Rufino TAMAYO
“Mi mundo es y ha sido la pintura... Jamás me retiraré. Creo que moriré pintando”.
Nació el 25 de agosto de 1899 en Carmen Alto, Oaxaca, en la humilde casa de sus abuelos maternos. Sus padres Manuel Arellanes y Florentina Tamayo eran indígenas zapotecas. Siendo un niño, su padre abandonó el hogar y tuvo hijos con diferentes mujeres, olvidándose de él. Y aunque su abuelo sustituyó esa figura, Rufino siempre sintió el vacío que le produjo su ausencia.
Cuando tenía ocho años de edad, su mundo se derrumbó al fallecer su abuelo; meses más tarde, murió su madre y quedó huérfano.
Sin saber por qué, se sintió culpable por ello y “muy pecador”, y él mismo se infligió terribles penitencias.
Su infancia fue dolorosa, triste y muy desgraciada, no obstante, su familia lo amparó y su tía Amalia lo tomó bajo su cuidado. Poco después se mudaron al barrio de San Francisco, donde su tía se esmeró en su educación católica y así comenzó a participar como monaguillo en los oficios de la iglesia. Se integró al coro y la directora del mismo exclamó:
—¡Sí que tiene dotes musicales!
—Mi infancia se situó alrededor de la iglesia. Allí aprendí a amar el arte
—confesaría el artista años después.
También recordaba con cariño intensas vivencias que dejaron huella en su ser, como las extraordinarias fiestas de los barrios en donde, según contaba, se veían docenas de grandes farolas, acercándose con un ritmo dinámico que parecía irreal, o las fantásticas procesiones con danzarines con jícaras y bastones, y mallas de colores y plumas.
—Me acuerdo de una cosa que causó pavor en el pueblo: el famoso cometa Halley, que apareció en 1910 con una cola como de dos metros —reveló.
Rufino había escuchado las creencias populares de que el cometa era mensajero de catástrofes, y eso lo marcó.
Un día, en busca de mejores oportunidades, sus tíos Leopoldo y Esteban fueron a la Ciudad de México y
