Unidad y fuerza, esos son los principios que transmiten las fotografías de las concentraciones fascistas. La desindividuación como bandera de una sociedad dócil y militarizada, cuya voluntad coincidía exactamente con la de sus caudillos. El desdén hacia un presente afrentoso, en contraposición a un pasado de gloria y un futuro de esperanza. En una palabra, la demagogia.
Cuando analizamos las imágenes del fascismo, esa «enfermedad intelectual y moral» en palabras de Benedetto Croce, comprendemos la excepcionalidad del «hombre rebelde» de Camus, que, en el caso que nos ocupa, bien pudo ser ese operario de la empresa de astilleros de Hamburgo Blohm und Voss que, en 1936, no alzó el brazo para saludar al Führer, a diferencia del resto de sus correligionarios. Afiliado al partido nazi, el amor de August Landmesser por la judía Irma Eckler prevaleció sobre cualquier otra consideración. Ella fue asesinada en un campo de concentración y a él se le dio por muerto tras desaparecer en combate.
En su ensayo publicado en 1933, Wilhelm Reich exponía la habilidad de los dirigentes nazis para «manipular los sentimientos de los individuos masificados, y evitar en la medida de lo posible el desarrollo de una argumentación concreta». La palabra, vaciada de honduras y complejidades, solo tenía que cargar las tintas contra un enemigo —comunistas, masones, judíos, socialdemócratas, liberales de