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La patria como oficio: Una antología general
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Libro electrónico813 páginas8 horas

La patria como oficio: Una antología general

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Al transformar el más nimio de sus actos en escritura, Guillermo Prieto logró hacer el gran mural de sus tiempos. En él confluyen las diversas facetas del héroe laico y civil surgido tanto de la lucha militar y política como en la cruzada cultural para consolidar la victoria. Sus textos constituyen un autorretrato y una biografía del México del siglo XIX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2016
ISBN9786071643544
La patria como oficio: Una antología general

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    La patria como oficio - Guillermo Prieto

    BIBLIOTECA AMERICANA

    Proyectada por Pedro Henríquez Ureña

    y publicada en memoria suya

    Serie

    VIAJES AL SIGLO XIX

    Asesoría

    JOSÉ EMILIO PACHECO

    VICENTE QUIRARTE

    Coordinación académica

    EDITH NEGRÍN

    LA PATRIA COMO OFICIO

    GUILLERMO PRIETO

    LA PATRIA

    COMO OFICIO

    Una antología general

    Selección, cronología y estudio preliminar

    Vicente Quirarte

    Ensayos críticos

    Carlos Monsiváis

    Miguel Ángel Castro

    Luis Fernando Granados

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    FUNDACIÓN PARA LAS LETRAS MEXICANAS

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

    Primera edición FCE/FLM/UNAM, 2009

    Primera edición electrónica, 2016

    Enlace editorial: Eduardo Langagne

    Diseño de portada: Luis Rodríguez / Mayanín Ángeles

    D. R. © 2009, Fundación para las Letras Mexicanas, A. C.

    Liverpool, 16; 06606 Ciudad de México

    D. R. © 2009, Universidad Nacional Autónoma de México

    Ciudad Universitaria; 04510 Ciudad de México

    Coordinación de Humanidades

    Instituto de Investigaciones Filológicas

    Coordinación de Difusión Cultural

    Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

    D. R. © 2009, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4354-4 (ePub-FCE)

    ISBN 978-607-02-8418-2 (ePub-UNAM)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Estudio preliminar

    La patria como oficio/ Vicente Quirarte

    Advertencia editorial

    El memorioso

    Memorias de mis tiempos

    El romancero

    Musa callejera

    ¡El autor!

    A uno de tantos

    El cura de Jalatlaco

    Letrilla

    Boleros

    ¡Que viva la libertad!

    Noche Buena

    Convite

    El túnico y el zagalejo

    El sombrero jarano

    Romance. [Albeando está la accesoria…]

    Romance. [¡Arriba, chicos, arriba!…]

    Doce de diciembre. Nuestra señora de Guadalupe

    Placeres campestres. Rodeo

    Paseo en canoa

    Costumbres de la frontera norte

    Romance. [Brame el gallo como el toro…]

    Romance fino

    Glorias del barrio

    Romance. [Sobre arrogante tordillo…]

    Romance. ["Déme de su trenza un pelo…]

    Contesta de Luisa y Tules

    Romance cristiano

    Romance de la espera

    Trifulca (Riña)

    Pepa y el tuerto

    Romance. [Es una especie de bolsa…]

    Romance. [Lado a lado de la fuente…]

    Romance. [Deja ese tema, mi vida…]

    Romance de la Migajita

    El viajero

    Viajes de orden suprema

    Introducción

    Impresiones de viaje (1862). Traducción libre del diario de un zuavo, encontrado en su mochila, en la acción de Barranca Seca

    [I]

    [II]

    [III]

    [IV]

    [V]

    [VI]

    [VII]

    [VIII]

    [IX]

    [X]

    [XI]

    [XII]

    [XIII]

    [XIV]

    [XV]

    [XVI]

    [XVII]

    [XVIII]

    El cronista

    Costumbres mexicanas I

    Paseo de la Viga

    Ojeada al Centro de México

    Costumbres III

    Costumbres IV

    Un puesto de chía en Semana Santa

    Costumbres y trajes nacionales

    Literatura nacional

    El día de difuntos

    Faces del centro de México

    El literato

    Dos palabras del autor del Romancero337

    Prólogo a La linterna mágica

    Algunos desordenados apuntes que pueden considerarse cuando se escriba la historia de la bella literatura mexicana

    El orador

    El 16 de septiembre (1861)

    Conmemoración de los Mártires de Tacubaya

    En honor de Francisco Zarco

    En nombre de los que acompañaron a Juárez hasta Paso del Norte

    Las tres guerras de Guillermo Prieto

    Lecciones de historia patria

    Lección octava

    Lección novena

    Lección décima

    Romancero nacional

    El Peñón (1847)

    La madre del recluta

    Romance dedicado a mis discípulos del Colegio Militar

    Segundo alborotado y trágico romance del mentado padre Jarauta

    Mi guerra del 47. Memorias de Zapatilla

    Ensayos críticos

    La herencia oculta de Guillermo Prieto / Carlos Monsiváis

    El poeta más querido / Miguel Ángel Castro

    Por mi voz habla la voz...: Notas sobre los artículos de Guillermo Prieto acerca de la ocupación de la ciudad de México en 1847 / Luis Fernando Granados

    Cronología

    índice de nombres

    ESTUDIO PRELIMINAR

    LA PATRIA COMO OFICIO

    VICENTE QUIRARTE

    El rey de T’sin mandó decir al príncipe de Ngan-ling: A cambio de tu tierra quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda. El príncipe contestó: El rey me hace un gran honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese cambio.

    El rey se enojó mucho, y el príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El rey le dijo: El príncipe no ha querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí.

    T’ang Tsu respondió: No es eso. El príncipe quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecierais un territorio veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría.

    El rey se enfureció y dijo a T’ang Tsu: ¿Sabes lo que es la cólera de un rey? No, dijo T’ang Tsu. Son millones de cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda, dijo el rey. T’ang Tsu preguntó entonces: ¿Sabe vuestra majestad lo que es la cólera de un simple particular? Dijo el rey: ¿La cólera de un particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando el suelo con su cabeza. No, dijo T’ang Tsu, ésa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se viste de luto. Hoy es ese día.

    Y se levantó, desenvainando la espada.

    El rey se demudó, saludó humildemente y dijo: Maestro, vuelve a sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido.

