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De la literatura a la cultura (... y viceversa). Del virreinato a los contemporáneos. Volumen I
De la literatura a la cultura (... y viceversa). Del virreinato a los contemporáneos. Volumen I
De la literatura a la cultura (... y viceversa). Del virreinato a los contemporáneos. Volumen I
Libro electrónico360 páginas7 horas

De la literatura a la cultura (... y viceversa). Del virreinato a los contemporáneos. Volumen I

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Índice Volumen 2
PRÓLOGO.      9
LA MÁSCARA FUNERARIA DEL MEXICANO     19
LOS HÉROES DERROTADOS.      33
LA CIUDAD VISTA POR LAS GAFAS ALUCINANTES DE CARLOS MONSIVÁIS       37
IdiomaEspañol
EditorialProceso
Fecha de lanzamiento14 sept 2022
ISBN9786078709250
De la literatura a la cultura (... y viceversa). Del virreinato a los contemporáneos. Volumen I
Autor

Carlos Monsiváis

Desde muy joven colaboró en suplementos culturales y medios periodísticos mexicanos. Estudió en la Facultad de Economía y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y teología en el Seminario Teológico Presbiteriano de México. Asistió al Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard en 1965. Gran parte de su trabajo lo publicó en periódicos, revistas, suplementos, semanarios y otro tipo de fuentes hemerográficas. Colaboró en diarios mexicanos como Novedades, El Día, Excélsior, Unomásuno, La Jornada, El Universal, Proceso, la revista Siempre!, Fractal, Eros, Personas, Nexos, Letras Libres, Este País, la Revista de la Universidad de México, entre otros. Fue editorialista de varios medios de comunicación.

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    De la literatura a la cultura (... y viceversa). Del virreinato a los contemporáneos. Volumen I - Carlos Monsiváis

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    Admirar para discrepar: la inteligencia en llamas de Carlos Monsiváis

    Juan Villoro

    Carlos Monsiváis tuvo muchas maneras de ser único. Ejerció la escritura como un grafómano que no se concedía días de descanso y leyó todos los textos a su alcance, pero entre sus prioridades nunca estuvo publicar libros. Coleccionista obsesivo, valoraba los volúmenes ajenos y los reunía con esmero. Prueba de ello son los muchos libros que compró y que actualmente integran uno de los principales acervos de la Biblioteca México en la Plaza de La Ciudadela. Estamos ante el peculiar caso de un autor prolífico con pasiones de bibliófilo que pospone o rehúye entregar sus materiales a la imprenta.

    Al entrar a una librería, Monsiváis revelaba sus múltiples pasiones. Se interesaba en asuntos tan diversos que sólo él podía otorgarles sentido de conjunto. En un mismo safari atrapaba las siguientes presas: tomos académicos sobre el modernismo, poemarios, nuevas traducciones de Catulo o el doctor Johnson, catálogos de películas Serie B, manuales de body building, homilías de la curia y encíclicas papales, cancioneros populares, discursos políticos, biografías de sus héroes tutelares, antologías del cómic y la correspondencia completa de los liberales del siglo xix. Ese inusual repertorio alimentaba los textos que publicaba en periódicos, revistas y suplementos. El mundo existe para convertirse en libro, proclamó Mallarmé. Monsiváis parecía estar de acuerdo; entendía la realidad como un pretexto para la escritura, pero no juzgaba imprescindible asociar su nombre con un volumen empastado. Monsi siempre va hacia adelante, no se preocupa por lo que ya hizo, me dijo Elena Poniatowska para explicar esta actitud, y el editor español Jorge Herralde, director de Anagrama, narró las peripecias por las que pasó al perseguir durante décadas al más renuente de sus autores (el testimonio lleva el apropiado título de Busca y captura de Carlos Monsiváis).

    De la literatura a la cultura (... y viceversa) es uno de los muchos libros que Monsiváis no quiso escribir. En su caso, esto no representa una contradicción, sino un peculiar método de trabajo. Escribe hoy lo que el destino ordenará mañana, ése podría ser el lema del laborioso cronista que visitaba tiendas de antigüedades una vez a la semana para aumentar sus variadas colecciones, pero no vio su obra como una pieza de museo.

