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El final de la modernidad judía: Historia de un giro conservador
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Libro electrónico270 páginas4 horas

El final de la modernidad judía: Historia de un giro conservador

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La modernidad judía se desarrolló entre la época de la Ilustración y la Segunda Guerra Mundial, entre la Emancipación y el Holocausto.Durante dos siglos, en el corazón mismo de Europa, desplegó una creatividad intelectual, literaria, científica y artística excepcional.Salidos de los guetos, en pocos decenios los judíos se integraron en diferentes esferas sociales con modalidades muy marcadas según países. Sin embargo, la modernidad judía ha agotado su trayectoria. En este ensayo innovador Enzo Traverso analiza esta transformación histórica y reconstruye con brillantez la trayectoria de los judíos en la Europa contemporánea en una perspectiva comparada. Su propósito no es condenar ni absolver sino trazar el balance una experiencia acabada. Y salvar un legado sin par, amenazado tanto por la canonización estéril como por la confiscación conservadora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 may 2014
ISBN9788437093628
El final de la modernidad judía: Historia de un giro conservador
Autor

Enzo Traverso

Enzo Traverso is Susan and Barton Winokur Professor in the Humanities at Cornell University. His publications include more than ten authored and edited books, including The End of Jewish Modernity (Pluto, 2016), Fire and Blood, The European Civil War 1914-1945 (Verso, 2016) and Understanding the Nazi Genocide: Marxism after Auschwitz (Pluto Press, 1999).

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    El final de la modernidad judía - Enzo Traverso

    LA MODERNIDAD JUDÍA

    El concepto de modernidad no ha tenido nunca un estatuto claro, riguroso. Su significación varía de una disciplina a otra, lo mismo que sus referencias temporales. Es más vaporoso en el terreno de la literatura y las artes que en el de la historiografía. Cuando se habla de modernidad política y de modernismo estético se alude no solo a objetos distintos sino a épocas diferentes, aunque exista siempre una relación entre ambos. En el presente libro «modernidad» indica una etapa de la historia judía que se imbrica de manera inextricable con la historia general, singularmente con la historia de Europa. Engloba diferentes dimensiones –social, política, cultural– que habría que estudiar, insistamos de nuevo en ello, en sus relaciones recíprocas. A la vez, las periodizaciones históricas suscitan siempre objeciones. En la mayor parte de los casos son insatisfactorias y aproximativas. Los periodos son construcciones conceptuales, convenciones, referencias, y no tanto bloques temporales homogéneos. Las épocas, como los siglos, son espacios mentales que no coinciden nunca con las secuencias del calendario. Esto mismo se podría predicar de los confines de la modernidad judía. Y aun así cabe reconocer que a posteriori se dibuja en nuestra consciencia histórica como una época de extraordinaria riqueza intelectual, con un perfil bien definido, coherente, un poco a la manera del helenismo de Droysen, del Renacimiento de Burckhardt o de la Ilustración de Cassirer.

    Según el historiador Dan Diner la modernidad judía cubre dos siglos, de 1750 a 1950, entre el comienzo de la Emancipación (el debate sobre la «mejora» y la «regeneración» de los judíos) y la época post-genocidio.¹ El decreto aprobado por la Asamblea Nacional francesa en septiembre de 1791, preparado por los reformadores de las Luces, dio inicio a un proceso que a lo largo de todo el siglo XIX transformaría a los judíos, en toda Europa, en ciudadanos (con la excepción del Imperio zarista, donde habría que esperar hasta la revolución de 1917). El Holocausto, perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial, rompió violentamente esta tendencia que parecía irreversible. Luego, el nacimiento del Estado de Israel reconfiguró la estructura del mundo judío. Una mutación se había esbozado ya en el tránsito del siglo XIX al XX, con la gran oleada migratoria transatlántica de los judíos de Europa central y oriental; el nazismo la acentuó, provocando el exilio de los judíos de lengua alemana (algunos historiadores lo han interpretado como una gigantesca transferencia cultural y científica de una orilla a otra el océano);² y en fin, tras la guerra, el éxodo de los supervivientes de los campos de exterminio consumó la inflexión. El eje del mundo judío se había desplazado así –en el plano demográfico, cultural y político– de Europa a Estados Unidos e Israel. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial vivían en Europa casi diez millones de judíos; a mediados de la década de 1990 quedaban menos de dos millones.³ Después de la guerra la judería prácticamente dejó de existir en Polonia, Ucrania, Lituania, Alemania y Austria, países que habían sido sus focos principales. Además, entre 1948 y 1996 casi un millón y medio de judíos abandonaron el Viejo Mundo para instalarse en Israel,⁴ país al que afluyeron también masivamente (en proporciones equivalentes) judíos del Magreb y del Próximo Oriente, así como posteriormente judíos rusos. Si el final de la guerra fría no marcó una ruptura comparable a la de los años 1945-1950 es porque los decenios posteriores a la caída del Tercer Reich fueron la época de disolución de la «cuestión judía» en Europa. El nacimiento de Israel, en contrapartida, dio lugar a una «cuestión palestina». Europa ha tomado consciencia de la riqueza de un continente aniquilado que se situaba en el corazón mismo de su historia y su cultura. Trata de salvar su legado, pero el redescubrimiento de su pasado judío se entrecruza inevitablemente con el presente del conflicto palestino-israelí. La Emancipación por un lado, el Holocausto y el nacimiento de Israel por el otro, he aquí los confines históricos que encuadran la modernidad judía. Después de haber sido cuna de esta modernidad judía, Europa se convirtió en su tumba. Y en heredera de su legado.

