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Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, II: El caudillismo
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Libro electrónico341 páginas6 horas

Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, II: El caudillismo

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Este volumen se inicia con la infancia y la juventud de Lázaro Cárdenas, joven soldado que se va abriendo paso en una época tormentosa hasta ocupar la presidencia a fines de 1934.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 abr 2015
ISBN9786071628411
Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, II: El caudillismo

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    Lázaro Cárdenas y la Revolución mexicana, II - Fernando Benítez

    HANK

    CÁRDENAS: INFANCIA Y JUVENTUD

    DE UN SOLDADO REVOLUCIONARIO

    TODAVÍA en 1911, millares de pueblos no habían sido alcanzados por la revuelta y conservaban su antigua apariencia. El pueblo de Jiquilpan era uno de ellos. Situado al noroeste de Michoacán, en las vecindades del lago de Chapala, tenía más comunicación con Guadalajara, la capital de Jalisco, que con Morelia, su propia capital. Cuando los arrieros y comerciantes debían emprender un viaje, salían a caballo o en carreta hasta La Palma, una aldea ribereña de pescadores, y de allí, un vaporcito, cruzando el lago, los conducía a Ocotlán, donde tomaban el ferrocarril para Guadalajara.

    Jiquilpan no era otra cosa que un pueblo soñoliento tendido a los pies del vasto y hermoso cerro de San Francisco, llamado Huanimba, lugar de flores en tarasco. Vivía principalmente de los obrajes, talleres donde se fabricaban rebozos granizos, azules y cafés para el mujerío de los pueblos y sarapes teñidos con añil, de lana sin desgrasar y tejido muy compacto que se probaban derramando sobre ellos, ahuecados previamente, un cántaro de agua. Los tales sarapes, según recuerdan los viejos, no calentaban mucho, pero en cambio servían de impermeables durante la época de lluvias.

    Había también curtidores que preparaban suelas, vaquetas, sillas de montar, y algunos herreros.

    Nada parecía haber cambiado en 100 años. Los hilos de color tendidos a lo largo de las calles, las mujeres que cardaban la lana o tejían las puntas de los rebozos, el ruido suave y monótono de los telares o el lejano de los curtidores manejando todo el día martillos, mazos y raspadores, componían un cuadro ya familiar desde la Colonia.

    Los 100 operarios de los obrajes ganaban 25 o 50 centavos y los dueños, trabajando ellos mismos de tejedores, percibían tres o cuatro pesos diarios. Los curtidores, como los herreros, ocupaban lo alto de la pirámide industrial: ganaban cinco pesos y podían vivir con cierto desahogo.

    Jiquilpan era famoso por su leche, por sus redondos quesos frescos y por sus trancas, como se les decía a unos macizos panes de huevo. A pesar de sus obrajes y de estas galas de la cocina aldeana, Jiquilpan sufría una gran pobreza. Sus 1 000 habitantes —excluidos los niños y las mujeres— la pasaban malamente tomando a medias unas tierras, cultivando una o dos hectáreas pedregosas en las faldas del monte o bien ayudándose con la arriería, el comercio ambulante, la emigración temporal, una vaca, dos o tres cerdos y varias gallinas.

    El pueblo, a semejanza de otros de Jalisco y Michoacán, conoció tiempos mejores. Tenía cuatro iglesias, dos plazas arboladas y la distinguía cierto aire de bienestar provinciano que se iba perdiendo a medida que se abandonaba el centro y surgían las bardas de los huertos y las casuchas de adobe de los barrios, uno de ellos reservado a los indios tarascos.

    Los vecinos estaban ligados por estrechos lazos de parentesco y de amistad, conscientes de que era la única manera de sobrevivir en un caserío carente de tierras y de oportunidades. Lo mejor de todo era su dulce clima y su paisaje de montañas azules y verdes llanuras cultivadas. La bugambilia, el jazminero, la jacaranda y los arbustos de flores exquisitas que crecían en los jardines, disimulaban su miseria, así como la bondad y el tono apacible de la vida suavizaban las carencias y sufrimientos de las familias.

    Los tres riquillos del pueblo, llamados don Rafael Quiroz, y don Francisco y don Porfirio Villaseñor, habitaban las principales casas de la plaza mayor, poseían tiendas, algún ganado y alquilaban sus tierras percibiendo la cuarta parte de la cosecha o bien empleaban trabajadores a quienes se les pagaba 50 centavos por cultivar una extensión de 25 pasos cuadrados.