    A los 28 años, sin haber publicado un libro, ya era un comentarista esencial de la cultura mexicana. Sus colaboraciones en la prensa y la radio lo habían convertido en una presencia tan insoslayable que el crítico Emmanuel Carballo lo incluyó en la serie Nuevos escritores mexicanos del siglo xx presentados por sí mismos. En 1966, Monsiváis publicó su autobiografía precoz y una celebrada Antología de la poesía mexicana del siglo xx. Para presentarlo como autor de obras futuras, la contraportada de su breve incursión memoriosa anunciaba que tenía una novela y una biografía de Salvador Novo en preparación.

    Siempre singular, Monsiváis tuvo un debut literario como autobiógrafo. Muchos años después de su insólita aparición en nuestras letras, conocí a Kenzaburo Oé en Barcelona. Comenzaba el siglo xxi y el novelista japonés ya había obtenido el Premio Nobel. No le gustaba demasiado hablar en público, pero era un espléndido conversador en privado. Después de su conferencia en la Casa Asia hubo una cena a la que asistimos unas diez personas. Al saber que yo era mexicano, quiso sentarse a mi lado. La elección no tenía que ver conmigo, sino con mi país. En sus años de formación, Oé se había deslumbrado con Juan Rulfo, a tal grado que quiso conocer el país que lo había hecho posible. Pasó una larga temporada en El Colegio de México y se interesó a fondo en nuestra cultura. Desde entonces le intrigaba saber qué había sido de un joven novelista que conoció entonces: Carlos Monsiváis. No había olvidado la trama que preparaba ese colega, sobre la fiebre del oro en México y California. Posiblemente, se trataba de la novela a la que aludía la autobiografía.

    Yo no tenía la menor noticia del western que el Premio Nobel había atesorado como un proyecto formidable. Le comenté que Monsiváis había abandonado el género de la novela, aunque, en plan simbólico podíamos suponer que pasó de aquella trama sobre gambusinos a la búsqueda de oro en la cultura popular y los muchos libros que comentó.

    Al regresar a México le comenté lo ocurrido a Monsiváis y contestó con su habitual sentido del autoescarnio: Es increíble la forma en que un Premio Nobel pierde el tiempo. Aquella novela fue uno de los muchos proyectos interrumpidos por un autor que saltaba de una curiosidad a otra y no estaba dispuesto a concentrarse en un tema en detrimento de los demás (lo mismo se puede decir de su labor como letrista y libretista de Alfonso Arau, que auguraba un futuro en la música pop y la comedia, o del inacabado guion que planeó con Carlos Fuentes para Luis Buñuel).

    Así las cosas, su vasta obra dependería de la forma en que fuera seleccionada y recopilada. Con excepción de proyectos como Nuevo catecismo para indios remisos –fábulas teológicas y políticas con ilustraciones de Francisco Toledo– o de Las herencias ocultas –que reúne el legado de los pensadores liberales–, rara vez concibió un libro de principio a fin.

    Como la mayoría de los autores, Monsiváis probó suerte en diversas editoriales. Su primera casa fue ERA y luego pasó a otros sellos. Cuando regresó a la editorial del principio, le pregunté por su decisión. La respuesta fue reveladora: No tenía libro y el único que podía armarlo era Vicente Rojo. La galaxia de textos desperdigada en publicaciones periódicas requería de alguien que la articulara con rigor de astrónomo.

    Ese peculiar método de composición dio frutos extraordinarios. Días de guardar, Amor perdido, Escenas de pudor y liviandad y Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza pertenecen a lo mejor de la literatura mexicana del siglo xx.