    La Emancipación comportó la salida del gueto bajo una doble presión: la «asimilación en el exterior, el hundimiento en el interior».⁵ Sin duda los judíos habían desempeñado un papel en absoluto menor desde la Edad Media, tanto en la economía como en la cultura, y fueron un vector importante de transmisión de saberes, en el campo de la filosofía y la medicina, por ejemplo. Pero la Emancipación secularizó el mundo judío, rompiendo los muros que protegían su particularismo. Al otorgarles estatuto de ciudadanos, obligó a los judíos a repensar su relación con el mundo circundante.⁶ Las leyes emancipadoras llevaron a efecto las reformas preconizadas por las Luces desde el siglo XVIII, poniendo fin así a una temporalidad del recuerdo fijada por la liturgia y de esta suerte situaron a los judíos en una temporalidad nueva, cronológica y acumulativa, que es la de la historia. Progresivamente la judeidad se desprendió del judaísmo hasta encarnarse en una figura nueva, la del «judío sin dios» (gottloser Jude) o judío laico, como se autodefinía Freud.⁷ Emancipados, pasaban a ser miembros de una entidad política que trascendía las fronteras de la comunidad religiosa construida en torno a la sinagoga; dejaron de ser un elemento exterior, estigmatizado o tolerado, perseguido o titular de determinados «privilegios», en el seno de la sociedad. Antes de este cambio de gran alcance los judíos llevaban una vida aparte, incluso teniendo en cuenta que la privación de derechos políticos era algo general en aquella época (su situación, ciertamente, era mejor que la de los campesinos sometidos a la servidumbre). El acceso a la ciudadanía puso en cuestión la estructura misma de su vida comunitaria. Con posterioridad a este gran cambio, la marginalidad de los judíos se debería más a la actitud del mundo circundante que a su voluntad de preservar una vida separada. El antisemitismo moderno –el término apareció en Alemania a principios de la década de 1880– marcó la secularización del viejo prejuicio religioso y acompaña toda la trayectoria de la modernidad judía, como un horizonte insuperable, a veces interiorizado, que pone límites a la disolución de las comunidades judías tradicionales. Aquí se encuentra la fuente de esa combinación de particularismo y cosmopolitismo que es característica de la modernidad judía.⁸

    Durante el «largo» siglo XIX los judíos de Europa occidental se integraron en las sociedades nacionales en las que vivían, al precio de sus derechos colectivos y comunitarios (según la célebre fórmula de Clermont-Tonnerre, el Estado debía «negarles todo a los judíos como Nación» y en cambio «darles todo a los judíos como individuos»).⁹ Se inició entonces un proceso de confesionalización que relegó la judeidad a la esfera privada, al tiempo que surgía el mito de los judíos como «Estado dentro del Estado».¹⁰ Pasaron a ser israelitas o ciudadanos «de confesión mosaica» (jüdischen Glaubens). Con su asimilación a las culturas nacionales, la judeidad se transformó en una especie de sustrato moral, en un «espíritu» cuya armoniosa afinidad con las diferentes patrias europeas –el Reich alemán, el Imperio austro-húngaro, la República Francesa o la monarquía italiana– era celebrada por los rabinos, los eruditos y los notables. En cambio, en la Europa oriental el antisemitismo se alzó como un obstáculo a la Emancipación. Aquí la Ilustración judía (Haskalah) apareció con medio siglo de retraso con respecto a Berlín, Viena o París, y asumió una forma nacional; la secularización y la modernización dieron origen a una nación judía cuyos pilares eran la lengua y la cultura yiddish.¹¹ Se trataba de una comunidad extraterritorial, como la ha definido el historiador Simon Doubnov, que vivía mezclada con otros, cuya lengua compartía (fuera el ruso o el polaco) y sumaba al yiddish, aunque sin compartir, por descontado, la identidad nacional.¹² Tendencialmente los judíos formaban una comunidad aparte, reconocible y distinta de las otras, aun si su vida ya no giraba (o no lo hacía exclusivamente) en torno a la religión.

