban lo más mínimo.

    Al otro lado de la valla de mi amo vivía Shiro, una gata blanca a quien yo respetaba. Cada vez que nos veíamos, ella siempre me repetía: «No hay ser viviente más cruel que el hombre». Shiro había parido cuatro gatitos como cuatro joyas. Al tercer día del parto, un estudiante pensionista de su amo había arrojado las cuatro criaturitas a la laguna vecina. Shiro me contó entre sollozos una parte de lo sucedido y, como conclusión, añadió: «Para perfeccionar las relaciones entre padres e hijos y vivir una vida familiar feliz, nosotros, los gatos, debemos luchar contra los hombres hasta exterminarlos a todos». Por lo que decía, tenía toda la razón.

    El vecino Mike, un gato tricolor, estaba también irritadísimo. Decía que los hombres no saben lo que es derecho de propiedad. En el mundo de los gatos está establecido que quien primero encuentra cabezas de arenque u ombligos de sargo tiene derecho a comérselos. Si un compañero no cumple este convenio, está bien recurrir a la fuerza. Pero los hombres no tienen la menor idea sobre esto. Nos usurpan la comida que nosotros encontramos y, haciendo uso de la violencia, nos arrebatan impunemente lo que nosotros debemos comer por justicia. Shiro vivía en la casa de un militar. Mike tenía por amo a un abogado. Yo estaba en casa de un maestro de escuela y, en ese aspecto, podía sentirme más optimista que ellos. Con tal de ir disfrutando de paz día tras día, me daba por contento. Los hombres, por muy hombres que fuesen, no vivirían siempre nimbados de gloria. Era mejor tener paciencia y esperar a que llegase la época dorada de los gatos.

    Ya que hablo de caprichos humanos, contaré cómo mi amo fracasaba precisamente a causa de sus antojos. En realidad, él no era un hombre que sobresaliese en ningún sentido, pero le gustaba hacer de todo. Colaboraba con poesías en la revista Hoto-togisu, publicaba poesía moderna en la revista Myōjō y escribía artículos en un inglés plagado de disparates. Unas veces practicaba el tiro con arco. De vez en cuando tocaba el violín desentonadamente. Pero, por desgracia, todo lo hacía mal. Se encaprichaba con algo y, a pesar de su debilidad de estómago, lo emprendía todo con entusiasmo. Recitaba estrofas líricas hasta en el excusado. De ahí que los vecinos lo motejasen con el apodo de Maestro Excusado. Sin embargo, él no se daba por aludido y continuaba repitiendo aquello de «Éste es Munemori de Taira»3. Los que lo oían se burlaban diciendo entre risas: «Ahí está Munemori».

    Habría transcurrido un mes desde mi llegada a aquella casa cuando, un día de cobro de salario, inesperadamente mi amo volvió excitado, trayendo un gran envoltorio. Yo sospeché que había comprado alguna cosa.

    En efecto, eran instrumentos para pintar acuarelas: pinceles, papel Whatman... Parecía haber olvidado las piezas líricas y los versos haiku4. Así fue. Desde el día siguiente y, eso sí, sólo durante algún tiempo, se encerraba todos los días en su cuarto de estudio y, sacrificando incluso la siesta, no hacía otra cosa que dibujar. Sin embargo, al ver el resultado, nadie era capaz de averiguar lo que mi amo había pintado. Al parecer, él mismo terminó convenciéndose de que no era buen pintor, pues un día oí una conversación con un amigo suyo que se tenía por especialista en arte.

    —No dibujo bien, no... Cuando uno ve dibujos de otros, parece fácil pintar... Pero si uno coge el pincel y trata de hacer algo, entonces, ya no es tan fácil... —Así se explicaba mi amo. En realidad, su opinión era acertada.

    Su amigo, echándole una mirada por encima de sus lentes de montura dorada, respondió:

    —Es que... no se puede pintar bien desde el principio. Desde luego, es imposible dibujar sólo con la imaginación y dentro de una habitación. Ya lo dijo antiguamente el gran pintor italiano Andrea del Sarto: «Para pintar, debes expresar la naturaleza tal como es. En el cielo hay astros y en la tierra gotas de rocío. Los pájaros vuelan y las bestias corren. En los estanques nadan peces de colores y en los árboles secos se posan cuervos de invierno. La naturaleza es una inmensa pintura viviente». ¿Qué te parece? Si quieres hacer algo que merezca el nombre de pintura, ¿por qué no copias la naturaleza?

    —¡Ah!... ¿Andrea del Sarto ha dicho eso? No lo sabía. Pues tienes razón... Claro, así es —respondió mi amo con grandes muestras de admiración.

    Detrás de los lentes de montura dorada se dibujó una sonrisa burlona.

    Al día siguiente de haber escuchado esta conversación, estando yo como de costumbre durmiendo tranquilamente la siesta en el pasillo, salió mi amo inesperadamente de su cuarto, se sentó a mi lado y comenzó a entretenerse con algo. Entreabrí los ojos de repente y me entró curiosidad por saber qué estaba haciendo. Miré de soslayo durante un instante y vi que estaba enfrascado en imitar a Andrea del Sarto. Al contemplar aquella escena, no pude disimular una sonrisa. Como resultado de haber sido ridiculizado por su amigo, se había propuesto dar el primer paso dibujándome a mí.

