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Ante la catástrofe: Pensadores judíos del siglo XX
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Ante la catástrofe: Pensadores judíos del siglo XX
Libro electrónico366 páginas5 horas

Ante la catástrofe: Pensadores judíos del siglo XX

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Ante la catástrofe trata tanto de la destrucción de Europa durante la llamada "Guerra Civil Europea" (1914-1945) como de la Shoah y, en ese contexto, de la extraordinaria generación de pensadores europeos de origen judío surgida a finales del siglo XIX y que comenzó a dar sus frutos durante las primeras décadas del siglo XX. Asimismo, el propósito de este libro es ofrecer una muestra suficientemente representativa de ellos para introducirnos en algunos "momentos estelares" del pensamiento judío contemporáneo.

Gracias a la magnífica labor de quienes colaboran en esta obra, se ha procurado dar cuenta y razón de las diversas tendencias y direcciones que estos pensadores siguieron: la fenomenología, la sociología y la antropología filosófica, el psicoanálisis, el neokantismo, el llamado marxismo occidental, el pensamiento jurídico-político y la filosofía política, así como la filosofía judía sensu stricto.

Este volumen aspira a mantener en la memoria el recuerdo de una pérdida incalculable que supuso una catástrofe para nuestra historia intelectual.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 mar 2020
ISBN9788425443763
Ante la catástrofe: Pensadores judíos del siglo XX

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    Ante la catástrofe - Roberto Navarrete

    autores

    Introducción

    El mundo de antes de ayer

    Roberto Navarrete y Eduardo Zazo

    El siglo XX fue un siglo de catástrofes. Entre los numerosos conflictos del pasado siglo destacan dos guerras mundiales iniciadas por potencias europeas que asolaron, ante todo, aunque no solo, su propio territorio. A partir de entonces, Europa perdió la hegemonía geopolítica en el tablero mundial. La así llamada «Guerra Civil Europea» (1914-1945) constituyó una catástrofe con graves repercusiones globales, pero también específicamente europeas: la irremediable pérdida de aquello que un nostálgico y desesperado Stefan Zweig, en sus Memorias de un europeo, denominó El mundo de ayer. Pero esta catástrofe albergó dentro de sí otro daño irreparable. Nos referimos a una catástrofe que no en vano ha recibido el nombre de la Catástrofe: la Shoah o el exterminio sistemático de la población judía europea por parte de la Alemania nacionalsocialista.

    El título del volumen que prologamos en estas páginas, Ante la catástrofe, quiere hacer mención tanto de la destrucción de Europa como de la propia Shoah. Por ello, su subtítulo reza Pensadores judíos del siglo XX, a pesar de que no todos estos pensadores pudieron llegar a presenciar la caída de los imperios coloniales europeos, ni a conocer la existencia de los campos de concentración y exterminio en el viejo continente —aunque previamente ya existían algunos en las colonias de varios de aquellos imperios—. Para esto habrían tenido que sobrevivir al Tercer Reich y a la Segunda Guerra Mundial, como, por lo demás, habían logrado superar con vida la Gran Guerra, incluso habiendo luchado en sus frentes de batalla. No todos lo consiguieron, e incluso alguno de ellos ni siquiera llegó a ser testigo del ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, como fue el caso de Franz Rosenzweig. Quienes —a diferencia de Edmund Husserl, Walter Benjamin, Sigmund Freud o Simone Weil— alcanzaron la primavera de 1945, se vieron obligados en general a reflexionar sobre la génesis y la naturaleza misma de ese régimen que los había perseguido desde 1933 y que, tras haber conquistado casi toda la Europa continental, había pretendido exterminarlos por el mero hecho de haber nacido en el seno de familias judías, en su mayoría —a excepción de la de Emmanuel Levinas— por completo asimiladas y desprovistas de toda relación con el judaísmo —salvo, en especial a ojos de los criminales, la biológica—. Es el caso de Helmuth Plessner, Ernst Cassirer, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Franz L. Neumann o Hannah Arendt.