    ANÓNIMO

    El 7 de junio de 1890, el periódico El Nacional publica el artículo El decano de los periodistas, en el cual da a conocer los resultados del escrutinio realizado por un comité encargado de elegir a quien por más tiempo había ocupado las páginas de los diarios. Para lectores de varias generaciones, en el aire estaban los nombres de Luis Villard, Juan Pablo de los Ríos, Vicente García Torres, Manuel María de Zamacona, José María Roa Bárcena, José María Iglesias, todos ellos hombres de pluma, así como testigos y actores de la historia de México. Sin embargo, el triunfo correspondió a Guillermo Prieto, que en 1836, es decir, 54 años atrás, había iniciado su fecunda, variada, combativa y alegre cruzada por el liberalismo en las páginas de una veintena de periódicos. En noviembre del mismo año, el diario La República abrió otro concurso para determinar quién era el poeta más popular de México. Si bien era notorio el ascenso de Salvador Díaz Mirón como poeta de la nueva escuela, así como el aprecio que la sociedad mexicana, firme en la restauración de su República, sentía por los versos de Juan de Dios Peza, la victoria recayó nuevamente en el veterano liberal Guillermo Prieto, ése que se enorgullecía, desde su más temprana juventud, al descubrirse como una maquinita de hacer versos diablinos.

    De tal modo, con escasos meses de diferencia, el México finisecular llevó a cabo la ceremonia que Paul Bénichou denominaría la coronación del escritor. El hombre de letras sustituía, como figura de autoridad, al guerrero, al sacerdote y al filósofo. La coronación fue simbólica y literal, pues, como escribe Malcolm D. McLean, uno de los pioneros y aún grandes estudiosos de nuestro poeta,

    la tarde del domingo 9 de noviembre de 1890, un comité llevó al poeta en tren especial desde Tacubaya hasta el Hotel del Jardín (México). Allí le esperaban tres mesas bien adornadas en el comedor principal. Al lado de cada plato había una elegante tarjeta de estilo japonés, en la cual se leía: "Banquete ofrecido en el Hotel del Jardín por un grupo de periodistas al eminente literato Guillermo Prieto, para entregarle la corona a que se hizo acreedor como el poeta más popular en el certamen abierto por La República."¹

    Al banquete habían sido invitados 53 escritores, todos ellos colaboradores en periódicos, que representaban a las viejas y nuevas generaciones. Entre los más destacados estaban Manuel Gutiérrez Nájera, Luis González Obregón, Ireneo Paz, Juan de Dios Peza, Anselmo de la Portilla, Luis G. Urbina, José María Vigil, José María Villasana, todos ellos constructores, mediante la palabra o la imagen, de una idea de México hacia el mundo. El momento culminante del acto lo constituyó cuando Antonio de la Peña y Reyes, a la sazón el periodista más joven de México, puso en las sienes de Prieto una corona de laurel, labrada en plata. A continuación, el homenajeado fue llevado en hombros hasta la Plaza de Armas. La ciudad de México, esa que Prieto había explorado, analizado, criticado y glorificado a lo largo del siglo, rendía homenaje al romancero, al diputado, al escritor de costumbres, al liberal que en sus distintas faces —en la tribuna, en la plaza pública, en la página impresa del libro o el periódico— había utilizado el verbo como instrumento para ejercer el oficio de la patria. El homenaje tenía lugar, además, en un hito simbólico para Prieto y el liberalismo heroico, radical y jacobino. El Hotel del Jardín, situado entonces en las actuales calles de Madero y Gante, tenía ese nombre porque en su interior se hallaban las huertas antes pertenecientes al poderoso y vasto convento de San Francisco. En 1858, los barreteros al mando de Juan José Baz habían demolido parte del mismo, para abrir la calle de Independencia. Además de sus instrumentos de demolición, llevaban otra herramienta: los versos del poema titulado Los cangrejos, donde Prieto satiriza a las clases privilegiadas y al viejo orden.

    El homenaje anteriormente descrito es uno de los numerosos ejemplos que ponen en evidencia no sólo la importancia histórica de Guillermo Prieto, sino su arraigo en el imaginario mexicano, su papel como símbolo del liberalismo radical y su transformación en mito político. La hagiografía de nuestros hombres de letras que participaron de manera activa en la construcción de México ha forjado una retórica basada en lugares comunes. La mayoría de esas frases se aplica con justicia a Prieto, gracias a su prodigiosa longevidad y a su activa participación en hitos y actos decisivos de la cultura y la política nacionales. Por regla general, la biografía de un artista comienza alrededor de la segunda década de su vida. Prieto quiso y logró que su niñez también fuera protagonista de la historia. Sus recuerdos de esta etapa en Memorias de mis tiempos constituyen un material de primer orden para reconstruir el universo infantil decimonónico cuando el niño, como examina Phillipe Ariès, deja de ser considerado como un pequeño adulto.² El nacimiento del niño Prieto a la razón tiene lugar en el amanecer del México independiente. Nace en el seno de un hogar donde se siente protegido y donde ve plenamente colmadas sus necesidades. Su primera actuación pública, a los seis años de edad, consiste en pronunciar un sermón ante altas personalidades de la sociedad mexicana. Ya septuagenario, vive bajo la relativa protección del presidente Porfirio Díaz, y acepta su papel —más glorioso que económicamente rentable— de último ministro de la Reforma y símbolo del liberalismo, ya no como práctica jacobina, sino como mito político unificador, de acuerdo con la idea de Charles H. Hale.