    Los imperios multinacionales del siglo XIX –en los que el Antiguo Régimen se prolongaba en medio de sociedades en vías de modernización–¹³ constituían un terreno propicio a la integración social y política de las minorías. Los rasgos específicos de la diáspora judía –textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad– se adaptaban mejor a ellos (pese al antisemitismo de la Rusia zarista) que a los Estados-nación.¹⁴ Los imperios eran mucho más heterogéneos en el aspecto étnico, cultural, lingüístico y religioso que los Estados-nación y toleraban (o favorecían) la presencia de minorías diaspóricas. La legitimidad dinástica permitía perpetuar el viejo principio de la «Alianza con la Corona»: la sumisión de los judíos a un poder protector que garantizaba la libertad de comercio y de culto,¹⁵ una tradición antigua que finalmente sería cuestionada con el advenimiento del absolutismo y posteriormente de los Estados-nación, ya en el siglo XIX. La nación, por su parte, considerará a las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas un obstáculo a superar mediante la puesta en práctica de políticas de asimilación o, en su caso, de exclusión.¹⁶ La idealización retrospectiva y nostálgica del Imperio austro-húngaro de la dinastía de los Habsburgo a la que se entrega Stefan Zweig en El mundo de ayer (1942) es, sin duda, la mejor ilustración literaria de este amor de los judíos europeos por las autocracias liberales anteriores a 1914.

    La urbanización de Europa dio origen a grandes metrópolis en las que los judíos constituían minorías importantes. Los vínculos o las redes supraestatales que habían establecido desde hacía más de un siglo fueron uno de los vectores del proceso de integración económica del continente. Gracias a las leyes emancipadoras conocieron un auge considerable y los más poderosos de ellos fueron acogidos en el seno de las élites europeas. En Francia existía una alta burguesía de negocios ya desde la monarquía de Julio que se consolidaría bajo el Segundo Imperio, época en que los hermanos Pereire desempeñaron un papel muy relevante en la creación de una red nacional de ferrocarriles. En 1892, de 440 propietarios de establecimientos financieros, se calculaba que entre 90 y 100 eran judíos.¹⁷ En Alemania, 29 de los 600 primeros contribuyentes eran judíos en 1910. Los judíos estaban bien situados en el núcleo de la burguesía industrial, financiera y comercial. Tendencias similares se registraban en esa misma época en el Imperio austro-húngaro.¹⁸ Su cultura basada en los textos, en la escritura, facilitó su posición en el centro de la emergente industria cultural, que giraba en torno a las empresas editoriales y la prensa. El periodismo se convirtió así en una profesión «judía», al igual que el comercio o las finanzas. Sin embargo, aquello fue el «canto de cisne» de la aristocracia, en una Europa dinástica minada por el ascenso de los nacionalismos, que llegado el momento pondría de manifiesto la fragilidad de la Emancipación. En efecto, ni la experiencia histórica ni la estructura diaspórica de los judíos se ajustaban al léxico de la modernidad política, dominada por la tríada Estado, nación, soberanía.¹⁹ El concepto de «pueblo judío» definía a una comunidad religiosa, no a un grupo étnico, pero cuando este pueblo engendró una cultura nacional (en la Europa central y oriental de lengua yiddish) ésta revestía una dimensión diaspórica que trascendía las fronteras de los Estados. Esta «semántica ambigua» entró inevitablemente en conflicto con los Estados-nación surgidos del Tratado de Versalles, tras el hundimiento de los diversos imperios. En los Estados-nación los judíos encarnaban la modernidad y polarizaban el rechazo de las fuerzas conservadoras. En Francia se convirtieron en el blanco de los legitimistas y de los nacionalistas que se oponían a la Tercera República. En Italia, de los católicos apartados por la monarquía piamontesa que había dirigido la unificación de la península. En Alemania, de los conservadores resueltos a preservar el carácter cristiano de la monarquía prusiana. Después de 1918 los judíos pasaron a ser una minoría vulnerable que –fuera ya del espacio heterogéneo, multinacional y pluriconfesional de los antiguos imperios– era percibida como un cuerpo extraño en el seno de los nuevos Estados, viéndose expuestos al ascenso de los nacionalismos. Se convirtieron en el chivo expiatorio de una guerra civil europea que la Alemania nazi llevaría finalmente al paroxismo.

