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Para leer la patria diamantina: Una antología general
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Libro electrónico661 páginas10 horas

Para leer la patria diamantina: Una antología general

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Este hombre de letras se recupera en la presente antología para los lectores del siglo XXI: Marginada por buena parte del siglo XX, la cultura mexicana decimonónica tuvo defensores eruditos y vehementes como el escritor, bibliófilo y explorador de las mentalidades Enrique Fernández Ledesma, autor de Viajes al siglo XIX, libro que da título a esta serie de figuras tutelares de dicha centuria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2016
ISBN9786071644138
Para leer la patria diamantina: Una antología general

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    Para leer la patria diamantina - Ignacio Manuel Altamirano

    BIBLIOTECA AMERICANA

    Proyectada por Pedro Henríquez Ureña

    y publicada en memoria suya

    Serie

    VIAJES AL SIGLO XIX

    Asesoría

    JOSÉ EMILIO PACHECO

    VICENTE QUIRARTE

    Coordinación académica

    EDITH NEGRÍN

    PARA LEER LA PATRIA DIAMANTINA

    IGNACIO MANUEL ALTAMIRANO

    PARA LEER LA PATRIA DIAMANTINA

    Una antología general

    Selección y estudio preliminar

    Edith Negrín

    Ensayos críticos

    Manuel Sol

    Rafael Olea Franco

    Luzelena Gutiérrez de Velasco

    Cronología

    Nicole Giron

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    FUNDACIÓN PARA LAS LETRAS MEXICANAS

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

    Primera edición FCE/FLM/UNAM, 2006

    Primera edición electrónica, 2016

    Enlace editorial: Eduardo Langagne

    Diseño de portada: Luis Rodríguez / Mayanín Ángeles

    D. R. © 2006, Fundación para las Letras Mexicanas, A. C.

    Liverpool, 16; 06606 Ciudad de México

    D. R. © 2006, Universidad Nacional Autónoma de México

    Ciudad Universitaria; 04510 Ciudad de México

    Coordinación de Humanidades

    Instituto de Investigaciones Filológicas

    Coordinación de Difusión Cultural

    Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

    D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4413-8 (ePub-FCE)

    ISBN 978-607-02-8405-2 (ePub-UNAM)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Advertencia a esta edición

    Estudio preliminar

    Evocación de un escritor liberal / Edith Negrín

    Poesía

    La salida del sol

    Flor del alba

    Al Atoyac

    Los naranjos

    Las abejas

    Las amapolas

    En la muerte de Carmen

    Al pie del altar

    En su tumba

    Pensando en ella

    Al Xuchitengo

    Recuerdos

    A…

    La cruz de la montaña

    En el álbum de Luz

    Al divino redentor

    A orillas del mar

    La plegaria de los niños

    A la eminente trágica Adelaida Ristori En la noche de su beneficio

    A Leonor en su álbum

    A Comonfort (Durante el reinado de la reacción clerical, 1858-1859)

    A una costeña

    Novela

    EL DISFRAZ DE LA IDEA

    La Navidad en las montañas

    Crónica

    PÁGINAS ÍNTIMAS DE UNA CIUDAD HERMOSA E INQUIETA

    Las fiestas de septiembre [Carta de Próspero al Dómine]

    Crónicas de la Semana. 9 de enero de 1869

    Crónicas de la Semana. 23 de enero de 1869

    Crónicas de la Semana. 27 de febrero de 1869

    Crónicas de la Semana. 26 de junio de 1869

    Bosquejos

    La vida de México (Conversación)

    El día de muertos

    Ensayo

    DEL FRONDOSO ÁRBOL DE LA LITERATURA MEXICANA

    Renacimiento de la literatura mexicana. Ojeada histórica. Elementos para una literatura nacional

    De la poesía épica y de la poesía lírica en 1870

    Honra y provecho de un autor de libros en México

    Ensayos críticos

    Teoría y práctica de la poesía en Ignacio Manuel Altamirano / Manuel Sol

    Altamirano: la crónica testimonial / Rafael Olea Franco

    El proyecto novelístico de Ignacio Manuel Altamirano / Luzelena Gutiérrez de Velasco

    Cronología

    Índice de nombres

    ADVERTENCIA A ESTA EDICIÓN

    El propósito de la presente antología es ofrecer a un amplio público una muestra representativa de la producción literaria de Ignacio Manuel Altamirano.

    Todos los textos han sido tomados de la edición de Obras completas del autor en 24 volúmenes, coordinada por la historiadora Nicole Giron y publicada inicialmente bajo el sello de la Secretaría de Educación Pública y, más adelante, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

    Los escritos seleccionados se reproducen íntegros, a excepción del extenso ensayo Revistas literarias de México (1821-1867), del cual se inserta un fragmento. La ubicación de los textos aquí incluidos, dentro de las Obras completas, se explicita al inicio de cada sección. Se ha conservado la ortografía de la edición citada, si bien se han suprimido algunas notas al pie de página, no pertinentes a los fines de esta antología. En todos los casos se cita la primera vez que se publicó cada texto.

    Abre el volumen una semblanza de Ignacio Manuel Altamirano y su circunstancia, elaborada por mí, que debe mucho al talento incansable de Nicole Giron y a las esclarecedoras lecturas de José Emilio Pacheco, así como a las aportaciones de otros estudiosos citados en la bibliografía.

    La cronología comparada ha estado a cargo de la propia historiadora Giron, y constituye una versión breve de la cronología que se publica en el último volumen de las Obras completas.

    Viene después la selección de obras del polígrafo decimonónico, dividida en cuatro secciones: poesía, novela, crónica y ensayo. A continuación se presentan tres ensayos críticos inéditos, de distinguidos estudiosos, que tienden un puente entre la literatura de Altamirano y los lectores del siglo XXI: Manuel Sol analiza la poesía, Rafael Olea Franco se ocupa de la crónica y Luzelena Gutiérrez de Velasco estudia las narraciones.