    Yo había dormido ya lo suficiente. Me entraron ganas de bostezar, pero me daba lástima interrumpir la obra pictórica que mi amo estaba realizando con tanto interés y opté por tener paciencia y quedarme quieto.

    Mi amo había terminado ya los contornos de mi cuerpo y estaba dando color a mi cara. Hablando con sinceridad, confieso que no era yo precisamente un modelo de belleza dentro de la raza gatuna. No se me había ocurrido tenerme por más agraciado que mis hermanos de raza ni en finura de líneas ni en tersura de pelo ni en hermosura de rasgos faciales. Con todo, por muy feo que fuese, nunca creí que lo fuera tanto como el gato que mi amo había dibujado.

    Por lo pronto, el color estaba mal dado. Como gato de Persia, era dueño de una piel cenicienta con pintas amarillas, semejante a laca moteada. Esto lo podía comprobar cualquiera que me mirase. Pero el color con que mi amo me había dibujado ni era amarillo ni negro. Tenía tanto de ceniciento como de castaño. Ni siquiera podía llamarse una combinación de colores. Lo más seguro es que era un color indescriptible.

    Además, para colmo de maravillas, aquel gato no tenía ojos. Esto podía atribuirse a que mi amo tuvo por modelo a un gato dormido. Mas como tampoco había nada que pareciese ojos, no era posible saber si se trataba de un gato ciego o de un gato dormido. De todos modos, para mis adentros saqué la conclusión de que aquélla no era manera de pintar aunque fuese algo recomendado por Andrea del Sarto. Mi amo era, no obstante, digno de admiración por su esmero.

    Yo había hecho propósito, en cuanto fuera posible, de no moverme, pero la naturaleza me estaba exigiendo desde hacía tiempo un deber fisiológico. Llegué a ponerme nervioso. Y cuando llegó el momento en que ya no pude retrasar más el menester natural, me vi obligado a cometer la descortesía de estirar mis manos hacia adelante todo lo que pude, encoger mi pescuezo y dar unos leves maullidos de bostezo. Ya en esta postura, no había por qué permanecer quieto. Una vez que había echado a perder los planes de mi amo, salí despacio hacia fuera para cumplir el deber natural.

    Mi amo comenzó entonces a dar voces de enfado y desesperación desde la sala de estar:

    —¡¡Estúpido!!... —Cuando mi amo insultaba a alguien, siempre lo llamaba «estúpido». Era una manía más. Lo hacía así porque no sabía insultar de otra manera. Pero, a mi modo de ver, llamar estúpido desconsideradamente a quien se había estado aguantando por él era una descortesía. De ordinario, cuando yo me subía sobre sus hombros, no me desagradaba recibir imprecaciones con tal de que me las dijese con buena cara. Ahora, que no hacer de buena gana nada de utilidad para mí y encima llamarme estúpido cuando quise pagar un tributo a la naturaleza, era demasiado cruel. Los hombres son inclinados a confiar en su fuerza bruta y por eso se envalentonan. Si no aparece un ser más fuerte que ellos y los aplasta, no sabemos hasta dónde irá a parar su presunción.

    Si los caprichos humanos no pasaran de ahí, todavía podríamos tener paciencia. Pero oí una vez informes mucho más lamentables acerca de la maldad de los hombres.

    Detrás de mi casa había una plantación de té de unos veintitrés metros cuadrados. No es que fuese grande, pero sí era un lugar bien soleado y apacible. A este huerto solía yo ir siempre a recuperar energías cuando el alboroto de las niñas de casa no me dejaba dormir la siesta a mi gusto y cuando me sentía aburrido o indispuesto.

    Serían aproximadamente las dos de la tarde de un sereno día del veranillo otoñal. Después de una agradable siesta, salí a dar un paseo por el campo de té. Olfateé una por una las plantas del té y me acerqué hasta una estacada de cedro que había en la parte occidental. Entonces vi que un enorme gato dormía profundamente sobre unos crisantemos tronchados. O no se daba cuenta de que yo me acercaba o se hacía el desentendido. En todo caso, tendido a lo larga, roncaba estrepitosamente. Me extrañé de que un intruso pudiese dormir en terreno ajeno tan tranquilamente y quedé admirado de su atrevimiento.

    Era un gato completamente negro. El sol acababa de traspasar el cenit y dejaba caer sus diáfanos rayos sobre el pelaje del gatazo. Parecía como si de aquel brillante pelo saliesen invisibles llamaradas. Su cuerpo era tan gigante que bien merecía ser proclamado emperador de la raza felina. Abultaba ciertamente el doble que yo.