    Siguiendo los pasos de Hegel, para quien la ausencia de un pasado estatal sería la característica de los «pueblos sin historia», Ernest Renan había identificado en el siglo XIX a los judíos como una «raza» reconocible casi exclusivamente por sus «caracteres negativos: ni mitología, ni epopeya, ni ciencia, ni filosofía, ni ficción, ni artes plásticas, ni vida civil; en conjunto, ausencia de complejidad, de matices, sentimientos exclusivos de la unidad».²⁰ La última versión de esta tesis es la del historiador Arnold Toynbee, quien en 1934 definía a los judíos como una diáspora «fósil» y «petrificada», el residuo de un pasado ya superado.²¹ Se comprende la dificultad de la tarea a la que se entregaron los sabios y eruditos de la escuela de la «Ciencia del Judaísmo» (Wissenschaft des Judentums) –de Nachman Krochmal, Leopold Zunz y Ludwig Geiger a Heinrich Grätz, Moritz Güdemann e incluso Simon Dubnov, su continuador ruso– para lograr que se reconociese la existencia de una historia judía.²² Sus esfuerzos chocaron con la incomprensión de las historiografías nacionales, para las que, en el mundo moderno, los judíos no eran sino un atavismo. La historiografía judía del siglo XIX abandonó la visión teológica antigua y la sustituyó por una nueva interpretación en el centro de la cual se sitúa un «espíritu del judaísmo» que conforma una entidad colectiva (el Volksstamm de Graetz), cuyos logros podían ser estudiados en términos económicos, sociológicos y culturales. Esta entidad colectiva, sin embargo, quedaba excluida de la condición de nación ya que ésta, según las categorías hegelianas, solo podía conferirla una existencia estatal. Oscilando entre Fichte, Herder y Renan, la historiografía judía del siglo XIX estaba llamada a pensar al «pueblo judío» según un modelo nacional, historizando el relato bíblico.²³ Este «pueblo» era visto, en términos románticos, como una especie de entidad innata, orgánica e intemporal, cuya historia ilustraba su realización. Esta historiografía, por tanto, no pudo sustraerse a las trampas de la Emancipación, quedando prisionera de sus contradicciones, pese a sus enormes progresos. Solo el sionismo alcanzaría a resolverlas, transformando al pueblo del Libro en una entidad etnocultural y su pasado en una epopeya nacional, que culminó en la condición estatal.²⁴

    Hannah Arendt, apoyándose en una intuición de Max Weber y de Bernard Lazare, entró de lleno en aquella «semántica ambigua» de la historia política judía para forjar un nuevo concepto: el judaísmo paria. La invisibilidad, la exclusión del espacio público y la «falta de mundo» eran a sus ojos los rasgos más característicos del judío paria, pese a la riqueza cultural que había demostrado con creces.²⁵ Procedió así a descifrar el significado del totalitarismo analizando su surgimiento como producto de la crisis del sistema de Estados-nación. En cierta forma, la modernidad judía coincidió con la trayectoria del judaísmo paria. Poner fin a esa «semántica ambigua» será la obsesión del sionismo, hijo de los nacionalismos del siglo XIX. Para el sionismo, los judíos debían acceder a una existencia «normal»: nación, Estado, soberanía. Otros pensadores, en el polo opuesto, la asumieron al objeto de hacer saltar la propia semántica política de la modernidad occidental, que desde su perspectiva no era, en el fondo, sino un sistema de dominación. Los atributos que hemos señalado anteriormente (textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad) formaron el sustrato de las vanguardias intelectuales judías. En el plano político, alimentaron el internacionalismo de Marx y de Trotsky.