    Mis compañeros del Centro de Estudios Literarios, Adriana Sandoval y Gustavo Jiménez, jugaron un papel importante en la configuración de este proyecto. Magdalena Miranda Díaz y José Luis Martínez González me ayudaron a conseguir textos poco accesibles sobre el autor. Gabriel Enríquez me brindó su generosa asesoría editorial. Georgina Carriles Dávila me prestó su auxilio cotidiano en las labores secretariales. Doy gracias a todos ellos por su participación. Asimismo, agradezco la amistosa solidaridad de María Eugenia Negrín, Ana Rosa Domenella, Luzelena Gutiérrez de Velasco, Elizabeth Corral, Enrique Flores, Orlando Ortiz y Carmen Galicia.

    Mi reconocimiento al Instituto de Investigaciones Filológicas y a la Fundación para las Letras Mexicanas, que han patrocinado este proyecto. [e. n.]

    Enero, 2005

    ESTUDIO PRELIMINAR

    EVOCACIÓN DE UN ESCRITOR LIBERAL

    EDITH NEGRÍN

    LA PERSECUCIÓN DE LO IMPOSIBLE

    Mis antecedentes son humildes, he probado desde mi infancia el cáliz de las miserias de la vida; he nacido en la cabaña de una familia de indios; efectivamente el apellido que llevo y que es español no me pertenece de derecho, porque los indios no tienen motivo para llevarlo; pero mis abuelos lo tomaron, como lo tomó Juárez que tampoco tenía apellido español, y yo lo llevo porque con él soy conocido, porque lo heredé ya de mis padres y porque he sabido honrarlo con una conducta sin mancha…

    Estas palabras de Ignacio Manuel Altamirano pertenecen a un artículo aparecido en las páginas de La República, diario político dirigido por el mismo escritor, el 21 de marzo de 1880, en respuesta a un ataque a su persona inserto en el periódico La Voz de España. Al momento de escribirlas, el autor disfrutaba de merecido reconocimiento tanto en el campo de la política como en el de la cultura; en el mes de enero anterior había fundado La República, una vez finalizado su periodo como magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Sin embargo, hábil polemista, al defender su participación en la vida pública, se siente obligado a referirse a sus orígenes, y en esta breve alusión toca temas fundamentales, el derecho al apellido y a la identidad, la situación de los indígenas.

    En los años que van desde 1834, cuando el escritor viene al mundo en el seno de una comunidad marginada y discriminada, en el municipio de Tixtla, hoy parte de Guerrero y entonces perteneciente al Estado de México, en un país que acaba de obtener su independencia política de España, hasta la década de 1880, cuando Altamirano publica el artículo mencionado, ya bajo el gobierno de Porfirio Díaz, la vida de México ha pasado por muchas de las profundas transformaciones que trazaron su perfil presente.

    Una vez consumado el coloniaje político, los mexicanos vivieron décadas sin sosiego, que a la distancia lucen como una caótica sucesión de levantamientos y golpes de Estado —tan sólo entre 1821 y 1850 hubo 50 gobiernos—, sangrientas luchas civiles entre facciones opuestas, y la amenaza constante, a veces cumplida, de intervenciones extranjeras, el extraño enemigo de que habla nuestro himno nacional. La confusa presencia en la arena política de los grupos y bandos se ordena en algún momento bajo los nombres de centralistas y federalistas; más frecuentemente, bajo los de conservadores y liberales. Cuando al fin, en 1867, la victoria del grupo liberal cierra la época convulsa y establece una pausa pacífica, la República Restaurada, se inicia la historia moderna del país que será completada con el Porfiriato.

    La vida y la obra de Ignacio Manuel Altamirano están vertebradas por el pensamiento liberal. Vale la pena abrir un breve paréntesis para recordar las ideas que impulsaban la acción de los liberales, así como presentarlos a ellos, a los hombres que acompañaron al escritor en sus luchas.

    El ideario liberal, en el primer tercio del siglo XIX, se encuentra descrito en los textos de José María Luis Mora, en tanto que los postulados conservadores fueron formulados por Lucas Alamán.

    Frente a la persistencia del orden colonial a través del alto clero, el ejército y los terratenientes, los liberales fueron redefiniendo en sus programas las propuestas del liberalismo europeo. La beligerancia del liberalismo mexicano se organiza en torno a unos cuantos principios, entre los cuales, Jesús Reyes Heroles, en su canónico estudio sobre el tema, menciona el federalismo, la abolición de los privilegios, la supremacía de la libertad civil, la separación de la Iglesia y el Estado, la secularización de la sociedad, la ampliación de las libertades, el gobierno mayoritario. A la inversa, los conservadores apoyan el centralismo, el mantenimiento o la ampliación de los privilegios legales, la restricción de las libertades.

    Centro del pensamiento liberal es el combate por las libertades individuales y colectivas, así como la igualdad frente a la ley. Para alcanzar la libertad de la conciencia había que secularizar la sociedad, es decir, modificar las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y entre la sociedad civil y la Iglesia. Ello conllevaba arrancar al clero el monopolio de la educación.

    Reyes Heroles insiste en la interacción entre las ideas y la realidad. Por ejemplo, en México, los movimientos populares agrarios tienen un aspecto anticlerical surgido de la práctica, de la necesidad de reducir las utilidades parroquiales. Junto al problema de la tierra, los campesinos plantean la incidencia sobre ellos del régimen imperante en las relaciones Iglesia-sociedad. Estas peticiones populares, concretas, ensanchan y modifican los principios teóricos.

