El totalitarismo político se construye en torno a una visión uniforme y excluyente de la realidad que alcanza hasta el último rincón de la vida humana. Un enfoque que conduce a la aniquilación de cualquier cultura disidente y a fagocitar aquellas otras que el nuevo orden puede digerir con cierta naturalidad; también a la anulación completa del individuo en beneficio de una comunidad monolítica, al frente de la cual un líder redentor se arroga la voluntad de todos sus compatriotas.
De estos principios generales, con los matices propios de la coyuntura y la prolongación en el tiempo de cada uno de ellos, participan los regímenes totalitarios fundados por Mussolini, Hitler y Franco, para quienes la creación y el mantenimiento de una cultura oficial siempre fue un asunto prioritario, sabedores de su importancia como alma mater de sus proyectos políticos. Solo el esfuerzo bélico, y no siempre, se antepuso a ese empeño ideológico.
Aquella nueva manera de entenderlo todo se extendió a cada una de las señas de identidad cultural de sus respectivos países: símbolos, idioma, familia, costumbres, religión, gastronomía o arte. Fue precisamente el arte, junto a la educación y los medios de comunicación, el que formó el tridente propagandístico