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Yo te conozco
Yo te conozco
Yo te conozco
Libro electrónico158 páginas2 horas

Yo te conozco

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Esta novela escucha y nos deja escuchar, desde el México de los años cincuenta, a los niños que fueron y que pudie-ron haber sido, rodeados de un mundo de personajes hoy estrafalarios, con sus coches de enormes aletas, con su chachachá y sus boleros, y sus primeros rocanroles, con su horror al comunismo y al divorcio, y con sus maneras inconcebible
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074450866
Yo te conozco
Autor

Héctor Manjarrez

Héctor Manjarrez es narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, autor entre otros libros de las novelas Yo te conozco, Pasaban en silencio nuestros dioses, La maldita pintura, El otro amor de su vida y Rainey, el asesino; de los volúmenes de cuentos No todos los hombres son románticos y Ya casi no tengo rostro; y de los ensayos de El camino de los sentimientos y El bosque en la ciudad. También es autor del Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos. Ha obtenido los premios Diana Moreno Toscano, Xavier Villaurrutia, José Fuentes Mares, Internacional de Novela de la Diversidad y Nacional de Narrativa Colima. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Guggenheim Foundation, y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. También ha sido columnista, colaborador y miembro del consejo de redacción de importantes revistas político-culturales. Es profesor titular de tiempo completo en la carrera de Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco (UAM-X). Nacido en la Ciudad de México, se fugó de ella durante años y vivió en Belgrado, Madrid, Ankara, París y Londres. Es padre de dos hijas.

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    Yo te conozco - Héctor Manjarrez

    X

    I

    –Hay que matarlos. No hay que dejarlos dominar el planeta –dijo Virgilio con su vozarrón de barítono–. Hay que tratarlos igual que a los negros en Estados Unidos –añadió con una extraña risa como radiofónica.

    Marco Antonio y Julio César, sobresaltados, se le quedaron mirando. El primero le había hecho una pregunta muy común entre la gente de aquella época, los años cincuenta del siglo XX:

    –¿Tú qué harías si se te apareciera un marciano?

    Virgilio –Virgil Robertson– miraba a los niños rascándose la barba, mientras desde la azotehuela les llegaba el consabido canturreo de doña Clara cada vez que él venía de visita:

    –¡Todo lo negro tomamo café!

    Doña Clara era tan blanca como la más alba de las cebollas y siempre que venía de visita Virgil, que era negro y gringo, entonaba una y otra y otra vez el estribillo de la famosa y pegajosa canción de Eliseo Grenet:

    –Ay, mamá Iné, ay, mamá Iné, ¡todo lo negro tomamo café!

    –Lo que hace esa mujer estúpida y odiosa se llama racismo –les había explicado, una y otra vez, Tu Mamá.

    –Siempre habrá gente estúpida. No hay que tomarla en serio –había comentado Virgilio–. Más grave me parece lo que me chismorreó una empleada de Gobernación que además resulta que es sobrina de don Francisco: que doña Clara es informante de la Secreta. Seguro que es por eso que todavía tiene renta congelada.

    En aquella época, los agentes de la Policía Secreta, verdaderos o supuestos, llenaban de miedo los corazones de los adultos. El corazón de los niños, en cambio, le tenía pánico a don Francisco, el administrador del edificio, que vivía en el departamento 6 y golpeaba a su mujer y amenazaba a Tu Mamá:

    –Si no paga usted el alquiler en una semana, la vamos a demandar y poner de patitas en la calle con todo y muebles.

    –¡Todo lo negro tomamo café! –vociferaba doña Clara, como una verdadera energúmena–. ¡Todo lo negro tomamo café!

    –¿Tú nunca has visto un marciano, Virgilio? –preguntó el menor de los hermanos, Marco.

    –Nunca.

    –¿Ni siquiera cuando volabas con la United States Air Force?

    –Nunca.

    –¿Sabías que dicen que atraparon a unos marcianos cerca de una base militar en Roswell, Nuevo México? –preguntó Julio, a quien siempre le causaba extrañeza decir Nuevo México, como si él y su familia y sus amigos vivieran en Viejo México, muy atrasados respecto a Estados Unidos, el Súper País donde, por otra parte, era bien sabido que vivían los monstruosos y bárbaros sureños que discriminaban a los negros y los mexicanos.

    –Yo no creo que existan los marcianos. Yo creo que la propaganda de mi gobierno los inventó para distraernos de la pobreza y la discriminación.

    –¿Por qué, eh? –preguntó Marco, que no entendía bien estas dos palabras y por ende no le gustaba que se pronunciaran.

    –Porque mi país, amiguito, se ha propuesto dominar el mundo entero.