    La igualdad de los individuos frente a la ley implicaba acabar con los fueros de la Iglesia y los del ejército. Aquí, la lucha contra los privilegios significaba enfrentarse a las supervivencias coloniales, y adquirió un sentido popular; lo individual se volvía al mismo tiempo colectivo. Por ejemplo, el alto clero peninsular sojuzgaba al bajo clero autóctono; la dirección del ejército, compuesta de españoles seguidos por criollos oprimía a una oficialidad y tropa mestiza e indígena; la alta burocracia del Estado, de origen peninsular, impedía el acceso a los cargos decisivos a los nacionales.

    Las aspiraciones a la igualdad y al gobierno mayoritario hicieron que en el proceso mexicano el concepto de liberalismo se imbricara y casi se identificara con el de democracia.

    La Iglesia concentraba la mayor parte de la riqueza del país. El ejército era la segunda clase económicamente privilegiada, por los gigantescos presupuestos que requería su manutención. Acabar con los fueros de ambos tenía, además de los mencionados, el fin de rescatar riquezas improductivas.

    Por lo que hace a los protagonistas, Altamirano pertenecía a la élite de la minoría liberal, encargada de reconstruir el país durante la República Restaurada, luego de que, en 1867, fue reelecto como presidente Benito Juárez. Ese pequeño grupo estaba formado por dieciocho letrados y doce militares, explica el historiador Luis González. Entre los letrados se cuentan, además del gobernante y del escritor, Gabino Barreda, Sebastián Lerdo de Tejada, José María Vigil, Manuel Payno, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Francisco Zarco. Entre los militares estaban Porfirio Díaz y Vicente Riva Palacio. Casi todos los letrados procedían de la clase media o de familias ricas; solamente Juárez y Altamirano conocieron origen humilde.

    Entre los treinta notables participan hombres de dos generaciones. González reconoce una a la que denomina la pléyade de la Reforma, compuesta por ochenta individuos nacidos entre 1806 y 1820, entre los que estarían Barreda, Juárez, Lerdo, Payno, Prieto, Ramírez; y la que el historiador llama la generación tuxtepecadora, a causa del Plan de Tuxtepec que en 1876 permitió a Porfirio Díaz tomar el poder. Los integrantes de esta generación, contemporáneos de Díaz y soporte de su gobierno son cerca de un centenar, nacidos entre 1825 y 1840; entre ellos se sitúa Altamirano, junto con Riva Palacio, Vigil y Zarco. Otros investigadores hablan de tres generaciones liberales; para los efectos de este trabajo, la clasificación de González resulta adecuada.

    El grupo dirigente de la República Restaurada fue una constelación de hombres de enorme distinción intelectual, elevadas prendas morales y gran apego a su país, afirma Daniel Cosío Villegas. Ciertamente, se trata de seres excepcionales que integraron la reflexión teórica y la acción en los más diversos quehaceres: la oratoria, la lucha armada, la enseñanza, el periodismo, la producción literaria, el servicio público, la indagación científica. Si, como dice Alfonso Reyes, lo característico de la aventura romántica es el ser una ruda aventura vital adornada con armas, con letras y con amores, los liberales decimonónicos eran, en un sentido amplio, románticos.

    De acuerdo con González, el programa de gobierno de la intelectualidad liberal comprendía, desde los tres poderes, cambios radicales en el orden político, el económico, el social y el cultural. En el primero, se propusieron hacer efectiva la Constitución liberal de 1857, pacificar el país, debilitar a los profesionales de la violencia y fortalecer la hacienda pública. En el orden económico, pugnaron por la construcción de caminos, la atracción de capital extranjero, el ejercicio de nuevas siembras y métodos de labranza, el desarrollo de la manufactura, entre otros objetivos. En el orden social, se interesaron en fomentar la inmigración, el parvifundio, y las libertades de asociación y trabajo. En el orden cultural, se centrarían en las libertades de credo y de prensa, la aniquilación de lo indígena mediante la transculturación de los indios, la educación para todos y el nacionalismo en las letras y las artes.

    A este programa se enfrentaban obstáculos de todo tipo. La práctica democrática era dificultada por la indiferencia política de las masas, a excepción de una débil y minoritaria clase media. Contra el pacifismo conspiraban la ambición política de los militares, el extendido bandidaje y las pretensiones de autonomía de las tribus; había una arraigada tradición de violencia. A la meta de poblar el país se oponía principalmente la inseguridad de la vida en él; a los extranjeros no les atraía venir a establecerse aquí. González describe sin contemplaciones a la población nacional como escasa, rústica, dispersa, sucia, pobre, estancada, enferma, mal comida, bravucona, heterogénea, ignorante y xenófoba. Los sueños de reforma social de la minoría culta chocaban contra la inercia de la muchedumbre. El ideal de enriquecimiento del país se veía obstruido tanto por la naturaleza como por la historia; a la escasez de buenas tierras se aunaba la pereza de siglos y la inexistencia de capital.

    Sin duda, el equipo gobernante de la República Restaurada, en su intento de construir una nación democrática, se propuso metas inalcanzables, como se ha visto, en todos los campos. También en el de la cultura. José Luis Martínez ha definido la cultura no sólo de esta etapa, sino de todo nuestro primer siglo de vida independiente como un largo esfuerzo de aprendizaje y formación. Uno de los tránsitos históricos más cargados de promesas, describe Enrique Florescano. Esfuerzos, promesas… no es de extrañar que en el contexto de la cultura liberal encontrara terreno fértil el romanticismo, movimiento por definición amante de la libertad y anheloso de lo inaccesible.

    Intentaremos atisbar la trayectoria vital de Altamirano, de la periferia geográfica y social al núcleo dirigente, a través de imágenes de su infancia, juventud y madurez en el marco de algunos acontecimientos nacionales significativos. Cada instantánea se inicia con una extensa cita del novelista liberal, que nos permite comparar su visión en cada circunstancia precisa con las posteriores interpretaciones de los estudiosos.