    Aunque la bibliografía de Monsiváis nunca fue parca, sus lectores siempre esperaban otros títulos. El catálogo conjetural de sus obras incluía posibles monografías sobre la caricatura, el cine mexicano, la novela policiaca, los misterios de la crónica, la alteridad sexual, la poesía del siglo xx, la pintura contemporánea, la relevancia y las carencias de la izquierda, la convulsa relación entre los intelectuales y el poder. Sus copiosas participaciones en simposios, mesas redondas y presentaciones de libros daban lugar a textos que no siempre se publicaban o eran confinados a las inconseguibles actas de un congreso. El fragmentario asedio a ciertos temas recurrentes hacía que sus lectores imagináramos libros potenciales. Un autor más vanidoso o consciente de su importancia no habría vacilado en reunir sus trabajos con mayor frecuencia. Del mismo modo en que su gran amigo José Emilio Pacheco se negó a publicar en vida los cuarenta años de periodismo cultural que ejerció en el Excélsior de Julio Scherer y en Proceso, en la columna Inventario, Monsiváis dejó pendientes libros que en rigor sólo requerían de ensamblaje.

    Nadie tiene previsto el momento de su muerte. La de Carlos Monsiváis tomó por sorpresa a la comunidad intelectual. Falleció en 2010, a los 72 años, sin haber puesto orden a su legado. Sus herederos y sus amigos más cercanos se han dado a la ardua y generosa tarea de sacar a flote las páginas que corrían el riesgo de hundirse en la marea del olvido o la indiferencia.

    Publicado por primera vez por editorial Trilce en 2012, con el título de Aproximaciones y reintegros, este volumen pertenece a esa significativa recuperación póstuma. Con excepcional cuidado, Carlos Mapes reunió los comentarios sobre literatura (casi siempre mexicana) que su tocayo de nombre e iniciales publicó (con alguna salvedad) en La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre! de 1963 a 1985. El título alude con destreza a la condición de estos escritos. No se trata de borradores, pero sí de tentativas, acercamientos que en ocasiones aspiran a ser complementados y profundizados por textos posteriores. Quien recibe un reintegro en la lotería puede participar de nueva cuenta en el juego de la fortuna. Es lo que propone Monsiváis: reflexiones para volver a reflexionar.

    Esta recopilación muestra las preocupaciones literarias del autor a lo largo de dos décadas y retrata el desarrollo de una mente. En las primeras colaboraciones Monsiváis anuncia temas sin agotarlos del todo y adelanta el índice de asuntos que piensa retomar. A partir de los años ochenta, los textos ya no son un itinerario, sino un punto de llegada. La última sección de este libro reúne espléndidos ensayos sobre Efraín Huerta, Elías Nandino, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Sergio Pitol y Julio Torri. Algunas de esas entregas semanales derivaron de contingencias noticiosas (la muerte del protagonista o su obtención del Premio Nacional de Letras). Se trata de ensayos exprés, escritos ante las premiosas exigencias de la hora, que revelan el oficio adquirido por Monsiváis en veinte años como escritor a plazos. El lema de Vasconcelos para promover el muralismo, superficie y velocidad, se aplica a la productividad de Monsiváis, con el añadido de que la rapidez en la escritura no disminuye la agudeza de las reflexiones. El proceso se afina año con año. En este sentido, De la literatura a la cultura (... y viceversa) es la historia de un notable aprendizaje.

    Algunos de los trabajos aquí reunidos provienen de conferencias (recuerdo haber escuchado sus reflexiones sobre la figura de la mujer en la poesía mexicana en una atiborrada sala de la Casa del Lago); otros sirvieron de borradores a textos más extensos (un caso emblemático es La vida en México en el periodo presidencial de Salvador Novo, adelanto de la prometida biografía del poeta que sería ampliado y perfeccionado en el ensayo Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen, incluido en Amor perdido).

    Maestro en el arte de poner apodos y hacer juegos de palabras (en forma indeleble Rogelio Naranjo lo dibujó como un malabarista), Monsiváis practicaba lances de ingenio que requerían de conocimientos un tanto extravagantes para ser entendidos. Un ejemplo de ello es el título del ensayo sobre Amado Nervo que forma parte de este libro: In-A-Gadda-Da Vida nada te debo, In-A-Gadda-Da Vida estamos en paz, que combina versos del célebre poema En paz del poeta nayarita con el título del grupo de rock Iron Buterfly (según la leyenda, la canción debía titularse "In a Garden of Eden", pero el cantante estaba tan drogado que pronunció una frase hermética que tuvo inesperada fortuna).