    Presa del asombro y de la curiosidad, me olvidé del pasado y, sin pensar en el futuro, permanecí de pie delante de él sin poder hacer otra cosa que contemplarlo sin pestañear. El viento suave del veranillo movía levemente las ramas de las paulonias que se elevaban ya sobre la valla. Con la caricia del viento dos o tres hojas vinieron a caer sobre la espesura de los crisantemos ajados. Entonces el emperador de los gatos abrió de repente sus redondos ojazos. Aún lo recuerdo. Aquellos ojos brillaban más que el ámbar, tan codiciado por los hombres. El gatazo no se movía lo más mínimo. Proyectó sobre mi enana frente un penetrante rayo de luz disparado desde el fondo de sus cristalinos y me preguntó:

    —¿Quién será este tipo?... —Sus palabras se me antojaron demasiado vulgares para ser palabras imperiales. Con todo, en el tono de su voz latía una fuerza capaz de amedrentar a un dogo. Me estremecí de miedo pero pensé que no corresponder al saludo podía ser peligroso. Y aparentando toda la serenidad de que fui capaz, le respondí fríamente:

    —Soy un gato. Todavía no me han puesto nombre. —Mi corazón latió más fuertemente que de ordinario.

    Él añadió con desdén:

    —¿Eh?... Conque... ¿eres un gato? Casi no te lo creo. Bueno... y ¿dónde demonios vives? —Era un gato muy arrogante.

    —Estoy en casa del maestro que vive ahí.

    —Ya me parecía a mí. Por eso estás tan flaco, ¿no es eso? —me dijo altanero, como podía esperarse de un soberano. Su manera de hablar revelaba que no era gato de casa noble. Pero a juzgar por su corpulencia, parecía tener frecuentes banquetes y nadar en la abundancia.

    —Y tú... ¿quién eres? —me vi obligado a preguntar.

    —Soy Kuro, el del carretero5, ¿sabes? —respondió con orgullo.

    El Kuro del carretero era muy conocido en el vecindario por sus fechorías. Por ser gato de carretero, aunque tenía mucha fuerza, era incapaz de tratar con los demás por culpa de sus modales toscos. Su sistema favorito era el federalismo a distancia. Cuando oí su nombre, sentí un ligero cosquilleo en mis lomos, mientras surgió en mi interior cierta aversión hacia él. Y con el fin de comprobar hasta qué punto llegaba su ignorancia, le pregunté:

    —¿Quién es más respetable, el carretero o el maestro?

    —El carretero es más forzudo. He visto a tu amo y no tiene más que piel y huesos.

    —Entonces, como tú eres gato de carretero, tendrás mucha fuerza. Además, parece que comes bien.

    —¿Eh?... Uno como yo encuentra comida abundante en cualquier parte. Mira, en vez de andar dando vueltas al huerto de té, vente conmigo. En un mes engordarás tanto que no te conocerán ni en tu casa.

    —Cuando llegue la ocasión, ya te lo pediré. Pero... creo que la casa del maestro es más grande que la del carretero.

    —¡Idiota!... ¿Es que la casa, por muy grande que sea, llena el estómago? —Al decir esto, Kuro se encolerizó, estiró sus orejas como puntiagudos tallos de bambú y se marchó sin decir palabra.

    Desde entonces, Kuro y yo fuimos amigos. Nos veíamos con frecuencia. Cuando nos encontrábamos, él se expresaba de modo altanero, como correspondía a un gato de carretero. A él precisamente le oí contar los informes a que he aludido antes acerca de la maldad de los hombres.

    Un día estábamos Kuro y yo tendidos sobre el soleado huerto de té. Hablamos de muchas cosas. Después de contarme las fanfarronadas habituales en él, sacó a relucir un tema completamente nuevo:

    —¿Cuántos ratones has cazado hasta ahora?

    Yo me creía más adelantado que Kuro en cuanto a conocimientos, aunque tenía la firme convicción de que no podía compararme con él en fuerza y valentía. Pero al oír esta pregunta, me quedé perplejo. Y como los hechos eran patentes y no había razón para mentir, contesté:

    —La verdad es que cazar ratones... Sí he pensado cazarlos, pero hasta la fecha no he atrapado ni uno siquiera.

    Kuro agitó su largo y estirado mostacho y rió a carcajadas. Como le gustaba vanagloriarse si se trataba de algo que no le satisfacía mucho, bastaba escuchar atentamente para que se mostrase más afable. Desde que me acerqué a él por primera vez, me di cuenta de la eficacia de esta táctica. Pero me parecía una necedad empeorar la situación defendiéndome a mí mismo indiscretamente. Estaba convencido de que era mejor no contradecirle al oírlo contar sus proezas.

    —Tú habrás cazado muchos, pues con los años que tienes... —le dije sumisamente para tentarle.

    Kuro no desperdició la ocasión de narrar sus triunfos y respondió con satisfacción:

    —No creas..., habré pillado unos cuarenta —y prosiguió—: te aseguro que me atrevo hasta con cien o doscientos..., pero si son comadrejas, se me escapan de las manos. Una vez, enfrentándome a una, lo pasé mal.

    —Sí, claro..., no me extraña —ronroneé.

