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Los rurales mexicanos
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Libro electrónico345 páginas5 horas

Los rurales mexicanos

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Al igual que la policía montada de Canadá, los rangers texanos y la gendarmerie francesa, los rurales mexicanos no han sido objeto de un estudio serio y profundo que desentrañe su historia, su funcionamiento y su importancia en el panorama de la vida nacional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 sept 2012
ISBN9786071638533
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    Los rurales mexicanos - Paul J. Vanderwood

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    LOS RURALES MEXICANOS

    Traducción
    ROBERTO GÓMEZ CIRIZA

    PAUL J. VANDERWOOD

    LOS RURALES

    MEXICANOS

    Primera edición, 1982

         Primera reimpresión, 2014

    Primera edición electrónica, 2016

    © 1981, Paul J. Vanderwood

    Título original: Los Rurales mexicanos

    D. R. © 1982, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3853-3 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    A mi madre, a mi padre, y a otros buenos amigos

    INTRODUCCIÓN

    No tengo conocimiento de que exista una historia de México escrita durante el presente siglo en que no se mencionen los Rurales, pero por otra parte no hay libros que vayan más allá de la simple mención de ese famoso cuerpo policiaco, aunque lo citen con palabras cargadas de energía política y de fervor social. ¡Qué admiración sentían los mexicanos por sus rurales, como símbolo nacionalista! ¡Cómo los odiaban, también, por ser esbirros del dictador! Los extranjeros los elogiaban, pero porque generalmente sólo los veían desfilar en uniforme de gala en la Ciudad de México. Los campesinos y proletarios del país, en cambio, los conocían por sus obras de policía rural. ¿Quiénes eran los Rurales? ¿Unos aguerridos jinetes del árido norte, que libraban a la nación de temibles bandidos? ¿O bandoleros convertidos en policías? ¿O terroristas oficiales, que enterraban a sus víctimas hasta el cuello para luego cabalgar al galope sobre sus cabezas?

    Según parece, los historiadores han despejado ya algunas de las dudas que envuelven —aunque hayan hecho surgir otras— a la Policía Montada del Canadá, a los Rangers de Texas, a la Gendarmerie francesa o a la Guardia Civil española, pero la policía rural mexicana sigue estando cubierta por un espeso romanticismo que la retórica oficial de la actual revolución del país hace todavía más denso. El presente libro trata de penetrar en este mito, si bien con el conocimiento de que es imposible eliminarlo, y sin ningún deseo de hacerlo. Reuniendo datos e informes dispersos en archivos personales y oficiales, relatos de viajeros, periódicos de la época y el archivo administrativo de esa misma organización, empieza a aparecer un cuadro aparentemente más ordenado. Muchos datos parecen no encontrar lugar, y hay lagunas, pero el presente es un principio de estudio institucional de los Rurales, de sus orígenes y evolución como cuerpo, su administración y actividades cotidianas, sus miembros y la actuación de éstos. Algo se dice del efecto que tuvieron sobre la sociedad mexicana, de sus servicios a la dictadura y su disolución como consecuencia de la revolución de 1910. Quizás haya aquí demasiados datos y una interpretación insuficiente, pero los pioneros dejan sus señales en los árboles, no en los bosques.

    Entre las fuentes principales se encuentran más de mil legajos de material muy heterogéneo sobre el cuerpo que nos interesa, conservados en el Archivo General de la Nación de México y alrededor de 30 diarios existentes en la Hemeroteca Nacional, así como ciertos documentos militares de la Secretaría de la Defensa Nacional, algunos personales conservados en la Biblioteca Nacional y en la Colección Latinoamericana de la Universidad de Texas en Austin y decenas de relatos de testigos que ya han sido publicados. Se trata aquí también del pasado de México, desde la independencia hasta la primera Guerra Mundial. En un volumen posterior diremos algo más sobre los Rurales, las características del bandolerismo en México, la relación entre ese cuerpo policiaco y la modernización de que fue objeto el país en el siglo XIX, la estructura de la dictadura que se servía de dicha fuerza y la comparación de ésta con las formas y funciones de otros cuerpos semejantes de aquella época. Pero por el momento sólo trataremos el asunto de la policía rural mexicana.