    Aunque resulte palmario, debe mencionarse en este prólogo que el elenco de pensadores y pensadoras que son objeto de los doce capítulos que conforman este libro no es ni mucho menos exhaustivo. Han quedado fuera de él figuras de primer orden, de entre las cuales, y de nuevo sin ánimo de agotar el catálogo de nombres, podemos mencionar aquí a Hermann Cohen, Jacob Taubes, Gershom Scholem, Martin Buber, Karl Löwith, Leo Strauss, Rosa Luxemburg, Edith Stein, Karl Popper, Max Scheler, György Lukács, Herbert Marcuse, Karl Mannheim, Hans Jonas, Ernst Bloch, Norbert Elias, Henri Bergson, Émile Durkheim, Raymond Aron o Claude Lévi-Strauss, entre muchos otros. Cabría sin duda, como decimos, ampliar este índice con nombres quizá menos conocidos, como los de los integrantes del Círculo de Praga, quienes colaboraron en la Academia Judía Libre fundada por Rosenzweig en Frankfurt, así como todos y cada uno de los miembros del Instituto para la Investigación Social, con sede también en la ciudad a orillas del río Meno. La extraordinaria generación —tanto en términos cuantitativos como cualitativos— de pensadores europeos de origen judío, en su mayoría de habla alemana, surgida a finales del siglo XIX Y que comenzó a dar sus frutos en las primeras décadas del XX, ha impedido que el recorrido que proponemos en este volumen apure todas las posibilidades que ella ofrece.

    Nuestro propósito como editores, en este sentido, ha consistido en reunir una muestra suficientemente representativa. De este modo, quienes se adentren en la lectura de esta obra tendrán, a nuestro juicio, un primer acceso a un episodio sobresaliente de la historia del pensamiento europeo. Esta y no otra es la intención del libro y de cada uno de sus capítulos: permitir una aproximación e introducción al pensamiento y la obra de algunos momentos estelares, por decirlo de nuevo con Zweig. Gracias a la magnífica labor de quienes colaboran en este libro, se ha procurado, por ello, dar cuenta y razón de sus diversas tendencias y direcciones: la fenomenología, la sociología y la antropología filosófica, el psicoanálisis, el neokantismo, el llamado marxismo occidental, el pensamiento jurídico-político y la filosofía política, así como un tipo de filosofía que, por su fuerte componente religioso, quizá deba considerarse judía —o acaso judeocristiana, a pesar de las dificultades que entraña este término— en sentido estricto.

    En efecto, una de las cuestiones problematizadas de manera implícita o explícita a lo largo de este volumen es la de la vinculación de sus protagonistas, y sus respectivos sistemas de pensamiento, con el judaísmo, es decir, tanto con el pueblo judío como con la religión judía. Entre los autores estudiados en la presente obra, dicho vínculo se da de forma manifiesta tan solo en Rosenzweig y Levinas; de manera negativa o, en todo caso, muy problemática, por otro lado, en Weil, quien, a pesar de no ser bautizada más que poco antes de morir, es considerada en general una filósofa mística cristiana. En los restantes nueve pensadores judíos aquí tratados, con la excepción quizá del Freud autor de El hombre Moisés y la religión monoteísta, su condición judía fue un hecho de escasa o nula relevancia, cuando no insignificante por completo. Ni rastro de judaísmo, tanto en sentido étnico como religioso, cabe encontrar de hecho en la fenomenología de Husserl, ni en su diagnóstico de la crisis de las ciencias europeas; como tampoco en los análisis de Plessner acerca del retraso nacional de los pueblos germánicos, ni en el Cassirer del Mito del Estado, o en el heterodoxo marxismo de Horkheimer y Adorno —aunque sí hay desde luego rastros de judaísmo en Benjamin, heredados con toda probabilidad de Scholem y Rosenzweig­—, menos si cabe en el pensamiento jurídico de Neumann o en la filosofía de Arendt. ¿Por qué incluirlos entonces en este volumen colectivo? ¿Acaso podemos emplear el sintagma «pensamiento judío» para referirnos a propuestas filosóficas que por su método y por su objeto difícilmente pueden ser calificadas de judías?