    Kuro guiñó los ojos y continuó:

    —Fue el año pasado, cuando la gran limpieza de fin de año. El amo de mi casa cogió un saco de cal y lo metió debajo del corredor. Entonces..., oye..., una maldita comadreja salió furiosa.

    —¡¡Uf!! —exclamé con sorpresa.

    —Sí, era una comadreja, pero un poco más grande que un ratón. «Condenada», grité, persiguiéndola hasta hacerla caer en una zanja.

    —Lo hiciste bien, ¿eh? —dije, fingiendo una profunda impresión.

    —Sí, pero cuando me acerqué a ella, estaba dando los últimos suspiros. Olía que daba asco. Desde entonces, cuando veo una comadreja, me dan náuseas.

    Al llegar aquí, como si hubiese sentido de nuevo el mal olor, levantó las manos e hizo girar tres veces la punta de la nariz. Yo también experimenté cierto desagrado. Con el fin de infundir animación a la escena, elogié:

    —En cambio, si son ratones... Como tú los persigas, no se escapa ni uno. Eres famoso por tus grandes cacerías de ratones. Así es como estás tan gordo y sano.

    Mi elogio pretendía contentarle pero produjo el efecto contrario. Exhaló un profundo suspiro y se lamentó:

    —Sólo con pensarlo es desesperante, pero... por más que uno pille ratones.... En fin, te aseguro que en el mundo no hay ser viviente peor que el hombre. Se apoderan de los ratones que uno pilla y se los llevan a los puestos de policía. Como los policías no saben quién ha cazado los ratones, dan a quien se los lleva unos cinco céntimos de yen por pieza. Por ejemplo, mi amo recibe frecuentemente a costa mía más de un yen. A pesar de todo, ni siquiera me da comida suficiente. Mira..., los hombres son unos ladrones enmascarados.

    Me convencí de que también los gatos ignorantes, como Kuro, eran capaces de razonar. Pero Kuro estaba indignado y, como efecto del enfado, se le había erizado el pelo de la espalda. Yo empecé a sentir cierta desazón. Me serví de una excusa y me retiré cautelosamente para volver a casa.

    Entonces hice el propósito de no ir jamás a la caza de ratones. Esto no significa que me hubiese propuesto unirme a Kuro para buscar manjares que no fuesen ratones. Dormir era más agradable e incluso más útil que buscar banquetes. Viviendo en casa de un maestro de escuela, acabaría quizás por adquirir un carácter parecido al del amo. Pero si no tenía cuidado, me exponía a contraer también dispepsia crónica.

    Mi amo perdió pronto las esperanzas que había concebido acerca de las acuarelas. De hecho, el 1 de diciembre dejó escrito en su Diario:

    «En la reunión de hoy he visto a un señor cuyo nombre no recuerdo. Él mismo dice que lleva una vida muy disoluta. Verdaderamente aparentaba ser hombre de mundo. Los hombres de ese carácter suelen ser amigos de mujeres. Por eso, es más propio decir: ‘se ha visto obligado a llevar una vida disoluta’ que decir: ‘lleva una vida disoluta’. Al parecer, su mujer es geisha. La mayor parte de los que hablan mal de esos hombres licenciosos no tienen aptitudes siquiera para serlo ellos mismos. Es más, en el grupo de los que se glorían de ser libertinos hay muchos que carecen de cualidades para serlo de verdad. Estos tales continúan siendo disolutos en contra de su voluntad, aunque se vean obligados a serlo. Son exactamente lo mismo que mis acuarelas. O sea, no llevan camino de ser perfectamente mundanos. Si se admite la teoría de que con beber sake en una taberna o con sólo frecuentar la cantina es posible llegar a ser hombre de mundo, también es lógico reconocer que yo puedo ser un acuarelista perfecto. Pero así como es mejor no pintar acuarelas como las mías, del mismo modo es preferible ser campesino tosco que disoluto necio».

    Yo no podía asentir a semejante teoría sobre lo mundano. Además, eso de que tener una esposa que es geisha sea algo envidiable me parecía una insensatez impropia de un educador. Lo único acertado era la autocrítica de sus acuarelas.

    A pesar de conocerse tan bien a sí mismo, todavía persistía en presumir. Varios días después, el 4 de diciembre, escribió en su Diario:

    «Anoche soñé que había pintado acuarelas, pero me di cuenta de que no estaban bien logradas. Entonces vino alguien y, poniéndolas en preciosos marcos, las colgó en la pared. Al verlas, me asombré de haber progresado tanto. Sentí una gran alegría. Pero cuando más ensimismado las contemplaba y elogiaba como piezas maestras, amaneció y desperté. Con la luz del sol quedó claro que yo seguía siendo tan mal pintor como antes».

    Por lo visto, a mi amo le preocupaban las acuarelas incluso durante el sueño. Era evidente que el acuarelista tampoco era capaz de convertirse en el hombre mundano de que hablaba mi ilustre amo.

    Al día siguiente de ver en sueños las acuarelas, mi amo recibió de nuevo la inesperada visita del ya conocido artista de los lentes de montura dorada.

