Las tumbas del cementerio de Aceitunilla, en Cáceres, se amontonan en una ladera, arrinconadas a la vera del carreterín que asciende hasta la alquería, que aún conserva algunas casitas típicamente hurdanas, construidas con piedra y cubiertas con lajas de pizarra. Cuando llegué allí ya era de noche y los pocos vecinos de las Hurdes se habían encerrado en sus casas o en el bar más próximo, pendientes del partido de la Eurocopa en el que España se jugaba las semifinales contra Italia.
Ese fue el primer recuerdo que me vino a la mente al acercarme a la verja herrumbrosa que separaba el mundo de los vivos del de los muertos. Dos puertas sencillas de hierro negro, con una cruz en lo alto. No había candado, así que pude empujar la puerta sin problema; chirrió como el último grito de un animal herido. Al cruzar el umbral, mi linterna iluminó una escalera de piedra que conducía a una capilla abierta en lo alto del pequeño cementerio, cuyas paredes estaban llenas de nichos.
Giré a mi izquierda y caminé hacia una casetilla pintada de cal. Al entrar debí molestar a un montón de murciélagos que se estarían desperezando en el techo y terminaron volando hacia mí, desorientados. En un acto reflejo me llevé la mano al corazón y exhalé el primer «joder» de la noche. Con el corazón aún galopando con fuerza, iluminé el otro extremo de la estancia y me topé con un ataúd polvoriento y semiabierto por el que asomaban unos huesos. Exhalé el segundo «joder», un poco más prolongado que el primero, y con solo unos segundos de diferencia entre ambos. Una parte de mí sintió la curiosidad de abrir del todo el ataúd, pero la parte sensata me recordó que aquello no era