    Influido por su tradicional y ortodoxa relación con la sinagoga, pero también por el nuevo pensamiento rosenzweiguiano, la filosofía de Levinas, como la del propio Rosenzweig, puede ser subsumida sin ninguna dificultad bajo la categoría en cuestión. El origen lituano de Levinas explica, por otra parte, su tradicionalismo, si paramos mientes en el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido en Francia y Alemania, los judíos de la Europa oriental nunca conocieron la ilustración, como tampoco la emancipación. Weil, por su parte, desde su peculiar fe cristiana solo de forma figurada puede encajar bajo dicho rótulo.

    Más complejo es el problema, es decir, la cuestión judía en la Europa de habla alemana, lugar de nacimiento del resto de autores judíos tratados en este libro. Los judíos alemanes se encontraron en una situación intermedia muy escurridiza, a diferencia de sus congéneres y contemporáneos en la Francia republicana o en la Rusia zarista. Por un lado, en Francia la emancipación política había impulsado la asimilación cultural de los judíos ya desde la Revolución y especialmente durante la Tercera República francesa, fundada en 1870 y liquidada en 1940 por el Régimen de Vichy, tras la invasión de Francia por parte de las tropas del Tercer Reich. En su gran mayoría, los intelectuales franceses de origen judío contribuyeron a la disolución de la cultura judía en favor de su identificación con los valores y las instituciones de la República, bien fueran estas académicas y científicas, como muestran los casos de Durkheim o de Aron, bien fueran políticas, como prueba por ejemplo un Léon Blum Presidente del Gobierno en la segunda mitad de los años treinta. Por otro lado, en la Rusia zarista la inexistente emancipación política de los judíos y la presencia masiva de un antisemitismo inveterado hizo que los judíos «orientales» se refugiaran en la preservación de la cultura propia, especialmente en lo concerniente a la lengua yidis, la tradición y los aspectos étnicos.

    Mientras los judíos franceses pudieron recurrir al lenguaje de la «ciudadanía» del republicanismo francés para ser considerados «franceses» siempre que confinaran su «judeidad» al ámbito privado, los judíos orientales, por su parte, sabedores de que jamás llegarían a ser considerados rusos de pleno derecho, se ampararon en su especificidad étnico-cultural. Ubicados entre estos dos modelos, los judíos de la Europa de habla alemana fueron en gran parte asimilados en asuntos relativos a la cultura, llegando a constituir en ocasiones los herederos, gestores y productores más eminentes de algunas de sus parcelas, pero siguieron siendo vistos como extranjeros por una parte nada desdeñable de la población germana, encontrando enormes dificultades para acceder a cargos públicos y funcionariales. Esta combinación de asimilación cultural y exclusión política, tal como la expone Enzo Traverso en El final de la modernidad judía, resulta crucial para comprender lo que ha sido denominado «cultura judeoalemana», así como el pensamiento de los autores abordados en este libro, nacidos todos ellos en los últimos años del siglo XIX o principios del XX.

    Si, además, tomamos en consideración la tan banal como ingente propaganda antisemita, un fenómeno especialmente vigoroso durante la República de Weimar y que en el seno del judaísmo condujo a la separación de las corrientes asimilacionista o liberal, por un lado, y sionista, por el otro —sin olvidar posiciones algo más complejas, como la de Rosenzweig—, resulta complicado dejar de pensar que la «judeidad» de estos alemanes judíos permaneció como un resto inasumible para esa Europa de habla alemana. Conocemos el desgraciado rumbo que tomó la situación a partir de 1933, hasta la adopción de la «Endlösung der Judenfrage», en 1942, durante la Conferencia de Wannsee.

    Los pensadores judíos alemanes que centran en buena medida la atención de este libro fueron y no fueron tanto lo uno («judíos») como lo otro («alemanes») hasta la toma del poder por parte de Hitler, la penosa instauración de las leyes raciales en la Alemania nacionalsocialista y la posterior expansión hacia el resto de Europa. Desde entonces, dejaron ipso facto de ser alemanes y se convirtieron en perseguidos en razón tanto de motivos políticos, al menos en algunos casos, como ante todo por motivos étnico-biológicos en los que es muy probable que ni siquiera hubiesen reparado hasta aquellos años. Antes o después, todos se vieron abocados a la huida y lo cierto es que pudieron hacerlo con éxito, salvo el malhadado Benjamin. Mientras, Weil, que ya había luchado contra el fascismo en España, colaboró con la resistencia contra el nacionalsocialismo desde Inglaterra, si bien perdió la vida muy pronto como consecuencia de una tuberculosis. Levinas, por su parte, fue hecho cautivo en un campo de concentración cercano a la ciudad de Hannover.

