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El proceso: Edición completa y Anotada
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Libro electrónico338 páginas6 horas

El proceso: Edición completa y Anotada

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Información de este libro electrónico

Una mañana, Josef K., recibe la extraña visita de unos hombres que le comunican se ha iniciado un proceso contra él, causado por un crimen del que no es consciente. K. es libre de seguir con su vida habitual –puede acudir a trabajar al banco, a sus paseos y visitas-, pero el proceso iniciado pronto se convertirá en una pesadilla que empezará a calar cada aspecto de la vida del protagonista.

A pesar de sus esfuerzos por entender de qué se le acusa, K. se topará con un laberinto imposible de abogados, jueces, ujieres o incluso pintores, que lo llevará a reflexionar sobre lo que significa su vida, la muerte, y el significado del mundo cambiante y absurdo que de pronto lo rodea. A pesar de su resolución inicial y de todos sus esfuerzos, el proceso –tan misterioso como inasible- irá doblegando a K. paulatinamente, lo enterrará en una culpa fingida, hasta llevarlo a un final inesperado.

 

Una de las obras maestras del siglo XX, “El proceso”, junto a "El castillo" y "La metamorfosis", es el máximo exponente de lo que se ha dado en llamar “kafkiano”, el absurdo de las situaciones más comunes, además de una sólida metáfora de la condición del hombre moderno.

La obra fue publicada por primera vez en 1925, tras la muerte de Frank Kafka (1883-1924) en contra de sus propios deseos, pues la había dejado incompleta. Fue su amigo y albacea Max Brod quién la rescató de las cenizas y, al igual que gran parte de su obra inédita, permitió que el mundo conociera el talento completo de uno de los mejores escritores del siglo XX.

Esta edición incluye notas, comentarios, así como los capítulos inconclusos que Kafka no llegó a finalizar.

 

 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 jun 2020
ISBN9788835841456
El proceso: Edición completa y Anotada
Autor

Franz Kafka

Franz Kafka (1883-1924) was a primarily German-speaking Bohemian author, known for his impressive fusion of realism and fantasy in his work. Despite his commendable writing abilities, Kafka worked as a lawyer for most of his life and wrote in his free time. Though most of Kafka’s literary acclaim was gained postmortem, he earned a respected legacy and now is regarded as a major literary figure of the 20th century.

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    El proceso - Franz Kafka

    Obra

    Prólogo: El inicio de El Proceso

    PRÓLOGO

    EL INICIO DEL PROCESO

    Franz Kafka (1883-1924) empezó a escribir El proceso a mediados de agosto de 1914. Como era habitual en su caso, la novela nació sin un anteproyecto consciente y sin meta precisa, la maduración se había operado en secreto, en el atormentado inconsciente que el escritor había aprendido a utilizar como un médium en beneficio de su literatura.

    Sin convicción, le salieron unos renglones sobre un tal Josef K., un joven de vida perezosa y disoluta que sufría las reconvenciones de su padre. La noche del 29 de julio el escritor se aburrió en seguida de Josef K., recuperó hasta donde le fue posible el clima de El desaparecido -una novela que rehuía extrañamente el punto final- y acabó escribiendo sobre sí mismo: " No me doy por vencido, a pesar del insomnio, los dolores de cabeza y mi incapacidad general. Son mis últimas fuerzas vitales, decididas a un esfuerzo conjunto. Anteriormente observé que no eludo a la gente para vivir tranquilo, sino para poder morir tranquilo. Pero ahora me defenderé. Con un mes, aprovechando la ausencia de mi jefe, tengo tiempo".

    Se iba a defender tercamente y para ello recurriría una vez más a la escritura. Unos días más tarde, Josef K. se convertía, como por ensalmo y con fuerza propia, en el protagonista de El proceso.