    No hay mejor homenaje a un crítico de tiempo completo como Carlos Monsiváis que concederle el beneficio de la crítica. Este libro invita a ser leído con la mirada aguda que el autor dedicó a otros escritores, es decir, a recibir el estímulo de sus palabras y, en caso necesario, a discrepar de ellas. Este libro brinda una peculiar pedagogía: el autor aprende a ser ensayista y el lector a ser crítico.

    Estamos ante ensayos concebidos para un suplemento, sometidos a la tiranía del espacio. ¿Qué hace alguien de sabiduría enciclopédica ante ese límite infranqueable? Practica el resumen, los listados, la conclusión epigramática y la sentencia fulminante. Monsiváis celebra el matiz, pero no se priva de la contundencia. Ante unos versos de López Velarde (Yo soy un hombre débil, un espontáneo/ que nunca tomó en serio los sesos de su cráneo) su veredicto es lapidario: Aquí localizo los primeros elogios de la imperfección en México.

    En unos cuantos párrafos aborda Facundo, La vorágine y Doña Bárbara para mostrar cómo estas obras capitales expresan la tensión entre civilización y barbarie en América Latina. Lo mismo hace con la novela de la Revolución, la producción poética reciente o la literatura sentimental. Deseoso de emitir juicios y de constituirse en árbitro cultural, brinda sentencias inapelables. Sólo en parte esto se debe a la falta de espacio: convencido de su compromiso intelectual como interventor en la discusión pública, Monsiváis dictamina en forma imparable.

    ¿Qué tan justo es el sinodal todoterreno de la literatura mexicana? En sus piezas sobre Nandino, Rulfo o Cuesta, su valoración depende tanto de la lucidez como de la generosidad. En otros casos dictamina con impaciencia, con la apremiante convicción de que lo mejor de un tribunal es que sea expedito en sus procesos. Así, en unas cuantas líneas despacha a la literatura de la Onda: "El slang termina construyendo su propia cárcel y al cifrarse el sentido de esta literatura en la vitalidad explosiva del habla juvenil, su petrificación es la de todo el proyecto. Este contundente descarte puede ser visto como una incitación intelectual. Quien esté en desacuerdo con el juicio sumario de que todo el proyecto" es inválido, tendrá que refutarlo estableciendo distinciones precisas entre las diversas búsquedas de Juan Tovar, Roberto Páramo, Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, Luis Carrión, José Agustín y muchos otros.

    Al ocuparse de José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Mariano Azuela, Monsiváis sugiere que sus limitaciones de clase los llevan a observar la gesta con paternalismo: Los escritores consignan y admiran aspectos de la Revolución, pero no les es dado asimilar el significado de Villa o Zapata. No es su culpa, el proceso histórico procede de modo vertiginoso y lo que se ve se aclara medio siglo más tarde. ¿No incurre el crítico en otra clase de paternalismo, el de quien, gracias a la ventajosa perspectiva del tiempo y los estudios posteriores sobre la Revolución, sí entiende el significado de Villa y Zapata?

    Quien dictamina a toda prisa corre el riesgo de ser autoritario. Monsiváis lo es con frecuencia, pero no por ello deja de interesar. Sus reflexiones son estimulantes autopsias rápidas, como diría Ibargüengoitia, una prueba de que los diagnósticos, e incluso los certificados de defunción, pueden ser provisionales, pues serán completados o corregidos por segundas opiniones. La crítica literaria nunca es un artículo de fe; somete el gusto subjetivo al conocimiento; lo importante no es estar de acuerdo con todos sus juicios, sino pensar a partir de ellos.

    Al referirse a la forma en que Reyes renunció a hablar de cuestiones sociales después de la trágica muerte de su padre, Monsiváis cita una frase que don Alfonso formuló, acaso sin creer cabalmente en ella: Entre nosotros no hay, ni puede haber, torre de marfil […] [Lo propio es] el trabajo intelectual como un servicio público y como deber civilizador. El gran humanista, horrorizado por la violencia de sus días, se refugió en la cultura y dio la espalda a la arena social; sin embargo, dejó esa nítida invitación a intervenir en el debate público, tarea que le resultaba encomiable pero que no ejecutó del todo. No es exagerado decir que Monsiváis se propuso estar a la altura de ese incumplido propósito.

