La distancia
Por Pablo Aranda
()
Información de este libro electrónico
La distancia es el doble viaje, geográfico y sentimental, que emprende Emilio para visitar a su amante marroquí, que está amenazada de muerte. Emilio vive el día a día de manera solitaria, haciendo traducciones y corriendo con su perro por pistas de montaña. Un encontronazo con el pasado coincide con un momento de inquietud: la relación que durante años ha mantenido con Tamar se termina. Ella vive en Marruecos con un marido al que teme, un hombre relacionado con el Majzén, el poderoso poder en la sombra marroquí. El viaje desata una imparable tempestad de conmociones.
"Pablo Aranda cuenta con una de las más exquisitas virtudes que puede tener un narrador: la elegancia."
Sara Mesa
"Pablo Aranda convierte en intriga criminal las mínimas perturbaciones de todos los días: como si supiera que la vida corriente es peligrosa."
Justo Navarro
"Pablo Aranda tiene la sangre de los narradores hipnóticos, sus historias queman."
Manuel Vilas
Relacionado con La distancia
Libros electrónicos relacionados
Pelo de Gato Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl mal cautivo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMatar a otro perro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEn cinco minutos levántate María Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesYo te conozco Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesOtras sílabas sobre Gonzálo Rojas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa buena estrella Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTodo el trabajo es comenzar: Una antología general Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPobre Blanco Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa orquesta imaginaria Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNadie duerme con ropa en Acapulco Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Gargantúa de François Rabelais (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los Ejércitos de Evelio Rosero (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAgustín Yáñez: El génesis musical de Al filo del agua Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa maldita pintura Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesOperación Dulce Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Ojalá nos perdonen Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Quieto Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jérôme Lindon. El autor y su editor Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRelatos tempranos Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Niños muertos Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El Zarco Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl submayordomo Minor Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Ciudad canibal Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Una tumba en el aire Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl Palacio del Porno Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos desnudos y los muertos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las buenas intenciones: y otros cuentos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl hijo de las cosas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMéxico.: El hermano definidor Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Ficción literaria para usted
To Kill a Mockingbird \ Matar a un ruiseñor (Spanish edition) Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Noches Blancas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Deseando por ti - Erotismo novela: Cuentos eróticos español sin censura historias eróticas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Erótico y sexo - "Me encantan las historias eróticas": Historias eróticas Novela erótica Romance erótico sin censura español Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El Juego De Los Abalorios Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las vírgenes suicidas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5De ratones y hombres Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El banquete o del amor Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Lolita Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La casa encantada y otros cuentos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El viejo y el mar Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El amor dura tres años Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Libro del desasosiego Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La máquina de follar Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las olas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Don Quijote de la Mancha Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La conjura de los necios Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El hundimiento del Titán: Futilidad o el hundimiento del Titán Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Anxious People \ Gente ansiosa (Spanish edition) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El señor de las moscas de William Golding (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Escritos de un viejo indecente Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesManual de escritura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Seda Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La señora Dalloway Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Tenemos que hablar de Kevin Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Trilogía Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Carta de una desconocida Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La alegría de las pequeñas cosas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Comentarios para La distancia
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
La distancia - Pablo Aranda
PABLO ARANDA
LA DISTANCIA
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK
© Pablo Aranda, 2018, por mediación de MB Agencia Literaria, S. L.
© Malpaso Ediciones, S. L. U.
Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo
08010 Barcelona
www.malpasoed.com
ISBN: 978-84-17081-85-0.
Diseño de interiores: Sergi Gòdia
Maquetación: Palabra de apache
Imagen de cubierta: © Juan Álvaro Pernía
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.
Para Auxi, mi madre
Aunque no me digas que la felicidad no existe. Existe, está ahí. Solo tienes que encontrarla y conservarla, si puedes.