    Ignacio Manuel Altamirano, en el terreno de la cultura, se planteó ambiciones que José Luis Martínez califica de desmesuradas y José Joaquín Blanco, de imposibles. La persecución de lo imposible da coherencia a la vida y la obra del escritor, y en ese empeño obtuvo resultados, si por definición limitados, considerables.

    Se habla de Altamirano como poeta y narrador, periodista, organizador cultural, pensador político, orador, educador, militar, funcionario público. Él supo vincular cada una de sus actividades con la escritura, y su escritura se benefició de la diversidad de sus actividades. De ahí que podamos considerarlo un auténtico polígrafo. No obstante, entre todos sus quehaceres, él privilegiaba la escritura literaria. Al respecto, cuenta su descendiente, Catalina Sierra: fue maestro de varias generaciones, coronel del ejército juarista que derrotó a Maximiliano, gran tribuno, espléndido orador, activo político y diplomático; sin embargo, de lo que se ufanaba era de considerarse un hombre de letras.

    Es este hombre de letras, así como su labor poética y narrativa, estrechamente ligadas a su concepción de la cultura, el que nos interesa recuperar en la presente antología.

    LA INFANCIA EN LAS MONTAÑAS

    Mi pueblo es Tixtla, ciudad del sur de México, que se enorgullece de haber visto nacer en su seno a aquel egregio insurgente y gran padre de la patria que se llamó Vicente Guerrero.

    También se enorgullece de haber sido una de las poquísimas ciudades militares de la República que jamás pisaron ni los franceses, ni los imperiales, ni los reaccionarios; de modo que no han profanado sus muros ni las águilas de Napoleón III, ni el águila de Maximiliano, ni los pendones de Márquez y Miramón. Mi pobrecilla ciudad no ha resentido, pues, ni sombra de humillación, y debe, por eso, tener algún orgullo, bien legítimo, según me parece…

    El caudillo azteca que fundó a Tixtla, supo escoger bien el sitio para levantar la nueva población. Un valle ameno y fertilísimo abrigado por un anfiteatro de hermosas sierras cubiertas de una vegetación lozana, y de cuyas vertientes descienden cuatro arroyos de aguas cristalinas, bastantes para la irrigación de los terrenos y que van a formar al oriente de la población actual un lago pequeño, pero bellísimo…

    Así describe Ignacio Manuel Altamirano, ya en la madurez, su región natal. En este pasaje, como en otros, enfatizó tanto la orgullosa valentía de los tixtlecos, comprobada a lo largo de la historia, como la belleza fecunda de la naturaleza de la zona suriana. Relacionaba el primer elemento con la consecuencia y verticalidad de su conducta política personal; el segundo germinaría en sus poesías y narraciones para configurar la geografía literaria de la región, los ríos, los árboles, las flores.

    Sus padres se llamaban Juana Gertrudis Basilio y Francisco Altamirano, uno de cuyos ascendientes fue bautizado por un español que otorgó a la familia el apellido. La fecha precisa de su nacimiento fue alguna vez objeto de discusiones por parte de los estudiosos. El único documento con el que se cuenta al respecto es la fe de bautismo; en ella, el cura Antonio Reyes hace constar que el día 13 de diciembre de 1834 bautizó solemnemente, con óleo y crisma en la Parroquia de San Martín Tixtla al niño Ignacio Homobono Serapio de un día de nacido.

    De acuerdo con el documento, el infante habría nacido el día 12 de diciembre. Pero el escritor, cuando era interrogado al respecto, replicaba que el acta estaba equivocada y que él había venido al mundo el 13 de noviembre. En los Diarios que escribió en Europa, habla del 13 de noviembre como del día de su cumpleaños, y enumera las felicitaciones y obsequios recibidos en cada ocasión. En el centenario del nacimiento de Altamirano, Carlos González Peña, empeñado en desentrañar el misterio, terminó por aceptar como la fecha correcta el 13 de noviembre, día que según el muy popular Calendario de Galván, corresponde a san Homobono, uno de los nombres del polígrafo tixtleco. Es esa la fecha actualmente aceptada por los investigadores, por fortuna para Ignacio, cuya palabra había sido puesta en duda frente a la certeza del papel escrito por el clérigo. Como en otros casos, en éste, el autor resintió en carne propia la omnipresencia de la Iglesia en la vida cotidiana, la carencia de Registro Civil, institución que sería fundada por los liberales.

    Fernando Tola de Habich retoma y sintetiza la discusión, con motivo de los 150 años del nacimiento de Altamirano. Para este especialista, más allá de los datos eruditos acerca de las fechas, habría que respetar el supersticioso capricho del maestro, quien solía afirmar en 13 nací, en 13 me casé y en 13 me he de morir. Tola supone también que el polígrafo asumió el nombre Manuel en honor a su padrino de bautizo, Manuel Dimas Rodríguez.

    Durante la niñez de Altamirano, su primer maestro fue la naturaleza, como ha dicho Justo Sierra de Benito Juárez. El acercamiento inicial a la vida del suriano, es el de su contemporáneo y amigo Luis González Obregón, publicado por primera vez en 1894. El ensayista delinea la figura entrañable del niño indígena, casi salvaje, ignorante del español, dedicado a los juegos o a las peleas con otros chiquillos, a vagar apedreando a los pájaros, en un escenario bordeado por feraces montañas. Ofrece una imagen cálida, pues resulta de su contacto afectuoso con el escritor. No obstante, los trabajos de posteriores estudiosos, que cuentan con mejor perspectiva temporal y más documentos, han afinado esa impresión.

    Jesús Sotelo Inclán, en 1992, precisa que Ignacio no era totalmente indígena, pues su madre era mestiza. Da igual: la tradición ha hecho de él un indio emblemático tanto por su origen social, como por la acusada filiación indígena de sus rasgos. Hay en el rostro del escritor, siempre enmarcado por la abundante melena oscura, una cierta contención y dureza, notable en las fotografías, desde la timidez del escolar que se siente un tanto incómodo en el atuendo urbano, hasta la bonhomía del polígrafo seguro de sí mismo, como puede apreciarse en la Iconografía amorosamente compilada por Cristina Barros y Catalina Sierra.