    A mediados del siglo XIX, las condiciones políticas y sociales de México se combinaron para propiciar la creación de los Rurales. Políticamente, se inició un movimiento deliberado hacia la integración nacional y hacia la centralización, y los elementos socialmente disgregantes que habían servido bien a los intereses regionales necesitaban ser incorporados al servicio del gobierno. Así, bandoleros, guerrilleros, patriotas y rebeldes ambiciosos se convirtieron en policías rurales. Pero la estabilización política no se logró de la noche a la mañana, ni tampoco los Rurales se convirtieron inmediatamente en un cuerpo eficiente. Se necesitaron otros 30 años, hasta mediados de la década de 1880, para institucionalizar la política y la policía, y esto sólo se logró porque para las inversiones extranjeras la paz era más deseable que las luchas entre los cabecillas políticos del país. La dictadura que siguió desequilibró algunos factores y equilibró otros, situación que se refleja claramente en la administración y actuación de la fuerza rural de policía. Y por último, se presentó la lucha política intestina, la revolución de 1910, que con el derrumbe económico y la lucha por el botín produjo primeramente el debilitamiento de los Rurales y luego su definitiva disolución.

    Me interesé en los Rurales hace aproximadamente 10 años, al participar en un seminario para estudiantes de posgrado dirigido por la doctora Nettie Lee Beenson en la Universidad de Texas. Le agradezco que me haya alentado, y también siento gratitud hacia mis numerosos amigos mexicanos y estadunidenses que con tan buena voluntad me aconsejaron, alentaron y calmaron a lo largo del camino.

    PAUL J. VANDERWOOD

    San Diego, California, Estados Unidos, 1979.

    I. LOS PRIMEROS ESFUERZOS DE MÉXICO POR LA SEGURIDAD INTERIOR

    ¡VIVAN LOS RURALES! aclamaba el pueblo a la policía rural montada cuando ésta desfilaba por el elegante Paseo de la Reforma. Los hombres agitaban el sombrero y levantaban la botella de tequila para saludarlos al pasar, mientras las mujeres arrojaban rosas a aquellos jinetes vestidos con espléndidos uniformes. Hasta los diplomáticos extranjeros aplaudían con entusiasmo a estos policías, que respondían a las aclamaciones con emoción apenas perceptible. Verdaderamente la popularidad de que gozaban en la capital los componentes del cuerpo de policía rural llegaba a proporciones casi legendarias.¹

    Con uno de aquellos desfiles se iniciaban las celebraciones típicas del 5 de mayo en el Distrito Federal durante el gobierno de Porfirio Díaz (1876-1911). El año preciso no importa, pues el correr del tiempo no había hecho variar gran cosa la forma en que los mexicanos celebraban la victoria que en 1862 obtuvieron sus compatriotas sobre los invasores franceses en Puebla. Después del desfile serían pronunciados los tronantes discursos, habría acróbatas que actuarían en la Alameda, en la noche se iluminaría el Zócalo con fuegos artificiales y el día terminaría con las fiestas y bailes dados principalmente por las familias acomodadas de la ciudad.²

    Para la generalidad del público, la presencia de la policía rural en la columna militar que desfilaba era uno de los momentos más emocionantes del día, a lo cual la multitud respondía con entusiasmo. En el desfile, sus miembros daban una magnífica impresión; eran alrededor de mil hombres, elegantemente vestidos con uniformes de cuero suave de color de ámbar, con botonadura de plata y con el acento del toque rojo que en el cuello les daba la ancha corbata. Se distinguían por sus amplios sombreros, también ricamente adornados, y por sus pantalones de piernas abiertas hasta abajo pero unidas por una serie de botones ornamentales; pasaban a caballo erguidos en sillas llevadas por monturas casi todas iguales. El inspector general del cuerpo, Francisco M. Ramírez, encabezaba el contingente y provocaba ruidosas aclamaciones. Tenía más de 70 años y se le reconocía inmediatamente por su barba blanca y por la barroca ornamentación en plata de su uniforme y de su silla.