    Afirma José Ortiz Monasterio que nuestros hombres del XIX fueron como navajas suizas. Múltiples eran sus habilidades, sus oficios, los modos en que debían valerse de ellos para darle a México el significado que el significante merecía. Todos servían para todo, pero todos servían a la palabra: en ella, con ella. Educados en principios religiosos, transformaron el verbo, con idéntica energía, entrega y misticismo, en instrumento laico de regeneración social. Naturalmente, al igual que sucede con el catálogo de las nobles navajas Victorinox, cada uno de nuestros liberales tiene una virtud o un talento por los cuales los recordamos más. Tan admirable es el genio político de Melchor Ocampo como la firme prudencia de José María Iglesias; el misticismo laico de Santos Degollado como la visión profética de Ponciano Arriaga; el verbo jacobino de Ignacio Manuel Altamirano como su transformación en los ensayos rigurosamente científicos de su maestro Ignacio Ramírez. Aún en nuestros días, el nombre de Francisco Zarco es evocado para rendir homenaje al periodismo. Alrededor de su estatua se lleva a cabo el homenaje anual a quienes hacen de la pluma el instrumento de comunicación diaria, cambiante, apasionada. Nada más justo. Muerto tempranamente en 1869, con tiempo escaso para disfrutar el triunfo de la República por la que tanto hizo, fue otro cruzado de la pluma que contribuyó no sólo a la defensa sino a la construcción de México. Considerado el periodista por antonomasia del liberalismo, y el prodigioso memorialista que redactó la Crónica del Congreso Constituyente de 1857, en su juventud se perfilaba como uno de los escritores más notables de su generación. Las crónicas de modas y los cuadros de costumbres —textos en apariencia menores— adquirieron en su pluma una calidad estética insuperable. Antes que Baudelaire, exploró el tema de la soledad del hombre en medio de la multitud. A partir del pretexto de un figurín de modas, obliga a su lector a acompañarlo hasta el último renglón de un texto que es, en realidad, un verdadero ensayo de análisis e introspección. Pero este joven autor, culto, curioso e insaciable, cambia la orientación de su pluma obligado por la gravedad de los acontecimientos que México enfrentaba. Desde el estallido de la Guerra de Reforma en 1857 hasta su prematura muerte en 1869, pone su pluma combativa al servicio de la causa republicana. Exiliado en Estados Unidos, admira y sorprende que en una ciudad tan intensa y viva como Nueva York en 1865, Zarco haya cerrado los ojos al excelente literato que era y se concentrara en su oficio de periodista de combate, mediante artículos que enviaba a periódicos de los estados de la República Mexicana y a varios países hispanoamericanos.

    El 13 de abril de 1874, Guillermo Prieto fue el encargado de pronunciar un discurso en memoria de Zarco, el cual resulta valioso en múltiples sentidos. Por un lado, es un retrato vívido del escritor, el orador y el periodista; por el otro, es una meditación sobre la entrega que el periodismo demanda, y la ingratitud que recibe:

    Aniquilar la mente para producir una luz efímera que desaparezca casi al nacer; renunciar a los atractivos del renombre por producir una burbuja más en el mar turbulento de la opinión; desheredar su frente de los lauros que se otorgan al talento para mezclarse con el vulgo y esparcir desapercibido las grandes verdades sociales; correr perpetuamente como Ixión tras una nube luchando insensato por detenerla enamorado entre sus brazos; condenarse al suplicio de Sísifo batallando por colocar en las alturas la verdad que se derriba y cae hiriendo las manos que han pretendido ensalzarla; llenar la copa vacía de sus días con los rencores personales, con las decepciones de los especuladores, con la burla de los indiferentes; envenenar el hogar y mezclar al agua que tocan nuestros labios las amarguras de la vida pública. Todo esto hace del periodista de honor y de conciencia, el apóstol sublime de la civilización, la lumbre mística que reverberaba en el Sinaí en torno de las tablas de la Ley, el objeto digno del culto, del amor y el respeto de todos los hombres de corazón.³

    Al hacer el retrato de Zarco, Prieto hace el de todos los periodistas del siglo XIX y, naturalmente, el propio. La escritura de Guillermo Prieto ocupa 39 volúmenes de las Obras completas, reunidas por el admirable e infatigable Boris Rosen Jélomer. La mayor parte de esa escritura ha sido extraída de periódicos y revistas. Imposible, entonces, acercarse a él como lo hacemos a un escritor puro, dedicado exclusivamente a la escritura de libros. No podemos imaginar a un Prieto novelista, concentrado en la arquitectura de una obra de aliento mayor. Sin embargo, hizo de su vida una novela, la más intensa y auténtica, como podemos leerla en Memorias de mis tiempos. En un poema del libro Irás y no volverás (1973), José Emilio Pacheco reafirma su fe en la escritura de urgencia:

    Que otros hagan aún

    el gran poema

    los libros utilitarios

    las rotundas

    obras que sean espejo

    de armonía

    A mí sólo me importa

    el testimonio

    del momento que pasa

    las palabras que dicta en su fluir

    el tiempo en vuelo

    La poesía que busco es

    como un diario

    en donde no hay proyecto

    ni medida

    Si bien la de Prieto es espontánea, no se puede decir, como tampoco de la de Pacheco, que en ella no exista proyecto ni medida. En Prieto, todo se transforma en escritura. Su vida es escritura. Los castigos que recibe su humanidad se trasforman, para fortuna de sus lectores, en premios. Desterrado por Santa Anna a Cadereyta, escribe los textos que después integrarán Viajes de orden suprema, título que refleja de manera impecable una de las principales formas de nomadía obligada de nuestro convulso siglo XIX. En Paso del Norte, como parte de la comitiva del presidente Juárez, dedica sus escasos ocios a escribir el Romancero. Su viaje a Estados Unidos, tras el triunfo de la Revolución de Tuxtepec encabezado por Díaz, lo lleva a Estados Unidos. En plena capacidad de sus poderes de escritor y periodista, escribe tres volúmenes donde demuestra la excelencia, brillantez y variedad de su estilo.

    Naturalmente, no todo en Prieto conserva la misma calidad. Su verbo es utilitario y generoso, ríspido y casi siempre excesivamente cargado de tinta. Los numerosos adjetivos, las lágrimas y la miel en exceso provocan en sus lectores de este tiempo numerosos tropiezos. Sin embargo, esas notas impuras son necesarias en el conjunto de una composición cuya vigencia reside, precisamente, en su impureza. Es la sinceridad y la fuerza, así como el absoluto conocimiento de que cada letra articulada en la tribuna, o en la plaza pública o en la piquera de barrio, trasladada después a la página impresa, contribuye a construir un país en proceso de formación. De ahí que el mejor Prieto sea el que actúa en la época más difícil para México, de 1836, fecha de su primera crónica, a 1867, triunfo de la República. Lo ayuda, siempre, el maravilloso sentido del humor. Es en la sátira donde se halla el mejor Prieto, ya sea en los versos contra los franceses, en la imitación de sus modos de hablar, en el registro de la musa callejera, en su prodigiosa capacidad para forjar nombres propios o rescatarlos del uso diario.

