Jean Nicolas Arthur Rimbaud asoma medio cuerpo por la ventanilla. Los vapores del tren le ciegan. El maquinista anuncia la parada: París. Al fondo del andén está él. Arthur lo reconoce nada más verle. Es Paul Verlaine. Mirada profunda. Postura elegante. Bastón. Chistera. Grandes bigotes. Arthur sonríe fumando su pipa. Paul ya era un poeta respetable y Arthur conocía bien sus poemas. Paul ve cómo Arthur corre hacia él. Agitando las manos. Gritando su nombre. Paul piensa que Arthur es demasiado joven para ser poeta. Solo tiene 16 años. Paul, unos años más, 27. La primera impresión de Paul fue la de recibir a un ángel. Hermoso. Juvenil. Perfecto. Paul escribió: «Físicamente era alto, bien conformado, casi atlético. El óvalo de su rostro era como el de un ángel desterrado, los despeinados cabellos eran de un color castaño claro y los ojos de un azul pálido inquietante». Pero, aunque Arthur es joven, no le falta experiencia de la vida. Ya es adicto a la absenta. Compone poemas en latín. Ha ganado varios premios de poesía en su ciudad, Charleville. Se ha fugado varias veces de su casa. Y conoce la cárcel. En una de sus huidas, Arthur fue detenido e ingresado en la prisión de Mazas por viajar como polizón en un tren.
VEN, QUERIDA GRAN ALMA
El 15 de septiembre de 1871 Paul y Arthur se abrazan en el andén de la estación de Paris. Se alegran de conocerse al fin. Se admiran como poetas. Hasta el momento, su única relación había sido epistolar. Solo hacía unos Y añadió dinero para su billete de París. Ahora pasean camino a casa de Paul por el París del xix. Arthur no para de hablar sobre poesía. Sentimientos. Sufrimiento. A Paul le sorprende la vitalidad de Arthur. Advierte en él un gran conflicto interno y un gran sentimiento de rebeldía. Paul se siente ensimismado por el carisma de Arthur.