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Franz Kafka: Obras completas: nueva edición integral
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Libro electrónico1784 páginas37 horas

Franz Kafka: Obras completas: nueva edición integral

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Franz Kafka (Praga, 1883-1924) fue un escritor bohemio que escribió en alemán. Su obra, una de las más influyentes de la literatura universal, es una de las pioneras en la fusión de elementos realistas con fantásticos, y tiene como principales temas los conflictos paternofiliales, la ansiedad, el existencialismo, la brutalidad física y psicológica, la culpa, la filosofía del absurdo, la burocracia y las transformaciones espirituales.
ÍNDICE:
~LIBROS PUBLICADOS~
Contemplación
-Niños en la carretera
-Desenmascaramiento de un embaucador
-El paseo repentino
-Resoluciones
-La excursión a la montaña
-Desgracia de soltero
-El comerciante
-Contemplación distraída
-Camino a casa
-Transeúntes
-El pasajero
-Vestidos
-La negativa
-Reflexiones para jinetes
-La ventana a la calle
-El deseo de ser piel roja
-Los árboles
-Desdicha
La condena
La metamorfosis
La colonia penitenciaria
Un médico rural
-El nuevo abogado
-Un médico rural
-En la galería
-El viejo manuscrito
-Ante la ley
-Chacales y árabes
-Una visita a una mina
-La aldea mas cercana
-Un mensaje imperial
-Preocupaciones de un jefe de familia
-Once hijos
-Un fratricidio
-Un sueño
-Informe para una academia
Un artista del hambre
-Un artista del trapecio
-Una mujercita
-Un artista del hambre
-Josefina la cantora

~NOVELAS~
América
El proceso
El castillo

~OTROS ESCRITOS~
Los aeroplanos de brescia
Mucho ruido
El jinete del cubo
Discurso sobre la lengua yiddisch
Sobre el arte de escribir
Preparativos para una boda en el campo
Descripción de una lucha
El maestro de pueblo
Blumfeld, un solterón
El puente
El cazador Gracchus
Fragmento para el cazador Gracchus
La Muralla China y otros relatos
-De la construcción
-El Rechazo
-La Cuestión de Las Leyes
-El Reclutamiento
-Un fragmento
Un golpe a la puerta del cortijo
El vecino
El híbrido
Fragmentos para el informe para una academia
Una confusión cotidiana
La verdad sobre Sancho Panza
El silencio de las sirenas
Prometeo
Aforismos
De la muerte aparente
Carta al padre
De noche
Poseidón
Comunidad
El escudo de la ciudad
El timonel
La prueba
Buitres
Una pequeña fábula
El trompo
La partida
Investigaciones de un perro
De las alegorías
¡Olvídalo!
El matrimonio
Regreso al hogar
La construcción
[El]
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 sept 2020
ISBN9789176377321
Franz Kafka: Obras completas: nueva edición integral
Autor

Franz Kafka

Franz Kafka (Praga, 1883 - Kierling, Austria, 1924). Escritor checo en lengua alemana. Nacido en el seno de una familia de comerciantes judíos, se formó en un ambiente cultural alemán y se doctoró en Derecho. Su obra, que nos ha llegado en contra de su voluntad expresa, pues ordenó a su íntimo amigo y consejero literario Max Brod que, a su muerte, quemara todos sus manuscritos, constituye una de las cumbres de la literatura alemana y se cuenta entre las más influyentes e innovadoras del siglo xx. Entre 1913 y 1919 escribió El proceso, La metamorfosis y publicó «El fogonero». Además de las obras mencionadas, en Nórdica hemos publicado Cartas a Felice.

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    Franz Kafka - Franz Kafka

    Franz Kafka

    Obras completas

    Franz Kafka

    Obras completas

    W

    biblioteca iberica

    Franz Kafka

    Obras completas

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    biblioteca iberica

    Wisehouse Classics

    © 2020 Wisehouse Publishing | Sweden

    All rights reserved without exception.

    ISBN 978-91-7637-732-1

    Índice

    ~LIBROS PUBLICADOS~

    Contemplación

    Niños en la carretera

    Desenmascaramiento de un embaucador

    El paseo repentino

    Resoluciones

    La excursión a la montaña

    Desgracia de soltero

    El comerciante

    Contemplación distraída

    Camino a casa

    Transeúntes

    El pasajero

    Vestidos

    La negativa

    Reflexiones para jinetes

    La ventana a la calle

    El deseo de ser piel roja

    Los árboles

    Desdicha

    La condena

    La metamorfosis

    I

    II

    III

    La colonia penitenciaria

    Un médico rural

    El nuevo abogado

    Un médico rural

    En la galería

    El viejo manuscrito

    Ante la ley

    Chacales y árabes

    Una visita a una mina

    La aldea mas cercana

    Un mensaje imperial

    Preocupaciones de un jefe de familia

    Once hijos

    Un fratricidio

    Un sueño

    Informe para una academia

    Un artista del hambre

    Un artista del trapecio

    Una mujercita

    Un artista del hambre

    Josefina la cantora

    ~NOVELAS~

    América

    Capítulo Primero

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    ~Del servicio en casa de Brunilda~

    ~La mudanza de Brunelda~

    Último Capítulo

    El proceso

    La detención

    Conversación con la señora Grubach. La señorita Bürstner

    Primera citación judicial

    En la sala de sesiones. El estudiante. Las oficinas del juzgado

    La amiga de B

    El azotador

    El tío. Leni

    El abogado. El fabricante. El pintor

    El comerciante Block. K renuncia al abogado

    En la catedral

    El final

    ~Fragmentos~

    Hacia la casa de Elsa

    Visita a la madre

    El fiscal

    La casa

    Lucha con el subdirector

    Anotaciones referentes a el proceso

    El castillo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    ~OTROS ESCRITOS~

    Los aeroplanos de brescia

    Mucho ruido

    El jinete del cubo

    Discurso sobre la lengua yiddisch

    Sobre el arte de escribir

    Preparativos para una boda en el campo

    I

    II

    Segundo manuscrito

    Descripción de una lucha

    I

    II

    III

    El maestro de pueblo

    Blumfeld, un solterón

    El puente

    El cazador Gracchus

    Fragmento para el cazador Gracchus

    La Muralla China y otros relatos

    De la construcción

    El Rechazo

    La Cuestión de Las Leyes

    El Reclutamiento

    Un fragmento

    Un golpe a la puerta del cortijo

    El vecino

    El híbrido

    Fragmentos para el informe para una academia

    Una confusión cotidiana

    La verdad sobre Sancho Panza

    El silencio de las sirenas

    Prometeo

    Aforismos

    De la muerte aparente

    Carta al padre

    De noche

    Poseidón

    Comunidad

    El escudo de la ciudad

    El timonel

    La prueba

    Buitres

    Una pequeña fábula

    El trompo

    La partida

    Investigaciones de un perro

    De las alegorías

    ¡Olvídalo!

    El matrimonio

    Regreso al hogar

    La construcción

    [El]

    ~LIBROS PUBLICADOS~

    Contemplación

    Para M. B.

    7

    Niños en la carretera

    Muchas veces oía pasar los coches junto a la cerca del jardín, los veía a través de los intersticios apenas oscilantes del follaje. ¡Cómo crujía por el calor estival la madera de sus ruedas y varas! Del campo volvían los labradores, y se reían escandalosamente.

    Estaba sentado en nuestro pequeño columpio, descansando entre los árboles del jardín de mis padres.

    Al otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de niños correteando desaparecían en un instante; carros de cosechadores, con hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurecían los canteros de flores; hacia el atardecer veía pasearse a un señor con un bastón, y a un par de muchachas que venían cogidas del brazo en dirección opuesta, y se hacían a un lado sobre el césped, saludándolo.