    Es cierto también que los liberales, si bien deseosos de desaparecer lo indígena como tal, como premisa para poder civilizar la nación, necesitaban mostrar cómo se habían integrado al sistema algunos indios supuestamente representativos. De ahí la insistencia en lo indígena, que cobra un carácter mítico en los casos de Juárez y Altamirano.

    Hacia la época del nacimiento de Ignacio, la región de Tixtla, entonces parte del Estado de México, vivía el enfrentamiento entre los indígenas lugareños, peticionarios de tierras y los caciques de la zona, explica Vicente Fuentes Díaz, autor de una bien documentada biografía. El dato interesa porque el caudillo de los nativos que reclamaban un territorio era Juan Álvarez, quien tendría una importancia fundamental en la vida del escritor.

    Luis González Obregón y Ángel Pola escucharon de labios de Altamirano, el relato de sus inicios en la escuela, cuando tenía doce años. En el contexto social de su infancia, marcado por el racismo, recuerda el escritor que los niños eran separados en dos bancos: en uno se sentaban los hijos de los criollos y mestizos, considerados de razón y destinados a adquirir diversos conocimientos. En otro, los indígenas que no eran de razón se dedicaban al aprendizaje de la lectura y a la memorización del catecismo del padre Ripalda. Por fortuna para Ignacio, el nombramiento de su padre por segunda vez como alcalde indígena de Tixtla, permitió que lo incluyeran entre los de razón. En uno de sus Bosquejos sobre la escuela antigua, publicado en 1871, rememora sus tiempos de escolar para describir las pésimas condiciones en que se llevaba a cabo la enseñanza primaria en los pueblos mexicanos. Recuerda la escuela como un conjunto de horrores y un ensayo de la abyección; y califica al citado catecismo de monstruoso código de inmoralidad, de fanatismo, de estupidez. La reforma a la instrucción popular propuesta por Altamirano se enraíza, como otros de sus programas, en dolorosas vivencias personales.

    Por el tiempo en que el adolescente iniciaba la enseñanza primaria, la región vivía la secuela de la cruenta guerra de castas, entre indios y caciques. En el orden nacional, México sufrió la mutilación de más de la mitad de su territorio que pasó a pertenecer a los Estados Unidos. De ese acontecimiento, Altamirano guardaría en su memoria sólo la estampa de los soldados mexicanos semidesnudos y hambrientos que pasaban por su pueblo como fugitivos. Recordaría también haber escuchado, sin comprenderlos, comentarios de su padre sobre lo infortunado que era el país.

    Hacia 1848, el chico concursó para obtener una beca que le permitiría estudiar en el instituto Literario de Toluca. Resultó elegido por la prefectura de Chilapa. El Instituto había lanzado la convocatoria, dirigida a los niños pobres, de preferencia indígenas, a instancias de quien sería mentor de Altamirano, Ignacio Ramírez.

    APRENDIENDO A DELETREAR EL MUNDO:

    EL INSTITUTO LITERARIO DE TOLUCA

    Una ley benéfica del Estado de México, al que pertenecía entonces la comarca en que nací, me sacó de ella, designado para venir a estudiar en el Instituto Literario de Toluca. Yo comprendí claramente que aquel cambio en mi vida era un gran bien para mí y, naturalmente, lleno de gratitud, me propuse indagar quién era el autor principal de aquella ley, merced a la cual se me abría el camino de la instrucción. Aquella ley no sólo me favorecía a mí sino también a muchos jóvenes indígenas del Estado de México, pobrísimos como yo, y como yo condenados seguramente, si tal disposición no hubiera venido a salvarlos, a arrastrar una vida de ignorancia y de miseria.

    Altamirano evalúa así, a la distancia, sus años en el Instituto Literario de Toluca. La reconstrucción más acuciosa de esta temporada (1849-1852) la debemos a Nicole Giron. En mayo de 1849, Francisco Altamirano recibió la comunicación de que su hijo había sido seleccionado como becario, y había que conducirlo a Toluca; por diversas razones no partieron de inmediato.

    Con los zapatos colgados del cuello de Ignacio, para no gastarlos en el camino, cargando con lo mejorcito de la ropa del becario y un modesto itacate de pinole y totopos, padre e hijo caminaron durante una semana entre sierras y barrancas para llegar al colegio, por veredas y senderos transitados por mulas. Mezcala, Tepecoacuilco, Puente de Ixtla, Cuernavaca, Malinalco, Joquicingo, Tenango del Valle, Valle de Matlatzinco… Cuando llegaron a la escuela, las clases ya habían comenzado; no obstante lo cual, el chico fue recibido como alumno.

    El instituto funcionaba como un establecimiento de educación post-primaria, preparatoria y superior. Los estudios se programaban con una duración de cinco años. El calificativo literario no implicaba que la enseñanza se centrara en la literatura; abarcaba las humanidades y las ciencias, en una concepción enciclopédica del conocimiento.

    La escuela, como otros institutos literarios del interior del país, fueron piezas clave en la reforma educativa de los primeros gobernantes liberales después de 1824. Un año antes del nacimiento del escritor, Antonio López de Santa Anna asume la presidencia de la República por vez primera. Valentín Gómez Farías, el vicepresidente, se hace cargo de la presidencia, con carácter de interino, cuatro veces entre 1833 y 1834, periodos en los que consiguió llevar a cabo importantes reformas anticlericales y educativas.

    El proyecto de don Valentín retomaba muchas de las propuestas formuladas por José María Luis Mora para terminar con los privilegios de los militares y el clero. Si bien el experimento terminaría fallidamente, con la destitución y el exilio de Gómez Farías, fue un ensayo de la política que el liberalismo triunfante pondría en marcha dos décadas después.