    De manera elocuente, en este libro formativo el autor reflexiona sobre la condición del intelectual, el antiintelectualismo (una depuración que a nombre de la sinceridad exalta la ignorancia) y el contexto histórico que determina las obras; se interesa en las repercusiones extraliterarias de los textos, pero también critica a los movimientos que tienen mayor importancia como fenómeno de agitación social que como de renovación estética. En su opinión, ese es el caso del estridentismo, cuya importancia histórica siempre excedió su valor poético y narrativo.

    El hecho de que en obras posteriores Monsiváis no retomara ciertos asuntos esbozados en este libro confiere mayor importancia a sus aproximaciones y sus reintegros, pues revelan lo que el autor fue, pero también lo que pudo ser.

    Una de las angustias del polígrafo es la de derrochar su talento. Escribe tanto que teme plantar una selva sin cultivar la flor única. La producción torrencial puede privar de la decantada página definitiva. Monsiváis comenta que su admirado Novo acepta toda clase de solicitudes para publicar, presión que incita e impide el florecimiento de su obra. Aunque las peticiones ajenas permiten que Novo escriba mucho, también lo alejan de sus genuinas obsesiones. El autor de Return Ticket aprecia los boletos de regreso y confía en corregir el rumbo, pero el avasallante ritmo de sus entregas se lo impide. Es imposible no asociar al propio Monsiváis con la dispersión de un autor que en tantos sentidos le sirvió de modelo. De cualquier forma, la posteridad no ha dejado de reunir sus trabajos con tal constancia que sigue siendo un autor prolífico.

    La segunda mitad del siglo xx mexicano es inseparable de la inteligencia crítica de Monsiváis. En un tiempo en que las polarizaciones políticas y el discurso binario de las redes sociales sustituyen la argumentación por simples adhesiones o descalificaciones, nada resulta tan tonificante como leer a quien invita a discutir.

    De la literatura a la cultura (... y viceversa) registra a un autor en los años en que configura su temperamento intelectual. Al juzgar de manera incesante a los demás, Monsiváis se pone en tela de juicio. Los autores tratados le interesan por el afán celebratorio de descubrir y compartir sus virtudes, pero también por la fecunda oportunidad de no estar de acuerdo con ellos, es decir, de pensar por cuenta propia.

    No es posible leer a Carlos Monsiváis sin hacer lo mismo con sus páginas. Su obra, ya inmensa y siempre en aumento, es un magisterio ético, político y literario, una oportunidad de confirmar las virtudes de la admiración y la discrepancia.

    LA NOVELA EN MÉXICO COMO EXTENSIÓN LAICA DE LA PARROQUIA

    I

    Inevitable el lugar común: con José Joaquín Fernández de Lizardi se inicia la novela mexicana. Y en El Periquillo Sarniento también se encuentran los signos fatales que la rigen por un tiempo largo. Las informaciones de los capítulos son elocuentes: Capítulo xiv: Critica Periquillo los bailes y hace una útil y larga digresión hablando de la mala educación que dan muchos padres a sus hijos y de los malos hijos que apesadumbran a sus padres. Capítulo xvii: Prosigue Periquillo contando sus trabajos y sus bonanzas de jugador. Hace una seria crítica del juego y le sucede una aventura peligrosa que por poco no la cuenta. En el prólogo, el Periquillo mismo define su propósito: Cuando escribo mi vida, es sólo con la sana intención de que mis hijos se instruyan en las novelas de que les hablo.

    Se presenta así la novela mexicana, desbordante de exhortaciones y reprimendas, dedicada a prevenir y remediar. Esa tendencia, inevitable en la sociedad que quiere surgir al amparo de una ética, la de la novela-padre consejero, retoma el realismo socialista y, en parte, le glorifica la narrativa de la Revolución Mexicana. El común denominador parece ser, siempre, la condena del oportunismo y la amoralidad. Por ejemplo, Lizardi, al amparo de la picaresca, filtra el sermón y disemina moralizantes oponiéndose así a la amoralidad. Para eso requiere de la prédica; tras de cada aventura de Periquillo aguardan, inmisericordes, las numerosas páginas que adoctrinan en las peripecias redimidas por la moral. En verdad, la novela surge en México por necesidad, como extensión laica de la parroquia, la difusión de la sabiduría de sobremesa, y la complejidad va surgiendo a la luz de los personajes secundarios y sus miedos o indiferencias. Si en el letargo de admoniciones y prevenciones se cuelan personajes de validez literaria es porque el desarrollo narrativo se impone por sobre las intenciones del autor.