    Luego los pájaros salpicaban el espacio con su vuelo; yo los seguía con los ojos, los veía subir de un solo impulso, hasta que ya no me parecía que subieran, sino que yo caía; debía sostenerme de las sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad; pronto me columpiaba con más fuerza, el aire refrescaba y en vez de pájaros en vuelo parecían temblorosas estrellas.

    Cenaba a la luz de una bujía. A menudo apoyaba los brazos en la madera, y ya cansado, comía mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas se hinchaban bajo el viento caliente, y muchas veces alguien que pasaba por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y hablar conmigo. Generalmente la bujía se apagaba de golpe y seguían girando los insectos un rato en el humo oscuro de la vela. Si alguien me interrogaba desde la ventana, lo miraba como se mira una montaña o al vacío, y tampoco a él le importaba mucho que yo le respondiera. Pero si alguien saltaba sobre el alféizar de la ventana, y me anunciaba que los demás estaban ya frente a la casa, me levantaba lanzando un suspiro.

    —¿Y ahora por qué suspiras? ¿Qué ha ocurrido? ¿Alguna desgracia irremediable? ¿Nunca más podremos ser lo que éramos antes? Realmente, ¿está todo perdido ?

    Nada estaba perdido. Salíamos corriendo de la casa. —Gracias a Dios, por fin has llegado.

    —Siempre llegas tarde.

    —¿Sólo yo llego tarde?

    —Tú más que los otros; quédate en tu casa si no quieres venir con nosotros.

    —¡Sin cuartel!

    —¿Qué? ¿Sin cuartel? ¿Qué estás diciendo?

    Nos zambullíamos de cabeza en el atardecer. No existían ni el día ni la noche. Tan pronto se entrechocaban como dientes los botones de nuestros chalecos como corríamos regularmente espaciados, con fuego en la boca, como animales tropicales. Saltando hacia los aires y pisando fuerte, como los coraceros de las guerras antiguas, nos empujábamos mutuamente a lo largo de la corta callejuela, y con ese impulso todavía en las piernas seguíamos un trecho por el camino principal. Algunos se metían en las alcantarillas, y apenas habían desaparecido frente al oscuro terraplén, cuando ya se les veía como forasteros en el sendero superior, desde donde nos gritaban.

    —¡Bajad!

    —¡Primero subid vosotros!

    —Para que nos tiréis abajo; no, gracias, no somos tan tontos.

    —Tan cobardes, querréis decir. Venid en seguida, venid.

    —¿De veras? ¿Vosotros? ¿Nada menos que vosotros queréis tirarnos abajo? Me gustaría verlo.

    Hacíamos la prueba, nos daban un empujón en el pecho y caíamos sobre la hierba de la alcantarilla, encantados. Todo nos parecía uniformemente cálido, en la hierba no sentíamos ni calor ni frío, solamente cansancio.

    Cuando uno se volvía sobre el costado derecho, con la mano debajo de la cabeza, sentía deseos de dormir. Pero uno quería volver a levantarse, con la barbilla erguida, sólo para volver a caer en una zanja más profunda. Con el brazo extendido y las piernas abiertas, uno quería lanzarse al aire, y caer sin duda en una zanja aún más honda. Y nos hubiera gustado seguir indefinidamente con este juego.

    Cuando llegábamos a las últimas alcantarillas no nos preocupaba la mejor manera de echarnos para dormir, especialmente si estábamos de rodillas y permanecíamos de espaldas, como enfermos con ganas de llorar. Parpadeábamos a veces, cuando algún niño con las manos en la cintura saltaba con sus oscuras suelas del talud al camino, por encima de nosotros.

    La luna había alcanzado ya una cierta altura y alumbraba el paso del coche correo. Una suave brisa comenzaba a soplar en todas partes, también se la sentía en el fondo de las zanjas; en las cercanías, el bosque empezaba a susurrar. Entonces uno no sentía tantos deseos de estar solo.

    —¿Dónde estáis?

    —¡Venid aquí!

    —¡Todos juntos!

    —¿Por qué te escondes? Déjate de tonterías.

    —¿No has visto que ya pasó el correo?

    —¡No! ¿Ya pasó?

    —¡Naturalmente! Pasó por el camino mientras dormías.

    —¿Yo dormía? No puede ser.

    —Cállate, si se te ve en la cara.

    —Pues te digo que no.

    —Ven.

    Corríamos más apretados, algunos se daban la mano, llevábamos la cabeza lo más erguida que podíamos, porque el camino bajaba. Alguien lanzaba el grito de guerra de las pieles rojas, nuestras piernas se lanzaban a galopar como nunca; al saltar, el viento nos cogía por la cintura. Nada hubiera podido detenernos; corríamos con tal ímpetu que aún cuando alcanzábamos a alguno podíamos cruzar los brazos y mirar tranquilamente en derredor.

    Nos deteníamos junto al puente del arroyo; los que habían seguido corriendo, volvían. Debajo, el agua golpeaba contra las piedras y las raíces como si no hubiera anochecido aún. No había ningún motivo para que alguno de nosotros no saltara sobre el parapeto del puente.

    Detrás del follaje distante pasaba un tren, los vagones estaban iluminados, las ventanillas herméticamente cerradas. Uno de nosotros comenzaba a entonar una canción callejera; pero todos queríamos cantar. Cantábamos mucho más rápido que el tren, nos cogíamos del brazo, porque las voces no bastaban; nuestros cantos se unían en un estrépito que nos hacía bien. Cuando uno mezcla su voz con la de los demás, es como si se lo llevaran con un anzuelo.

    Así cantábamos, de espaldas al bosque, para los oídos de los viajeros lejanos. En el pueblo, los mayores estaban despiertos todavía, las madres preparaban las camas para la noche.

    Ya era hora. Besaba al que estaba a mi lado, daba la mano a los tres que estaban más cerca, y echaba a correr por el camino; nadie me llamaba. En el primer cruce, donde ya no podían verme, me volvía y retornaba corriendo al bosque, iba hacia la ciudad, que quedaba hacia el sur del bosque; de ella decían en nuestro pueblo:

    —Allí sí hay gente extraña. Imagínense que no duermen.

    —¿Y por qué no duermen?

    —Porque no están nunca cansados.

    —¿Y por qué no?

    —Porque son tontos.

    —¿Y los tontos no se cansan?

    —¿Cómo van a cansarse los tontos?

    R

    Desenmascaramiento de un embaucador

    Por fin, hacia las diez de la noche, llegué con aquel hombre a quien apenas conocía y que no se había despegado de mí durante dos largas horas de paseos callejeros, ante la casa señorial donde tendría lugar una reunión a la que estaba invitado.

    —Bueno —dije, y junté ruidosamente las palmas de las manos, para indicarle la necesaria inminencia de una despedida.

    Ya había hecho algunas tentativas menos explícitas y estaba bastante cansado.

    —¿Piensa entrar ya? —me preguntó.

    De su boca surgía un ruido como de dientes entrechocados.

    —Sí.

    Yo estaba invitado; ya se lo había dicho una vez. Pero invitado a entrar en esa casa, donde tantos deseos tenía de entrar, y no a quedarme allí, ante la puerta, mirando más allá de la cabeza de mi interlocutor, guardando silencio como si hubiéramos decidido quedarnos siempre en ese lugar. Ya compartían ese silencio las casas que nos rodeaban, y la oscuridad que de ellas ascendía hasta las estrellas. Y los pasos de algún transeúnte invisible, cuyo destino no se sentía ganas de investigar; el viento, que azotaba insistentemente el lado opuesto de la calle, un gramófono que cantaba detrás de la ventana cerrada de alguna habitación... todos querían participar de este silencio, como si les hubiera pertenecido desde siempre.

    Y mi acompañante se suscribía en su nombre, y después de una sonrisa, también en el mío, extendiendo hacia arriba el brazo derecho, contra la pared, y apoyando la cara en ella, con los ojos cerrados.