JOYCE CAROL OATES,
«Idilio en Manhattan», incluido en Infiel
PRIMERA PARTE
UNO
1
La mujer se sentía incómoda y estuvo a punto de dejar el dinero en la barra y salir sin terminarse las tostadas ni el café, pero no lo hizo. Los hombres no saben lo que es ser mirados de esa manera. Necesitaba estar tranquila, pensar, o no, no pensar, más bien evadirse, hacer algo como si no lo hiciera, lo contrario de pensar, como si este bar no existiese, pensó, este café con leche, una acción que no cuente, desayunar, un acto limpio, aséptico. Sin hijos ni ex maridos ni el empujón del despertador cada mañana. Miró a los lados, tal vez estaba hablando sola, y de nuevo la mirada de ese hombre le hizo dejar a un lado los pensamientos y recobrar la incomodidad, ese hombre que le impedía pensar, aunque lo que buscaba era no pensar, pero no pensar sin que nadie la intimidase.
—¿Me dice qué le debo? —preguntó al camarero, una solución intermedia, no irse, pero sí comenzar a hacerlo.
En la mesa de atrás, los dos jóvenes marroquíes con chaquetas de cuero ya no hablaban. Sonidos guturales en voz baja y ahora nada. Más cerca, junto a ella, en la barra, el hombre que la miraba. Un hombre ve algo digno de ser mirado y mira, ese poder.
Dejó en la barra la cantidad que pronunció el camarero, pero siguió comiendo. Cuando se decidiera a salir, saldría, sin tener que aguardar la cuenta. Terminó de comer y todavía pidió un vaso de agua. ¿Y si el hombre salía justo detrás de ella? Los marroquíes se levantaron y se dirigieron a la puerta, dudaron antes de salir. El más joven llevaba una gorra de béisbol demasiado grande. Sin interés, Marta los siguió con la mirada, en cualquier momento se le caería la gorra, apenas sujeta, suspendida sobre la cabeza. Vio que cruzaban la calle, que se detenían en la otra acera, lo cual la tranquilizó: si necesitaba su ayuda, todavía podría recurrir a ellos. Sonrió, qué imaginación.
—No salgas ahora. —Se giró: el hombre la miraba.
El hombre aún no sabía que ella era Marta. Tantos años. Ella tampoco lo reconoció de inmediato. Los ojos sí, pero el pelo corto la confundió. Saber que era Emilio apartó de golpe el miedo, pero no eliminó toda la incomodidad. Que no salga. Esos ojos. Desvió la mirada. El camarero cargaba la máquina del café, de espaldas a ellos.
—Cómo que no salga —musitó al fin.
—Los dos amigos de la mesa de atrás quieren quitarte el bolso.
—Vaya, eres adivino.
—No, sólo intérprete de árabe. Han visto tu móvil, ese monedero que tendrá billetes, alguna tarjeta.
—Bueno, tú también pareces haberlo visto. A lo mejor eres tú el que quiere quitarme el bolso. —¿De verdad no sabía que ella era ella?
Intérprete de árabe. Lo miró un instante a los ojos.
—Espera un segundo y te acompaño —dio un último sorbo a su café, puso unas monedas en la barra—. Camino a tu lado dos calles, y cuando vea que se han ido, te dejo tranquila.
—Si son sólo dos calles, de acuerdo —concedió confusa, con una sonrisa.
Los marroquíes no se movieron de donde estaban. Uno de ellos, el de la gorra, con un pie apoyado en la pared, los miró salir. El otro, sin hacerles caso, sacó un cigarro de un paquete de tabaco y escupió a un lado.
Unas calles después Emilio se metió las manos en los bolsillos y dejó de andar. Ella se detuvo dos metros más allá y se dio la vuelta.
—Bueno, creo que ya no hay peligro.
—Gracias, aunque a lo mejor no hablas árabe y sólo querías acompañarme —bromeó de nuevo.
—Me llamo Emilio.
—Te pareces mucho a otro Emilio, pero veinte años más joven que tú.
—Tú te pareces mucho a Marta. ¿Veinte años ya? Ni siquiera sé si terminaste Bellas Artes.
—No sabes nada —sonrió.
—¿Terminaste?
—Qué más da. Tú te hiciste intérprete, ¿no?
—Sí.
—Es una buena profesión. Te permite rescatar mujeres a punto de ser robadas.
—¿Te apetece un café? —ofreció Emilio.
—Gracias. Acabo de tomar.