    Una mañana cualquiera, al despertar, dos misteriosos agentes comunican a K. su detención. Ha sido acusado de un delito que él ignora, un proceso está ya en marcha, un misterioso tribunal se ocupa del caso, habrá una sentencia... Mientras la espera, K. puede seguir trabajando en el banco. En todo momento prevalece la sensación de que el proceso avanza hacia una implacable condena. En su diario íntimo. Kafka había escrito sobre sí mismo: " Si estoy condenado, entonces estoy no solamente condenado a muerte, sino también condenado a defenderme hasta la muerte. No otra cosa hará, con mayor o menor fortuna, el protagonista de la novela. También había escrito: Mi camino no es nada bueno y terminaré, por mucho cuidado que ponga, como un perro". Y este será, desde luego, el caso de Josef K.

    Franz Kafka es el autor y la víctima, es K. Así. pues, en El proceso reaparece, con distinto tratamiento, el lema central del relato La condena (1912). La condena por un delito gravísimo pero indefinible es, sin duda alguna, el más característico de su obra ¹ . Por un lado, la simple convicción de que la vida humana carece de sentido ya era un castigo; por el otro, por lo que se refiere a las experiencias que marcaron la sensibilidad de Kafka, no debemos olvidar que su padre - el representante del poder- le sometió durante la infancia a castigos arbitrarios por el incumplimiento de leyes incomprensibles, no siempre explícitas.

    Mediante la escritura, el excéntrico Kafka -que se sentía como un forastero en un mundo enigmático- lograba reconciliarlo interior con lo exterior, lo subjetivo con lo objetivo y comunicable, lo que equivalía a romper, siquiera por momentos, el paralizante aislamiento que le había torturado desde la niñez.

    En El Proceso, escrito al final de su vida y cuando ya se encontraba enfermo, Kafka pudo volcar con libertad su espíritu creativo (en este sentido, los capítulos inconclusos nos muestran más faceta del propio Kafka que del protagonista, K.,), sus miedos a lo insondable y lo desconocido, y nos adentra en los laberintos de una de las mentes más extrañas y privilegiadas de la Europa del siglo XX.

    I.      El arresto - Conversación con la señora Grubach - La señorita Bürstner

    I

    El arresto

    Conversación con la Señora Grubach

    La señorita Bürstner

    A

    lguien debió de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido. La cocinera de la señora Grubach -su casera-, que le traía todas las mañanas a eso de las ocho el desayuno, esta vez no vino. No había sucedido nunca. K. se quedó esperando un ratito y vio, desde su almohada, que la vieja que vivía enfrente le estaba observando con una curiosidad totalmente desacostumbrada. Luego, extrañado y con ganas de desayunar, K. tocó el timbre. Inmediatamente, alguien llamó a su puerta y un hombre a quien K. nunca había visto entró en su habitación. Era delgado y, no obstante, de constitución robusta; llevaba ropa negra y ajustada; parecía un atuendo de viaje, pues estaba previsto de pliegues, bolsillos, hebillas, botones y un cinturón, elementos que le conferían un aspecto especialmente práctico, aunque no se supiese bien para qué.

    —¿Quién es usted? —preguntó K, incorporándose en su cama. Pero el hombre hizo caso omiso, como si hubiera que transigir con su presencia sin más ni más; se limitó a decir:

    —¿Ha tocado el timbre usted?

    —Que Ana me traiga el desayuno —dijo K., quedándose luego callado para tratar de adivinar quién era aquel hombre. Pero éste no se expuso por largó rato a su mirada: se volvió hacia la puerta y, entreabriéndola, le dijo a alguien que debía estar pegado a ella por fuera:

    —Quiere que Ana le traiga el desayuno.

    Se oyó una pequeña risa desde el otro lado. No resultó claro si provenía de una o más personas. Aunque esa risita no podía revelar al hombre nada que no hubiese sabido ya antes, le dijo a K. como quien da un parte:

    —Es imposible.

    —¡Esto habrá que verlo! —exclamó K., saltó de la cama y se puso rápidamente los pantalones—. Quiero ver qué clase de gente está allí. ¿Cómo piensa la señora Grubach justificar todas estas molestias?