    Pero no quise ver el final de esa sonrisa, porque de pronto se apoderó de mí la vergüenza. Sólo ante esa sonrisa me había dado cuenta de que el hombre era un embaucador, y nada más. Y sin embargo hacía meses que me encontraba en esa ciudad, creía conocer perfectamente a estos embaucadores, que de noche vienen hacia nosotros con las manos extendidas, como taberneros, surgiendo de calles secundarias; que rondan constantemente en torno de los postes de propaganda, a nuestro lado, como si jugaran al escondite, y nos espían desde el otro lado del poste, al menos con un ojo; que de pronto aparecen en las esquinas, cuando estamos indecisos, sobre el borde de la acera. Sin embargo, yo los comprendía perfectamente, porque eran las primeras personas que había conocido en los pequeños albergues de la ciudad, y a ellos les debía los primeros signos de una intransigencia que siempre me había parecido una cualidad tan universal, y que ahora comenzaba a asomar en mí. ¡Cómo se adherían a uno, a pesar de que uno se alejaba de ellos, aun cuando uno les negaba la más mínima esperanza! ¡Cómo no se desalentaban, cómo no cejaban, e insistían en mirarnos con rostros que aun desde lejos seguían siendo suplicantes! Y sus recursos eran siempre los mismos: se colocaban ante nosotros, lo más visiblemente posible; trataban de impedir que fuéramos donde quisiéramos; nos ofrecían en cambio un asilo en su propio pecho, y cuando por fin el sentimiento contenido dentro nuestro estallaba, lo aceptaban dichosos, como si fuera un abrazo en el que impetuosamente se sumergían.

    Y yo había sido capaz de estar tanto tiempo al lado de ese hombre sin reconocer el viejo juego. Me froté las manos, para borrar la infamia.

    Pero el hombre seguía inclinado hacia mí, como antes, considerándose aún un perfecto embaucador; su complacencia ante su propio destino le coloreaba la mejilla descubierta.

    —¡Descubierto! —le dije, y lo palmeé suavemente en el hombro. Luego subí con rapidez la escalinata, y los rostros de los criados en el vestíbulo, desinteresadamente afectuosos, me alegraron como una hermosa sorpresa. Los contemplé uno por uno, mientras que me quitaban el abrigo y me limpiaban los zapatos. Respirando con alivio, y con el cuerpo erguido, entré en la sala.

    R

    El paseo repentino

    Cuando decidido definitivamente a pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la chaqueta más cómoda, se ha sentado después de la cena frente a la mesa iluminada, y comenzado algún trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo, y quedarse en casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que se está sentado junto a la mesa que el mero hecho de salir provocaría la sorpresa general; cuando además el vestíbulo está a oscuras y la puerta de la calle con cerrojo; y cuando a pesar de todo uno se levanta, presa de repentina inquietud, se quita la chaqueta, se viste con ropa de calle, explica que se ve obligado a salir, y después de una breve despedida sale, cerrando con mayor o menor estrépito la puerta de la calle; cuando se está en la calle, y se ve que los miembros responden con singular agilidad a esa inesperada libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión se siente reunidas en sí todas las posibilidades de decisión; cuando se comprende con más claridad que de costumbre que tiene más poder que necesidad de provocar y soportar con facilidad los más rápidos cambios, y cuando se recorre así las largas calles; entonces, por una noche, al separarse completamente de la familia, que se desvanece en la nada, uno se convierte en una silueta vigorosa, de atrevidos y negros trazos, que golpea los muslos con la mano, y se adquiere la verdadera imagen y estatura.

    Todo esto resulta más decisivo aún si a estas altas horas de la noche se decide ir a casa de un amigo, para ver cómo está.

    R

    Resoluciones

    Salir de un estado de melancolía debiera ser fácil, aun a fuerza de simple voluntad. Trato de levantarme de la silla, rodeo la mesa, muevo la cabeza y el cabello, hago destellar los ojos y distiendo los músculos. Desafiando mis propios deseos, saludo con entusiasmo a A. cuando viene a visitarme, tolero amablemente a B. en mi habitación, y a pesar del sufrimiento y devoro a grandes bocados todo lo que dice C.

    Pero a pesar de todo, con un simple desliz que no hubiera podido evitar, destruyo toda mi labor, lo fácil y lo difícil, y me veo preso nuevamente en el mismo círculo anterior.

    Por lo tanto, tal vez sea mejor soportarlo todo con pasividad, comportarse como una simple masa, y si uno se siente arrastrado, no dejarse inducir al menor paso innecesario, contemplar a los demás con la mirada de un animal, no sentir ningún remordimiento en fin, ahogar con una sola mano el fantasma de vida que aún subsista, es decir, aumentar en lo posible la postrera calma sepulcral, y no dejar subsistir nada más.

    El movimiento característico de este estado consiste en frotar el dedo meñique sobre las cejas.

    R

    La excursión a la montaña

    —No lo sé —exclamé sin voz—, realmente no lo sé. Si no viene nadie, nadie viene. No hice mal a nadie, nadie me hizo mal, y sin embargo nadie quiere ayudarme.

    Absolutamente nadie. Y sin embargo no es así. Es simple: nadie me ayuda; si no, absolutamente nadie me gustaría. Me gustaría mucho —¿por qué no?—hacer una excursión con un grupo de absolutamente nadie. A la montaña como es natural: ¿adonde, si no? ¡Cómo se apiñan esos brazos extendidos y entrelazados, esos pies con sus innúmeros pasos! Claro que todos están de etiqueta. Vamos tan contentos, el viento se cuela en los intersticios del grupo y de nuestros cuerpos. En la montaña nuestras gargantas se sienten libres. Es asombroso que no cantemos.

    R

    Desgracia de soltero

    Es tan terrible quedarse soltero, ser un viejo intentando de conservar la dignidad, suplicando una invitación cada vez que se quiere pasar una velada en compañía de otros seres; estar enfermo y desde el rincón de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío, despedirse siempre ante la puerta de la calle, no subir nunca las escaleras junto a su mujer, tener sólo una habitación con puertas laterales que conducen a habitaciones de extraños, traer la cena a casa en un paquete, tener que admirar a los niños de los demás y ni siquiera poder seguir repitiendo No tengo, modelar el aspecto y el proceder según el modelo de uno o dos solterones que se conoció cuando era joven.

    Así será, pero también hoy y más tarde, en realidad, será uno mismo quien está allí, con un cuerpo y una cabeza reales, y también una frente, para poder golpeársela con la mano.

    R

    El comerciante

    Sin duda algunas personas se compadecen de mí, pero no me doy cuenta. Mi pequeño negocio me llena de preocupaciones, me hace doler la frente y las sienes, adentro, sin ofrecerme a cambio perspectivas de alivio, porque mi negocio es pequeño.

    Debo preparar las cosas con anticipación, durante horas, vigilar la memoria del empleado, evitar de antemano sus temibles errores, y durante una temporada prever la moda de la temporada próxima, no entre las personas de mi relación, sino entre inescrutables campesinos.

    Mi dinero está en manos desconocidas; las finanzas me son incomprensibles; no adivino las desgracias que pueden sobrevenirles; ¡cómo hacer para evitarlas! Tal vez unos se han vuelto pródigos, y ofrecen una fiesta en un restaurante y otros se demoran un momento en esa misma fiesta, antes de huir a América .

    Cuando cierro el negocio después de un día de labor y me encuentro de pronto con la perspectiva de esas horas en que no podré hacer nada para satisfacer sus ininterrumpidas necesidades, vuelve a apoderarse de mí, como una marea creciente, la agitación que por la mañana había logrado alejar, pero ya no puedo contenerla y me arrastra sin rumbo.

    Y sin embargo no sé sacar ventaja de este impulso, y sólo puedo volver a mi casa, porque tengo la cara y las manos sucias y sudadas, la ropa manchada y polvorienta, la gorra de trabajo en la cabeza, y los zapatos desgarrados por los clavos de los cajones. Vuelvo como arrastrado por una ola, haciendo chasquear los dedos de ambas manos, y acaricio el cabello de los niños que surgen a mi paso.