    En el siglo xix, cuando escriben Dickens, Smollett, Poe, Twain, Balzac, Zola, en México la reverberación mayor de entre los lectores se da a través del melodrama en su variedad de novelas. A un país nuevo le urgen las credenciales históricas que garanticen la fluidez del melodrama, y las atmósferas virreinales están a la mano. En sus folletines, Vicente Riva Palacio recurre a los archivos de la Inquisición y mezcla los hechos con un catálogo de personajes románticos y picarescos: los judíos sefarditas Carvajal; el pícaro Martín Garatuza; Guillén de Lampart, el conspirador que intenta la independencia en el siglo xviii. En los títulos pregonan los escalofríos del melodrama: Monja y casada, virgen y mártir, Memorias de un impostor, Don Guillén de Lampart, Los piratas del Golfo.

    La historia del país parece, a la distancia, construida a modo de folletín, donde todos, en especial el gobernante en turno, viven ansiosos, en espera de la siguiente entrega. ¿Volverá SantaAnna al poder? ¿Podrá Comonfort deshacer la conjura creada por su propia ineptitud? ¿Logrará Maximiliano convencer a Miramón de que importan más los códigos cortesanos que las acciones bélicas contra los juaristas? ¿Cuáles fueron las últimas palabras de Iturbide? No se pierda la próxima semana....

    No hay certidumbres, el clima espiritual es por lo menos turbulento, y resulta natural trasladar a los callejones del Virreinato el clima de conjuras y sublevaciones que son parte del río de querellas que, según dicen, anulan la estabilidad del porfirismo.

    Entre otras cosas, las mejores novelas del siglo xix: Los bandidos de Río Frío, de Payno; Astucia, de Luis G. Inclán; La bola, El cuarto poder, La guerra de tres años, de Emilio Rabasa, no se sustentan en los matices. Los personajes son lineales porque aún no se reconoce en la prosa narrativa la complejidad psicológica y, en última instancia, la indecisión del dictador Santa Anna, y no la serenidad de Benito Juárez, expresa el clima prevaleciente. Por lo pronto, la novela, de manera irregular, incorpora el caos y el estrépito de los años en que la nacionalidad sólo se dispone con la seguridad de un gentilicio. Somos mexicanos ¿y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer para darle contenido nacional a esta noción brumosa de seres recién independientes?

    El balance literario no es muy positivo: en lo básico, la novela del siglo xix es testimonial; así éramos, como el licenciado Lamparilla, como Martín Garatuza, como Isabel de Carvajal; nuestros eran la ingenuidad, el candor, la malicia, el rumor, la conseja, el valor, el heroísmo, la depravación pueril, el humor primitivo, la sensiblería, el estupor ante los amaneceres, la melancolía en los ocasos, la creencia en la eternidad del amor y en la sordidez del coito fuera del matrimonio (en el matrimonio sencillamente no se menciona).

    Además de ese apasionado y muy eclesiástico culto por la monogamia y el descarnado provincianismo, una batalla singular se desarrolla en estos libros nobles y con frecuencia muy mal escritos, la batalla por adueñarse del idioma, que le pertenezca íntegramente al escritor. Eso lo consigue la poesía modernista, sin necesidad de concesiones temáticas.

    II

    Sermón, púlpito, barricada, trinchera, página editorial, notas de sociales, catálogo de buenos deseos, profesión de fe del resentimiento, ejercicio lírico, deseo de no haber sido y deseo ya de no ser, improvisaciones, lecciones elementales de historia, cátedra, conferencia, eso resultó, desde la perspectiva de la mayoría de los lectores, la novela mexicana. Por lo común, devino un espejo distorsionado de las tendencias y los estilos de la novelística mundial y no cultivó especialmente el sentido del humor. Si se quiere indagar en los estilos dominantes la literatura francesa de 1890, léase la mexicana de 1910; se ha vivido exportando técnicas, un hecho no necesariamente pecaminoso, aunque también se les ha deformado casi siempre, lo cual no es necesariamente una virtud.