    El Instituto Literario del Estado de México fue fundado en 1828, en San Agustín de las Cuevas que actualmente es Tlalpan y entonces formaba parte de dicho Estado. Trasladado a Toluca en 1833, dos años después fue clausurado a causa de la interrupción del régimen federal; en 1846, en plena guerra de México con los Estados Unidos de Norteamérica, fue reinstalado definitivamente.

    Cuando el adolescente Ignacio llega al instituto, en calzoncillos blancos y en camisa de manta, según sus propias palabras, alrededor del 30 por ciento de la población estudiantil estaba formada por los becarios o alumnos de gracia. El joven padeció algunos avatares debido, en parte, a su llegada extemporánea.

    En la vida cotidiana de los alumnos internos, dentro de los confines del plantel, tenían un lugar importante los himnos, las oraciones cristianas y la en- señanza del catecismo de Ripalda. De acuerdo con Giron, la contradicción aparente que entraña el fomento de las prácticas religiosas en la rutina diaria de una escuela liberal, deja ver cómo la sociedad de la época estaba saturada de valores religiosos. Los liberales mexicanos, salvo alguna excepción, no eran ateos; únicamente querían limitar los abusos del clero en el país y volver a un auténtico cristianismo.

    La formación del instituto no atendía sólo al aspecto académico; prestaba atención a la música y a la educación física. Preparaba también a los estudiantes para desenvolverse bien en la sociedad, enseñándoles a vestirse —vestido negro de merino apañado y sombrero alto, evocaría el autor— y a adquirir buenos modales.

    La vida de Ignacio en el internado fue apasionada y estimulante, si bien nada fácil. Oriundo de la tierra caliente, acostumbrado a la libertad campesina, la adaptación al clima frío de Toluca y a la vida reglamentada de la institución fue seguramente ardua. Casi incomunicado por mi timidez rústica y semisalvaje —escribió sobre esa etapa—, nostálgico de la familia, se desempeñó en forma brillante en asignaturas como latín y francés, si bien, en conjunto, sus calificaciones fueron desiguales, a causa de haber padecido ciertas enfermedades. De actitud respetuosa casi siempre, tuvo, no obstante, algunos problemas por su conducta irreverente y su carácter altivo, calificado más de una vez de soberbio.

    A un año de su ingreso, el chico estuvo a punto de ser expulsado del plantel, por ser portador de unos versos obscenos que cayeron accidentalmente de su ropa. Él contaría posteriormente que los textos le habían sido dedicados por unos compañeros enemigos y los llevaba porque iba a entregarlos al director. La expulsión fue ordenada por el gobernador del Estado de México, Mariano Riva Palacio, quien había sido informado del caso. Ignacio pidió ayuda a don Juan Álvarez, su pariente político y protector, entonces gobernador del naciente Estado de Guerrero, y mediante esa intercesión logró evitar el castigo.

    También durante su estancia en el Instituto Literario, inicia el estudiante su educación sentimental, con algún enamoramiento platónico que luego recrearía en sus narraciones y poemas. De índole más grave fue el conflicto que empezó a vivir entre una formación cívica laica y sus creencias religiosas nunca abandonadas; desgarramiento que padecerían asimismo otros liberales de la época.

    Hacia su segundo año en el colegio, el joven empezó a ocupar un puesto como bibliotecario en el propio instituto. Su situación económica, de suyo precaria, había empeorado pues el municipio de Tixtla no cumplía con la parte que le correspondía en su sostenimiento. El municipio había pasado a formar parte del estado de Guerrero, cuya erección había sido decretada desde 1849, si bien tardó en regularizarse, y las autoridades ya no estaban obligadas a reconocer los compromisos adquiridos cuando pertenecían al Estado de México.

    La labor como bibliotecario permitió al inquieto estudiante desarrollar su pasión por la lectura y beneficiarse del rico y variado acervo, en parte importado de Europa, que contenía obras de los clásicos griegos y latinos, Herodoto, Homero, Horacio, Virgilio, Tito Livio, Cicerón, Plutarco… En los anaqueles se encontraban también numerosos textos de los enciclopedistas franceses, cuyas ideas parecían escandalosas en México, Voltaire, Rousseau, Diderot, Montesquieu… Había diccionarios bilingües y enciclopédicos, poemarios, recopilaciones de leyes, gramáticas, textos científicos…

    El instituto contaba, además, con una imprenta a la que luego se agregó un taller de litografía. Con motivo de la ceremonia inaugural de este último, los alumnos editaron un folleto en el que se incluyen los discursos del director y del gobernador del estado, así como las poesías elaboradas por los propios estudiantes para la ocasión. Entre ellas figuran dos composiciones que Ignacio pronunció como brindis en el acto, sus primeras obras conocidas, sostiene Nicole Giron.

    No se puede concebir el ideario y la conducta de Altamirano sin la educación adquirida en el Instituto Literario del Estado de México. Alumno de liberales intransigentes y humanistas, recibió diversas influencias; la más significativa fue la del revolucionario Ignacio Ramírez, de rasgos indígenas, como él.

    La llegada de Ramírez a las aulas despertó grandes expectativas entre profesores y estudiantes, pues era ya una leyenda. Era el hombre que había escandalizado con su ateismo a los avanzados integrantes de la Academia de Letrán. Por otra parte, había sido encarcelado en 1846, junto con Guillermo Prieto y Manuel Payno, a causa de su periodismo crítico.