    Pero el camino es corto. Apenas estoy en mi casa, abro la puerta del ascensor y entro.

    Allí descubro de pronto que estoy solo. Otras personas, que deben subir escaleras, y por lo tanto se cansan un poco, se ven obligadas a esperar jadeando que les abran la puerta de su domicilio, y tienen así una excusa para irritarse e impacientarse; luego entran en el vestíbulo, donde cuelgan sus sombreros, y sólo después de atravesar el corredor, a lo largo de varias puertas con cristales entran en su habitación, y están solos.

    Pero yo ya estoy solo en el ascensor, y miro de rodillas el angosto espejo. Mientras el ascensor comienza a subir, digo:

    —¡Quietas, retroceded! ¿A dónde queréis ir, a la sombra de los árboles, detrás de los cortinajes de las ventanas, o bajo el follaje del jardín?

    Hablo entre dientes, y la caja de la escalera se desliza junto a los vidrios opacos como un río torrentoso.

    —Volad lejos; vuestras alas, que nunca pude ver, os llevarán tal vez al valle del pueblo, o a París, si allá queréis ir.

    "Pero aprovechad para mirar por la ventana, cuando llegan las procesiones por las tres calles convergentes, sin darse paso, y se entrecruzan para volver a dejar la plaza vacía, al alejarse las últimas filas. Agitad vuestros pañuelos, indignaos, emocionaos, elogiad a la hermosa dama que pasa en coche.

    "Cruzad el arroyo por el puente de madera, saludad a los niños que se bañan, y asombraos ante el ¡Hurra! de los mil marineros del acorazado distante.

    "Seguid al hombre poco distinguido, y cuando lo hayáis acorralado en un corredor, robadle, y luego contemplad, con las manos en vuestros bolsillos, cómo prosigue su camino tristemente por la calle izquierda.

    "Los policías, galopando dispersos, frenan sus cabalgaduras y os obligan a retroceder. Dejadles, las calles vacías les desanimarán, lo sé. Ya se alejan, ¿no os lo dije?, cabalgando de dos en dos, con lentitud al volver las esquinas, y a toda velocidad cuando cruzan la plaza.

    Y entonces debo salir del ascensor, mandarlo hacia abajo, hacer sonar la campanilla de mi casa, y la criada abre la puerta, mientras yo la saludo.

    R

    Contemplación distraída

    ¿Qué podemos hacer en estos días de primavera, que ya se aproximan rápidamente? Esta mañana temprano, el cielo estaba gris, pero si ahora uno se asoma a la ventana, se sorprende y apoya la mejilla contra la falleba.

    Abajo, se ve la luz del sol feneciente sobre el rostro de la doncellita que se pasea mirando a su alrededor; al mismo tiempo se ve en él la sombra de un hombre que se acerca rápidamente.

    Y luego el hombre pasa, y el rostro de la niña está totalmente iluminado.

    R

    Camino a casa

    Después de una tempestad, se ve el poder de persuasión del aire. Mis méritos se me hacen evidentes y me dominan, aunque no les ofrezco ninguna resistencia .

    Camino, y mi compás es el compás de este lado de la calle, de la calle, de todo el barrio. Por derecho, soy responsable de todas las llamadas a las puertas, de todos los golpes en las mesas, de todos los brindis, de todas las parejas de amantes en sus lechos, en los andamiajes de las construcciones, en las calles oscuras, apretados contra los muros de las casas, en los divanes de los prostíbulos.

    Comparo mi pasado con mi futuro, pero ambos me parecen admirables, no puedo otorgar la palma a ninguno de los dos, y sólo protesto ante la justicia de la Providencia, que me ha favorecido tanto.

    Pero cuando entro en mi habitación, me siento un poco pensativo, aunque al subir las escaleras no me he encontrado con nada que justifique ese sentimiento. No me sirve de mucho abrir de par en par la ventana, y oír que todavía están tocando música en un jardín.

    R

    Transeúntes

    Cuando se sale a caminar de noche por una calle, y un hombre, visible desde muy lejos —porque la calle es empinada y hay luna llena—, corre hacia nosotros, no lo detenemos, ni siquiera si es débil y andrajoso, ni siquiera si alguien corre detrás de él gritando; lo dejamos pasar.

    Porque es de noche, y no es culpa nuestra que la calle sea empinada y la luna llena; además, tal vez esos dos organizaron una cacería para entretenerse, tal vez huyen de un tercero, tal vez el primero es perseguido a pesar de su inocencia, tal vez el segundo quiere matarle, y no queremos ser cómplices de un crimen, tal vez ninguno de los dos sabe nada del otro, y se dirigen corriendo por su cuenta hacia la calma, tal vez son noctámbulos, tal vez el primero lleva armas.

    Y finalmente, de todos modos, ¿no podemos acaso estar cansados, no hemos bebido tanto vino? Nos alegramos de haber perdido de vista también al segundo.

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    El pasajero

    Me encuentro en la plataforma de un tranvía, completamente en ayunas de mi posición en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera casualmente sabría indicar qué derechos me asisten y me justifican, en cualquier sentido que se quiera. Ni siquiera puedo justificar por qué estoy en esta plataforma, me cojo de esta correa, me dejo llevar por este tranvía. Las personas esquivan el tranvía, o siguen su camino, o contemplan los escaparates: nadie me exige esa justificación, pero eso no importa.

    El tranvía se acerca a una parada; una joven se acerca a la puerta, dispuesta a bajar. Me parece tan definida como si la hubiera tocado. Esta viste de negro, los pliegues de su falda están casi inmovibles, la blusa ceñida y tiene un cuello fino de encaje blanco, su mano izquierda se apoya de plano sobre el tabique, el paraguas de su mano derecha descansa sobre el segundo peldaño. Su rostro es moreno, la nariz, levemente contraída a los lados, tiene punta redondeada y ancha. Su cabellera es abundante, oscura y se advierte algún vello en su sien derecha. Su diminuta oreja es breve y compacta, pero como estoy cerca puedo ver todo el pabellón de la oreja derecha, y la sombra que produce en su rostro.

    En ese momento me pregunté: ¿Cómo es posible que no esté asombrada de sí misma, que sus labios estén cerrados y no digan nada por el estilo?

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    Vestidos

    Muchas veces, cuando veo vestidos que con sus múltiples pliegues, volantes y adornos oprimen a bellos y hermosos cuerpos, pienso que no conservarán por mucho tiempo esa tersura, que pronto mostrarán arrugas imposibles de alisar, polvos tan profundamente confundidos con el encaje que ya no se podrá cepillarlos, y que nadie querrá ser tan ridículo y tan desdichado para usar el mismo costoso vestido desde la mañana hasta la noche .

    Y sin embargo encuentro jóvenes bastante hermosas que dejan ver variados y atractivos músculos y delicados huesos y tersa piel y masas de fino cabello, y que no obstante día tras día se ponen esa especie de disfraz natural y se apoyan en la misma mano y reflejan en su espejo el mismo rostro.

    Sólo a veces, de noche, cuando vuelven tarde de alguna fiesta, sus vestidos parecen raídos ante el espejo, deformados, sucios, ya observados por demasiada gente, y casi impresentables.

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    La negativa

    Cuando encuentro una hermosa joven y le ruego: ¿Quiere usted acompañarme? y ella pasa sin contestar, ese silencio quiere decir esto:

    —No eres ningún duque de famoso título, ni un fornido americano con porte de piel roja, de ojos equilibrados y tranquilos, de una piel curtida por el viento de las praderas y de los ríos que las atraviesan, no has hecho ningún viaje por los grandes océanos, y por esos mares que no sé dónde se encuentran. En consecuencia, ¿por qué yo, una joven hermosa, habría de acompañarte?