    Enseguida se dio cuenta de que no debió decir esto en voz alta, pues parecía que con ello, de alguna manera, concedía al intruso el derecho de vigilar. De momento, esto no le parecía importante, aunque el extraño, por lo visto, sí lo había tomado en este sentido, pues dijo:

    —¿No preferiría quedarse aquí?

    —Ni quiero quedarme aquí ni quiero que usted me dirija la palabra mientras que no me diga quién es.

    —Lo dije con buena intención —afirmó el desconocido y abrió por sí mismo la puerta de la habitación contigua. Esta habitación, en la que K. entró más despacio de lo que hubiera querido, a primera vista tenía, casi, el mismo aspecto de siempre. Era la sala de estar de la señora Grubach. Quizá hoy había en ella -atestada de muebles, tapetes, porcelanas y fotografías- un poco más de espacio que de costumbre, uno no se daba cuenta en seguida, tanto menos cuanto que el cambio principal consistía en la presencia de un hombre sentado junto a la ventana con un libro en la mano. El hombre levantó la vista.

    —¡Usted debía quedarse en su habitación! ¿No se lo dijo Franz?

    —Sí, pero, ¿qué es lo que presume usted? —dijo K. y paseó la mirada entre el nuevo intruso y el aludido Franz, que se había quedado junto a la puerta. A través de la ventana abierta se veía a la vieja de enfrente que, con una curiosidad verdaderamente senil, había cambiado de ventana para seguir viéndolo todo.

    —Quiero hablar con la señora Grubach —dijo K. e hizo un movimiento como si se alejara de los dos hombres, que, no obstante, estaban lejos de él, e hizo ademán de seguir adelante.

    —No —dijo el hombre de la ventana, tiró el libro sobre una mesita y se levantó.

    —Usted no puede irse. ¡U sted está detenido!

    —Eso parece — dijo K.—, ¿y por qué?

    —Nosotros no estamos autorizados para comunicarle eso. Vaya a su habitación y espere. El proceso está incoado y usted se enterará de todo en su debido momento. Yo me extralimito en mis funciones si le hablo tan amistosamente... Pero espero que, aparte de Franz, nadie me oiga: Franz mismo es, contra toda convención, demasiado amable con usted. Si en lo demás tiene tanta suerte como en la designación de sus vigilantes, puede tener confianza.

    K. deseaba sentarse, pero ahora se dio cuenta de que en toda la habitación no había donde sentarse, a excepción de la butaca junto a la ventana.

    —Ya verá usted lo cierto que es todo eso —Franz y los dos se acercaron a K. El segundo intruso era todavía mucho más alto que el primero y le daba a K. frecuentes palmaditas en el hombro. Ambos examinaban el camisón de K. y dijeron que, en adelante, tendría que conformarse con uno mucho peor, pero que ellos le guardarían éste, con su ropa. Le devolverían todo si el fallo resultaba favorable.

    —Es mejor que nos entregue las cosas a nosotros y no al depósito —dijeron—, porque en el depósito se producen sustracciones y, además, allí todo se vende pasado cierto tiempo, sin importar que el proceso haya terminado o no. ¡Y cuánto duran esos procesos, sobre todo últimamente! Por cierto, que el depósito le entregará lo cobrado, pero es poco, porque en venta no cuenta el valor del objeto, sino el monto del soborno y, además, se sabe por experiencia que esos fondos disminuyen conforme las cosas pasan de mano en mano y de año en año.