    El inspector, aunque pertenecía a la más alta capa social de la capital, gozaba de una inmensa popularidad, pues no sólo era por su cargo un personaje pintoresco, sino que también disfrutaba de un respeto bien ganado por su patriotismo en la lucha guerrillera que durante cinco años de la década de 1860 se desarrolló en México para librar al país de los franceses. Un sentimiento nacional semejante rodeaba a toda la organización, ya que efectivamente algunos de sus miembros habían formado parte de las guerrillas leales a la república que combatieron contra los franceses. Sus uniformes, además, favorecían tal imagen, pues eran trajes de charro, atuendo rural que los mexicanos siguen considerando como representativo de su tipo nacional. En las exposiciones extranjeras, los Rurales aparecían como representantes tanto del pueblo mexicano como del gobierno. En suma, eran una policía rural cantada en verso, objeto de brindis presidenciales y aclamada por el público de una manera que exageraba sus habilidades y cubría sus obras (también las malas) con motivos románticos. Obviamente, los Rurales eran un símbolo del nacionalismo mexicano.³

    Según una tradición anual, varios días antes del desfile del 5 de mayo, el cuerpo era objeto de un gran banquete-homenaje celebrado en el restaurante más lujoso de la capital, el Tívoli Ceballos, situado frente al Paseo de la Reforma y en medio de espléndidos jardines. En un salón anexo los artistas de la Academia de San Carlos presentaban una exposición de los uniformes y el equipo usados por los miembros del cuerpo, compuesto de sombrero, chaqueta corta, sarape rojo, sable, canana y carabina. El interior del Tívoli se adornaba con palmas, flores, banderas y colgaduras tricolores, y en la gran sala de fiestas se ponía una mesa en forma de herradura, lista para recibir a los 200 invitados. Un gran arreglo floral, coronado por un águila en vuelo y colocado como fondo de un busto del presidente Díaz, señalaba el lugar de honor. El menú tenía un carácter claramente extranjero: poulet à l’ anglaise, filets de boeuf Colbert, paté de fois gras aspic y salade cresson. Otros años, en cambio, había sido más conforme a la imagen nacional de los Rurales: mole, carne asada al pastor y pulque, como debía corresponder en un banquete campesino.

    El día del banquete, a las nueve de la mañana, los policías rurales montados formaban valla a lo largo del Paseo de la Reforma desde el Bosque de Chapultepec hasta la Glorieta de Colón para esperar el paso de la carroza del presidente Díaz, quien se presentaba tres horas después, y desde el balcón del Tívoli pasaba revista a los jinetes que desfilaban en compacta formación. Los altos funcionarios del gobierno mexicano, el gabinete, jefes militares, diplomáticos extranjeros, corresponsales de prensa, poetas, novelistas, y casi incidentalmente los oficiales del cuerpo policiaco se reunían para el banquete, sin que asistiera ningún representante de la tropa de los Rurales. Porfirio Díaz pronunciaba un brindis en honor de los Rurales, calificados de garantes de la seguridad interior de la república; en una ocasión declaró que los agricultores dependían de estos policías rurales para conservar sus propiedades libres de ladrones, y que los miembros del cuerpo eran igualmente los guardianes de la virtud de las mujeres y los niños.