    Yo le respondería:

    —Olvidas que ningún automóvil te pasea en largos recorridos por las calles; no veo a los caballeros de tu séquito lanzarse detrás de ti siguiéndote en estrecho semicírculo, murmurándote bendiciones; tus pechos parecen perfectamente comprimidos en tu blusa, pero tus caderas y tus muslos los compensan de esa opresión; llevas un vestido de tafetán plisado, como los que tanto nos alegraron el otoño pasado, y sin embargo, sonríes —con ese peligro mortal en el cuerpo— de vez en cuando.

    Ya que los dos tenemos razón, y para no darnos irrevocablemente cuenta de la verdad, preferimos, ¿no es cierto?, irnos cada uno a su casa.

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    Reflexiones para jinetes

    Pensándolo bien, no es tan envidiable, ser vencedor en una carrera de caballos.

    La gloria de ser reconocido como mejor jinete de un país marea demasiado, junto al estrépito de la orquesta, para no sentir a la mañana siguiente cierto arrepentimiento.

    La envida de los contrincantes, hombres astutos y bastante influyentes, nos entristece al cruzar el estrecho pasaje que recorremos después de cada carrera, y que pronto aparece desierto ante nuestra mirada, exceptuando algunos jinetes retrasados y diminutos sobre el confín del horizonte.

    La mayoría de nuestros amigos se apresuran a cobrar sus ganancias, y sólo nos gritan un lejano y distraído Hurra, volviéndose a medias, desde las alejadas ventanillas; pero nuestros mejores amigos no apostaron nada al caballo, porque temían enojarse con nosotros si perdíamos; pero ahora que nuestro caballo ha vencido y ellos no han ganado nada, nos vuelven el rostro al pasar a su lado, y prefieren contemplar las tribunas.

    Detrás de nosotros, los contrincantes, afirmados en sus cabalgaduras, tratan de olvidar su mala suerte, y la injusticia que en cierto modo se ha cometido con ellos; tratan de contemplar las cosas desde un nuevo punto de vista, como si después de este juego de niños debiera empezar otra carrera, la verdadera.

    Muchas damas observan con burla al vencedor, porque parece hinchado de vanidad y sin embargo no sabe cómo recibir los interminables apretones de manos, felicitaciones, reverencias y saludos desde lejos, mientras los vencidos se callan la boca y acarician ligeramente las crines de sus caballos, muchos de los cuales relinchan.

    Al final, bajo un cielo entristecido, comienza a llover.

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    La ventana a la calle

    Quien vive solo, y sin embargo desea de vez en cuando vincularse a algo; quien, considerando los medios del día, del tiempo, del estado de sus negocios y demás, anhela de pronto ver un brazo al cual pudiese aferrarse, no está en condiciones de vivir mucho tiempo sin una ventana a la calle. Y si le place no desear nada, y sólo se acerca a la ventana como un nombre cansado cuya mirada oscila entre el público y el cielo, y no quiere mirar hacia afuera, y ha echado la cabeza un poco hacia atrás, sin embargo, a pesar de todo esto, los caballos de abajo terminarán por arrastrarlo en su caravana de coches y su tumulto, conduciéndolo finalmente a la armonía humana.

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    El deseo de ser piel roja

    Ah, si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta las riendas, sin apenas ver ante sí que el campo es una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.

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    Los árboles

    En verdad somos como troncos de árboles en la nieve. En apariencia sólo apoyados en la superficie, y factibles de ser desplazados con un pequeño empujón. No, es imposible, estamos firmemente unidos a la tierra. Pero cuidado, también esto es pura apariencia.

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    Desdicha

    Cuando ya se volvía insoportable —en un atardecer de noviembre—, cansado de ir y venir por la estrecha alfombra de mi habitación, como en una pista de carreras, y de eludir la imagen de la calle iluminada, me volví hacia el fondo del cuarto, y en la profundidad del espejo encontré una nueva meta, y grité, solamente para oír mi propio grito, que no halló respuesta ni nada que disminuyera su vigor, de modo que ascendió sin resistencia, sin cesar ni siquiera cuando ya no fue audible; frente a mí se abrió en ese momento la puerta, rápidamente, porque hacía falta rapidez, y hasta los caballos de los coches piafaban en la calle enloquecidos como en una batalla, ofreciendo sus gargantas.

    Como un pequeño fantasma, se penetró una niña desde el oscuro corredor, donde la lámpara no había sido encendida aún, y permaneció allí, de puntillas, sobre una tabla del piso que se estremecía levemente. De inmediato deslumbrada por el crepúsculo de mi habitación, intentó cubrirse la cara con las manos, pero se contentó inesperadamente con echar una mirada hacia la ventana, frente a cuya cruz el vapor ascendente de la luz callejera se había al fin acurrucado en la oscuridad. Con el codo derecho se apoyó en la pared, ante la puerta abierta, permitiendo que la corriente que entraba le acariciara los tobillos, y también el pelo y las sienes.

    La miré un instante, luego le dije: Buenas tardes, y tomé mi chaqueta, que estaba sobre la pantalla frente a la estufa, porque no quería que me viera así, a medio vestir. Permanecí un momento con la boca abierta, para que la agitación se me escapara por la boca. Sentía un mal gusto en la boca, las pestañas me temblaban, en fin, esta visita tan esperada no me causaba ningún placer .

    La niña seguía junto a la pared, en el mismo lugar; había colocado la mano derecha contra la pared, y con las mejillas ruborizadas acababa de descubrir con asombro que el muro encalado era áspero y le lastimaba la punta de los dedos. Le dije:

    —¿Me busca realmente a mí? ¿No habrá un error? Nada más fácil que cometer un error en esta casa tan grande. Me llamo Tal—y—tal, vivo en el tercer piso, ¿Soy acaso la persona que usted busca?

    —Calle, calle —dijo la criatura volviendo la cabeza—, no hay ningún error.

    —Entonces, entre del todo en la habitación, quisiera cerrar la puerta.

    —Acabo de cerrarla yo. No se moleste. Sobre todo, cálmese.

    —No es ninguna molestia. Pero en este corredor vive mucha gente, y naturalmente todos son conocidos míos; la mayoría vuelve ahora de su trabajo; cuando oyen hablar en un cuarto se consideran con derecho a abrir la puerta y mirar qué ocurre. Siempre lo hacen. Esa gente ha trabajado el día entero, y nadie podría amargarles su provisional libertad nocturna. Además, usted lo sabe tan bien como yo. Permítame cerrar la puerta.

    —¿Cómo, qué le ocurre? ¿Qué pasa? Por mí, puede venir toda la casa. Y le repito una vez más: ya he cerrado la puerta; ¿se cree que usted es el único que sabe cerrar la puerta? Hasta la he cerrado con llave.

    —Muy bien, entonces. No pido más. No hacía falta que cerrara con llave. Y ahora que está usted aquí, le ruego que se considere como en su casa. Es mi invitada. Confíe totalmente en mí. Póngase cómoda, sin temor. No insistiré para que se quede, ni para que se vaya. ¿Necesito decírselo? ¿Tan mal me conoce usted?

    —No. Realmente, no hacía falta que lo dijera. Aún más, no ha debido decírmelo. Soy una criatura; ¿por qué entonces tantas ceremonias conmigo?

    —Exagera. Naturalmente, es una criatura. Pero no tan pequeña. Ha crecido bastante. Si fuera una muchacha no se atrevería a encerrarse con llave en una habitación, a solas con un hombre.

    —No tenemos que preocuparnos por eso. Sólo quería decirle que el hecho de conocerlo tan bien no me protege mucho, y sólo le evita a usted el trabajo de mantener conmigo las apariencias. Y sin embargo, quiere hacer cumplimientos. ¡Déjese de tonterías, se lo ruego, déjese de tonterías! Debo decirle que no lo reconozco en todas partes y todo el tiempo, y menos en esta penumbra. Sería mejor que encendiera la luz. No, mejor que no. En todo caso, no olvidaré que acaba de amenazarme.