    K. apenas se fijaba en este discurso, no estimando en mucho el derecho que, acaso, aún tenía de disponer de sus posesiones; más importante le parecía aclarar su situación ; pero en presencia de esa gente no podía reflexionar. Una y otra vez la barriga del segundo vigilante -pues no po dían ser sino vigilantes- le topaba, como en confianza. Entonces reparó en la cara del sujeto, cara que no cuadraba con ese cuerpo tan rechoncho, pues era seca, huesuda, con una nariz grande y torcida. Los dos hombres se entendían por encima de él. ¿Quiénes eran? ¿De qué hablaban? ¿De qué autoridad dependían? Si K. vivía en un estado de derecho, si en todas partes reinaba la paz, si todas las leyes eran respetadas, ¿quién se atrevía a invadir su vivienda? Siempre tenía tendencia a tomar las cosas a la ligera, a creer en lo peor sólo cuando ya estaba encima, la tendencia a no tomar previsiones para el futuro, incluso cuando el futuro se mostraba amenazador. Ahora, en cambio, esto no le parecía adecuado. Sin embargo, podía considerarlo todo una broma, pesada desde luego, que por razones desconocidas o quizás porque hoy cumplía los treinta años, le habían organizado los compañeros del banco, lo cual no era imposible. Acaso so lo necesitaba reírse de esos vigilantes para que ellos se echaran a reír con él. Acaso no eran más que unos mozos de cuerda alquilados en la esquina, pues por su aspecto podían serlo, pero desde el primer momento en que había visto al vigilante llamado Franz, estaba decidido a no desperdiciar ni la menor ventaja que quizás aún le quedaba frente a esa gentuza. Que más tarde se dijese que no entendía de bromas no le preocupaba. En cambio, se acordó -sin que fuera su costumbre aprender por la experiencia- de algunos casos en sí poco significativos en los que, a diferencia de sus amigos más precavidos, había procedido con imprudencia, sin la menor sensibilidad ante las posibles consecuencias que esto le podría acarrear. Se había visto castigado por los acontecimientos. No debía repetirse, al menos no esta vez; y si se trataba de una comedia, él desempeñaría su papel en ella. Aún estaba en libertad.

    —Con su permiso —dijo y se dirigió a su habitación.

    —Parece que es razonable —oyó que decían a sus espaldas. En su cuarto, se puso a abrir febrilmente los cajones del escritorio; todo estaba en perfecto orden, pero sus documentos de identidad no aparecían a causa del nerviosismo. Al fin encontró su licencia de ir en bicicleta, y ya quería llevársela a los vigilantes, cuando se le antojó que era un papelito insignificante. Siguió buscando, hasta dar con su partida de nacimiento. Justo al volver al otro cuarto se abrió la puerta de enfrente; era la señora Grubach, que quería entrar. Pero se azoró, pidió perdón y desapareció cerrando la puerta con suma cautela. A K. sólo le quedó tiempo para decir: —Por favor, entre—. Y ahora estaba K. con sus papeles en medio de la sala, aún mirando la puerta, que ya no se volvió a abrir. Le sobresaltó la llamada de los vigilantes sentados ante la mesita, junto a la ventana abierta, aprovechando su desayuno, como K. pudo constatar ahora.

    —¿Por qué no entró la señora? —preguntó.

    —No puede —contestó el vigilante alto— porque usted está detenido.

    —¿Cómo puedo yo estar detenido, y de esta manera?

    —Ya está usted empezando de nuevo —dijo el vigilante, hundiendo en la miel una rebanada de pan con mantequilla—. Nosotros no contestamos a tales preguntas.

    —Tendrán que contestarlas —dijo K.—. Aquí están mis documentos, enséñeme ahora los suyos, sobre todo la orden de arresto.

    —¡Santo cielo! —exclamó el vigilante—, ¡que usted no sea capaz de asumir su situación y que solo se empeñe en irritarnos tontamente, a nosotros que ahora somos probablemente, entre todos sus prójimos, los más allegados a usted!

    —Así es, créalo, por favor —dijo Franz sin llevarse a la boca la taza de café que tenía en la mano, pero dirigiendo a K. una mirada larga e indescifrable. Sin querer, K. sostuvo con Franz un diálogo de miradas, pero al fin dio un golpe sobre sus papeles y dijo:

    —Aquí están mis documentos.