    En principio, una forma de hacer una antología de Prieto es elegir aquellas páginas, en prosa o en verso, que constituyen la historia de México vista por Prieto, es decir, sus romances y romances históricos, sus memorias, sus Lecciones de historia patria. Sin embargo, ¿cómo aproximarse a ese corpus que es la historia de México en sus diversos rostros? La respuesta la otorgan la vida y la obra de Prieto, pues al establecer su cronología, asombra encontrar la correspondencia entre los hechos políticos más dramáticos del país y la participación activa que en ellos tuvo nuestro escritor. Entre los reparos que pueden hacerse a su escritura se halla la excesiva actuación de la primera persona. El yo se trasluce en poemas, cuadros de costumbres, discursos parlamentarios y, naturalmente, en las memorias. En su descargo hay que decir que tal protagonismo se relaciona con la asombrosa capacidad de Prieto para estar en el sitio adecuado y con la persona precisa. Acudamos a algunos ejemplos: un día de 1840 sale a la calle y modifica la forma de percepción de la ciudad; en 1847, participa directamente en la guerra contra los Estados Unidos, para convertirse en su cronista, su historiador y su poeta. Jinete de correos para el Ejército del Norte. Al año siguiente, 1848, hace un viaje a Puebla, que se transforma en un tratado sobre los viajes de costumbres. En 1857, su elocuencia verbal lo lleva en Guadalajara a modificar la Guerra de Reforma y la historia de México. Las palabras de Prieto, rescatadas tanto en libros de civismo como en los de historia, van más allá de la retórica patriotera: son el triunfo de la inteligencia sobre la muerte. En 1862, ante la Intervención francesa, funda La Chinaca, periódico escrito única y exclusivamente para el pueblo y logra una de sus más brillantes piezas satíricas en Diario de un zuavo, encontrado en su mochila, en la acción de Barranca Seca.

    Todas estas vivencias están transformadas de diversa manera en sus páginas. Examinemos brevemente tales actos, notables pero efímeros en la vida de un particular; permanentes cuando éste decide incorporar sus acciones a la alquimia del papel y la tinta. El domingo 5 de enero de 1840, en la ciudad de México, un hombre que aún no cumple los 22 años de edad sale a la calle por la puerta izquierda del Palacio Nacional. Como es día festivo, su levita luce recién cepillada y, aunque no se debe a la tijera de ninguno de los renombrados sastres instalados en las calles de Refugio y Espíritu Santo —Lorcini, Nevramont o Campardon— ni sus zapatos han salido de los talleres de los hermanos Legorreta, llamados los vizcaínos, su atuendo luce una corrección acorde con su trabajo como hombre cercano al presidente Anastasio Bustamante. Pero hoy no es día de ocupar la pluma en asuntos tan serios como aburridos. Hoy descansa el empleado público y el poeta ejercerá su otra profesión: la de observador profesional de su escenario nativo. Pasa lista a las misas que la ciudad, levítica y solemne, ofrece a sus devotos, y calcula en cuál se encuentra el mejor coro, el órgano más afinado, para que la ética del rito se una a la estética del arte: De ocho en la Encarnación, de diez Santo Domingo, de once San Francisco, de doce Señor San José. ¿No llamó Chateaubriand a uno de sus libros centrales Le Genie du christianisme? Ir a la iglesia es también oportunidad de asistir al desfile de bellezas femeninas, visto por un niño llamado Juan Díaz Covarrubias, impresión que posteriormente convertirá en el primer capítulo de su novela El diablo en México. Asistir a la iglesia es atestiguar la riqueza cromática de los vestidos femeninos, acentuada por el sol de invierno, como el pintor Sebastián Salomón Hegi lo registrara en un lienzo donde la catedral y los vestidos de sus votos consuman las nupcias de la sensualidad y del espíritu.

    Nuestro hombre pasa después revista a los cafés, donde pedir cualquier cosa es pretexto para estudiar esa forma de ciudad privada que es el espacio público y cerrado, y donde un vaso de agua con hielo es un lujo superior al de una bebida etílica. Procede la hora de las visitas, las obligadas y las placenteras. Después, a las cuatro y media, al Paseo Nuevo de Bucareli, con su anchura generosa y las dos grandes fuentes que refrescan y ornan el ambiente. Desde allí, la ciudad ofrece el espectáculo gratuito, intenso e irrepetible de su crepúsculo. Vuelta al café, en este caso el Veroly, donde se conspira, se improvisan versos, se matan voluntades. Llega la noche. Empolvada la levita, desordenada la cabellera convertida en bandera estentórea del romanticismo, nuestro hombre aún tiene ánimos para dirigirse al baile en la calle del Estanco Viejo. Seguramente se prolongará tanto que los asistentes guardarán celosamente el día de san Lunes, patrono de léperos, chinas y poetas.

    El anteriormente descrito es un día en la vida de Guillermo Prieto, pero como la vida de un escritor no puede ser privada, el vagabundeo anterior quedará consignado, con lujo de detalles, en El Museo Popular del miércoles 15 de enero de 1840. Amparado por el seudónimo Don Benedetto, que muy pronto cambiará por el más conocido de Fidel, Prieto publicará el artículo Costumbres mexicanas. Un domingo. La caminata de un joven por la ciudad de México adquiere importancia capital para la historia de la literatura mexicana y para la biografía de quien se convertirá en ilustre liberal. ¿Con qué armas cuenta este muchacho para que hagamos una afirmación tan tajante? ¿Cuáles son sus generales hasta el momento para que le apliquemos un juicio tan hiperbólico?

    Nombre: José Guillermo Ramón Antonio Agustín Prieto Pradillo.

    Ocupación: Poeta y redactor del Diario Oficial.

    Actividades realizadas: Aprendiz en la Comisaría General; meritorio en un almacén de ropa; fundador, a los 19 años, de la Academia de San Juan de Letrán, en compañía de literatos algunos años mayores que él; dado de alta en la guardia nacional durante la llamada Guerra de los Pasteles de 1839, magnífico jinete y pésimo tirador.

    Estado civil: Soltero, aunque muy pronto vencerá las resistencias matrimoniales de María Caso y familia que la acompaña.