    La anomalía judía se aloja así en el corazón mismo de las tensiones que marcaron el proceso de modernización de Europa a lo largo del siglo XIX y posteriormente su crisis, entre las dos guerras mundiales. Si la judeofobia tiene una trayectoria milenaria, el antisemitismo nació en la segunda mitad de la secuencia histórica a la que hemos hecho referencia (1850-1950). Durante este periodo el judío encarnó la abstracción del mundo moderno, dominado por fuerzas impersonales y anónimas. La sociedad de masas era percibida como un universo hostil conformado por las grandes ciudades, el mercado, las finanzas, la velocidad de las comunicaciones y de los intercambios, la producción mecánica, la prensa, el cosmopolitismo, el igualitarismo democrático, la cultura transformada en mercancía por mor de la imprenta, la fotografía y el cine. En medio de este cataclismo el judío emerge como la personificación de la modernidad, de una modernidad en la que todo es susceptible de medida y de cálculo, pero todo es a la vez inaprehensible, está separado de la naturaleza, y queda asimilado a los enigmas de una racionalidad abstracta, artificial. Como ha mostrado una amplísima literatura –de Georg Simmel a Moishe Postone– el judío pasó a ser la metáfora de un mundo cosificado y se convirtió en ilustración del fetichismo de una realidad social entregada a los intercambios monetarios y a la fantasmagoría de la mercancía.²⁶ El antisemitismo ofrecía un medio para rechazar esa modernidad aborrecida y a la vez reconciliarse con algunos de sus aspectos. La industria, el comercio y la técnica podían ser aceptados y puestos al servicio de la comunidad nacional concreta, enraizada en una tierra, una cultura y una tradición, tras haber rechazado su representación abstracta, encarnada en el judío. Una vez eliminado éste, el capital perdía su carácter parasitario y pasaba a ser una fuerza productiva del pueblo. El antisemitismo fue así una de las claves del modernismo reaccionario basado en la síntesis entre la racionalidad y la técnica modernas con los valores conservadores de la Contra-Ilustración.²⁷ El Holocausto, en esta perspectiva, fue el momento culminante de una secuencia histórica marcada por la discordancia de los tiempos, por el enfrentamiento violento entre la modernidad y el rechazo de la modernidad: la destrucción de los judíos aparecía como un combate liberador contra el grupo que encarnaba la abstracción del mundo moderno.²⁸La transformación de las sociedades occidentales engendró el antisemitismo hacia finales del siglo XIX. Posteriormente la crisis de Europa lo exacerbó hasta darle una dimensión exterminadora. La estabilización del continente y el restablecimiento de un nuevo equilibrio internacional después de 1945 determinaron, finalmente, su ocaso.

    Una de las paradojas de la historia judía –otra fuente de su semántica política «ambigua»– tiene que ver con su relación con la ley. De siempre, ésta –en el sentido de la Ley mosaica– ha constituido el núcleo de la religión y la cultura judías, asegurando una cohesión interna que paliaba la ausencia de estatuto político. La Emancipación concedió derechos a los judíos como individuos, relegando a la comunidad a una existencia puramente religiosa, despojada de toda prerrogativa política. En el Imperio zarista, los partidarios de la autonomía nacional-cultural como Vladimir Medem reivindicaban el reconocimiento de una nación judía de lengua yiddish, al margen de la religión, precisamente contra la idea de un «pueblo judío» (que designa de manera harto vaga a los miembros de un culto dispersos por el mundo).²⁹

    Una nueva paradoja surgió tras la Segunda Guerra Mundial. El 9 de septiembre de 1952, después de tres años de negociaciones, la República Federal de Alemania, el Estado de Israel y la Conference on Jewish Material Claims Against Germany, representada por Nahum Goldmann, firmaron en Luxemburgo unos acuerdos de reparación (Wiedergutmachung) que preveían el pago de indemnizaciones a las víctimas de las persecuciones nazis, a Israel, que había acogido a los supervivientes del genocidio, y a las comunidades judías europeas, que habían padecido enormes pérdidas materiales (destrucción de sinagogas, objetos de culto, bibliotecas, escuelas, casas de reposo, etc.). Afectaban también a las propiedades sin herederos, es decir, a los bienes de millones de judíos exterminados que no podían reclamar ninguna reparación. Estos acuerdos, considerados a menudo como un acto simbólico de reconocimiento de

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