    El huésped, tan pronto como se sentó, inició la conversación preguntando sin reparo:

    —¿Qué tal va la pintura?

    —Seguí tu consejo y me he dedicado a pintar la naturaleza —respondió mi amo con serenidad. Y prosiguió—: Verdaderamente, cuando se dibuja el mundo natural, se da uno cuenta de las formas de las cosas, de la exacta combinación de los colores y de otros detalles en que no había reparado hasta ahora. Los artistas europeos han insistido siempre, ya desde tiempos antiguos, en el retrato de la naturaleza y, por eso, llegaron al progreso que hoy vemos. Así lo hizo Andrea del Sarto. —Mi amo no aludió siquiera a lo del Diario, pero prodigaba su entusiasmo por Andrea del Sarto.

    —Pues... mira, para decirte la verdad, lo que yo te conté fue una tontería —dijo el esteta, riendo y rascándose la cabeza.

    —¿Qué?... —Mi amo seguía sin darse cuenta de que le habían engañado.

    —¿Eh?... Lo de Andrea del Sarto a quien tanto alabas... es una historia que yo inventé. No creí que te lo fueses a tomar en serio tan cándidamente. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —el huésped se rió bien a gusto.

    Yo estaba escuchando la conversación desde el pasillo y ya me imaginaba lo que mi amo escribiría aquel día en el Diario.

    El artista era un hombre cuyo mayor placer consistía en inventar anécdotas propias para cada caso y reírse de los demás. Aparentó pasar por alto el impacto causado en el ánimo de mi amo por el percance de Andrea del Sarto y siguió charlando presuntuosamente:

    —Es que a veces, cuando dices una broma y los demás se la creen a pie juntillas, se desarrolla enormemente el sentido del humor. Y eso es lo interesante. El otro día dije yo a un estudiante que Nicholas Nickleby6 aconsejó a Gibbon no publicar en francés su monumental Historia de la Revolución francesa y se la hizo publicar en inglés. Bueno, pues aquel estudiante, que tiene una memoria prodigiosa, repitió seriamente durante una sesión de oratoria de la Sociedad de Literatura Japonesa todo lo que yo le había contado. Fue algo gracioso. Había allí entonces unos cien oyentes. Pues todos lo escucharon con interés. Pero todavía hay otro caso más interesante. No hace mucho, estando en compañía de algunos escritores, salió la conversación acerca de la novela histórica Theophano, de Harrison. Yo dije que era ésta la mejor novela histórica y que la escena donde la protagonista muere se podía calificar de espectacular. Entonces, un señor que estaba sentado enfrente de mí, y que nunca era capaz de confesar su ignorancia, dijo: «Sí, sí, es cierto. Ese pasaje es magnífico». Pues sólo con eso deduje que aquel señor no había leído la novela, como tampoco la había leído yo.

    —¿Y qué hubieras hecho si, después de decir esos disparates, resulta que el otro ha leído la novela? —preguntó con ojos de asombro mi nervioso y enfermizo amo. Daba a entender que engañar a los demás era lo de menos y que el único inconveniente estaba en que se descubriese la trampa.

    El artista respondió, sin inmutarse lo más mínimo:

    —Nada, hombre..., en ese caso, con decir que te has confundido con otro libro o cosa parecida... —Y enseguida rió a carcajadas. El artista usaba lentes de oro, pero en su carácter había cierto parecido con el modo de ser de Kuro, el gato del carretero.

    Mi amo, en silencio, exhalaba espirales de humo de tabaco Hinode, dando a entender que él no era capaz de tanto descaro.

    El artista parecía insinuar con su mirada que era inútil que mi amo siguiese pintando y añadió:

    —Las bromas son bromas..., pero la pintura es realmente difícil. Cuentan que Leonardo da Vinci aconsejó a sus discípulos copiar las manchas de las paredes de las iglesias. Es un hecho que cuando entras, por ejemplo, en algunas letrinas y observas atentamente las paredes surcadas de goteras, descubres magníficos modelos de pintura al natural. Así que..., ten cuidado y procura retratar la naturaleza porque puedes conseguir buenos diseños.

    —¿Quieres engañarme otra vez?

    —No, no... Esto sí que va de verdad. ¿No crees que es una observación aguda? El mismo Leonardo da Vinci te lo diría...

    —Sí... No hay duda de que es una observación muy aguda —asintió mi amo a medias. Al parecer, él todavía no ha pintado en las letrinas.

    Poco después, Kuro quedó cojo. Su lustroso pelaje fue desluciéndose poco a poco. En sus ojos, que yo había tenido por más bellos que el ámbar, fueron acumulándose legañas. Pero lo que más me llamó la atención fue el decaimiento de su salud y su debilidad.

    El último día que me vi con él en el huerto de té le pregunté por su salud.

    Él me respondió:

    —Estoy sufriendo las consecuencias de los suspiros de la comadreja y los palos del sardinero.

