Los Juicios de Núremberg, al término de la Segunda Guerra Mundial, posiblemente no sentaron a todos los culpables ni impartieron toda la justicia deseada ante las atrocidades cometidas por los nazis durante su reino de terror. Aliados y soviéticos, como si de cromos se tratase, se repartieron a un buen número de los científicos que formaron parte del entramado armamentístico y experimental nazi. De forma voluntaria o forzada, abrazando el ideario supremacista del nacionalsocialismo o bien asumiéndolo para poder seguir con vida, estos hombres de ciencia formaron parte de la sangrienta maquinaria que desató el infierno en Europa.
Sea como fuere, en el proceso de reorganización tras la guerra, el bando ganador debió pensar que era un despropósito desaprovechar tanto talento, de manera que reclutó a los científicos e ingenieros más óptimos y prometedores, blanqueando sus biografías o asignándoles una nueva identidad. Esa realidad, junto con la conformada por la legión de oficiales y funcionarios nazis que se pusieron a salvo junto a sus familias a través de las ratlines, o rutas de ratas, reubicando sus vidas en los enclaves más dispares de Sudamérica, EE. UU. y Oriente Medio, dieron oxígeno a la teoría de que no todo estaba perdido para el Reich. La derrota que en apariencia había desmembrado al otrora poderoso imperio hitleriano apenas era, desde el anhelo y la esperanza de los huérfanos del régimen, la antesala de una reconquista que contaría con otros escenarios, actores y recursos. En la antesala de la Historia aguardaba el Cuarto Reich, que los nostálgicos del nazismo no tuvieron reparo en concebir como más fabuloso y esotérico que el precedente. Desde la supremacía aria y con el apoyo de un fabuloso poder tecnológico-espiritual, se daría continuidad a algunos de, o , reclutaría a la mayor parte de sus simpatizantes.