    –¿Como los marcianos?– preguntó Marco.

    –A veces me pregunto si el presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon y el secretario Dulles no son marcianos disfrazados de idiotas malvados –dijo Virgilio, con sus erres suaves de gringo, tan suaves como las del general Eisenhower en la radio cuando a veces transmitían sus palabras en las noticias; tan suaves como las erres de Louis Armstrong y Frank Sinatra y Elvis Presley y Marilyn Monroe, la mujer más inquietante del planeta, incluso más inquietante que María, aquella sirvienta cuyas dos nalgas, dos pechos y dos ojos volvían locos a los hombres, que le susurraban y silbaban por encima de las cabezas de Marco y Julio:

    –Mamazota. Muñeca. Bombón. Pimpollo. Mamacita. Buenotota. Quién fuera brasier para estar cerca de tu corazón. Se me levanta el indio nomás de verte. Chulada de mujer. Hembrononón.

    Salir a la calle con María era como salir con una perra entre canes jadeantes, ladrantes, aullantes, gruñosos. Los niños –sobre todo Julio– a veces quedaban perturbados y, si María los apretaba contra sí para arroparse con su inocencia (niños-brasier y niños-taparrabos), se sentían a su vez como animales, con la boca reseca y las manos sudorosas y los ojos movedizos.

    Cualquiera hubiera dicho que María era la Reina del Deseo y andaba desnuda, o por lo menos transparente, desde que salía a la calle. Los del taller, los de la taquería, el panadero, el peluquero y el periodiquero ignoraban a los niños, como si no los hubieran visto jamás. Hasta don Remigio, el cortés y anticuado señor de la tintorería que le caía tan bien a Julio, se convertía en un mandril con bigotito cuando María pasaba por ahí. Para saludarla, se lamía los labios y expulsaba vapor por el tubo que sobresalía de la acera, olvidándose por completo de su amiguito, con el que siempre mandaba saludos a Tu Mami.

    En aquellos días casi no existía la televisión. La radio nos acompañaba a todas horas, rebosante de música cubana, mexicana y gringa. Cada vez que los faunos callejeros se llevaban la diestra a los genitales al paso de María, uno creía escuchar a la orquesta de Enrique Jorrín:

    A Prado y Neptuno

    Iba una chiquita

    Que todos los hombres

    La tenían que mirar.

    Estaba gordita

    Muy bien formadita

    Era graciosita

    En resumen colosal.

    Aunque Julio era un rendido admirador de las redondeces de María, y de su manera tan ceñida de vestirlas, odiaba que ella saliera a la calle, dos y tres y hasta cuatro y cinco veces diarias, a comprar el pan crujiente y caliente, el cilantro que ya no había, cien gramos de queso añejo, la leche pasteurizada, el petróleo para el calentador, las tortillas recién hechas, etcétera. Si Julio salía con ella, como ya dijimos, era testigo cercano de la torvedad del deseo masculino, los rostros descompuestos, las narinas abiertas, las lenguas sobresaliendo repentinas; y si María salía sola a la selva, Julio no dejaba de preocuparse por ella hasta que no la veía entrar de regreso, siempre cadenciosa, siempre sin prisa, siempre sonriente como si supiera algún secreto muy especial.

    Si a los señores les dijeran, como a los niños, cierren los ojos y pidan un deseo, Julio estaba seguro de que pedirían a María para desvestirla y besarla. De hecho, una noche a las dos o tres vino don Francisco a golpear la puerta como si hubiera un incendio, y cuando le abrieron estaba en piyama y bata y muy peinadito, los ojos llenos de ira, y, con su curioso español salpicado de modos peninsulares, gritaba fuera de sí:

    –¡Ha metido un hombre en su cuarto!

    –¿Qué le pasa a usted? –preguntó Tu Mamá.

    –¡Que ha metido un gamberro!

    –No sé de qué habla usted, y lo que yo haga no es asunto suyo.

    –No hablo de usted, señora, ¡hablo de ella!

    –¿De quién?

    –Pues de María, ¿de quién más va a ser?

    –¿Y usted cómo sabe?

    –Porque lo vi en su cuarto de la azotea, por eso.

    –Y ¿qué hacía usted a esas horas allá arriba?

    –Pues qué iba yo a estar haciendo: mi deber, vigilar, señora, vigilar que todo esté en orden.

    –Ustedes se quedan aquí y me abren cuando les toque –conminó Tu Mamá a los niños.