    La condición judía de los intelectuales judíos de habla alemana del siglo XX cuyo pensamiento nada tuvo que ver con su pertenencia al Judentum ni con la fe mosaica fue, en definitiva, de naturaleza sobrevenida. Sin embargo, dadas las que fueron sus trayectorias vitales e intelectuales, así como la importancia que tuvo para ellas la circunstancia, aun imprevista por ellos mismos, de su «judeidad», consideramos que, con todos los matices que hemos tratado de presentar, pueden ser considerados pensadores judíos del siglo XX. Asimismo, incluirlos bajo ese rótulo contribuye a no olvidar lo que no debe ser olvidado, a que no pase un pasado que no debe pasar: a mantener en la memoria el hecho de que las catástrofes del siglo XX (la de Europa y la Shoah) se llevaron por delante la vida de millones de seres humanos y quebraron una cultura y unas formas de pensamiento que en gran parte se desplazaron con el exilio, modificándose, desde la Europa de habla germana hacia los Estados Unidos de América. Se trata de la historia de una pérdida incalculable, de una catástrofe para nuestra historia intelectual.

    I

    CRISIS DE LA RAZÓN

    1. Husserl: La crisis de las ciencias europeas

    y la quiebra de la vida racional*

    Jesús M. Díaz Álvarez

    A Moncho Fraga, benquerido amigo sempre na lembranza

    1. A modo de introducción. Husserl y la razón práctica

    La recepción de un pensador, el encasillarlo preferentemente en un ámbito u otro de la filosofía, no digamos ya su actualidad o inactualidad, son de esas cosas que, a pesar de las múltiples racionalizaciones y reconstrucciones históricas que podamos hacer de ellas, siempre están rodeadas de un cierto punto ciego que pertenece al azar o al misterio. La caprichosa Diosa Fortuna juega buenas y malas pasadas. En el caso de Husserl, no obstante el respeto venerador que el gremio filosófico otorga a uno de esos autores tenidos por difíciles e influyentes, creo que la Diosa no ha sido del todo generosa. Y su cicatería general se ha mostrado, sobre todo, en lo que respecta a la atención que el padre de la fenomenología merece como filósofo de la historia, de la cultura, de la moral o la política, en suma, como pensador de eso que mayoritariamente desde Kant denominamos razón práctica. No niego que Husserl viva ahora, incluso en este terreno, un mejor momento que hace tan solo diez años, pero todavía son muy escasos los manuales al uso de esas materias que lo tratan, si es que lo hacen, en pie de igualdad con otros. La razón estriba en que, a pesar de tales avances, las versiones generales todavía predominantes que suelen darse de su filosofía por parte de aquellos que no se dedican con cierto detenimiento a su obra, o no son especialistas en ella, siguen afirmando mayoritariamente que no hay nada más extraño que querer relacionar a Husserl con un ámbito semejante. El pensador de obras tan abstrusas como las Investigaciones lógicas, las Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, las Meditaciones cartesianas o, incluso, La crisis de las ciencias europeas; el filósofo que hablaba de la fundamentación de la lógica y las matemáticas, de la epojé, la reducción o las esencias puras; que nos instaba a poner entre paréntesis el mundo y todas las entidades a él referidas, y a comportarnos como espectadores desinteresados, no podía tener sensibilidad para hablar de la historia, la moral, la política o la cultura y su crisis. De Husserl podría afirmarse, según esta opinión, lo mismo que Rorty dijo de Derrida en el turno de preguntas posterior a una conferencia pronunciada en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid a la que tuve la suerte de asistir. Al ser interrogado sobre la deriva ética del pensamiento derridiano, Rorty, restándole relevancia, ironizó: «Derrida no fue hecho para esas cosas». Algo parecido es lo que debió pensar Ortega y Gasset allá por el año 1941 cuando sostuvo, con pleno convencimiento y grandes dosis de «audacia interpretativa», que la primera parte de La crisis de las ciencias europeas, que versa sobre el problema de la quiebra de la racionalidad, sobre la crisis de sentido en la que está sumida la cultura europea, no había sido redactada por el propio Husserl, sino por su excepcionalmente dotado ayudante Eugen Fink. Y lo curioso y más interesante del asunto es que sobre la base de semejante cambio del sujeto redactor, Ortega insinuaba que la autoría no era del propio Husserl. Reconoce, es verdad, que el texto habría podido ser acordado en conversaciones con aquel y aprovechando ideas de sus manuscritos, pero el estilo verbal y los propios temas desarrollados nos indicarían, sin el menor asomo de duda, la mano de Fink. Tanto es así, tan ajeno a Husserl le parecía un escrito que desarrollaba asuntos relacionados con el sentido de la existencia y la dimensión práctica de la filosofía, que Ortega terminaba su argumentación señalando lo siguiente: «No solo es ese estilo distinto formalmente del de Husserl, sino que en él la fenomenología salta a lo que nunca pudo salir de ella».¹ Ahora bien, que Ortega hubiera hecho estas consideraciones a principios de los años cuarenta es comprensible, dada la escasez de textos de Husserl y la naturaleza de estos. Lo que ya no parece resultar tan entendible, a estas alturas de la publicación de sus obras completas, es que el tópico se siga repitiendo sin más. A todo aquel que hoy se moleste en mirar con un cierto detenimiento esos volúmenes se le hace evidente que el padre de la fenomenología no solo no ha producido una filosofía puramente cognitiva o centrada en la razón teórica —si es que algo semejante es posible—, sino que sus intereses fundamentales, aquellos que lo han motivado a la, con frecuencia, penosa tarea de filosofar, como, por otra parte, los que han movido generalmente a todo verdadero pensador —ya sea Platón o Aristóteles, Kant, Nietzsche, Wittgenstein o el propio Ortega—, no han sido otros que los vinculados a la praxis, a la razón práctica, entendida la expresión en un sentido amplio.