    En aquella ocasión, en su respuesta al presidente, Ramírez le agradeció la atención que personalmente daba a la organización. Los miembros del gabinete y otras altas personalidades oficiales pronunciaron floridos brindis, y Juan de Dios Peza, uno de los principales poetas mexicanos del momento, escribió en el reverso de un menú un elogio a los Rurales, a los que calificaba de mexicanísimos y sabios guerreros, duros y orgullosos, que traían a la mente las épocas inmortales en que el pueblo había derrotado a los invasores zuavos, y terminaba proponiendo un brindis a sus futuras glorias no con vino, que no había sido hecho para ellos, sino con pulque.

    En aquella ocasión, el improvisado poema de Juan de Dios Peza provocó fuertes aplausos; después los concurrentes se dispersaron formando pequeños grupos de conversación particular y luego pasaron a la lujosa sala de juego, donde el regocijo continuó entre las bebidas que corrían.

    En general, los miembros de la policía rural tenían muy poco qué hacer en la capital, aparte de ocuparse de sus asuntos con los altos funcionarios del gobierno y de participar en el desfile y banquete anuales. Las funciones de esa organización se llevaban a cabo en general por medio de destacamentos acantonados en distritos remotos de la república, donde la distancia, el terreno y una administración poco eficaz los protegían de una necesaria vigilancia de sus actividades, de una prensa inquisitiva y de la atención de un público como el del Distrito Federal, más refinado pero no extraordinariamente interesado en ellos. Y si quizá los habitantes de la Ciudad de México participaban en forma abstracta en la gloria de los Rurales, muy poco sabían o reconocían acerca de las actividades de dicha organización policiaca en la práctica. Le atribuían el mérito de haber dado la paz a la nación, y era indudable que sus miembros habían contribuido a contener el desorden que imperaba en el campo mexicano, capturando bandoleros, vigilando los caminos nacionales, protegiendo a los viajeros contra los delincuentes y participando a veces en trabajos cívicos voluntarios. También se les empleaba en las haciendas para mantener el orden entre los peones oprimidos, y en las fábricas para calmar a los obreros que tuvieran inclinaciones sindicales, funciones en las que los Rurales sabían ser brutales.

    Por ejemplo, se encargó a los Rurales el mantenimiento del orden en la plantación de tabaco La Oaxaqueña, en Veracruz, cuyos trabajadores eran principalmente enganchados, es decir delincuentes de poca monta, inmigrantes chinos y japoneses, e indios yaquis. Pues allí la policía rural literalmente dobló sus sables golpeando a los trabajadores. Para aterrorizarlos, los azotaban con vergajos y los vigilaban, armados y a caballo, desde las rejas de la plantación para impedir que se fugaran. Aquellos rurales tomaron tan en serio su deber de capturar a los fugitivos, que sus caballos enflaquecieron y quedaron exhaustos de fatiga.

    Las mujeres de esos trabajadores también eran objeto de continuos abusos, y como no había nada que por fuerza las atara a su miseria, continuamente trataban de huir de ella. Las circunstancias que reinaban en la hacienda La Oaxaqueña hicieron necesario que los Rurales condujeran a las mujeres a la presencia del juez del lugar, el cual inmediatamente ordenó que se les impidiera legalmente abandonar las plantaciones, autorizando a la policía rural a detener a cualquiera de ellas que pretendiese escapar.