Hacía viento y una bolsa de plástico llegada de repente se enredó unos segundos en los pies de él y se depositó entre dos coches. Levantó la cara hacia Marta. Aceptó que hubiese aparecido después de veinte años y que eso no significase nada. Veinte años. Le devolvió la sonrisa y la vio alejarse. Un falso flashback de cuando hubo otro mundo anterior a Tamar. Falso porque Marta mostraba el paso del tiempo. Veinte años. Sin pretender explicar nada, Marta lo devolvía unos minutos a un mundo que no existía.
2
Volvió sobre sus pasos. A lo mejor sí era una señal que ella fuese Marta. Los mundos sin Tamar. Hubo vida antes de Tamar y la habría tras ella. El fin de una historia. La casualidad de Marta ahí ante él, aunque pensó que quizá suponía todavía mayor casualidad no habérsela encontrado nunca en todos esos años.
Caminar al lado de Marta. Cruzar unas calles como si se conocieran de hacía mucho y no necesitasen decir nada. No se habían dicho nada. Como si Marta fuese Marta —una aguja atravesó su piel— y no hubiesen perdido el contacto. La misma mirada que la Marta del pasado. Aquella estudiante de Granada. No parecían los mismos ojos, pero sí la misma forma de mirar, brusca, mirando al frente mientras decía lo que fuese, pero, de golpe, moviendo rápido la cabeza y enfrentando los ojos a los suyos, como para cerciorarse de que era escuchada. El recuerdo de Marta, durante tanto tiempo dormido. Hubo otro mundo. Habrá un mundo que no hay ahora. Granada, tan lejos, al comienzo de todo.
Sintió el impulso de salir corriendo tras ella. Hizo un cálculo: en poco más de minuto y medio de carrera lenta la alcanzaría. Y entonces qué.
—Hola, soy yo otra vez. Deja que te cuente qué ha sido de mi vida.
No, no lo haría. Mientras él permanecía en la acera, Marta alargaba la distancia. En estos pocos minutos el callejero se había convertido en un laberinto. No la encontraría. Estaba perdiéndola para siempre, otra vez. Ya había contado su vida. Intérprete de árabe. Sólo faltaba la otra mitad: Tamar. Y las carreras.
Para encontrar a Marta podría regresar al bar otro día a la misma hora. Recordó que alguien le dijo una vez que el verdadero Don Juan no dispara, se pone a tiro. El Coronel, Arturo, alguien. Todos diciéndole cosas. Al día siguiente, el Coronel le desvelaría a dónde irían. Volvió a la calle y a los coches y a los edificios que lo envolvían.
Al llegar a la plaza, cerca del bar, hubo algo que lo puso en estado de alerta. Un elemento hostil que no identificaba, un desorden, otra disposición de la plaza. Tardó unos segundos en encontrar la causa: el hombre sentado en un banco era uno de los dos marroquíes del bar. Emilio continuó andando. Lanzó con disimulo una mirada panorámica para tratar de localizar al segundo hombre, sin éxito. Intentó que su rostro no reflejase el pellizco del miedo.
—Yo soy un cobarde, pero un cobarde valiente —le había confesado al Coronel una noche.
No le sorprendió lo que hizo, la elaboración de una agresividad que constituía en realidad un mecanismo de defensa, antiguo e implacable. Una valiente cobertura a su cobardía extrema. Se acercó al marroquí, despacio, observando el cambio de gesto en el otro, que aplacaba su chulería ante el arranque de Emilio. Aun así, sorprendido, posiblemente asustado, el marroquí se levantó para esperarlo de pie. Un valiente valiente, pensó Emilio. En el bar creyó que no sería tan joven. Parecía un adolescente, y ya, esa ferocidad. Cuando estaba a pocos metros de él se detuvo y habló en su lengua:
—Esta zona es tranquila y no quiero problemas. No te voy a detener pero no quiero verte por aquí.
No era la primera vez que se hacía pasar por policía, que hacía suponer a alguien que lo era. Su firmeza, las palabras, el uso de su mismo idioma achantaron al otro hombre.
—Gracias, señor. Perdón —dijo, y se marchó.