    —¿Qué nos importan sus documentos? —exclamó el vigilante alto—. Usted se comporta peor que un niño, ¿qué pretende? ¿Cree, acaso, que conducirá su maldito proceso a un fin rápido discutiendo con nosotros, sus vigilantes sobre legitimaciones y órdenes de arresto? Nosotros no somos más que unos empleados subalternos y apenas entendemos de papeles: no tenemos otro cometido que el de vigilarle todos los días durante diez horas, por lo que se nos paga. Esto es todo lo que somos. No obstante, no se nos escapa que la autoridad a cuyo servicio estamos, antes de disponer un arresto se informa perfectamente sobre las causas y sobre la persona del arrestado. En esto no hay errores. Tal como yo conozco a nuestras autoridades, y yo conozco sólo los grados más bajos de ellas, no es que se busque a los culpables entre la gente, sino, como se dice, la ley es atraída por el culpable y debe mandar sus vigilantes. Esta es la ley. ¿Dónde puede haber un error?

    —Yo no conozco esa ley —dijo K. Quería meterse de alguna manera en el pensamiento de los vigilantes, tornarlo a su favor o instalarse en él. Pero el vigilante dijo en tono displicente:

    —Ya se le hará sentir la ley.

    Ahora se entrometió Franz y dijo:

    —Mira, Willem, admite que no conoce la ley y al mismo tiempo sostiene que es inocente.

    —Tienes toda la razón, pero no hay manera de hacerle entender nada —dijo el otro.

    K. ya no respondía, diciéndose a sí mismo: ¿Para qué me voy a dejar intimidar por las habladurías de esos ínfimos servidores de la ley que ellos mismos admiten ser? Hablan de cosas que no entienden. Su aplomo solo se debe a su idiotez. Unas pocas palabras con una persona de mi condición aclararían todo mucho más que los discursos más largos de estos dos. Dio una vuelta por la habitación y vio a la vieja enfrente, que había arrastrado a la ventana a un anciano todavía mucho más viejo que ella, al que tenía que sostener con ambos brazos, Era preciso que K. acabara con este espectáculo.

    —Condúzcanme a su superior —dijo.

    —Cuando él lo desee, no antes —dijo el vigilante de nombre Willem—. Ahora le aconsejo —añadió— que vaya a su cuarto, se mantenga tranquilo y espere lo que se disponga. Le aconsejamos que no se disperse con pensamientos inútiles, sino que junte todas sus energías, pues las necesitará para afrontar lo que le espera. Usted no nos ha tratado como nos merecemos, olvidando que, seamos lo que seamos, frente a usted somos hombres libres, lo que no es poca ventaja. No obstante, si usted tiene dinero, estamos dispuestos a traerle un pequeño desayuno de la cafetería.

    Sin responder a este ofrecimiento, K. se quedó un rato inmóvil. Acaso no se atreverían a impedirle abrir la puerta de la habitación contigua e incluso la del vestíbulo: acaso la solución de todo el absurdo sería llevarlo a un extremo. Pero también era posible que le agarrasen, le tirasen al suelo y entonces adiós la superioridad que en cierta manera aún conservaba frente a ellos. Por esto prefirió su seguridad a forzar una solución que el curso natural de las cosas no tardaría en ofrecer por sí mismo. Volvió a su habitación sin que mediasen más palabras.