    En las noches, el mísero dormitorio de los trabajadores era vigilado por los guardias. Si entre los jornaleros surgía cualquier discusión o pleito, no se escapaban de una buena zurra propinada a golpes de sable, ya fueran hombres o mujeres, y era inútil ir a protestar ante el teniente que mandaba el destacamento policiaco por tales brutalidades, pues éste militaba en el bando de los opresores. En realidad, era él mismo quien había ordenado a sus hombres, poco dispuestos a hacerlo, que golpearan a los trabajadores. Por lo general, el obrero que se quejaba ante el comandante sólo atraía sobre sí una serie de malos tratos de que éste mismo lo hacía objeto. El bienestar de los peones no era objetivo suyo, y prefería ser amigo de los encargados estadunidenses de la plantación e imitar su manera de vestir inglesa o yanqui. Sus propios hombres lo despreciaban como a un lacayo, y él, para protegerse, daba a su superior informes falsos sobre sus actividades y las condiciones reinantes en la plantación. Era normal que recibiera órdenes de los encargados estadunidenses de la finca y no de sus superiores mexicanos, y tales servicios eran remunerados por los administradores extranjeros. Según parece, en la oficina del inspector general del cuerpo policiaco en la Ciudad de México no se tenía la menor idea de que tales condiciones existieran en La Oaxaqueña, pues en el cuartel general la atención se dedicaba más bien a los desfiles y banquetes que a vigilar adecuadamente los actos que la organización llevaba a cabo en el campo. O tal vez a nadie le importaran tales abusos. El contraste entre los espléndidos desfiles y las degradantes condiciones en que se encontraban los trabajadores de La Oaxaqueña demuestra que la imagen de los Rurales no era exclusivamente ni la que presentaban en las ceremonias de la capital, ni la de su actuación en la plantación de La Oaxaqueña, sino una clara mezcla de una y otra.¹⁰

    Como institución, tenían los Rurales sus héroes y sus villanos, pues por una parte sus componentes realizaban actos notables de valentía y lealtad, pero por la otra el porcentaje de deserciones era sumamente elevado. Mantenían el orden, pero había ocasiones en que creaban el desorden. Una cuidadosa administración no bastaba para impedir que la organización cometiera graves abusos en su política básica, y a pesar de su fama como jinetes extraordinarios había Rurales que no sabían montar. Estaban al servicio de las autoridades locales, de los propietarios rurales y de las empresas industriales, pero no era raro que se vieran envueltos en conflictos con estos mismos intereses. Aunque combatían el bandolerismo, no libraron de bandidos al país, y si fueron tema de muchos escritos polémicos, en general los autores de éstos los empleaban como excusa para expresar su actitud hacia el régimen porfirista y no para juzgarlos directamente como fuerza rural de policía. Mas los Rurales no eran ni creación de un solo hombre ni institución mexicana autóctona, sino el producto de una evolución laboriosa que había llevado siglos de pruebas y errores. México adaptó este tipo de organización a sus propias necesidades, pero las raíces de ésta se encontraban en la España medieval.

    En la Edad Media, el bandolerismo fue una plaga endémica en la península ibérica, como en México a raíz de la independencia (1821). En uno y otro caso la delincuencia fue fomentada por las disensiones políticas, y una geografía propicia le aseguró el buen éxito. En este tipo de actividad encontraban medios de vida diversos grupos mal definidos de hombres armados e inquietos, hambrientos, desocupados, resentidos con los poderosos, descontentos de su suerte o rencorosos hacia sus amos, entre otros. En algunos casos, sus depredaciones tenían un matiz de lucha civil, es decir, lanzaban sus ataques en nombre de alguna doctrina política vaga. Así, en la España medieval los Lara y los Castro dieron la pauta a los bandoleros, mientras que en el México del siglo XIX éstos se autocalificaban de liberales o conservadores, o de lerdistas o porfiristas. En ambos países, estas condiciones hicieron necesaria la fundación de fuerzas de seguridad interna.

