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Morelos
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Morelos

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Con su prosa ceñida y directa, plena de contrastes iluminadores, Fernando Benítez ha escrito un testimonio de admiración por Morelos. Este original repaso histórico de la vida pública del "Generalísimo" nos ofrece la oportunidad de conciliar la acción y la reflexión democráticas e igualitarias, como paradigma del hombre que piensa y que lucha siempre en pos de la constitución y la consolidación de un país libre y soberano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 mar 2014
ISBN9786071618979
Morelos

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    Morelos - Fernando Benítez

    Mexico

    INTRODUCCIÓN

    La mayor figura política y militar de la Independencia es José María Morelos y Pavón (1765-1815). Desde joven tuve una gran admiración por Morelos y todo lo moreliano. Un día visité Churumuco, pueblo michoacano de donde fue cura. Mis amigos me advirtieron que la construcción de una presa había formado en la región una gran laguna. Tomamos un bote y llegamos a la barda del atrio que sobresalía unos dos metros y me trepé en ella; me desnudé, y a nado logré tocar con una mano la clave de la puerta de la iglesia, que estaba completamente inundada. Era una especie de alberca y decidí nadar, pero mis amigos me dijeron que saliera pronto ya que andaba por ahí un lagarto que había causado algunas muertes. Salí con pena.

    Luego de mirar el desastre y el olvido del lugar, pensé en los ideales de Morelos, que cristalizaron en la Constitución de Apatzingán, por la que luchó el libertador; sus principios yacían en el fondo de nuestra trágica historia.

    La lucha de Independencia la inició el domingo 15 de septiembre de 1810 Miguel Hidalgo, el párroco de Dolores, y se puso en marcha hacia Guanajuato con un improvisado ejército que aumentaba continuamente.

    Sin embargo, la carrera militar de Hidalgo duró sólo un par de meses y murió dignamente ante el paredón. La causa de la insurgencia quedó en manos de otro párroco aldeano, José María Morelos. Mucho más radical que Hidalgo, como lo demostró en su acta de Independencia y en su Decreto Constitucional, Morelos era también dueño de un talento estratégico que le permitió dirigir brillantes campañas, poner en jaque a los realistas y resistir en Cuautla el sitio de Calleja, hasta que finalmente fue derrotado en Valladolid (la ciudad en que nació y que hoy se llama, en su honor, Morelia) por un oficial criollo, Agustín de Iturbide. Morelos amenazó siempre la ciudad de México pero sólo entró en ella como prisionero en 1815. Estuvo en la Ciudadela, fue degradado sacerdotalmente en la Inquisición y lo ejecutaron en San Cristóbal Ecatepec, donde los virreyes cambiaban de ropa y carruaje para hacer su entrada triunfal.

    Morelos dio su vida por la Independencia de México; defendió la igualdad de todos los mexicanos, su absoluta libertad y su trato fraternal. Deseaba que la población de la patria liberada gozara de todos los derechos consagrados en la Carta Magna. De entonces a la fecha hemos tenido muchas constituciones, pero no han sido obedecidas ni respetadas.

    Morelos se sacrificó para salvar la Constitución. Se adelantó a Lincoln en decretar la anulación de la esclavitud. Asimismo, se anticipó cien años a Emiliano Zapata en el reparto de tierras de los grandes latifundios en manos de terratenientes. En ese periodo, es casi increíble que el cura de un poblacho defendiera unas ideas que hoy las Naciones Unidas tanto se empeñan en cristalizar.

    Con acierto, Alfonso Teja Zabre afirma lo siguiente:

    Morelos tuvo los golpes de genio que le faltaron a Hidalgo; el prestigio militar que no conoció Juárez; la victoria, que negó a Degollado sus laureles; la muerte luminosa y tremenda en las aras de la Patria que no fue concedida por el destino ni a Juárez ni a Zaragoza para coronamiento de sus vidas heroicas. El hombre que desdeñó el título de Alteza y prefirió ser llamado Siervo de la Nación; el que antes de morir reconoció a Hidalgo como su maestro, aceptaría sin duda, mejor que la soledad olímpica de un trono imaginario, la compañía de sus hermanos en patriotismo y grandeza, todos reunidos y equiparados.

    LIBRO I

    ANTECEDENTES

    E INICIO DE LA LUCHA

    DE INDEPENDENCIA

    ESPLENDOR Y FIN DE UNA ÉPOCA

    Cuando el barón de Humboldt visitó México escribió: México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población. Hablando de fortunas, Humboldt puntualiza que en Lima, el vecino más rico sólo alcanzaba una renta anual de 4 000 pesos; en Caracas, los más prósperos hacendados percibían 10 000 pesos; en La Habana, el cultivo de la caña de azúcar y el empleo de esclavos negros proporcionaba una renta de 30 000 a 35 000 pesos, mientras en México había hacendados que, aparte de las minas, disfrutaban una renta anual de 200 000 pesos fuertes.