    Los arces que formaban varias líneas de escarlata en los intervalos de los pinos fueron deshojándose por instantes como un sueño. Las camelias rojas y blancas, cuyos pétalos se habían ido hacinando junto a la pila del jardín, quedaron desnudas de flores. En el corredor, de unos seis metros de largo, aunque orientado al sur, ya no daba de lleno el sol y era raro el día en que no soplaba el frío viento invernal. Por eso, reduje mis horas de siesta.

    Mi amo iba todos los días a la escuela. Al volver, se encerraba en su cuarto. Cuando alguien venía a visitarle, no hacía más que repetir sus quejas contra su propia profesión. Rara vez pintaba acuarelas. Dejó de tomar Taka-diastasa porque, según él decía, no hacía efecto. Las niñas asistían con asiduidad a la escuela de párvulos. Cuando regresaban, cantaban, jugaban con la pelota y a veces se divertían colgándome por la cola.

    Yo no banqueteaba. Por eso no engordaba mucho. Con todo, gozaba de buena salud y, desde luego, no cojeaba. Así, vivía al día. Nunca iba a la caza de ratones. Seguía aborreciendo a la criada. Aún no me habían puesto nombre. No obstante, como la avaricia rompe el saco, estaba decidido a permanecer toda mi vida en casa del maestro, aunque fuese en calidad de gato vulgar.

    _________________

    1. Medicamento diastásico preparado por el doctor Jōkichi Takamine (1855-1922) y llamado Taka-diastasa, por las dos primeras sílabas de su apellido.

    2. Estera de paja apelmazada que cubre el suelo de una habitación japonesa.

    3. Primer verso del drama lírico Yuya, obra de Zeami (1363-1443).

    4. El haiku es una forma de versificación típica japonesa, de 3 versos de 5, 7, 5 sílabas, respectivamente.

    5. Entiéndase aquí por «carretero» la persona que antiguamente se dedicaba en Japón a trasportar personas en el jinrikisha, carrito de tracción humana.

    6. Héroe de la novela Vida y aventuras de Nicholas Nickleby, obra de Charles Dickens (1812-1870).

    II

    Con la llegada del nuevo año, adquirí una cierta fama1.

    Aunque gato, me sentí por ello un poco orgulloso.

    En la mañana del Año Nuevo le llegó a mi amo una tarjeta postal ilustrada de un amigo suyo pintor. La parte de arriba de la tarjeta estaba pintada de rojo, la parte inferior, de verde oscuro, y en el centro había, dibujado al pastel, un animal acurrucado.

    Mi amo, encerrado en su cuarto como siempre, examinaba el dibujo a lo largo y a lo ancho y comentaba por lo bajo: «Me gusta el color». Cuando parecía que iba a dejarlo por haberlo admirado ya una vez, volvía a mirarlo y remirarlo en todas las direcciones. Para contemplarlo mejor, se daba media vuelta, extendía el brazo como un viejo que estuviera leyendo el horóscopo en el Libro de las Adivinaciones2; unas veces arrimaba el dibujo a la ventana, otras veces lo acercaba hasta la nariz. Yo tenía prisa por que terminase pronto, pues le temblaban las rodillas y podía echarme a mí a rodar por el suelo.

    Al fin dejó de temblar y se preguntó en voz baja qué es lo que habría pintado allí. Se había entusiasmado con el color y estaba inquieto desde el principio, pero no tenía ni idea de qué animal podría ser el que estaba dibujado en la tarjeta. A mí me extrañó que el dibujo fuese tan indescifrable y, entreabriendo con disimulo mis adormecidos ojos, miré con serenidad el grabado. Indudablemente, era mi inconfundible figura.

    El remitente de la tarjeta quizás no era tan entusiasta del arte de Andrea del Sarto como mi amo, pero, en cuanto pintor, había logrado la forma y los colores. Cualquiera que lo viese diría que aquello era un gato. Y si el que lo veía era un poco entendido, diría que aquél no era un gato cualquiera sino que era yo precisamente. Tan bien conseguido había sido mi retrato. Era lamentable que un hombre se impacientase tanto por no entender cosas tan claras. Me dieron ganas de dar a entender de algún modo que aquél era mi retrato. Y si no lograba convencer de que era yo, haría comprender que el animal dibujado era, por lo menos, un gato.

    Mas como los hombres no han sido dotados por el cielo con el don de entender el lenguaje de la raza gatuna, preferí dejar las cosas como estaban.

    Con perdón de mis lectores, tengo que decir que los humanos tienen la inveterada costumbre de tratarnos a los gatos sin consideración alguna y con expresiones despectivas. Pero esto no está bien. Entre profesores arrogantes y satisfechos de su propia ignorancia es frecuente opinar que la vaca y el caballo han sido formados de las heces del hombre y que el gato procede de los desechos de la vaca y el caballo. Pero consideradas las cosas imparcialmente, no es ésta una teoría aceptable. Por muy gatos que seamos, no podemos consentir que se nos trate con tanta ligereza. A los ojos de los profanos, los gatos parecemos todos del mismo pelo, sin características propias e individuales. Mas entrando en el mundo felino, se descubre una gama variadísima y se comprueba que también entre nosotros se cumple aquello del refrán que circula entre los seres humanos: «Diez hombres, diez colores»3.