    Sentado esto, en las siguientes páginas voy a tratar de hacerme cargo de algunos aspectos relevantes de esa intención profunda de la fenomenología, de ese aliento práctico y vital que la recorre y le da su razón de ser. Y a pesar de que tal cosa puede apreciarse a lo largo de toda la trayectoria de Husserl, nada mejor que La crisis de las ciencias europeas para contemplarla en toda su potencia, riqueza y esplendor. Potencia, riqueza y esplendor motivados, quizá, porque en la época de su redacción y composición —con el nazismo ya instalado en el poder a pleno rendimiento—, la crisis de la racionalidad, igual que ya sucediera durante la Primera Guerra Mundial, mostraba su cara más cruda y desgarradora.² En medio de la zozobra y la violencia, Husserl reivindicará la nueva lectura de la racionalidad operada por su fenomenología como salvación ante la crisis y encarnación de un proyecto para una mejor vida personal y comunitaria.

    Muchos son los lugares de La crisis en los que está presente esta idea, pero quizá sea en su primera parte, en esas escasas diecisiete primeras páginas que leyó Ortega atentamente y que llevan por título «La crisis de las ciencias como expresión de la radical crisis vital de la humanidad europea», donde aparece con mayor contundencia y belleza el corazón práctico de su pensamiento. A ellas me ceñiré fundamentalmente en este ensayo, aunque no solo.

    Voy a dividir el trabajo en cuatro partes más una coda. En la primera expondré muy brevemente el contexto sociopolítico en el que se escribe la obra, dominado ya por la violencia y la barbarie nazis. En la segunda se aborda el peculiar sentido en el que Husserl habla de crisis de las ciencias. En la tercera se desentrañarán las causas de tal crisis. En la cuarta se mostrará la propuesta husserliana para salir de semejante situación. Y en la quinta, una coda escrita muy al vuelo, diré algunas cosas tentativas y más bien incitadoras sobre Husserl y el judaísmo.