    —¿Cómo? ¿Que yo la he amenazado? Pero escúcheme. Estoy muy contento de que por fin haya venido. Digo al fin porque es tarde. No puedo comprender por qué ha venido tan tarde. Es posible que la alegría me haya hecho hablar desordenadamente, y que usted haya entendido mal mis palabras. Admito todas las veces que usted quiera que tiene razón, que todo ha sido una amenaza, lo que usted prefiera. Pero nada de peleas, por Dios. ¿Cómo puede usted creer semejante cosa? ¿Cómo puede herirme de ese modo? ¿Por qué desea con tanta intensidad estropear este breve instante de su presencia? Un desconocido sería más condescendiente.

    —No lo dudo; no es un gran descubrimiento. Yo estoy más cerca de usted, por mi propia naturaleza, que el desconocido más condescendiente. También usted lo sabe; entonces, ¿por qué toda esta tragedia? Si quiere representar conmigo una comedia, me voy de inmediato.

    —¿Ah, sí? ¿Se atreve también a decirme eso? Es casi demasiado atrevida. Después de todo, está en mi habitación. Frotando los dedos como una loca sobre la pared del cuarto.

    ¡Mi cuarto, mi pared! Y además, lo que usted dice no sólo es insolente, sino también ridículo. Dice que su naturaleza la impulsa a hablar conmigo de ese modo. ¿Realmente? ¿Su naturaleza le impulsa? Su naturaleza es muy amable. Su naturaleza es la mía, y cuando yo por naturaleza me siento amable hacia usted, usted no puede entonces sentirse sino amable hacia mí.

    —¿Le parece eso amable?

    —Hablo de antes.

    —¿Sabe usted cómo seré después?

    —No sé nada .

    Y me dirigí hacia la mesita de noche, y encendí la bujía. En aquella época no tenía gas ni luz eléctrica en mi habitación. Luego me quedé un rato sentado junto a la mesa, hasta que me cansé, me puse el abrigo, cogí el sombrero sobre el sofá, y apagué la vela.

    Al salir tropecé con la pata de una silla.

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    La condena

    Para señorita Felice B.

    Era domingo por la mañana en lo más hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante, estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las casas bajas y de construcción ligera que se extendían a lo largo del río en forma de hilera, y que sólo se distinguían entre sí por la altura y el color. Acababa de terminar una carta a un amigo de su juventud que se encontraba en el extranjero, la cerró con lentitud juguetona y miró luego por la ventana, con el codo apoyado sobre el escritorio, hacia el río, el puente y las colinas de la otra orilla con su color verde pálido.

    Reflexionó sobre cómo este amigo, descontento de su éxito en su ciudad natal, había literalmente huido ya hacía años a Rusia. Ahora tenía un negocio en San Petersburgo, que al principio había marchado muy bien, pero que desde hacía tiempo parecía haberse estancado, tal como había lamentado el amigo en una de sus cada vez más infrecuentes visitas.

    De este modo se mataba inútilmente trabajando en el extranjero, la extraña barba sólo tapaba con dificultad el rostro bien conocido desde los años de la niñez, rostro cuya piel amarillenta parecía manifestar una enfermedad en proceso de desarrollo. Según contaba, no tenía una auténtica relación con la colonia de sus compatriotas en aquel lugar y apenas relación social alguna con las familias naturales de allí y, en consecuencia, se hacía a la idea de una soltería definitiva.

    ¿Qué podía escribírsele a un hombre de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar? ¿Se le debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas, para lo cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase en la ayuda de los amigos? Pero esto no significaba otra cosa que decirle al mismo tiempo, con precaución, y por ello hiriéndolo aún más, que sus esfuerzos hasta ahora habían sido en vano, que debía, por fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y aceptar que todos, con los ojos muy abiertos de asombro, lo mirasen como a alguien que ha vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían y que él era como un niño viejo, que debía simplemente obedecer a los amigos que se habían quedado en casa y que habían tenido éxito.

    ¿E incluso entonces era seguro que tuviese sentido toda la amargura que había que causarle? Quizá ni siquiera se consiguiese traerlo a casa, él mismo decía que ya no entendía la situación en el país natal, y así permanecería, a pesar de todo, en su extranjero, amargado por los consejos y un poco más distanciado de los amigos. Pero si siguiera realmente el consejo y aquí se le humillase, naturalmente no con intención sino por la forma de actuar, no se encontraría a gusto entre sus amigos ni tampoco sin ellos, se avergonzaría y entonces no tendría de verdad ni hogar ni amigos. En estas circunstancias ¿no era mejor que se quedase en el extranjero tal como estaba? ¿Podría pensarse que en tales circunstancias saldría realmente adelante aquí?

    Por estos motivos, y si se quería mantener la relación epistolar con él, no se le podían hacer verdaderas confidencias como se le harían sin temor al conocido más lejano. Hacía más de tres años que el amigo no había estado en su país natal y explicaba este hecho, apenas suficientemente, mediante la inseguridad de la situación política en Rusia, que, en consecuencia, no permitía la ausencia de un pequeño hombre de negocios mientras que cientos de miles de rusos viajaban tranquilamente por el mundo. Pero precisamente en el transcurso de estos tres años habían cambiado mucho las cosas para Georg. Sobre la muerte de su madre, ocurrida hacía dos años y desde la cual Georg vivía con su anciano padre en la misma casa, había tenido noticia el amigo, y en una carta había expresado su pésame con una sequedad que sólo podía tener su origen en el hecho de que la aflicción por semejante acontecimiento se hacía inimaginable en el extranjero. Ahora bien, desde entonces, Georg se había enfrentado al negocio, como a todo lo demás, con gran decisión. Quizá el padre, en la época en que todavía vivía la madre, lo había obstaculizado para llevar a cabo una auténtica actividad propia, por el hecho de que siempre quería hacer prevalecer su opinión en el negocio. Quizá desde la muerte de la madre, el padre, a pesar de que todavía trabajaba en el negocio, se había vuelto más retraído. Quizá desempeñaban un papel importante felices casualidades, lo cual era incluso muy probable; en todo caso, el negocio había progresado inesperadamente en estos dos años, había sido necesario duplicar el personal, las operaciones comerciales se habían quintuplicado, sin lugar a dudas tenían ante sí una mayor ampliación.

    Pero el amigo no sabía nada de este cambio. Anteriormente, quizá por última vez en aquella carta de condolencia, había intentado convencer a Georg de que emigrase a Rusia y se había explayado sobre las perspectivas que se ofrecían precisamente en el ramo comercial de Georg. Las cifras eran mínimas con respecto a las proporciones que había alcanzado el negocio de Georg. Él no había querido contarle al amigo sus éxitos comerciales y si lo hubiese hecho ahora, con posterioridad, hubiese causado una impresión extraña.

    Es así cómo Georg se había limitado a contarle a su amigo cosas sin importancia de las muchas que se acumulan desordenadamente en el recuerdo cuando se pone uno a pensar en un domingo tranquilo. No deseaba otra cosa que mantener intacta la imagen que, probablemente, se había hecho el amigo de su ciudad natal durante el largo período de tiempo, y con la cual se había conformado. Fue así como Georg, en tres cartas bastante distantes entre sí, informó a su amigo acerca del compromiso matrimonial de un señor cualquiera con una muchacha cualquiera, hasta que, finalmente, el amigo, totalmente en contra de la intención de Georg, comenzó a interesarse por este asunto.

    Georg prefería contarle estas cosas antes que confesarle que era él mismo quien hacía un mes se había prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de familia acomodada. Con frecuencia hablaba con su prometida de este amigo y de la especial relación epistolar que mantenía con él.

    —Entonces no vendrá a nuestra boda —decía ella—, y yo tengo derecho a conocer a todos tus amigos.

    —No quiero molestarlo —contestaba Georg—, entiéndeme, probablemente vendría, al menos así lo creo, pero se sentiría obligado y perjudicado, quizá me envidiaría y seguramente, apesadumbrado e incapaz de prescindir de esa pesadumbre, regresaría solo, solo ¿sabes lo que es eso?

