Tenía cierto toque para la táctica y lucía el uniforme militar cual veterano oficial bregado en mil batallas, pero la amarga realidad es que Adolf Hitler no había sido bendecido con las dotes del perfecto mariscal de campo. Su fuerte era la política, y de ella podía departir durante minutos y minutos para desesperación de sus acompañantes. Las sobremesas eran el momento predilecto para ello; esa hora bruja en la que su lengua bífida daba buena cuenta de sus enemigos. Y entre los mismos se contaba un dictador de voz atiplada al que consideraba un pusilánime alejado de los preceptos del Tercer Reich. «Hay que tener cuidado y no poner el régimen de Franco al mismo nivel que el nazismo o el fascismo», insistía en 1942. Meses después, llegó a referirse al español como un desagradecido y un «parásito» que «no habría sobrevivido» sin la ayuda germana.
Las simpatías del Führer en el país se dirigían, por el contrario, hacia la vieja Falange Española (FE). «Si estallase una nueva guerra civil, no me sorprendería ver a los falangistas obligados a hacer causa común con los rojos para liberarse de la escoria clerical-monárquica. ¡Lástima que la sangre que vertieron juntos durante la guerra falangistas, fascistas y nacionalsocialistas