    2. El contexto sociopolítico de La crisis de las ciencias europeas

    Durante el período de entreguerras el problema de la crisis de Europa hizo correr ríos de tinta. Muchos intelectuales, que aglutinaban las más diversas corrientes ideológicas, estaban convencidos de que el viejo continente se enfrentaba a una quiebra no meramente política, sino civilizatoria. La Revolución de Octubre, la gran tragedia que había supuesto la Primera Guerra Mundial, así como el nada halagüeño presente de la posguerra, marcado por la inestabilidad política, económica y social, parecían confirmar la gravedad del asunto y lo acertado del diagnóstico.

    En Alemania, la situación de bancarrota se vivía con mayor radicalidad que en ninguna otra nación. Muchas de sus más eminentes personalidades culturales estaban sumidas en una profunda confusión y perplejidad. El caso de Husserl resulta, a este respecto, paradigmático. El fundador de la fenomenología hablará durante este período del «terrible desmoronamiento».

    Y es que los acontecimientos que siguieron a la derrota de Alemania no hicieron más que aumentar la conciencia de crisis que ya se había manifestado ampliamente durante el conflicto y aun con anterioridad. La República de Weimar, incapaz de controlar y estabilizar la situación del país, no logró impedir el acceso al poder de los nacionalsocialistas. En enero de 1933, Hitler es nombrado canciller, en marzo disuelve definitivamente el Parlamento e inicia el período dictatorial del Tercer Reich, uno de cuyos puntos fundamentales de preocupación será la solución de lo que los nazis llamaron la «cuestión judía».³

    En este contexto de quiebra social y cultural, de triunfo de la barbarie y la violencia, que entroniza la razón de la fuerza en vez de la fuerza de la razón, es en el que hay que leer La crisis de las ciencias europeas, en particular, esa primera parte que, de un modo gráfico y acertado, se ha rotulado como el «testamento político de Husserl».

    Se efectúa allí una defensa apasionada de la racionalidad, de la actitud teórica, en suma, de la cultura europea en cuanto proyecto de convivencia humana. Frente a ella se situará lo que Husserl denominó formas degeneradas de la razón. Estas, en cuanto visiones unilaterales de la racionalidad, acaban por destruir la propia razón y la cultura conformada en torno suyo, conduciendo, así, paradójicamente, a las más altas cotas de alienación y deshumanización de un modo sumamente «racional». Desde este marco reflexivo, no es una exageración decir, más allá de la literalidad del propio Husserl, que tal «racionalidad destructiva» sería llevada hasta sus grados más altos de perfección en la lógica inherente a los campos de concentración nazis. Como muy elocuentemente ha apuntado el erudito italiano Eugenio Garin:

    Resulta ejemplar el citado caso de la batalla de Husserl contra la alienación «cientificista» y la deshumanización tecnológica, y la resonancia que tuvieron sus palabras en Viena y Praga en el 35, cuando las «Leyes de Núremberg» sancionaban las discriminaciones raciales, y en vísperas del Anschluss. La palabra del viejo filósofo resonó en aquel momento como una defensa del hombre frente a la «racionalidad» nazi, cuyo uso de la ciencia y de la técnica llegaría a los campos de exterminio «científico» y prepararía la guerra nuclear.

    A la luz de lo dicho, creo que se hace evidente el trasfondo eminentemente ético-político de las reflexiones husserlianas de esta época. Si no se repara en tal cosa, corremos el riesgo de malinterpretar este texto genial, quedándonos solo con motivos aislados de mayor o menor relevancia que, sin embargo, pierden toda su fuerza y su significado al no ser vistos desde esta perspectiva.

    Con La crisis estamos, en definitiva, ante la mostración, por parte de Husserl, de lo que en otro lugar he llamado «la función práctica de la fenomenología».⁶ Función práctica que, como ya señalé líneas atrás, queda emblemáticamente recogida en esas diecisiete páginas iniciales que componen su primera parte y de las que paso a ocuparme a continuación.

    3. ¿Crisis de las ciencias?

    En el parágrafo primero, comienza Husserl su gran obra de madurez preguntándose si es pertinente hablar de una crisis de las ciencias teniendo en cuenta los últimos éxitos alcanzados por estas tanto en el plano teórico como en el práctico. Y es que cuando usualmente nos referimos a que una ciencia está en crisis queremos decir que su cientificidad se ha tornado problemática o, lo que es lo mismo, que internamente, en su método y, correlativamente, en la obtención de resultados, hay dificultades. Sin embargo, estamos lejos de poder achacar una cosa semejante, no ya a las ciencias físico-matemáticas, sino también a las del espíritu.