    A través de sus diarios de sucesos notables, sus almanaques y sus guías de forasteros, la ciudad de México registraba para el presente y la posteridad aquellos acontecimientos y personajes que la modificaban radicalmente o marcaban una huella decisiva en su acontecer. Una semana antes del día que nos ocupa, Francis Erskine, a quien la posterioridad conocerá como la marquesa Calderón de la Barca, se instala en la capital y centraliza la atención de los capitalinos con nombre propio, incluido el presidente Anastasio Bustamante, quien se presenta ante ella en compañía de su flamante Estado Mayor. A través de sus crónicas urbanas, Prieto hará de las acciones individuales de un hombre la biografía de la ciudad, en sus usos y mitos, en sus cambios y tradiciones. De ahí su insistencia en identificarse como uno de tantos, cuyo nombre se labrará mediante el esfuerzo propio y no gracias al peso de los apellidos. La ciudad recorrida por Prieto ese domingo 5 de enero tiene apenas 19 años de vida independiente, y sus hábitos mantienen los fastos y oropeles del antiguo régimen. La marquesa Calderón de la Barca se encarga, con su pluma tan ligera como lúdica, de satirizar las costumbres monárquicas de una sociedad fuertemente contrastada, donde los ricos pulen su soberbia y los pobres se esmeran en su abandono. Una de sus primeras y más fuertes impresiones en la capital ocurrió al presenciar la parafernalia que rodeaba al Paso del Viático, y la manera en que la población entera interrumpía sus labores para cumplir con sus deberes impuestos por el clero. El pintor italiano Pedro Gualdi, que llevaba cuatro años de vivir entre nosotros, pintó en 1839 ese ritual ciudadano donde un vendedor de sebo, dos damas con mantilla, elegantes petimetres y militares de uniforme se hincan democráticamente al paso del símbolo religioso. Por todo lo anterior, resulta importante que el joven Prieto dé inicio a su larga relación escritural con la ciudad de México y a su oficio de cronista urbano, con una autonomía de criatura donde vio por primera vez la luz, y encuentre ese escenario contradictorio y rico como una mujer: Mujer, la hija más gentil y opulenta del Nuevo Mundo, la joven caprichosa y desgraciada; inquieta y desidiosa; cortejada por la ambición extranjera y envilecida por la criminal apatía de sus hijos.

    ¿Cómo logra Guillermo Prieto que su caminata se convierta en un suceso tan notable como el escándalo que entre la buena sociedad despertó el anuncio de Francis Calderón de la Barca de asistir al baile con el fastuoso traje de china poblana que le habían obsequiado, según anota, divertida y desilusionada, el 6 de enero de 1840? Gracias a que la pieza ofrecida por Prieto a los lectores de El Museo Popular está calculada para instruir y divertir, y para que el desplazamiento del poeta a través de la ciudad tenga el carácter de viaje interior que nuestros románticos aprendieron en la lectura de Laurence Sterne. En 1843, Manuel Payno publicará su Viaje sentimental a San Ángel. Al igual que Prieto, el futuro autor de Los bandidos de Río Frío presta sus cinco sentidos para que vivamos su experiencia del paisaje. La manera de concebir la ciudad como un gran cuadro de costumbres, conformado por múltiples mosaicos, variaba de acuerdo con la sensibilidad y las lecturas de cada quien. Prieto manifestó en todo momento la identificación que había encontrado con los trabajos de Ramón Mesonero Romanos. No le era ajena la lectura de Addison y Larra. En el texto que nos ocupa, y donde el autor utiliza como pretexto un día de su vida, se encuentra toda su poética urbana, así como los mecanismos que pondrá en funcionamiento en sus futuros San Lunes de Fidel, o en sus Actualidades de la Semana. Inicia la crónica con una alusión personal, ligera, donde se describe la salida del hombre a la calle. Celebra el cielo de México diciendo que es la única positiva riqueza de la ciudad, y contra la cual no conspira la amistad extranjera ni el furor empleomástico.

    La experiencia, antes que la teoría, había enseñado a Prieto que la posesión de una ciudad se realiza mediante el contacto directo de los tacones con el empedrado. El escritor echa a andar, pone sus sentidos en funcionamiento. Le gusta la plenitud del cielo que parece derramar sus beneficios sobre todos. Declaración de amor y manifiesto de principios: el usuario profesional de la urbe, aquél que desea dejar testimonio escrito de sus prodigios, deberá ejercer el movimiento, sufrir insolación, empolvarse, agotar los sentidos en la aprehensión del fenómeno urbano. Como indica Malcolm D. McLean, "entre 1840 y 1881 [Prieto] escribió unos 150 cuadros, suma que no incluye las numerosas escenas de índole parecida incorporadas por él a sus relatos de viajes y a sus Memorias".

    La observación de McLean subraya la distinción existente entre las crónicas escritas para la celeridad del periódico y aquéllas que el memorioso Prieto hizo en la serenidad del escritorio, una vez que la pacificación del país permitía el ejercicio más dilatado de la pluma. Es en el ejercicio cotidiano donde Prieto y el resto de los escritores liberales luchan para educar y despertar del letargo a sus conciudadanos, y donde la ciudad emerge con sus defectos y virtudes, como laboratorio de la modernidad y espacio centralizador de la actividad política, comercial y cultural del país. Lo notable y lo novedoso es que, en su caminata, Prieto utilice su cuerpo para hacer la disección de la ciudad. Las 16 horas activas en la vida de un ciudadano son el pretexto para el texto, la estructura que el romántico necesita para no perderse. Gracias a ese andamiaje, Prieto se permite los grandes paréntesis, la lectura entre líneas que obliga al lector a participar en comentarios que se quedan a la mitad.

    Para Guillermo Prieto la vagancia es un arte, una educación que se afina conforme se complican los códigos de la ciudad. El artista de la calle llevará la duración a ritmos exasperantes para quien se desplaza con objeto de llegar a un destino: pasea por la calle con una langosta sujeta de un hilo y adecua su paso al del animal. El vagabundo deambula por la ciudad sin conocimiento de causa; el flâneur lo hace sin causa, pero con conocimiento. Quien practica el segundo oficio, ejerce la ciudad y la domina. Para Auguste Lacroix, autor del artículo Flâneur, que sería publicado en Les Français peints par eux-mêmes en 1841, el flâneur pertenece a ese reducido número de hombres privilegiados que estudian el corazón humano en la naturaleza misma, y la sociedad en el gran libro del mundo. Distingue entre el flâneur y el badaud, que es, llanamente, el mirón. Para Lacroix, el flâneur es al badaud lo que el gourmet al glotón. Ambas son especies de bípedos humanos, pero tienen diferencias. El badaud no piensa y sólo percibe los objetos exteriormente. No existe comunicación entre su cerebro y sus sentidos. Para él las cosas no existen sino de manera simple y superficial, sin características particulares y sin matices; el corazón humano es un monolito cuyos jeroglíficos no le interesan. A sus ojos, las sociedades no son sino reuniones de hombres, los monumentos, conjuntos de piedras. Prieto cumple con la exigencia de Lacroix cuando dedica su caminata a estudiar profesionalmente rostros, casas y calles.