    Altamirano ha dejado testimonio de su encuentro con el pensador liberal, entonces un hombre joven, de treinta y dos años, que no fue, sin embargo, su profesor sino extraoficialmente. Cuenta el becario que un domingo por la mañana, escuchó sentado en la puerta, una clase de bella literatura impartida por El Nigromante; quedó fascinado y fue invitado a asistir en forma regular, aunque el curso no correspondía a su programa. A la muerte de Ramírez, en 1889, Altamirano recuerda aquella primera clase y describe la influencia del maestro en su formación:

    Ramírez ahí enseñaba como no se había enseñado antes, como no ha vuelto a enseñarse después en México, sino cuando él tomaba la palabra en los liceos y en las academias, ni se limitaba tampoco al estudio de los diversos géneros literarios, sino que con motivo de las exposiciones que le presentaban, al hacer la crítica de ellas, se remontaba hasta las regiones de una altísima filosofía científica y literaria que nos dejaba asombrados, y que abrían nuevos horizontes a nuestro espíritu. Era en toda la amplitud de la palabra una enseñanza enciclopédica, y los que la recibimos aprendimos más en ella, que lo que pudimos aprender en el curso entero, de los demás estudios. Allí se formó nuestro carácter, allí aceptamos nuestro credo político al que hemos sido fieles sin excepción de una sola individualidad.

    No obstante su talento, sabiduría y entrega a la enseñanza, Ramírez fue alejado del instituto, a causa de sus escritos y actitudes radicales, si bien con el pretexto de que le sería conferida una posición popular. Para retirar al Nigromante, los liberales moderados, que entonces ejercían el poder en el Estado de México, se unieron a los conservadores.

    La salida de Ramírez, junto con la de otros profesores, señaló una nueva época en el instituto. Altamirano no olvida que, en 1852, el nuevo director, en su discurso inaugural afirmó que era preciso desterrar de la enseñanza que se iba a dar allí, las ideas heréticas que se habían difundido en los años anteriores. Pocos meses después, a mitad del año lectivo, el propio Ignacio que no había cumplido dieciocho años, fue expulsado del Instituto Literario por su participación editorial, juzgada subversiva, en un periódico escolar llamado Los Papachos. Ya adulto, bromearía: desde tan corta edad comencé a ser mártir de la libertad de la prensa.

    Nicole Giron piensa que, además, las deudas acumuladas por el becario contribuyeron a su salida del Literario. Y José Luis Martínez recuerda que Arturo Arnáiz y Freg, en una conferencia sobre Altamirano, relató otro motivo de expulsión: su enamoramiento de una cómica y su incorporación a la compañía en plan de apuntador. No he encontrado más información al respecto.

    DE UN PARÉNTESIS DE AVENTURA Y POESÍA A LA REVOLUCIÓN DE AYUTLA

    Antes hemos visto dibujarse sobre la línea del lejano caserío, las altas y rojas chimeneas de la hacienda de Santa Inés, para nosotros de memoria simpática y grata. Allí vivió, allí trabajó, allí fue fecundo y benéfico el genio de don Luis Rovalo… Allí vivió nuestro protector y amigo venerable; allí nos alentó en nuestra carrera llena de dificultades; allí nos ofreció su apoyo que jamás nos faltó hasta la conclusión de nuestros estudios… En el espacio que media entre Cuautlixco y Cuautla, un mundo lleno de recuerdos personales e íntimos se levantó en mi memoria. Dos años de mi juventud laboriosa y llena de extrañas vicisitudes, pero siempre honrada y digna, pasaron rápidamente por mi imaginación…

    Así recordó Altamirano, en una crónica escrita en 1881, con motivo de la inauguración del ferrocarril de Morelos, la etapa de su vida posterior a su salida del Instituto Literario.

    Una vez fuera de su colegio, el joven permaneció cerca de dos años vagabundeando por el Estado de Morelos, especialmente Cuautla y Yautepec. No hay mucha información sobre este paréntesis, afirman sus biógrafos. Se trató de una época difícil, de formación, de sueños y aventuras, de pasos indecisos y de balbuceos literarios —cuenta Fuentes Díaz—. Parece ser que impartió algunas clases en un colegio particular, a cambio de techo y comida. Que deambuló por la región hasta conocerla perfectamente, como dejan ver las detalladas descripciones en su novela El Zarco, ubicada en Yautepec. Que cerca de Cuautla conoció a un hacendado español, don Luis Rovalo, quien se convirtió en su protector, le dio trabajo y estímulo, y le costeó sus estudios, como cuenta el cronista en las líneas citadas.

    En su peregrinaje, el joven se hizo compañero de un grupo de cómicos de la legua, escribió y vio representada su obra de teatro Morelos en Cuautla. Pese a haber recibido los aplausos de un público poco exigente, Altamirano no publicó la obra, ni volvió a intentar el camino de la dramaturgia.

    Cuando estalla la Revolución de Ayutla, Altamirano hizo una pausa en sus proyectos personales para tomar parte en el movimiento. La insurrección obedecía al descontento social que la dictadura de Antonio López de Santa Anna había despertado en el país.

    Hacia 1854 el dictador, que se propuso centralizar el poder público y las rentas, así como fortalecer al clero y al ejército, había logrado provocar la animadversión de todas las clases en la República —explica la historiadora Lilia Díaz—. Aun los conservadores que lo habían llevado al poder un año antes, lo repudiaban porque la latente efervescencia popular ponía en peligro sus intereses.

    No obstante su fuerza, los hombres de Santa Anna no habían podido penetrar la costa chica del estado de Guerrero, controlada por Juan Álvarez. En 54, el presidente envió dos batallones a Acapulco, supuestamente para proteger la zona de una invasión extranjera. Álvarez, Comonfort y otros opositores al régimen apoyaron un manifiesto político que luego fue proclamado como Plan de Ayutla por el coronel Florencio Villarreal, para derrocar el gobierno de Santa Anna.

    El gobernante emprende una expedición punitiva contra Guerrero, sin lograr vencer a los jefes rebeldes; en tanto la insurrección se extendía por diferentes estados del país. Estos hechos produjeron un gran impacto en el joven Ignacio; al convencimiento ideológico contra lo que la dictadura representaba, se agregaron sus sentimientos personales; sintió la agresión en su propio estado y contra hombres a los que tenía afecto y respetaba, como Álvarez. De ahí que decidiera involucrarse en el levantamiento e imbricar su destino con el de la nación.

