APLACAR A HITLER
El 30 de enero de 1933, las miradas de medio mundo se volvieron hacia Berlín: Adolf Hitler acababa de ser elegido canciller de Alemania. La actitud beligerante del líder del partido nazi, su agresivo discurso ultranacionalista, racista y expansionista, plasmado como una siniestra advertencia en su libro Mi lucha (1925), y sus críticas al Tratado de Versalles (1919), que amenazaba con incumplir, no hacían presagiar un futuro demasiado estable y pacífico en Europa. Aun así, su llegada al poder no causó una excesiva preocupación en las dos potencias europeas, Gran Bretaña y Francia. ¿Por qué?
La principal razón de esta “tranquilidad” es que, en 1933, la imagen que se tenía de Hitler, tanto dentro como fuera de Alemania, distaba mucho de la que se tendría solo unos años después. Desde la izquierda se lo consideraba poco más que un charlatán demagogo, una marioneta “con bigote a lo Charles Chaplin” manejada por los grandes empresarios alemanes. Desde la derecha más tradicional se lo veía como un simple agitador de masas, como el líder de un partido de protesta, sin apenas programa político, que se había ganado a una parte del electorado a través de una eficaz retórica populista, pero que, una vez en el poder, sería fácilmente manejable por las demás fuerzas derechistas.
En muchos aspectos, a Hitler se le consideraba un Mussolini alemán; un político fascista que, al igual que el dictador italiano, aplastaría a la izquierda de su país, pero no crearía grandes problemas fuera de sus fronteras. Por eso, cuando el líder del partido nazi fue nombrado canciller, la opinión mayoritaria fue que, al haber mostrado su disposición a trabajar en un gobierno de coalición con la otra gran fuerza conservadora, el Partido Nacional del Pueblo Alemán, Hitler se vería obligado
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