    No era fácil caminar en el siglo XIX. Imaginemos el caos provocado por la multitud de carruajes de las más diversas tracciones, las implacables lluvias que convertían la calle en lodazales, los canillitas que pululaban en pos de la cartera ajena. Faltan —escribe Zarco— losas en las banquetas y en las atarjeas, hay barrancas y sinuosidades; pero en fin, a fuerza de resbalones y tropezones se puede andar. Añádase a eso la considerable inversión temporal de la toilette, paso imprescindible para enfrentar la calle. Mucho antes de la Revolución industrial, un ávido caminante antecesor de la flânerie, Jean-Jacques Rousseau, es arrollado por un vehículo mientras practica el doble arte de caminar y filosofar, como queda demostrado en sus Ensoñaciones del paseante solitario. Baudelaire, príncipe de los andariegos, mostrará esa misma dialéctica: defiende ferozmente su individualidad tiñéndose el pelo de verde, pero empuña un fusil durante la Revolución de 1848.

    La crónica de Prieto termina con la descripción en verso de un bailecillo en casa popular, pieza a medio blanquear / era, donde una cortina / dividía la cocina / del paraje de bailar. La estrofa pertenece a la comedia El alférez, de la autoría de Prieto, terminada ese 1840. Nunca se presentó y no ha llegado hasta nosotros. Lo notable es que en el poema ya anuncian los métodos de composición del poeta de Musa callejera, con su descripción exhaustiva de seres y objetos.

    En esa que constituyó su primera crónica urbana, Prieto establece los fundamentos de la llamada por Marcos Arróniz una gramática animada, y donde cada uno de los actores urbanos es una coma, un verbo, una interjección en el complejo lenguaje de la urbe. Otro mérito de la inicial vagancia descrita por su autor se adelanta una década a las litografías de México y sus alrededores, donde habitantes y edificios se alían en una sola presentación. Al hacer público lo privado, Fidel cumple con otro de los preceptos del arte romántico: dar voz a los que no la tienen, hacer de los sucesos nimios la epopeya cotidiana de un pueblo heroico y canalla, espontáneo y felón. Si Prieto nos quiere engañar disfrazándose de un autor espontáneo y sin programa alguno, su método de trabajo afirma todo lo contrario. Al final de la crónica que nos ha ocupado, Prieto nos guiña el ojo para lanzarnos el siguiente desafío: ¿Serán tan caritativos los lectores de este artículo que no anoten con pasajes de mi vida pública y privada mi insulso escrito? La respuesta la brinda el diálogo que establecemos con Fidel. Inicio de una escuela en la que se han nutrido quienes a lo largo del tiempo han querido dialogar con la ciudad de México, llamada por Prieto fuente de empleos y favores, manantial de negocios, lugar de diversiones y de modas, punto de cita de los ricos de todas partes y repertorio en que la civilización exponía sus adelantos y tesoros.

    Otro ejemplo de las diversas escrituras en las cuales se transforma un hecho histórico, en el que Prieto participa como actor y testigo, es la invasión estadunidense de 1847, según puede leerse, respectivamente, en los capítulos por él escritos en la obra Apuntes para la historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, en Memorias de mis tiempos y en Lecciones de historia patria, escritas especialmente para los alumnos del Colegio Militar. Las lecciones novena y décima de la cuarta parte están dedicadas a la síntesis de los sucesos que nos ocupan. Historia escrita por un civil que no disimulaba su desprecio por los militares, en su introducción puede leerse: No han faltado personas respetables que me aconsejen que, escritas estas lecciones para el Colegio Militar, en mucha parte deberían aludir a planes de campaña, conductas de los jefes, disposiciones, tácticas, etcétera; pero ya tengo creído que esos tesoros que yo no conozco deben reservarse para historias especiales y técnicas. En varias partes de Memorias de mis tiempos revela Prieto su desconfianza hacia los militares, así como los de uniforme desconfiaban y despreciaban a la emergente clase civil que en la generación siguiente tomaría el poder. Sumamente ilustrativa de la indiferencia o la codicia del clero es el pasaje en el que Prieto solicita de parte de su general en turno ayuda para la causa y obtiene como respuesta de un sacerdote la promesa de numerosas oraciones.

    A Prieto debemos una relación de los ciudadanos que integraron los batallones civiles que dieron el ejemplo de su abnegación. Aquellas filas, no uniformadas, no recortadas ni fundidas en un molde, no con los movimientos mecánicos de los títeres, sino con la dignidad del hombre… [eran] la familia que combatía en defensa del hogar grande que se llama la patria. En Apuntes para la guerra entre México y Estados Unidos, Prieto describe la concentración del ejército y las Guardias Nacionales en el Peñón, una concentración tan imponente y tan seria que obligó al ejército invasor a evadir el encuentro y dirigirse a otras posiciones menos fortificadas; resaltan asimismo las arbitrariedades del comandante en jefe, que tomaba las decisiones más injustas para sus soldados y más perjudiciales para la defensa. Aunque a veces la pluma de Prieto se carga excesivamente de tinta y oscila entre la elocuencia y el desaliño sintáctico, hay páginas en su texto sobre el Peñón que son memorables, sobre todo porque Prieto nos lleva con él a mirar una ciudad de México a punto de ser asaltada por el enemigo. Sin preparación militar, pero con el mismo amor a la gloria y un patriotismo a toda prueba, Guillermo Prieto se apresura a formar una guerrilla de la pluma. En compañía de los jóvenes redactores del periódico El Monitor Republicano, se incorpora al Ejército del Norte, veterano de La Angostura, bajo el mando del general Valencia. Llegaron al cuartel del general Valencia, dice Prieto, en caballos que más parecían hijos de sus jinetes, que animales empleados a su servicio. Buen jinete desde sus infantiles cabalgatas de Molino del Rey al centro de la capital, Guillermo Prieto recibe de Valencia la encomienda de llevar importantes correos para Santa Anna. Gracias a las páginas dedicadas a la época en Memorias de mis tiempos, podemos ver claramente que una de las causas de la derrota fue el mutuo odio entre Santa Anna y sus generales.