    Se tiró sobre una cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa manzana que la víspera había dejado para su desayuno. Era su único alimento, pero ya al primer bocado se convenció de que era infinitamente más rica que el desayuno que hubieran podido traerle del sucio café de la esquina. Se encontró a gusto y con buen ánimo. Era cierto que esta mañana faltaba al trabajo pero, dada su relativamente alta posición en el banco, esto tenía fácil excusa. ¿Debería decirles la verdadera causa? Sí, sin duda, y si no le creían, la señora Grubach podría servir de testigo, y quizás también los viejos de enfrente que, en estos momentos, seguramente, ya se estaban cambiando otra vez de ventana. Mirándolo desde el punto de vista de los vigilantes, le extrañaba que le hubiesen instigado a que fuera a su habitación y ahora le dejasen sólo, pues aquí no le faltaban recursos para poner fin a su vida. Al mismo tiempo y desde su propio punto de vista, se preguntaba qué razón podría haber para que se suicidara. ¿Acaso esos tipos que estaban al lado comiéndose su desayuno? Eso de suicidarse era un disparate, un disparate tal que, aún proponiéndoselo, no habría sido capaz de hacerlo. Si la limitación mental de los vigilantes no hubiera sido tan obvia, se podría pensar que por eso mismo no veían peligro alguno en dejarlo solo. Si querían, que viniesen a ver cómo se dirigía ahora mismo a la pequeña alacena donde guardaba una botellita de buen aguardiente, cómo se tomaba una copita en sustitución del desayuno y luego otra, para darse ánimos, por si le hacían falta.

    En este momento una voz desde la sala contigua le sobresaltó hasta el punto de que dio con los dientes en el vaso.

    —¡Le llama el inspector! —Era este modo de gritar lo que le había asustado, este grito seco y militar del que no habría creído que Franz fuera capaz. La orden misma le sentó muy bien.

    —¡Por fin! —exclamó, cerró la alacena y corrió al otro lado. Allí estaban los dos vigilantes que, como la cosa más natural del mundo, le hicieron retroceder otra vez a su cuarto.

    —¡Qué ocurrencia! —le gritaron—. ¿En camisón quiere presentarse al inspector? ¡Le haría propinar una paliza y a nosotros también!

    —¡Dejadme en paz! ¡Al diablo! —grito K., que ya se vio empujado hacia el armario. —Si a uno le asaltan en la cama no se puede esperar encontrarle vestido de etiqueta.

    —No sirve de nada —dijeron los vigilantes que, cuando K. gritaba, se volvieron más comedidos, casi tristes, con lo que le sacaban de quicio o, váyase a saber, le hacían entrar en razón.

    —¡Ridículas ceremonias! —gruñó todavía, tomando ya una chaqueta del respaldo de una silla. Ahora la levantaba con ambas manos en alto, como si la sometiera a la aprobación de los vigilantes. Pero ellos sacu dían la cabeza.

    —Tiene que ser una chaqueta negra —dijeron. Entonces K. tiró la chaqueta al suelo y exclamó -él mismo ignoraba por qué-:

    —Pero si todavía no es la vista de la causa. —Los vigilantes sonrieron y repitieron:

    —Tiene que ser una chaqueta negra.

    —Si con esto se acelera la cosa me parece bien —dijo K., abrió el armario, buscó largo rato entre sus muchos trajes y eligió su traje negro más elegante. Era muy entallado y había causado sensación entre sus amistades.

    También sacó otra camisa y comenzó a vestirse cuidadosamente. Para sus adentros pensó que había dado al asunto un giro rápido, ya que sus vigilantes habían olvidado obligarle a bañarse. Les miraba de reojo, por si se les ocurría lo del baño, pero no fue así. En cambio, Willem no se olvidó de mandar a Franz al inspector, para avisarle que K. se estaba vistiendo.

    Ya vestido, tuvo que pasar por delante de Willem a través de la sala de estar a la otra habitación, cuya puerta de dos batientes ya estaba abierta de par en par. K. sabía que esta habitación desde hacía poco estaba ocupada por la señorita Bürstner, una mecanógrafa que salía muy temprano a trabajar, volvía tarde y con la que K. apenas había intercambiado más que el saludo. Ahora vio que su mesita de luz había sido desplazada hasta el centro de la habitación, para que sirviera de mesa protocolaria. El inspector estaba sentado tras ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un brazo en el respaldo de la silla.