    Tenemos, pues, que para el fundador de la fenomenología las ciencias, en sus dos variantes y desde el punto de vista de su propia cientificidad, no están en crisis. Pero, dirá Husserl:

    Quizá desde otra perspectiva, o sea, partiendo de las quejas generales sobre la crisis de nuestra cultura y del papel aquí atribuido a las ciencias, se nos manifiesten los motivos para someter el carácter científico de todas las ciencias a una seria y muy necesaria crítica, sin renunciar por eso al sentido primero de su cientificidad, inatacable en la legitimidad de sus resultados metódicos.

    Para ver esta otra perspectiva es necesario remontarse a la cosmovisión reinante en Europa durante la segunda mitad del siglo XIX. En ella imperaban hegemónicamente las ciencias positivas, para las que no existe otra cosa que los hechos y las relaciones causales entre ellos. Esta manera de ver el mundo supuso para el padre de la fenomenología un alejamiento de aquellas preguntas últimas que son decisivas para una verdadera humanidad, de aquellas preguntas relativas al sentido o sinsentido y que son las que se hacen más apremiantes en tiempos difíciles. El porqué lo expresa Husserl magistralmente en una frase que resume toda su obra: «Ciencias de meros hechos hacen hombres de meros hechos»;⁸ es decir, si los humanos, en virtud del dominio de las ciencias positivas, no creen que en el mundo haya otra cosa que hechos, ellos mismos no pueden ser más que «meros hechos». Pero el considerar a los seres humanos como meros hechos conduce a la eliminación de la esfera racional-normativa en su sentido fuerte, la cual es la responsable última del significado que damos a nuestras acciones. Veámoslo.

    La verdad científico-positiva, caracterizada por su objetividad, es básicamente comprobación de lo que el mundo es, es decir, verificación de hechos mundanos. Desde esta perspectiva, el humano, en tanto que pertenece al mundo, es también un hecho y como tal debe ser tratado si queremos realizar un estudio riguroso y científico acerca de él. Pero las implicaciones que se derivan de considerar al humano como un hecho se manifiestan en toda su contundencia si echamos una breve ojeada a lo que esto supone en las ciencias del espíritu o ciencias humanas. Y lo que supone es «que el investigador excluya cuidadosamente toda toma de posición valorativa, todo preguntar por la razón y sinrazón de la humanidad y de sus formas culturales».⁹ Desde una óptica positivista estábamos abocados a ello. Si el humano es un hecho y solamente un hecho, eliminamos de él cualquier posibilidad de enfocarlo como un ser racional detentador de principios inviolables, universales y necesarios, que es capaz de dar razón de sí mismo y de su proyecto vital, porque pertenece a la propia esencia del hecho de ser contingente poder ser de otra manera y, por lo tanto, no tener en sí mismo su razón. Expresado de otra forma, a juicio de Husserl, cuando hablamos puramente de hechos, la racionalidad en cuanto tal —como legalidad fundante y justificadora— termina por esfumarse. En la pura cientificidad fáctica, y aun en la vinculada a aquellas ciencias, las del espíritu, cuyo punto de referencia es el ser humano, no tienen cabida preguntas por la razón o sinrazón de la humanidad, por el sentido y el sinsentido de la existencia. Como señala el autor de La crisis:

    Todas estas preguntas «metafísicas», tomadas ampliamente —llamadas por lo general cuestiones específicamente filosóficas—, sobrepasan el mundo como universo de meros hechos. Lo sobrepasan justamente como preguntas que plantean la idea de razón. Y todas exigen una dignidad superior frente a las preguntas de hecho, que también les están subordinadas en el orden de las preguntas.¹⁰

    Pero si esto es así, las ciencias, con todo su elenco de conocimientos práctico-técnicos, no tienen, en última instancia, nada que decir a los humanos sobre cómo han de entenderse a sí mismos o sobre cómo deben orientar su vida. En la comprensión husserliana, desde la óptica positivista, las ciencias han perdido, por lo tanto, su significado para el ser

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