    El novelista mexicano ha querido ser el portavoz de las querellas de su pueblo y se ha concebido como un testigo privilegiado, es decir deus ex machina cuya fuerza le da a la nación la posibilidad de adquirir voz, oído, tacto, gusto, olfato. Gracias a narradores y cronistas se inicia lo que podría llamarse la revolución íntima. En los relatos, la sociedad, que se considera a sí misma no sólo lo mejor de la nación, sino la única lección concebible, se empeña en ser el personaje central, que distribuye los honores del primer plano entre políticos, clérigos, médicos, abogados, ingenieros, nuevos ricos, estudiantes. Así, el novelista surge como un dibujante de la Alameda Central, al que se le exige su lealtad para con los retratados. Que se acentúe el detalle prestigioso y no se exagere la nota cruel, es decir, el análisis satírico. Tampoco se admite lo específicamente autobiográfico: se le ha pagado para que dibuje, no para que se haga publicidad.

    Un resultado de lo anterior es la ausencia de personalización; al hablar, el novelista lo hace a nombre de todos los mexicanos; cuando los personajes naufragan sentimentalmente o hacen el amor, se guían por las características de la raza; cuando los personajes roban, se corrompen o mueren en el campo de batalla, acunados por sus soldaderas fieles, y ejemplifican los destinos de su clase social. Los cuentos y las novelas mexicanas de casi un siglo quieren expresar a la totalidad de los mexicanos, sus amores, turbulencias y luchas fratricidas. Y los narradores dotados de conciencia social expresan su realidad, entregan una galería de seres obvios que aspiran al rango de símbolos. El resultado: no hay personajes irreemplazables: al parecer, se exigen emblemas, lo que nos represente a todos en cualquier momento. Para que después pueda venir lo que se representa por sí solo y no de otra forma.

    En el xix, cuando Fernández de Lizardi inició su azarosa carrera como patriota, moralista, versificador, dramaturgo y novelista, se carecía de tradiciones. El mexicano, en rigor, es un personaje construido de antemano. Esto, que en el siglo xx sería una tragedia, en el siglo xix es doloroso pero no tanto, y ningún mercader del Parián hubiese sufrido por no ser un personaje criollo de Dickens. Aunque, en forma inexpresada y brutal, se resiente la incomprensión de una lengua castellana inerte y un sistema opresivo. Así, Lizardi ejemplifica varios defectos capitales de los novelistas mexicanos: no dejar línea escrita fuera del libro, no distanciarse del principio de sacrificio, de selección. Es innegable una función de la literatura mexicana: presentar al escritor como Torre de Dios, la entidad deslumbrante y excepcional; y esto no tanto por reemplazar a la Iglesia y sus poderes visibles, sino por continuar la idea clave: el novelista es hombre de lo Alto, profeta en tierra de incrédulos. En la narrativa se juzga en función del país y se perdona o se enaltece teniendo en cuenta la condición de pueblo joven: Para ser hecha en México no está mal, y ese eslogan, que ostensible o subliminal yace en el fondo de muchísima de la crítica, tal vez responda al arrogante eslogan: Para ser escrito en Europa no es genial.

    NOTAS SOBRE MARÍA

    En el siglo xix la sujeción, y no la madurez, lo es todo. Se aguarda la llegada de los navíos de Europa para asegurar el rumbo de la literatura. En las colonias recién emancipadas se escribe por imitación y sólo la poesía consigue la singularidad y, en el caso del modernismo, la vanguardia. Por lo demás, ¿quién se ha de ufanar de una literatura original? ¿Qué hace falta? ¿Romanticismo? ¿Damas de las camelias limeñas o santafereñas o simplemente criollas? A importar a Lamartine, a leer a Lord Byron o engolosinarse con Espronceda. El romanticismo del siglo xix culmina en

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