El corazón le latía con furia. Introdujo las manos en los bolsillos para controlar el temblor.
Tardó tres o cuatro manzanas en recobrar el rumbo. Con el corazón desbocado, analizó opciones imposibles, pues pertenecían al pasado y no se habían producido. Imaginaba su reacción si el hombre le hubiera golpeado. Admiró la valentía del marroquí. Lo había esperado de pie. Se vio en el suelo y se preguntó si habría sabido defenderse.
Volvió atrás con la mente. Se situó de nuevo en la barra del bar y pidió el café. La desgana del camarero. La distorsión del árabe que es el marroquí. Hacer como que toda su atención está dirigida a la cuchara que disuelve en el café el azúcar que en realidad no ha echado. Las palabras de los hombres referidas a la mujer de la barra, cerca de él. El rostro de la mujer en el espejo del fondo del bar, entre botellas desiguales, la estampa de un Cristo, la foto de un equipo de fútbol. Una mujer y que la mujer fuera Marta.
—No salgas ahora.
Las palabras de los dos marroquíes. Convencidos de que nadie podría entenderlos. Y él, Emilio, como si obedeciera las órdenes del Coronel en uno de los trabajos, el que le propondría al día siguiente. Pendiente de conversaciones ajenas para traducirlas, traficantes, torpes yihadistas tratando de reclutar yihadistas más torpes todavía, la conversación de dos presos que han luchado en Siria. Como mucho antes de las misiones, en Granada, pendiente de lo que hablaban las muchachas de la mesa de al lado en una tetería, los ojos rasgados y el pelo negro, al comienzo de su segundo año de estudios en Granada, cuando conoció a Tamar. Cuando Marta, como ahora, dejó de existir. Tamar. Él le había pedido a Marta que no saliera. Tamar a él que no se vieran más.
3
Se sentó en el sofá y el perro buscó su mano con la cabeza y los dedos de Emilio se perdieron en el pelaje del animal. Miró las estanterías. Los libros y las películas, lo acumulado durante casi veinte años, buscando una respuesta a la pregunta que Marta no había hecho: ¿en qué había consistido su vida? Tenía una casa y la había llenado de objetos.
La casa como un castillo. Un refugio. Decidió desprenderse de las revistas y de la mayoría de los libros, tal vez de la casa. Ése era el día primero de un tiempo nuevo. Si el Coronel le propusiera una misión en Ceuta. Poder decirle a Tamar que aceptaba lo que no le quedaba más remedio que aceptar. Hay vida después de la vida. Alargó el brazo y cogió una de las revistas de viajes al azar. Pasó la vista por mapas en los que no se fijó, se detuvo en los ojos de una mujer de piel oscurísima. Dejó la revista en el suelo. La tiraría junto con las otras. El día primero.
Escuchó de nuevo el mensaje del contestador. La voz cansada del Coronel arrastrando las palabras:
—Muchacho, no hagas muchos planes para estos días. Nos vamos de viaje. Pasado mañana estaré en Málaga. Te llamo y te cuento. Ten el móvil cerca.
Le molestó la imprecisión del mensaje. Tirar los libros y no escuchar nunca más la voz del Coronel. Nunca sabría si Marta terminó sus estudios. Mundos que quedaron atrás, las vidas posibles. Las vidas imposibles. Viajar a Marruecos para no regresar nunca más. ¿Podría vivir sin pisar de nuevo Marruecos? Tirar los libros y decirle adiós a Tamar. Buscar otro trabajo y otra ciudad. Visitar a su madre en Francia y tal vez quedarse. Sentarse en un salón en penumbra y que su madre pasase fotos antiguas sacadas de un sobre, que le dijese que era igual a su padre y entonces él se fijaría unos segundos en la fotografía y su madre le hablaría a su padre como si estuviese allí sentado con ellos y quizá él también lo vería.
En la pared había un mapa de Marruecos y lo miró desde muy cerca. Buscó Tánger y siguió con el dedo la costa atlántica hasta Asilah. Tamar nunca había querido que fuesen juntos a Asilah. Ese riesgo.
