Las velas de su escritorio se consumen en el candelabro. Su vista no es la de antaño, le cuesta seguir escribiendo. Lleva trece horas trabajando, y aunque escribirá sobre sus jornadas: «Trece horas que se me van como si fuesen trece minutos», está cansado. Giacomo Girolamo Casanova posa la pluma de ganso en el tintero, se recuesta en su butaca y reflexiona sobre sus años. Está mayor, viejo. Sabe que su existencia, en algún momento, debe acabar, pero se resiste, ama demasiado la vida, la ha exprimido tanto como ha podido. Escribe: «La vida es como una amante a la que queremos demasiado y a la cual siempre terminamos por dar todo lo que nos pide con tal de que no nos abandone». Teme morir antes de acabar sus memorias. No las acabará. Morirá esa noche, el 4 de junio de 1798, a los 73 años. A tres años del cambio de siglo. Con él se irá el viejo mundo, el siglo XVIII, el «antiguo régimen» (como lo denominaban los revolucionarios franceses).
GIACOMO ES DE OTRO TIEMPO. STEFAN ZWEIG, EN SU ENSAYO SOBRE CASANOVA, escribe: «Los carnavales y el Rococó han llegado a su fin; han desaparecido también las casacas y las pelucas empolvadas, (...) hay uno que parece haberse olvidado del tiempo, un hombrecito muy viejo que vive solitario en el rincón más oscuro de Bohemia».
Giacomo se encuentra en el castillo de Dux, en la actual República Checa, donde el conde de Waldstein le ha contratado como bibliotecario, junto a unos pocos sirvientes. La servidumbre del castillo no sabe quién es Casanova. Para ellos solo es un viejo