    En 1849 Guillermo Prieto hace un viaje de ocho días a Puebla. A partir de sus experiencias personales, logra una fiesta para los sentidos, una exploración del alma y un recreo para el cuerpo. El 20 de julio de 1849, El Siglo XIX comienza a publicar por entregas las Impresiones profundas de un viaje arquitectónico, sentimental, científico y estrambótico de Fidel. Aunque él mismo califica su texto como una charla periodística, quien describe es, sobre todas las cosas, un poeta que sabe observar y traducir, componer e interpretar. Todo le llama la atención y todo debe fijarlo por escrito. El martes, tras haber hecho una visita a los baños —extraña costumbre en nuestro héroe—, y un recorrido por las panaderías lugareñas, en el Café del Comercio expresa su deseo de conocer al pintor José Agustín Arrieta, natural de Santa Anna Chiautempan, Tlaxcala, pero avecindado, desde el año cuatro de su edad, en la capital poblana.

    Prieto tenía noticia de Arrieta y su pintura gracias al artículo que en 1843 había publicado su amigo Manuel Payno, quien hacía notar la facilidad que el pintor tenía para pegar en los lienzos esos grotescos raros que vemos en las calles. Los deseos de Prieto se ven cumplidos y llega al estudio del pintor, a quien describe así: El señor Arrieta es un hombre de cuarenta y cinco años, grueso, moreno, pálido, una mirada triste; el tinte amarillento de sus ojos, y el pelo caído sobre su frente, dan a su fisonomía un aspecto, si no repugnante, a lo menos indiferente. Conversan largamente, y el visitante pasa a la observación de los cuadros dispersos en el estudio. Le llaman la atención una Magdalena, unas flores, unos retratos que no le parecen notables y, finalmente, llega a lo que —conjeturamos— era el verdadero propósito de su visita: los cuadros donde aparecen, en consonancia con la ciudad, la china, el lépero, el soldado, el catrín y el perro. Anota la pluma de Fidel: Vi por último sus cuadros de costumbres: éste es el verdadero género de Arrieta: es el pincel fácil, atrevido, picaresco, como las letrillas de Quevedo, como las alusiones de Fígaro, como las descripciones del curioso parlante.

    Aunque a lo largo de su vida Prieto hará sucesivas menciones a la obra de Arrieta, las cuales aparecen pertinentemente seleccionadas y ordenadas en el trabajo de Elisa García Barragán, me interesa subrayar la primera impresión que a Prieto le provocan los cuadros de Arrieta. No me hubieras buscado si antes no me hubieras encontrado, dice el clásico, y Prieto estaba predispuesto para descubrir en los cuadros costumbristas de Arrieta una equivalencia pictórica a la exploración del espíritu nacional que él estaba realizando a través de la literatura.

    La celebración de Prieto, donde se hallaba presente la plana mayor de los poetas modernistas, es importante en más de un sentido. Se premiaba expresamente el medio siglo de actividad periodística del liberal que había salvado la vida del presidente Juárez y había sido uno de los inmaculados de Paso del Norte, pero al mismo tiempo se reconocía al escritor que se había mantenido fiel a sus principios de pintar cuadros nacionales, mientras los jóvenes se dejaban seducir por la flexibilidad de la lengua francesa, el realismo y el naturalismo. En el "San Lunes de Fidel correspondiente al 4 de febrero de 1878, cuando Arrieta tiene cuatro años de haber muerto, Prieto anota: Me asaltó la duda de si serán ciertas las observaciones sobre si tienen o no salida estas baratijas tradicionales que yo pienso en dar a luz. Pero el titubeo dura sólo un instante, porque luego procede a contestar a Domingo, su antagonista necesario: No, Domingo, yo quiero hablar de lo que me dé la gana... y las ganas de hablar de México me vienen siempre que hablo contigo."

    Hoy en día, acudimos a los cuadros de Arrieta para ilustrar el sentido nacionalista y popular. De igual modo, los poemas de Prieto nos parecen los más mexicanos, populares y patrióticos del siglo XIX. ¿Qué los hace profundamente nuestros, y los hace sobresalir del vasto y variado arsenal de un arte nacionalista ramplón, superficial y poco convincente? Arrieta se convirtió en cronista de costumbres a través de sus cuadros, mientras el escritor Guillermo Prieto llegó a ser un pintor de cuadros populares a través de sus crónicas, memorias y los poemas resumidos en el libro que es también un manifiesto de principios: Musa callejera. El poeta y el pintor no se restringen al espacio cerrado del gabinete: salen a la calle para buscar los favores de la musa, para pintar las miserias y esplendores de México y hacer el retrato fiel de sus habitantes. Los tres géneros más celebrados en la pintura de Arrieta hallan equivalencia en la literatura de Prieto: los bodegones, las escenas urbanas y los tipos populares. La cocina poblana pintada por Arrieta resulta tan imprescindible para conocer los interiores urbanos de la época, como la manera profusa en que Prieto describe los rituales de la comida. Hombre de gran apetito, asombra la sabiduría que demuestra en sus escritos para comunicarnos los conventos que hacen los mejores dulces, así como las descripciones que en verso hace de los ingredientes para hacer el mole de guajolote, o los párrafos que dedica en sus Memorias para describir los banquetes pantagruélicos de sus contemporáneos. Igualmente, Arrieta ofrece con sus naturalezas muertas un inventario de los objetos y alimentos que marcaban el ritmo ciudadano de los escasos afortunados del siglo XIX que podían hacer las comidas reglamentarias y comprar alguno de sus cuadros.

    Para nosotros, usufructuarios del siglo XIX, resulta moneda de uso corriente hablar del nacionalismo y su defensa. Para quienes en el siglo XIX tienen como misión crear ese sentimiento entre sus conciudadanos, la fórmula no era fácil ni inmediata. La misión del artista de entonces era crear un arte nacional con elementos que, inevitablemente, fueran producto del cruce entre dos culturas. Un Guillermo Prieto de apenas 19 años de edad se une a otros muchachos ligeramente mayores que él y funda la Academia de San Juan de Letrán, cuyos volúmenes de El Año Nuevo de 1837 a 1840 dan fe de los afanes de esos muchachos que fundaron, sin saberlo, la literatura nacional, porque en ellos figuran, principalmente, autores mexicanos. Y este espacio, erizado de obstáculos, es el que hace más meritorio el trabajo de Arrieta y Prieto, quienes tenían como principal objetivo convertir a los sin nombre en personajes permanentes, y en hacer de la riqueza cromática de la patria un emblema de identidad, intransferible y propio.