    Al fin, la Revolución de Ayutla resulta victoriosa, en octubre de 1855; Juan Álvarez es electo presidente interino de la República Mexicana, mientras se convoca a un Congreso Constituyente. Santa Anna había renunciado a su investidura y abandonado el país desde agosto.

    Poco antes, el 16 de septiembre, Altamirano había sido designado orador en las fiestas patrias, por la Junta Patriótica local, lo que muestra su arraigo en el lugar. Pronuncia su primer discurso cívico en Cuautla, entonces perteneciente al Estado de México. La pieza oratoria, publicada en un folleto, por mucho tiempo extraviado, ha sido incluida en el volumen XXIII de las Obras completas, Varia, del autor, aparecido en 2001. El joven dirige su alocución al Pueblo rey y, tras hacer una breve reseña de la historia del país desde la Independencia, vista como una lucha por la libertad, evalúa el momento como de anarquía e incertidumbre. Clausura arengando a su oyente colectivo a seguir combatiendo: ¡pueblo, ya no olvides a tus héroes, ya no prostituyas tu libertad, ya no dobles el cuello a tus tiranos!

    Para Nicole Giron, este discurso, primera manifestación conocida del pensamiento político del escritor, es totalmente republicano, definido por el programa liberal del Plan de Ayutla. También se observan en la pieza, que hace una apología del racionalismo, asociado al señalamiento del origen divino de la libertad y exalta el talento justificado por los beneficios sociales que propicia, posibles huellas del pensamiento masónico.

    REGRESO A LAS AULAS:

    LAS TERTULIAS, LA GUERRA ¡UNA VEZ MÁS!

    Y EL PARLAMENTO

    Ante vuestra excelencia respetuosamente expongo: que habiendo cortado mi carrera literaria por haberme lanzado a la revolución libertadora, como hijo del sur y lleno de los más patrióticos sentimientos, después de haber sufrido, desde diciembre del año pasado hasta agosto del presente las penalidades consiguientes a la campaña, las persecuciones más vivas, cuando recorría la tierra caliente con diversas comisiones importantes y los peligros más inminentes que dejo a la consideración de vuestra excelencia: no anhelo más recompensa por estos servicios prestados a mi patria, que se me permita volver a continuar mi carrera…

    En estos términos se expresa Ignacio Manuel Altamirano en una carta, fechada el 20 de diciembre de 1855, dirigida al ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública. El estudiante pide al funcionario su apoyo para obtener un lugar de gracia en la carrera de derecho, en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán, en México.

    La beca le fue otorgada, gracias a la recomendación del presidente de la República, Ignacio Comonfort, y del ministro mencionado.

    Hacia 1857, su segundo año en el colegio, Altamirano se aplicaba en las asignaturas de su programa. Se daba tiempo, además, para otras actividades; asistía al teatro y a reuniones literarias; leía ávidamente las poesías, crónicas y novelas que publicaban los periódicos; se ejercitaba en la escritura. Reconstruye esta época en el prólogo a la segunda edición de un poemario de Manuel M. Flores, Pasionarias, publicado en 1882: por más que yo fuese un escritor joven y bisoño en aquella época y a tal punto desconocido, que ni siquiera mi nombre aparecía en mis articulejos, había contraído relaciones nuevas en los círculos literarios o conservaba algunas antiguas de colegios con escritores ya renombrados o que se conquistaban una reputación en las lides periodísticas de actualidad.

    Evoca el escritor en ese texto cómo su humilde cuarto de estudiante, por la afluencia de los amigos, se convertía en redacción de periódico, en club reformista o en centro literario.

    Tal vez entonces los aposentos del Colegio de Letrán guardaban ecos del entusiasmo de tertulias anteriores. Justamente el año del nacimiento de Ignacio, cuatro jóvenes escritores empezaron a reunirse una vez por semana para leerse sus composiciones y discutirlas, en el modesto cuarto de uno de ellos, el profesor José María Lacunza, hasta que, en 1836, decidieron constituirse formalmente como la Academia de San Juan de Letrán. Los cuatro fundadores, los dos hermanos Lacunza —José María y Juan—, Manuel Tossiat Ferrer y Guillermo Prieto, estaban unidos por la orfandad, la pobreza y el fervor por la poesía, en palabras de Marco Antonio Campos. Prieto, en sus memorias que preservan un invaluable testimonio de estas sesiones, cuenta cómo a ellos se fueron agregando muchos otros. Llegaban a las veladas en el destartalado colegio, los escritores mexicanos más importantes, y algunos extranjeros, pertenecientes a distintas generaciones, creyentes en idearios opuestos. Andrés Quintana Roo, Manuel Carpio, José Joaquín Pesado, Francisco Ortega, Alejandro Arango, Ignacio Rodríguez Galván, Fernando Calderón, Ignacio Ramírez, son tan sólo algunos de los amantes de la literatura que participaban en el salón literario.

    Importa recordar la Academia de Letrán porque, al decir de Celia Miranda Cárabes, representa el primer romanticismo mexicano, al que el escritor tixtleco se adheriría, si bien en forma ecléctica. Pero no sólo por eso, sino porque las características más significativas del proyecto cultural laterano, la conciliación entre los escritores diversos y aún opuestos, la creación de una literatura nacional y la democratización de la cultura, serán recuperados por Altamirano treinta años después —como ha observado José Emilio Pacheco en su discurso de ingreso a El Colegio Nacional—.

    Volviendo al guerrerense cuando era estudiante de derecho, también solía reunirse con otros estudiosos, como él de ideas revolucionarias, para asistir a las galerías del Congreso a escuchar y aplaudir los discursos

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