    —Bueno, ¿no puede enterarse de nuestra boda por otro camino?

    —Sin duda no puedo evitarlo, pero es improbable dada su forma de vida.

    —Si tienes esa clase de amigos, Georg, nunca debiste comprometerte.

    —Sí, es culpa de ambos, pero incluso ahora no desearía que fuese de otra forma.

    Y si ella, respirando precipitadamente entre sus besos, alegaba todavía:

    —La verdad es que sí que me molesta.

    Entonces era realmente cuando él consideraba inofensivo contarle todo al amigo.

    —Así soy y así tiene que aceptarme —se decía—. No pienso convertirme en un hombre a su medida, hombre que quizá fuese más apropiado a su amistad de lo que yo lo soy.

    Y, efectivamente, en la larga carta que había escrito este domingo por la mañana, informaba a su amigo del compromiso que se había celebrado, con las siguientes palabras: Me he reservado la novedad más importante para el final. Me he prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha perteneciente a una familia acomodada que se estableció aquí mucho tiempo después de tu partida y a la que tú apenas conocerás. Ya habrá oportunidad de contarte más detalles acerca de mi prometida, baste hoy con decirte que soy muy feliz y que en nuestra mutua relación sólo ha cambiado el hecho de que tú, en lugar de tener en mí un amigo corriente, tendrás un amigo feliz. Además tendrás en mi prometida, que te manda saludos cordiales y que te escribirá próximamente, una amiga leal, lo que no deja de tener importancia para un soltero. Sé que muchas cosas te impiden hacernos una visita, pero ¿acaso no sería precisamente mi boda la mejor oportunidad de echar por la borda, al menos por una vez, todos los obstáculos? Pero, sea como sea, actúa sin tener en cuenta todo lo demás y según tu buen criterio.

    Georg había permanecido mucho tiempo sentado en su escritorio con la carta en la mano y el rostro vuelto hacia la ventana. Con una sonrisa ausente había apenas contestado a un conocido que, desde la calle, lo había saludado al pasar.

    Finalmente, se metió la carta en el bolsillo y, a través de un corto pasillo, se dirigió desde su habitación a la de su padre, en la que no había estado desde hacía meses. No existía, por lo demás, necesidad de ello, porque constantemente tenía contacto con él en el negocio; comían juntos en una casa de comidas, por la noche cada uno se tomaba lo que le apetecía pero después la mayoría de las veces se sentaban un ratito, cada uno con su periódico, en el cuarto de estar común, a no ser que Georg, como ocurría con mucha frecuencia, estuviese en compañía de amigos o, como ahora, fuese a ver a su novia.

    Georg se extrañó de lo oscura que estaba la habitación del padre incluso en esta mañana soleada, tal era la sombra que proyectaba la alta pared que se elevaba al otro lado del estrecho patio. El padre estaba sentado ante la ventana, en un rincón adornado con recuerdos de la difunta madre, y leía el periódico, que sostenía de lado ante los ojos, con lo cual intentaba contrarrestar una cierta falta de visión. Sobre la mesa estaban aún los restos del desayuno, del que no parecía haber comido mucho.

    —¡Ah Georg! —exclamó el padre, e inmediatamente se dirigió hacia él. Su pesada bata se abría al andar y los bajos revoloteaban a su alrededor.

    Mi padre sigue siendo un gigante, se dijo Georg.

    —Esto está insoportablemente oscuro —dijo a continuación.

    —Sí, sí que está oscuro —contestó el padre.

    —¿También has cerrado la ventana?

    —Lo prefiero así.

    —Afuera hace bastante calor —dijo Georg como complemento a lo anterior, y se sentó.

    El padre retiró la vajilla del desayuno y la colocó sobre una cómoda.

    —La verdad es que sólo quería decirte —continuó Georg, que seguía los movimientos del anciano totalmente aturdido— que, por fin, he informado a San Petersburgo de mi compromiso.

    Sacó un poco la carta del bolsillo y la dejó caer dentro de nuevo.

    —¿Cómo que a San Petersburgo? —preguntó el padre.

    —Sí, a mi amigo —dijo Georg, y buscó los ojos del padre.

    En el negocio es completamente distinto, pensó. ¡Cuánto sitio ocupa ahí sentado y cómo se cruza de brazos!

    —Sí, claro, a tu amigo —dijo el padre recalcándolo.

    —Ya sabes, padre, que en un principio quería silenciar mi compromiso. Por consideración, por ningún otro motivo. Tú ya sabes que es una persona difícil. Puede enterarse de mi compromiso por otros cauces, me dije, y si bien esto apenas es probable dada su solitaria forma de vida, yo no puedo evitarlo, pero por mí mismo no debe enterarse.

    —¿Y ahora has cambiado de opinión? —preguntó el padre.

    Puso el periódico en el antepecho de la ventana y sobre el periódico las gafas que tapaba con las manos.

    —Sí, ahora he cambiado de opinión. Si verdaderamente se trata de un buen amigo, me he dicho, entonces mi feliz compromiso es también para él motivo de alegría y por eso no he dudado más en comunicárselo. Sin embargo, antes de echar la carta quería decírtelo.

    —Georg —dijo el padre, y estiró la boca sin dientes—, escucha por una vez. Has venido a mí por este asunto, para discutirlo conmigo. Esto te honra sin duda alguna, pero no sirve para nada, y menos aún que para nada, si no me dices ahora mismo toda la verdad. No quiero traer a colación cosas que nada tienen que ver con esto. Desde la muerte de nuestra querida madre han ocurrido ciertas cosas desagradables. Quizá también les llegue su turno, y quizá antes de lo que pensamos. En el negocio se me escapan algunas cosas, quizá no se me oculten, ahora no quiero en modo alguno alimentar la sospecha de que se me ocultan, ya no estoy lo suficientemente fuerte, me falla la memoria, ya no puedo abarcar tantas cosas. En primer lugar esto es ley de vida y, en segundo lugar, la muerte de tu madre me ha afligido mucho más que a ti. Pero ya que estamos tratando de este asunto de la carta, te pido, Georg, que no me engañes. Es una pequeñez, no merece la pena, así pues, no me engañes. ¿Tienes de verdad ese amigo en San Petersburgo?

    Georg se levantó desconcertado.

    —Dejemos en paz a mis amigos. Mil amigos no sustituyen a mi padre. ¿Sabes lo que creo?, que no te cuidas lo suficiente, pero los años exigen sus derechos. En el negocio eres indispensable para mí, bien lo sabes tú, pero si el negocio amenaza tu salud mañana mismo lo cierro para siempre. Esto no puede seguir así. Tenemos que adoptar otro modo de vida para ti, pero desde el principio. Estás sentado aquí en la oscuridad y en el cuarto de estar tendrías buena luz. Tomas un par de bocados del desayuno en lugar de comer como es debido. Estás sentado con las ventanas cerradas y el aire fresco te sentaría bien. ¡No, padre mío! Iré a buscar al médico y seguiremos sus prescripciones Cambiaremos las habitaciones. Tú te trasladarás a la habitación de delante y yo a ésta. No supondrá una alteración para ti, todo se llevará allí Ya habrá tiempo de ello, ahora te acuesto en la cama un poquito, necesitas tranquilidad a toda costa. Vamos, te ayudaré a desnudarte, ya verás cómo sé hacerlo. ¿O prefieres trasladarte inmediatamente a la habitación de delante y allí te acuestas provisionalmente en mi cama? La verdad es que esto sería lo más sensato.

    Georg estaba de pie justo al lado de su padre, que había dejado caer sobre el pecho su cabeza de blancos y despeinados cabellos.

    —Georg —dijo el padre en voz baja y sin moverse.

    Georg se arrodilló inmediatamente junto al padre, vio las enormes pupilas en su cansado rostro dirigidas hacia él desde las comisuras de los ojos.