    El conde de la Valenciana poseía fincas en el altiplano valuadas en 5 000 000, sin contar los 70 000 pesos de ganancia que le dejaba su famosa mina; el conde de Regla, gracias a la veta de La Vizcaína, pudo regalarle al rey dos grandes navíos de caoba, y el marqués de Fagoaga obtuvo un beneficio neto de 4 000 000 en cinco o seis meses de explotar una sola veta. Sin embargo, el dinero ganado rápidamente —subraya Humboldt— se gasta con la misma facilidad.

    En un país que desde el siglo XVI fue exportador de metales preciosos, la minería constituyó una pasión desenfrenada, un juego peligroso y obsesivo que, de la noche a la mañana, convertía a un pobre emigrante en multimillonario o lo volvía a sumir en la miseria. Los mineros entregaban enormes sumas a charlatanes que los metían en locas empresas; un solo pozo costaba 400 000 pesos y muchas veces un proyecto arriesgado puede absorber en pocos años las ganancias de las vetas más ricas. El desorden propio de las grandes casas de la Vieja y la Nueva España determinaba que a veces un minero con una renta de medio millón de francos se encontrara empeñado, aunque viviera en un palacio y dispusiera, como único lujo, de varios tiros de mulas.

    Los mineros eran extraordinariamente generosos. Fagoaga le prestó 700 000 pesos a un amigo que los perdió en una mina ruinosa. Todo el gremio contribuyó con 800 000 pesos para que el Tribunal de Minería emprendiera grandes obras, y la escuela construida por Tolsá les costó 600 000 pesos. Tal es —comenta Humboldt— la facilidad con que pueden llevarse a efecto vastos proyectos en un país en que las riquezas pertenecen a un corto número de individuos.

    Existían propietarios de extensas tierras muy ricos, entre los cuales sobresalía naturalmente el duque de Monteleone, heredero de Cortés, que nunca vino a México y recibía 110 000 pesos anuales, o comerciantes monopolistas, casi todos españoles, de considerables fortunas. Y en contraste con estos próceres, hormigueaban en las ciudades de la Nueva España miles de zaragatos y huachinangos —indios o mestizos— que pasaban la noche al raso y en el día se tendían al sol cubiertos con una manta.

    DESIGUALDAD

    Los contrastes se multiplicaban. Mientras el arzobispo de México percibía una renta de 130 000 pesos anuales —superior a la de muchos soberanos de Alemania—, parte del clero gime en la mayor miseria, y para dar un ejemplo de esta desigualdad diremos que el obispo de Valladolid ganaba 100 000 pesos, en tanto que un cura como Morelos obtenía 100 pesos anuales, expoliando a sus feligreses de tal modo que le declararon una huelga.

    Humboldt calcula que los bienes raíces del clero no llegaban a dos millones y medio, pero sus capitales invertidos en hipotecas ascendían a la suma de 44 millones y medio de pesos. Los centenares de bancos actuales figuraban en las sacristías cubiertas de santos, quienes sin duda las protegían más eficazmente que nuestra policía bancaria, provista de metralletas pero despojada de armas sobrenaturales.

    Al principiar el siglo XIX la preocupación social del color de la piel había desplazado enteramente la preocupación religiosa por determinar si la gente descendía de cristianos viejos, de judíos o de protestantes. El color no engañaba ni podía disimularse. Si los españoles fueran negros, hubieran discriminado a los blancos, pero como esto obviamente no era así, la clase dominante había establecido desde el siglo XVII un patrón racial inflexible que especificaba las menores gradaciones del color. Los negros puros, tan abundantes en el XVI, se habían extinguido y sólo perduraban pequeños grupos en las regiones costeras. La medición de las mezclas raciales era enteramente arbitraria y los mulatos se defendían como antes se defendían los descendientes de judíos, adquiriendo certificados de limpieza de sangre. Pero, con papeles o sin papeles, eran discriminados.

    Los mestizos, tan abundantes como los indios —más de la tercera parte de la población total—, también eran objeto de una rigurosa clasificación no exenta de desprecio humorístico. El español, llamado gachupín o chapetón, figuraba en lo alto de esta abigarrada pirámide. Ocupaba los cargos importantes, oficiales, religiosos, comerciales y se sentía superior a todos, por inculto y estúpido que fuera. Los criollos, en número abrumador, los odiaban a causa de su poder y de su insolencia y se llamaban orgullosamente a sí mismos americanos. Las castas suponían una revoltura espantosa que en vano se trataba de introducir en un molde rígido.

    Los indios eran los indios y siempre fueron los indios. Se distinguían no sólo por su color bronceado, su liso y abundante pelo, su escasa barba, sus ojos negros, sino por su silenciosa mansedumbre, su recelo inquebrantable, su afrentosa miseria y desnudez, aunque algunos fueran ricos o caciques implacables de los suyos. Tratados como seres inferiores o menores de edad, cargados de desprecio, apartados de la educación, sin derechos propios, componían la masa pasiva sobre la cual recaían la servidumbre y el peso de los más duros trabajos.