    En España, las villas y ciudades respondieron a la necesidad de defenderse ya fuera contra la rapacidad de los nobles o contra la audacia de los bandoleros mediante las confederaciones armadas llamadas hermandades. No está muy claro, históricamente, cuándo fue fundada la primera de aquellas organizaciones cuyo propósito específico fue proteger los caminos y los campos contra el bandidaje, pero Enrique IV de Castilla y León, que reinó de 1454 a 1474, ordenó a los cabildos que recurrieran a algún medio para combatir esa forma de delincuencia. Por ello fueron creadas las hermandades, que esencialmente eran fuerzas de policía montada armadas de ballestas y que aplicaban una justicia sumaria a los salteadores de caminos a quienes lograban sacar de sus escondrijos. Isabel la Católica, al ascender al trono de Castilla en 1476, abolió las hermandades municipales porque éstas habían adquirido tal fuerza que eran un peligro para la autoridad real, pero las sustituyó por la famosa Santa Hermandad, fuerza de carácter real y de autoridad más limitada que sus predecesores, financiada por los organismos locales. Por ejemplo, se limitó su autoridad a los delitos de robo, asalto en despoblado y quema de cosechas en las aldeas de menos de 30 habitantes. Cuando en 1479 Castilla y Aragón se unieron, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, ampliaron la jurisdicción de la Santa Hermandad a ambos reinos, pero ésta no tardó en decaer y ya para fines del siglo sus actividades eran casi nulas.¹¹

    En sus colonias americanas España muy pronto tuvo graves problemas debidos al bandolerismo. Mediante un decreto fechado el 7 de diciembre de 1543, las autoridades municipales de la Nueva España tuvieron a su cargo los casos criminales antes asignados a las hermandades; pero como no cumplieron adecuadamente con este deber, las Audiencias de Guadalajara y México fueron inquietándose cada vez más por la propagación de las actividades delictivas en el campo. En respuesta a las peticiones de dichos tribunales, el virrey Luis de Velasco estableció en 1553 la Santa Hermandad en la Nueva España, dándole amplios poderes para perseguir y castigar a los bandoleros. A pesar de ello, los casos de bandidaje que se presentaban ante las altas autoridades judiciales siguieron siendo abundantes. Tratando de poner remedio a esta situación, se fue ampliando la jurisdicción de los tribunales menores para juzgar los casos de delitos cometidos en despoblado, hasta el grado de autorizárseles imponer la pena capital. Sin embargo, con mucha frecuencia los jueces locales abusaban de sus extraordinarias facultades, por lo cual en 1601 se dispuso que los casos que ameritaran un severo castigo quedaran sujetos a revisión por parte de los tribunales superiores.¹²

    Cuando en 1631 llegaron a oídos de la Corte en Sevilla las quejas procedentes de la Nueva España por el aumento del bandolerismo, el letargo judicial y la ineficacia de la hermandad fundada por el virrey Luis de Velasco, Felipe IV dispuso que ésta fuera reorganizada en la colonia según el modelo de una institución semejante que había existido anteriormente en Segovia. El juez mayor de la nueva Santa Hermandad estableció su cuartel general en la ciudad de México y designó jueces auxiliares en las poblaciones de más de 30 vecinos; se formó, para ponerla a su disposición, una milicia de 2 000 hombres que perseguiría a los bandoleros en el campo para que los tribunales especiales de la organización los sometieran a proceso y les aplicaran prontamente justicia.¹³

    La campaña contra el bandidaje fue reforzada también con otras medidas. Por ejemplo, los jueces municipales conservaron muchas facultades relativas a los delitos cometidos en despoblado; un decreto virreinal prohibió que las iglesias dieran asilo a los proscritos durante más de tres días; y los soldados acusados de bandolerismo quedaron privados de la protección que les otorgaba el fuero militar. Se limitó de varias maneras el derecho a llevar armas de fuego, prohibiéndose a los indios que lo hicieran, y se declararon ilícitas las reuniones de más de tres negros; ya existía una ley general contra las peleas públicas a puñetazos, y a algunos vagabundos potencialmente problemáticos se les dieron tierras para tratar de convertirlos en agricultores.¹⁴

    Pero a pesar de todo, el bandidaje subsistió, ayudado por los malos caminos que no permitían perseguir con celeridad a los bandoleros por las extensas zonas casi despobladas que les permitían ocultarse con gran efectividad, por la corrupción oficial, los trabajos forzados, la esclavitud y el contrabando, y por la desilusión de los españoles que, llegados de Europa esperando encontrar grandes riquezas —o por lo menos tener una vida fácil—, sólo habían encontrado en cambio fatigas, dificultades y abusos por parte de las autoridades. Ya en el siglo XVIII esta situación era tan aguda que había alcanzado un nivel crítico.¹⁵