    Es en el ejercicio cotidiano donde Prieto y el resto de los escritores liberales luchan para educar y despertar del letargo a sus conciudadanos, y donde la ciudad emerge con sus defectos y virtudes, como laboratorio de la modernidad y espacio centralizador de la actividad política, comercial y cultural del país. En el primer volumen de la Revista Científica y Literaria, en 1845 Prieto publica lo que puede considerarse un manifiesto de principios. La literatura nacional. Cuadro de costumbres afirma que es el género que mejor puede contribuir a cimentar el espíritu nacionalista y a tener una literatura propia; Prieto considera que para criticar las costumbres, con un tinte de ironía, con un estilo ligero, es necesario primero conocerlas. De ahí que el método de demostración consista en una exposición del hecho o del tipo, y posteriormente la tesis que se pretende demostrar. Hijo del romanticismo, hermano de la litografía, el cuadro de costumbres es un género que ve su florecimiento en las sociedades urbanas.

    Si liberales y conservadores tienen diferentes maneras de leer la ciudad, entre los propios liberales la manera de concebir la ciudad como un gran cuadro de costumbres, conformado por múltiples mosaicos, variaba de acuerdo con su sensibilidad y sus lecturas. El joven Zarco había leído atentamente a La Bruyère, Balzac y Gavirni. Por su parte, y como vimos antes, Prieto se siente próximo a Francisco de Quevedo, Mariano José de Larra y Ramón de Mesonero Romanos. Del primero toma el sentido escatológico de la realidad; del segundo, su implacable cinismo para criticar los usos sociales establecidos. La lección de Mesonero Romanos es más notable, y Prieto se encarga de aclararla:

    Yo, sin antecedente alguno, publicaba con el seudónimo de Don Benedetto mis primeros cuadros. Y al ver que Mesonero quería escribir un Madrid antiguo y moderno, yo quise hacer lo mismo, alentado en mi empeño por Ramírez, mi inseparable compañero.

    Emprendía mis paseos de estudio, tomando un rumbo, y fijando en mi memoria sus circunstancias más características.

    En otras palabras, Prieto apuesta por el mural y Zarco por el retrato de caballete. Fidel es un cronista de mirada externa, mientras Fortún retrae los ojos y examina su ser interior en medio de la masa. Mientras en la obra de pintores como Pedro Gualdi los personajes urbanos aparecen como referentes ante la monumentalidad de los edificios, los artistas de mitad de centuria hacen un parteaguas con el arte anterior al publicar a Casimiro Castro las litografías de México y sus alrededores, donde colaboran los principales autores románticos de la época y donde curiosamente no hay nada de la pluma de Guillermo Prieto. Zarco es el encargado de escribir lo referente a la Fuente del Salto del Agua, y se apresura a confesar que las litografías resultan tan elocuentes que las palabras están de más. La identificación que Prieto halla con la pintura de Arrieta es equivalente a la idea anterior. Debe haberse sentido reflejado en los cuadros de Arrieta, pues los tres perseguían un propósito común: hacer de los miserables los protagonistas de la gesta nacional. Prieto no se hacía ilusiones respecto a la bondad natural del buen salvaje, y amaba a su pueblo resignándose con su mala educación, su mugre, sus ingratitudes y sus hábitos salvajes. Del mismo modo Arrieta pinta borrachas, locos y léperos, en ejercicio pleno de su sensualidad. Subrayo esto último porque su representación en personajes del pueblo es una de las aportaciones decisivas del arte romántico. Una mujer de las llamadas decentes no podía salir a la calle sin una compañía femenina. Los retratos que de las beatas hace Juan Díaz Covarrubias en sus novelas están en un rígido y estático blanco y negro, mientras que las chinas son descritas por las plumas liberales con soltura y colorido, con desparpajo y alegría. Recuérdese que en la defensa de la sensualidad y su pleno ejercicio se encuentra uno de los elementos de la resistencia popular en la lucha por la Independencia. Desde antes del estallido de la revolución insurgente, las autoridades eclesiásticas habían prohibido las coplas y el baile llamado chuchumbé, debido a sus movimientos provocativos y deshonestos, decían las autoridades. De toda esta sensualidad desbordante, el hallazgo principal de Arrieta se encuentra en las pinturas que representan a las chinas poblanas, con su arcoíris a cuestas. Arrieta logra uno de sus mejores cuadros en Agualojera, y en él se resume la utilización que de la china hacía el macho que amaba los cascos ligeros de la china, pero tenía su novia santa en casa: un hombre impecablemente vestido de negro y con sombrero de copa toma con la mano izquierda el vaso de agua fresca que le ofrece la china, mientras con el otro aprieta su brazo pleno y redondo. El colorido de la muchacha, su sonrisa toda llena de brillos y hoyuelos, su puesto tan alegre y limpio como ellas, contrasta abiertamente con la solemnidad y la hipocresía del varón que requiere sus favores corporales. El cuadro podría ser una ilustración del licenciado Lamparilla y de Cecilia, frutera del Mercado del Volador, ambos personajes inolvidables de Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno. Por su parte, con la descripción que hace de la enchiladera, Prieto logra uno de sus mejores cuadros verbales:

    La enchiladera tenía su lugar aparte, próximo, por supuesto, a la pulquería, y allí gritaban: Cómeme, cómeme los envueltos y chalupas, las quesadillas y las tortillas en su hojalata con manteca chillante, sus ollas con salsas picantes, sus montones de cebolla picada, y su sal y pimienta según lo requerían los potajes.

    La enchiladera era mujer experimentada; trenza grande y cuello laboreado con gargantillas y relicarios, anillos de plata en las manos y aretes de calabacillas de corales.

    Ojo liso, nariz chata, lengua retozona y fácil, la palabra que interrumpía, la carcajada escandalosa, o cortaba la injuria precursora del avaño, la mordida y la desmechadura. En la

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