    Los escritores colonialistas han descrito el virreinato como una época de unidad y de paz sustraída a las guerras y a las vicisitudes europeas, pero lo cierto era que todos los miembros de aquella sociedad desigual se odiaban entre sí, y no estallaba la lucha de clases porque estaban sometidos a una dura represión.

    Al parecer reinaba la paz en los campos, en las ciudades, en el gobierno, a tal grado que el mismo Humboldt en 1804 no podía presentir que seis años después todo aquel edificio habría de derrumbarse.

    DONDE LOS PRESAGIOS SE CUMPLEN

    Todo lo que anunció Goya en su cuadro de la familia real ha llegado a su desenlace. Godoy ha terminado por aliarse a Napoleón y lucha contra Inglaterra.

    El hijo primogénito de Carlos IV, el futuro Fernando VII, heredero de la corona, odiaba, como era de esperarse, a Godoy y a su madre, conocía sus relaciones, se carteaba con Napoleón y conjuraba, pero Godoy se le adelantó y el mismo rey acusó a su hijo públicamente de traidor y lo hizo encarcelar. Fernando, acobardado, denunció a sus partidarios, y Godoy, temeroso del amor que le profesaba el pueblo a su príncipe, hace que el rey se desdiga, e invocando sus sentimientos paternales, lo perdone, aunque ya es tarde para todos.

    La noticia de la rebelión de Aranjuez y de la caída de Godoy le llegó al virrey en plena feria de Tlalpan, y fue visible su turbación y descontento. Habían sido borrados del mapa su protector, el jefe de la mafia, su amante, la reina María Luisa, su engañado monarca Carlos IV, y el que gobernaba en ese momento era su enemigo Fernando VII.

    En la Nueva España, don José de Iturrigaray, un soldado de carrera que inició su gobierno en 1802, no era noble como lo fue el marqués de Branciforte, si bien lo excedía en codicia y mediocridad. La venta de toda clase de empleos, de grados militares a los criollos, de concesiones a cambio de regalos y propinas, le habían permitido acumular una gran fortuna; y no era sólo el virrey el que daba un ejemplo de corrupción, sino su mujer, doña Inés de Jáuregui, sus familiares, sus camareras y sus criados, encargados de negociar la entrega de estanquillos, el reparto de azogue y hasta el papel empleado en las fábricas de tabacos.

    Entre tanto, los sucesos en España se precipitaban. Napoleón, decidido a terminar con la familia real, la convoca a Bayona, adonde acude sin saber lo que le esperaba.

    La vieja reina y su marido cubren de injurias y denuestos a su hijo ante Napoleón erigido en juez. Fernando, que fue siempre un cobarde, renunció en su padre a la corona y Carlos IV le cedió sus derechos y los de todos sus familiares al dueño de Europa. En una palabra, regaló España a los franceses. Poco después un congreso de notables, seis representantes de América, el Consejo de Castilla y el ayuntamiento de Madrid le pidieron a Napoleón que ocupara el trono su hermano José, entonces rey de Nápoles.

    Fernando, el peor de todos, le dio las gracias a Napoleón por despojarlo de su corona y felicitó a José, el nuevo monarca usurpador; pero el pueblo, que desconocía su abyección —más tarde conocería su despotismo— y veía en él a un príncipe desgraciado, se sublevó el 2 de mayo y dio comienzo la guerra que habría de cambiar el destino de Europa.

    LA SOBERANÍA DEL PUEBLO

    El ayuntamiento de la Nueva España, ante semejante vacío de poder, bajo masas y desplegando gran pompa ceremonial visitó al virrey y le propuso reuniera en una junta a las autoridades del reino para constituir un gobierno provisional, a lo que se opuso la Audiencia alegando que el poder legítimo sólo podía derivar de España.

    Después de una larga, enconada disputa, la junta se celebró en Palacio el 9 de agosto de 1808, cuando los franceses gobernaban la Península. El licenciado Verdad y Ramos, síndico del cabildo, dijo que, por la falta del monarca, la soberanía había vuelto al pueblo y volvió a insistir en la necesidad de formar un gobierno provisional.

    Propuso en conclusión —escribe Lucas Alamán— que el virrey y la Junta proclamasen y jurasen por rey de España y de las Indias a Fernando VII; que jurasen igualmente no reconocer monarca alguno que no fuese de la estirpe real de Borbón, defender el reino y no entregarlo a potencia alguna o a otra persona que no fuese de la familia.

    El inquisidor decano, don Bernardo de Prado y Ovejero, calificó de proscrita y anatematizada por la Iglesia la proposición del síndico, y el oidor Aguirre preguntó a Verdad cuál era el pueblo en quien había recaído la soberanía. Verdad contestó que recaía en las autoridades constituidas, a lo que respondió Aguirre que ése no era el pueblo y afirmó que no penetraba más en el sentido dado por el síndico, ya que juzgaba peligroso hacerlo delante de ciertos concurrentes, aludiendo a los gobernadores de las parcialidades indias de San Juan y Santiago, ahí presentes.

    La Audiencia, con sus fiscales, era partidaria de reconocer a la Junta de Sevilla —sus representantes se encontraban ya en México— o a

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