    Así, en 1703 los vecinos de Querétaro, aterrorizados por el bandolerismo de que estaban rodeados, solicitaron del virrey duque de Linares el permiso de establecer su propia fuerza de policía rural, a la cual se proponían atribuir considerables facultades judiciales. El duque accedió y nombró a Miguel Velázquez de Lorea juez mayor de un tribunal especial, cuya sede fue Querétaro y que recibió el nombre de La Acordada, porque debía funcionar de acuerdo con la Audiencia, que era el supremo tribunal de justicia. Dieciséis años después, el virrey amplió a todo el virreinato el experimento queretano.¹⁶

    La Acordada era un tribunal ambulante que tenía la facultad de procesar delincuentes, al margen del sistema judicial. Contaba con aproximadamente 2 500 representantes que se ocupaban de funciones policiacas y detenían a los acusados no a cambio de un sueldo, sino por el honor y la autoridad que les confería esa posición. En sus primeros tiempos, las actividades de este tribunal se caracterizaron por la rapidez de sus juicios y la severidad de sus sentencias, lo cual le dio una fama que, unida a las quejas de las autoridades locales de que la Acordada usurpaba sus funciones, hicieron necesaria su reforma. Por ejemplo, se reconoció a los sentenciados el derecho de apelación ante la Audiencia o el virrey. Durante el siglo en que existió, la Acordada juzgó alrededor de 60 000 casos en que hubo más de 62 000 acusados, poniendo en libertad a más de la mitad de ellos por haberlos declarado inocentes. A los convictos los sentenciaba a ser azotados, los condenaba a trabajos forzados en obras públicas, al exilio, los entregaba a la Inquisición o a otros tribunales, los mantenía presos en unas condiciones que provocaron la muerte de más de 1 200 de ellos por enfermedad. Además, la Acordada dictó unas 900 sentencias de muerte, ejecutadas en la horca o mediante flechas, y como escarmiento los cadáveres eran exhibidos colgados de un árbol cerca de la escena del delito.¹⁷

    El problema del bandolerismo en México se intensificó con la independencia. La Constitución española de 1812 había abolido la Acordada,¹⁸ pero la supresión de esta institución, a pesar de todas sus imperfecciones, privó al virreinato de su única fuerza de seguridad pública, precisamente en el momento en que la agitación política había servido de estímulo a una nueva oleada de bandolerismo. El ejército, ante la amenaza de una rebelión general y ya de por sí dividido, tendía a ocuparse de conservar la paz más bien en los grandes centros de población y raramente se ocupaba de perseguir a los delincuentes que operaban en despoblado. Además, no existía una clara voluntad de combatir a los salteadores de camino real, que muchos consideraban patriotas y no bandidos en la época de la guerra de independencia. Mas al lograrse la ruptura total con España los vencedores, dueños de la capital, reconocieron la necesidad de tomar prontamente medidas de seguridad pública no sólo para que la nueva nación sobreviviera, sino también para garantizar su propia posición política.

    Al derrumbarse el autoproclamado imperio de Iturbide, los dirigentes del país escogieron el sistema federal de gobierno, el cual asignó a cada uno de los estados la responsabilidad de conservar la seguridad pública en su territorio. Tal era la voluntad de la mayoría de los gestores del poder local, que temían que una policía rural sometida a la autoridad federal pudiera convertirse en una fuerza política poderosa que se usara como instrumento político de un gobierno nacional centralizador. También había que considerar el problema de financiamiento de la fuerza federal de policía. La hacienda pública de la nación no soportaba ninguna nueva carga aparte de las que ya tenía, y sencillamente era incapaz de financiar un cuerpo de seguridad, ni hubiera contado con medios económicos para asegurarse su

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