    —No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Tú has sido siempre un bromista y tampoco has hecho una excepción conmigo. ¡Cómo ibas a tener un amigo precisamente allí! No puedo creerlo de ninguna manera.

    —Padre, haz memoria una vez más —dijo Georg, levantó al padre del sillón y le quitó la bata, estaba allí tan débil—, pronto hará ya tres años que mi amigo estuvo en casa de visita. Recuerdo todavía que no te hacía demasiada gracia. Al menos dos veces te oculté su presencia, a pesar de que en esos momentos se hallaba precisamente en mi habitación. Yo podía comprender bien tu animadversión hacia él, mi amigo tiene sus manías, pero después conversaste agradablemente con él. En aquellos momentos me sentía tan orgulloso de que lo escuchases, asintieses y preguntases... Si haces memoria tienes que acordarte. Él contó entonces historias increíbles de la revolución rusa. Cómo, por ejemplo, en un viaje de negocios a Kiev, había visto en un balcón a un sacerdote que se había cortado una ancha cruz de sangre en la palma de la mano, la levantó e invocó con ella a la multitud. Tú mismo has contado de vez en cuando esta historia.

    Mientras tanto Georg había conseguido sentar al padre y quitarle cuidadosamente el pantalón de punto que llevaba encima de los calzoncillos de lino, así como los calcetines. Al ver la ropa, que no estaba precisamente limpia, se hizo reproches por haber descuidado al padre. Seguro que también formaba parte de sus obligaciones el cuidar de que el padre se cambiase de ropa. Todavía no había hablado expresamente con su prometida de cómo iban a organizar el futuro del padre, porque tácitamente habían supuesto que él se quedaría solo en el piso viejo. Sin embargo, ahora se decidió, de repente y con toda firmeza, a llevárselo a su futuro hogar. Bien mirado, casi daba la impresión de que el cuidado que el padre iba a recibir allí podría llegar demasiado tarde.

    Llevó al padre en brazos a la cama. Una terrible sensación se apoderó de él cuando, a lo largo de los pocos pasos hasta ella, notó que su padre jugueteaba con la cadena del reloj sobre su pecho. Se agarraba con tal fuerza a la cadena del mismo, que no pudo acostarlo inmediatamente. Apenas se encontró en la cama, todo pareció volver de nuevo a la normalidad. Se tapó solo y se cubrió muy bien los hombros con el cobertor. No miraba a Georg precisamente con hostilidad.

    —¿Verdad que ya te acuerdas de él? —preguntó Georg, y asintió con la cabeza haciendo un gesto alentador.

    —¿Estoy bien tapado? —preguntó el padre como si no pudiese asegurarse él mismo de que sus pies se encontraban tapados.

    —Así es que te gusta estar en la cama —dijo Georg, y colocó mejor el cobertor a su alrededor.

    —¿Estoy bien tapado? —preguntó el padre de nuevo, y pareció prestar especial atención a la respuesta.

    —Estate tranquilo, estás bien tapado.

    —¡No! —gritó el padre de tal forma que la respuesta chocó contra la pregunta, echó hacia atrás el cobertor con una fuerza tal que por un momento quedó extendido en el aire, y se puso de pie sobre la cama. Sólo con una mano se apoyaba ligeramente en el techo.

    —Querías taparme, lo sé, retoño mío, pero todavía no estoy tapado, y aunque sea la última fuerza es suficiente para ti, demasiada para ti. ¡Claro que conozco a tu amigo! Sería el hijo que desea mi corazón, por eso también lo has engañado durante todos estos años. ¿Por qué si no? ¿Acaso crees que no he llorado por él? Precisamente por eso te encierras en tu oficina: el jefe está ocupado, no se le puede molestar. Sólo para poder escribir tus falsas cartitas a Rusia. Pero, afortunadamente, nadie tiene que dar lecciones al padre sobre cómo adivinar las intenciones del hijo. De la misma manera que ahora has creído haberlo subyugado, subyugado de tal forma que podrías sentarte con tu trasero sobre él y él no se movería, en ese momento mi señor hijo ha decidido casarse.

    Georg levantó la mirada hacia el espectro de su padre. El amigo de San Petersburgo, a quien de repente el padre conocía tan bien, se apoderaba de él como nunca hasta ahora. Lo vio perdido en la lejana Rusia. Lo vio en la puerta del negocio vacío y desvalijado, entre las ruinas de las estanterías, entre los géneros hechos jirones, entre los tubos de gas que estaban caídos... y él permanecía todavía erguido. ¿Por qué había tenido que irse tan lejos?

    —¡Pero mírame —gritó el padre—. Georg corrió, casi distraído, hacia la cama, con la intención de comprenderlo todo, pero se quedó parado a mitad de camino.

    —Porque ella se ha levantado las faldas —comenzó a hablar el padre—, porque se ha levantado así las faldas de cerda asquerosa —y para expresarlo plásticamente se levantó el camisón tan alto que se veía sobre el muslo la cicatriz de sus años de guerra—, porque se ha levantado así, y así las faldas, te has acercado a ella y, para poder gozar con ella sin que nadie molestase, has profanado la memoria de nuestra madre, has traicionado al amigo y has metido en la cama a tu padre para que no se pueda mover, pero ¿puede moverse o no?

    Permanecía en pie sin apoyo alguno y lanzaba las piernas en todas las direcciones. Sonreía con entusiasmo al comprenderlo todo.

    Georg estaba de pie en un rincón lo más lejos posible del padre. Desde hacía un rato había decidido firmemente observarlo todo con exactitud, para no ser indirectamente sorprendido de alguna forma por detrás o desde arriba. Entonces se acordó de nuevo de la decisión, ya hacía rato olvidada, y volvió a olvidarla tan deprisa como se pasa un hilo corto a través del ojo de una aguja.

    —No obstante el amigo no ha sido todavía traicionado —gritó el padre, y lo corroboraba su índice movido de acá para allá— yo era su representante en este lugar.

    Georg no pudo evitar gritar:

    —¡Comediante!

    Reconoció inmediatamente el daño y, demasiado tarde, los ojos fijos, se mordió la lengua hasta doblarse de dolor.

    —¡Sí, por supuesto que he representado una comedia! ¡Comedia! ¡Buena palabra! ¿Qué otro consuelo le quedaba al anciano padre viudo? Dime, y durante el momento que dure la respuesta sé todavía mi hijo vivo. ¿Qué otra salida me quedaba en mi habitación interior, perseguido por un personal infiel, viejo hasta los huesos? Y mi hijo iba con júbilo por la vida, ultimaba negocios que yo había preparado, se retorcía de la risa y pasaba ante su padre con el reservado rostro de un hombre de honor. ¿Crees tú que yo no te hubiese querido, yo, de quien saliste tú?

    Ahora se inclinará hacia delante, pensó Georg, ¡si se cayese y se estrellase! Esta palabra le pasó por la cabeza como una centella.

    El padre se echó hacia delante, pero no se cayó. Puesto que Georg no se acercaba como había esperado, se irguió de nuevo.

    —¡Quédate donde estás, no te necesito! Piensas que tienes todavía la fuerza suficiente para venir aquí, y solamente te contienes porque así lo deseas, ¡No te equivoques! Todavía soy el más fuerte, ¡Yo solo habría tenido quizá que retirarme, pero tu madre me ha dado su fuerza, con tu amigo me alié maravillosamente y a tu clientela la tengo aquí en el bolsillo!

    —¡Incluso en el camisón tiene bolsillos! —se dijo Georg, y creyó que con esta observación podría hacerle quedar en ridículo ante todo el mundo. Pensó en esto sólo durante un momento, porque inmediatamente volvía a olvidarlo todo.

    —¡Cuélgate del brazo de tu novia y ven hacia mí! ¡La barro de tu lado y no sabes cómo!

    Georg hacía muecas como si no pudiese creerlo. El padre sólo asentía con la cabeza, ratificando la verdad de lo que decía y dirigiéndose al rincón en

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