    En una esquina de la habitación había tres jóvenes que miraban las fotografías de la señorita Bürstner. Estas estaban pegadas a un lienzo que colgaba sobre la pared. Del pasador de la ventana abierta colgaba una blusa blanca. En la ventana de enfrente estaba otra vez la pareja de ancianos, pero la concurrencia había aumentado. Detrás de ellos se había apostado un hombre altísimo. Llevaba la camisa de modo que dejaba todo el pecho al descubierto y se atusaba constantemente una barbita rojiza.

    —¿Josef K.? —preguntó el inspector, quizá sólo para atraer sobre sí la mirada distraída de K. Asintió con la cabeza. —¿Usted está muy sorprendido por los sucesos de esta mañana? —preguntó el inspector; para entretener sus manos, iba cambiando de sitio las cosas que había sobre la mesita de noche: una vela, las cerillas, un libro y un acerico. Lo hacía meticulosamente, como si necesitara esos objetos para el interrogatorio.

    —Por cierto —dijo K., sintiéndose reconfortado por hallarse, por fin, en presencia de un hombre cabal, con el que se podría hablar —por cierto que estoy sorprendido, pero de ninguna manera demasiado sorprendido.

    —¿No demasiado sorprendido? —preguntó el inspector, empujando la vela hasta el centro de la mesita y agrupando alrededor de ella lo demás.

    —Quizás usted me interpreta mal —se apresuró a decir K. —Quiero decir —aquí se interrumpió buscando con la vista una silla —¿Supongo que me puedo sentar? —preguntó.

    —No es costumbre —respondió el inspector.

    —Quiero decir—, prosiguió K. sin más dilación, —que desde luego estoy muy sorprendido, pero cuando uno tiene treinta años y se ha tenido que defender sólo en la vida como me tocó a mí hacerlo, uno está curado de sorpresas y no toma nada muy en serio por raro que parezca, especialmente algo como la sorpresa de hoy.

    —¿Por qué especialmente la de hoy?

    —He querido decir que lo considero todo como una broma. Me parece que la escenificación es un poco exagerada. Todas las personas de la pensión y ustedes mismos, tendrían que haberse puesto de acuerdo, y esto excedería los límites de una broma. Por tanto, no quiero decir que se trate de una broma.

    —Correcto —dijo el inspector y se puso a averiguar cuántas cerillas había en la caja.

    —Por otro lado —continuó K., dirigiéndose otra vez a los presentes, incluidos también los tres que estaban mirando las fotografías —por otro lado, la cosa tampoco puede tener mucha importancia. Yo llego a esta conclusión porque, aún siendo el acusado, no puedo hallar la más mínima culpa de la que se me podría acusar. Pero esto es secundario, la pregunta es: ¿Quién me ha acusado y qué juzgado entiende en mi caso? ¿Es usted funcionario? Ninguno de ustedes lleva uniforme, a no ser que el traje que usted lleva se considere un uniforme —aquí se dirigió a Franz—, aunque más bien parezca una vestimenta de viaje. Yo exijo claridad en estas materias y estoy convencido de que después de estas aclaraciones nos podremos despedir cordialmente.

    El inspector dio en la mesa un golpe con la caja de cerillas.

    —Usted se encuentra en un grave error —dijo. —Estos señores y yo somos totalmente irrelevantes en su proceso, apenas sabemos algo al respecto. Aunque llevásemos los uniformes más reglamentarios, su situación no mejoraría. Yo no puedo decirle si está acusado, mejor dicho, no sé si lo está. Usted está arrestado, esto es lo único que sé. Quizás los vigilantes le han dicho otra cosa, pero entonces no era más que palabrería. Y aunque no conteste a sus preguntas le puedo aconsejar que se preocupe menos de nosotros, que haga menos conjeturas y que piense más en sí mismo. Y no haga tantos aspavientos con eso de su inocencia, porque perjudican la impresión no tan mala que, por lo demás, causa usted. También debería ser más reservado al hablar, pues casi todo lo que usted acaba de decir se habría podido deducir meramente de su comportamiento que. dicho sea de

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