A cuarenta kilómetros de Tánger, a tres horas y media de Málaga. Calculó de nuevo: hora y media de Málaga a Tarifa en coche, media hora de ferry, cuarenta minutos de Tánger a Asilah. Dependía del maldito viento de levante, pero no suponía mucho más. Y Tánger, a tres horas. En coche hasta el puerto de Tarifa, luego el ferry. Y del puerto a El Minzah diez minutos a pie, quince. Cinco minutos en un petit taxi.
Pero ahora Tamar aquí, debajo de mi dedo, pensó. En su casa de Asilah. Si lograse verla por última vez, convencerla, regresar al castillo que era su casa con su botín: Tamar. Y las niñas. Mis dos hijas. Apartó el dedo.
Entre semana no resultaba complicado quedar con ella. Su marido pasaba la semana entre Rabat y Casablanca, intrigando y vendiendo, Emilio no sabía bien qué, prefería no saberlo. Para saberlo le habría bastado con pedírselo al Coronel, pero entonces tendría que haberle relatado toda la historia. Le bastaba con conocer su rostro, la foto que le mostró Tamar, el tremendo parecido que guardaba con él: los ojos, la misma sonrisa apretada.
4
La noche le obligó a elegir el paseo marítimo. Dejó el montón de ropa en el suelo, apilado junto a la lavadora. Un viaje. ¿A dónde? Trotó muy lentamente hasta llegar a una de las referencias conocidas, unos escalones de acceso a la playa. Entonces pulsó el cronómetro. Mediría el tiempo total y también por kilómetros. Los dos primeros kilómetros los correría suave, calentando; el resto, por debajo de los tres treinta. Se concentró en la carrera. Focalizar su energía en lo físico. Correr rápido por el suelo duro y luego carrera continua por la arena, cuidar las rodillas. La humedad había vaciado el paseo marítimo: podría haberse traído al perro. La brisa secaba el sudor, lo enfriaba.
Cañas de pesca en la playa, clavadas en la orilla como las lanzas de un regimiento que esperase la inminente llegada de barcazas enemigas, o que vigilase la evolución del lomo dormido del animal salvaje que es el mar. Emilio cruzaba cerca de ellas, junto al mar que no podía ver pero sí sentir, el rugido amortiguado de las olas que sólo a veces reflejaban la luz que reflejaba la luna. Intervalos de silencio cuando unos pocos centenares de metros más allá el rojo de un semáforo detenía la circulación y entonces aparecía el ruido de los pasos de Emilio, la respiración pesada, constante, el ritmo vivo que no controlaba. Emilio avanzaba sin consultar el reloj, satisfecho por haber vencido la desgana y estar corriendo, limpiándose. Agradecía la falta de otros corredores, gente paseando, seguramente por la densa humedad. Sólo pescadores para los que no existía, pendientes de las vibraciones de las cañas y de nuevo el estallido del tráfico apagando las olas y los pasos de Emilio, que seguía corriendo, logrando olvidar el mensaje del Coronel, Tamar, Marta, como el mar, ahí pero oculto, el hueco de la oscuridad, insondable.
Dio la vuelta en la última rotonda y volvió por el mismo camino. Continuó hasta el puerto en vez de detenerse en el punto de partida. Apretó el ritmo hasta que llegó una vez más donde había comenzado. Echó el cuerpo hacia delante, apoyó las manos en los muslos, como si vomitase. Anduvo con los brazos separados del cuerpo y cuando consiguió acompasar la respiración hizo ejercicios de estiramiento y volvió al coche.
En la ducha descubrió la carrera frenética de las cifras del reloj: había olvidado pulsar el cronómetro al terminar de correr.
La última conversación no dejaba lugar a dudas: Tamar quería que dejasen de verse. No ver más a Tamar. Nunca se volvería a duchar con ella. Tú no me quieres, le había dicho ella una vez, lo que ocurre es que tienes miedo de estar solo. No sabes estar solo, te crees que necesitas una mujer y lo que necesitas es un psicólogo. Un sillón cómodo frente a un profesional: me llamo Emilio y no sé estar solo.
—¿Que no