A principios del siglo v, el Imperio Romano occidental se hallaba a merced de los elementos en medio de una tormenta perfecta: el enemigo estaba ya literalmente a las puertas y el régimen había iniciado un proceso sostenido de descomposición. Y Alarico, miembro de los tervingios, uno de los pueblos godos más prominentes y caudillo carismático con excepcionales dotes de liderazgo, fue durante esos críticos años la peor pesadilla de la decadente Roma.
DE ALIADO A ENEMIGO
Alarico había desempeñado funciones de oficial en las huestes godas aliadas del ejército romano; de hecho, había servido con lealtad a Teodosio en la batalla del Frígido de 394, en la que el usurpador Eugenio dobló la renano-danubiano era, cada vez más, un coladero para bandas tribales dispuestas a nutrirse de la descomposición del régimen. Alarico se dirigió a Italia en 401 a la cabeza no de una oleada migratoria, como la de Adrianópolis, sino de un ejército, probablemente formado por jóvenes desencantados y sin nada que perder; la primera generación de godos nacidos en suelo romano, para los que ya no quedaban tierras cultivables que repartir. No era, en ningún caso, una fuerza invasora. El objetivo del godo era negociar desde una posición de fuerza con el propósito de obtener botín, víveres y un cargo de prestigio en las filas del barbarizado ejército romano. Pero Alarico no era, ni mucho menos, el único factor que amenazaba al Imperio: en 406, el cordón defensivo en el Rin y el Danubio se rompió definitivamente ante el empuje de vándalos, alanos, suevos y burgundios. Estilicón, impotente ante ese escenario, simplemente no daba abasto.