La Guerra Fría pudo haber nacido muy caliente. En 1945, la inminente derrota de la Alemania nazi no calmó los ánimos del primer ministro británico Winston Churchill. En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial en Europa, el premier estaba tan convencido de un próximo conflicto con Stalin que ordenó a su ejército planear un ataque contra la Unión Soviética tan pronto co- mo se certificara la caída del Tercer Reich. Pero ¿qué le hacía creer a Churchill que la guerra con su, hasta ese momento, aliado soviético era inevitable?
Con la derrota de los nazis al alcance de la mano, su preocupación era diseñar el mapa de la Europa de posguerra. A la espera de ver cuál sería el rol de Estados Unidos en el Viejo Continente, Londres y Moscú pugnaban por la influencia en países como Grecia, Austria o Polonia.
Churchill tenía motivos para desconfiar de sus aliados. En la Conferencia de Yalta, entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, Stalin formuló la falsa promesa de celebrar elecciones libres en Polonia al final de la guerra, pero