    O sea, cada gato tiene sus cualidades peculiares: expresión de los ojos, curvatura de la nariz, lustre del pelo, alineación de las patas. No hay dos gatos iguales en largura del mostacho, en estiramiento de las orejas, en longitud de la cola. Y hasta se puede decir que existe entre ellos una variedad infinita en cuanto a belleza y fealdad, gustos y desagrados, nobleza y vulgaridad. No obstante esta evidente diversidad, los hombres, que siempre están hablando de progreso y otros tópicos semejantes, no ven más que las nubes que tienen encima. Y son incapaces de conocer a fondo nuestra fisonomía y nuestro carácter. Lo cual no deja de ser lamentable.

    Al parecer, hay un proverbio muy antiguo que dice: «Cada puerta anda bien en su quicio, y cada uno en su oficio». Así es: el pastelero, pastelero; el gato, gato. Y quien no es gato, no puede comprender las cosas de los gatos. Los hombres podrán progresar todo lo que quieran, pero, en ese punto, no adelantarán nada. La verdad es que, como se creen más de lo que son, les resulta más difícil conocernos.

    Tratándose de mi amo, la situación era todavía más irremediable. Hombre falto de todo sentimiento de compasión, ignoraba incluso el primer principio del amor, que es la comprensión de los demás. Apegado a su cuarto como un ostrón, nunca salía para alternar en sociedad. Por eso mismo era ridículo que alardease de saber más que los demás. Una prueba de su ignorancia es que, a pesar de tener ante sus ojos mi retrato, no daba la menor señal de haber caído en la cuenta. Lo único que se le ocurrió fue murmurar entre dientes: «Como es el segundo año de la guerra ruso-japonesa, quizás han pintado un oso»4.

    Así reflexionaba yo mientras dormitaba sobre las rodillas de mi amo, cuando entró la criada trayendo otra tarjeta. Ésta estaba impresa. En ella se veían cuatro o cinco gatos extranjeros que estudiaban sosteniendo una pluma o abriendo un libro. Separado del grupo, había uno que danzaba junto a una esquina de una mesa al son de la canción popular «Gatos de Europa somos, gatos de Europa somos». Sobre el gato bailarín estaba escrito con tinta china: «Yo soy un gato» y, en el extremo de la derecha, incluso se leía este haiku: «Día primero, de nueva primavera: gatos leen, bailan».

    La tarjeta había sido remitida por un antiguo discípulo de mi amo. De un vistazo, cualquiera podía comprender su contenido. No así mi atolondrado amo, que no acababa de caer en la cuenta y, con la cabeza inclinada hacia un lado, manifestaba extrañeza y musitaba: «¿Será éste el Año del Gato?»5. No parecía haber reparado siquiera en que yo me había hecho famoso.

    La criada trajo una tarjeta más. Esta vez no era ilustrada. En ella no había escrito más que esto: «Feliz Año Nuevo». Y casi a la orilla ya, se leía: «Le suplico transmita mis saludos a su gato». Tan claro estaba que mi amo, con ser tan obtuso, lo comprendió enseguida y, por fin, me dirigió una mirada, murmurando un ¡oh! ambiguo. Contra lo habitual en él, su mirada parecía acusar un profundo respeto hacía mí. Este gesto de consideración me parecía obvio porque, gracias al gato, él había conseguido una cierta reputación incluso entre quienes hasta entonces no se habían percatado siquiera de su existencia.

    De pronto el timbre de la puerta principal sonó con un repetido ring ring. Probablemente había llegado alguien. Si era una visita, saldría la criada a recibirla. Yo había hecho el propósito de no salir a recibir a nadie, a no ser que se tratase de Umeko el sardinero, y me quedé tranquilamente sentado sobre las rodillas de mi amo.

    Mi amo miró hacia la entrada con desazón como si hubiese llegado algún acreedor exigente. La verdad es que a mi amo no le agradaba mucho el tener que agasajar con un copa de sake a los que venían a felicitarle el Año Nuevo. Esto no era ninguna maravilla si se pensaba en su terquedad. Si no le gustaban las visitas, podía salir a dar un paseo pero ni para eso tenía valor. Estaba demostrado que cada vez manifestaba más su parecido con el ostrón.

    Tras breves instantes, entró la criada diciendo que acababa de llegar el señor Kangetsu Mizushima.

    Kangetsu era un antiguo alumno de mi amo. Se había graduado ya y, por lo que se decía, gozaba de una posición más ventajosa que la de su antiguo maestro. No sé con qué fin, pero solía venir a casa con frecuencia. Cada vez que venía, no hacía más que contar con palabras rebuscadas y ambiguas que si las mujeres lo querían o dejaban de querer, que si la vida le iba bien o mal... Y, sin más, se marchaba sin dejar las cosas claras. Era extraño cómo recurría a un hombre tan retrógrado para tratar de semejantes problemas, pero resultaba divertido ver a mi amo escuchar y opinar sobre tales desventuras.