    En efecto, aquella noche de domingo María había introducido un hombre en su pequeña habitación de la azotea, llena de botellitas de perfume barato y de viejas revistas sobre las estrellas del cine de México y Hollywood. Es mi sobrino Mario, señora, adujo María, pero como el gamberro parecía de su misma edad –veinticinco años–, don Francisco púsose frenético y sacó su Luger del bolsillo de la bata azul a cuadros y se puso a vociferar que si no se largaba de inmediato el intruso iba a llamar a la policía, y el tipo salió huyendo, aunque no tan asustado como para no gritar ¡Pinche viejo pendejo! y ¡Gachupín de mierda, me la pelas!

    Julio nunca antes había visto al supuesto sobrino de María, un tipo con aspecto de galán de barrio: brillantina en el pelo, bigote como el de Tin Tan, zapatos de dos tonos, blanco y café. Había entreabierto la puerta de la cocina para ver y escuchar lo que pudiera verse y escucharse de aquel drama que conmovía a todo el edificio: los vecinos de todos los pisos se congregaban en los pasillos en torno al cubo de luz en bata, en piyama, en camisón, despeinados como personajes de alguna película mexicana de Buñuel.

    –¡Ya cierra, Mi Mamá te va a regañar! ¡Nos dijo que nos quedáramos encerrados!

    –Cállate, niño chillón.

    –¡Te voy a acusar con Mi Mamá!

    –No te atreves.

    –¿Tú crees que no me voy a atrever?

    –Más vale que no te atrevas, putito. Además, estoy vigilando para ver que no le pase nada a Mamá.

    –Eso dices, pero lo que quieres es ver a las señoras en camisón.

    La idea no se le había ocurrido a Julio, pero de inmediato le pareció excelente.

    En la mañanita, Julio entreabrió la ventana del baño para escuchar la conversación de Tu Mamá y María en la cocina.

    –Te vas a tener que ir, María.

    –¿Por qué señora?

    –¿Cómo que por qué, María? Ya no te puedo tener confianza.

    –¿Le he fallado con los niños, con la comida, con el aseo?

    –No, María, tú sabes tan bien como yo que no. Y sabes que te tengo mucho cariño, y los niños también.

    –Entonces dígame por qué.

    –Porque metiste un hombre en el edificio, María; no te hagas tonta y no trates de verme la cara.

    –Es mi primo Mario, señora, no es un hombre.

    –Anoche dijiste que era tu sobrino.

    –Es que estaba bien asustada con el viejo ese canijo de don Francisco. ¡Nos apuntó con el pistolón, señora!

    Tu Mamá la abrazó dos instantes, pero la soltó y se le quedó mirando: ella corría más riesgos que su empleada.

    –Entonces el tipo ese es tu primo Mario.

    –Sí, señora Laura. Llegó ayer de Tijuana y no tenía donde quedarse. Es hijo de una de las hermanas de mi mamá.

    –No te creo, María.

    –Pues aunque no me crea, señora, es bien cierto. Ire, se lo juro por la Virgen.

    –No andes jurando, María. Además, aunque fuera tu primo, no tienes derecho a meterlo en el edificio. Punto.

    –Pues no, en eso lleva usted razón… Pero era una emergencia.

    –No te creo, María.

    –¡¿Por qué?!

    –Porque no. Y lo que más me molesta de todo esto es que quieras engañarme.

    –No puedo creer que usted no me quiera creer, señora Laura. ¿Cuándo le he mentido?

    Porque sintió la necesidad de pujar en serio, Julio dejó de poder escuchar lo que decían las dos mujeres. En todo caso, parecía la típica discusión de adultos en que repiten una y otra vez los mismos argumentos en dos o tres tonos distintos. Cuando terminó de evacuar, se limpió minuciosamente y bajó la tapa de la taza, pero no jaló, porque de inmediato su hermano menor le hubiera exigido que le cediera el baño.

    Volvió a la escucha atenta:

    –Mira, María, no tiene caso.

    –Si usted lo dice.

    –No sólo lo digo sino lo compruebo yo, María.

    –Yo nomás le digo que me diga cuándo le he mentido, señora.

    –Aparte de hoy, yo diría que nunca, por lo menos en las cosas importantes.

    –Por eso le digo…

    –María, escúchame. Escúchame con cuidado, ¿sí?

    –Sí, señora.

    –Necesito que me digas algo sinceramente, María.

    –Sí.

    –Por favor, no me mientas.

    –Le juro que no, señora.

    –No jures… ¿Alguna vez se metió contigo don Francisco? Me entiendes lo que te quiero decir, ¿verdad?

    –Que si lo dejé hacerme algo.

    –Exactamente. ¿Lo dejaste hacerte algo?

    –No, nunca. Me da asco.

    –Me lo aseguras.

    –Se lo juro.

    –Entonces, ¿por qué estaba anoche

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