    —Ya hacía tiempo que no lo veía. Desde fines de año he estado muy ocupado y, aunque a veces pensé venir por aquí, nunca he tenido ocasión de pasar en esta dirección —dijo Kangetsu ambiguamente mientras enroscaba en un dedo el cordón de su haori6.

    —¿Y en qué dirección ibas? —preguntó mi amo con seriedad, al mismo tiempo que estiraba la bocamanga de su haori negro y emblemático. El haori era de algodón y tenía las mangas algo cortas. Una parte de la desgastada seda del forro asomaba por debajo de las bocamangas.

    —En varias direcciones —respondió Kangetsu, riendo estentóreamente. Aquel día le faltaba un diente.

    —¿Qué te ha pasado en los dientes? —preguntó mi amo, cambiando de tema.

    —Pues... que..., comiendo unas setas en cierto lugar...

    —¿Qué es lo que comías?

    —Nada..., unas setas... Al morder el sombrerillo de una seta, sin saber cómo, se me partió un diente.

    —¿Es posible que comiendo unas setas se parta un diente? No sé... Esto me suena a historias viejas. Acaso sea tan poético como para inspirar un haiku, pero no parece acabar en romance —ridiculizó mi amo, acariciándome la cabeza.

    —¡Ah!... ¿Éste es el gato? Está gordo, ¿verdad? Ya gana al Kuro del carretero. Es un gato muy majo —dijo Kangetsu, prodigándome ditirambos.

    —En esta temporada se ha hecho muy grande —asintió mi amo con satisfacción. Y atusó varias veces mi cabeza. Tanta alabanza me conmovía, pero ya empezaba a dolerme la cabeza.

    Kangetsu volvió a su tema habitual:

    —Anteanoche tuvimos un pequeño concierto de música.

    —¿Dónde?

    —¡Qué preguntas tiene! El lugar es lo de menos... Participaron tres violinistas y un pianista. Resultó muy interesante. Siendo tres violines, aunque uno no lo haga muy bien, por lo menos se podía oír. Los violinistas éramos dos señoritas y, en medio de ellas, yo. Modestia aparte, creo que toqué bien.

    —¡Ah!... ¿Y quiénes eran esas dos señoritas? —indagó mi amo con cierto asomo de envidia. A pesar de su carácter desabrido y apático, cuando se trataba de mujeres nunca se mostraba indiferente. No hacía mucho había leído una novela europea en la que el protagonista se enamoraba de casi todas las mujeres con quienes se encontraba. Además, en esa novela se decía sarcásticamente que, haciendo un cálculo, aquel personaje se enamoraba del setenta por ciento de las mujeres que veía por la calle. Mi amo era tan cándido que se lo creyó todo. Para un gato como yo, era un enigma por qué un hombre tan sentimental llevaba una vida tan solitaria. Unos dirán que vivía así porque había fracasado en el amor. Otros pensarán que por estar delicado de estómago. Habrá quien lo atribuya a falta de dinero o a cobardía. De todos modos, no hay necesidad de investigar el porqué. Al fin y al cabo, no se trata de ninguna personalidad tan importante como para estar relacionada con la historia de la época de Meiji7.

    Kangetsu, sirviéndose de los palillos, tomó con regocijo un trozo de kamoboko8 y mordió la mitad con los dientes delanteros. Yo temí que se le partiese de nuevo algún diente, pero esta vez no hubo cuidado.

    —Pues... las dos señoritas son normales... Usted no las conoce —contestó con indiferencia.

    —Sí... —silabeó mi amo, no siendo capaz de terminar la frase con un «¡claro!».

    Kangetsu quizás creyó llegada la oportunidad para animar a mi amo a salir a dar un paseo:

    —Hace un tiempo muy bueno. Si no tiene que hacer, podíamos salir a dar un paseo. Las tropas japoneses han conquistado Port Arthur y hay mucha animación en las calles.

    Por la expresión de su cara se veía que mi amo reflejaba mayor interés por enterarse del parentesco de las dos señoritas que por la conquista de Port Arthur. Después de pensar un rato, dio a entender que se había decidido.

    —Entonces..., vamos. —E inmediatamente se levantó.

    Salió tal como estaba: con su haori de emblemas y un sobretodo acolchado que, recibido de un hermano suyo como regalo, había venido usando desde hacía veinte años. El sobretodo era de seda anudada de Yuki, pero no podía estar en uso por toda una eternidad. Estaba tan desgastado que a contraluz se veían las puntadas de las costuras. Para el vestido de mi amo no había ni año viejo ni año nuevo, ni había distinción de traje de diario y traje dominguero. Cuando salía a la calle, solía caminar a paso lento, con los brazos cruzados y las manos escondidas en las bocamangas. Nunca pude averiguar si el no cambiar de traje era debido a que no tenía más que uno, o a que no quería molestarse en ponerse otro. Lo que nunca pensé es que tal desaliño fuese debido a un fracaso de amoríos.

    Después que los dos marcharon, yo me permití la

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