    Desde luego, los Quiroz y los Villaseñor eran unos pobres diablos en comparación con don Diego Moreno, el invisible dueño de Guaracha, y toda la economía de los pueblos vecinos sólo representaba una fracción pequeñísima de lo que suponía el imperio agrícola y ganadero de esa hacienda.

    Un feudo porfiriano

    Erguida sobre una serie de terrazas construidas en la falda de otra anchurosa montaña, aún se levanta la casa principal de Guaracha, ennoblecida por una esbelta arquería dórica. En el conjunto que forman el alto portal, la torre de la iglesia y su gracioso remate semejante a una alcachofa, se advierte la huella de ese clasicismo humano y cálido tan frecuente de hallar en tierras de Jalisco y sin embargo tan divorciado del estilo feudal de aquel tipo de existencia.

    Al dueño de la finca, don Diego Moreno, le bastaba salir al corredor para tener la visión de una parte de sus extensas propiedades. A la izquierda se extendía el lomerío matizado de azules donde se refugia Jiquilpan y a sus pies hasta perderse de vista la Ciénega de Chapala, salpicada de haciendas anexas, de caseríos y montes intrusos.

    Esta ciénega formaba parte de la laguna, pero a principios de siglo, el gobernador Cuesta Gallardo ordenó construir un extenso bordo que partiendo de Maltaraña, una de sus haciendas, llegaba a La Palma, el lugar donde los habitantes de la región se embarcaban hacia Guadalajara. Desde entonces la Ciénega se transformó en una fértil llanura y Guaracha tomó las mejores tierras ganadas al lago, aumentando considerablemente sus posesiones.

    Mucho antes de 1910, Guaracha podía ser vista como una de las haciendas más ricas de México. Aparte de la casa principal, de sus trojes aportaladas y torreadas, de sus establos, huertos y casas —una pequeña ciudad en sí misma— tenía como haciendas anexas Cerro Pelón —el sitio más cercano a Jiquilpan—, Platanal, Cerrito Colorado, Guarachita, San Antonio, Las Arquillas, El Sabino, Guadalupe, Las Ordeñas y Capadero. Aunque posiblemente ni el mismo don Diego podía decir con exactitud cuántas tierras poseía, se calcula conservadoramente que comprendían más de 50 000 hectáreas, pues sus límites llegaban a Chavinda, Cotija, San Ángel, Terécuato y Jaripo, ya cerca de La Barca.

    Era propietario de un ingenio situado a cuatro kilómetros de la hacienda, de 20 000 cabezas de ganado Doran, todas del mismo color bermejo; de mulas, ovejas y caballos y de extensos sembradíos de caña, trigo, maíz y cebada. Don Diego Moreno y más tarde su hijo Manuel, vivían en Guadalajara o en Europa y dejaban la administración de su feudo a don Eudoro Méndez, un hombre de rara capacidad a quien se le pagaba la fabulosa suma de 60 pesos diarios y un porcentaje de las ganancias totales de Guaracha. Don Eudoro era muy celoso de su cargo. No permitía siquiera las intromisiones del amo en los asuntos de su competencia, mas correspondía a la confianza de don Diego cuidando sus intereses con una lealtad y una honradez ejemplares.

    Don Eudoro parecía tener el don de la ubicuidad. Se le veía a caballo cuidando la siega, en el ingenio durante los días de la zafra o en los caminos, atento al desfile ininterrumpido de ganado y de carros jalados por mulas que transportaban a la estación Moreno o a La Palma, el alcohol, el azúcar, el maíz, o el trigo destinados a Jalisco y a México.

    El sistema de trabajo era idéntico al de otras haciendas. José Ceja Manso, un peón acasillado nacido en 1890 me dijo en 1972 que la mayoría de las tierras de Guaracha donde él y su padre nacieron, se cultivaban a medias. La hacienda ponía el arado, los bueyes, la tierra, y el peón su trabajo. José sembraba un total de 20 hectáreas, acompañado de sus hijos, y le tocaba menos de la mitad de la cosecha, pues debía pagar los servicios de un peón señalado por la hacienda, encargado de vigilar que el aparcero no tomara una sola mazorca del sembradío.

    Vivía en una cabaña y la tienda le proporcionaba cuatro almudes de maíz semanarios, 50 centavos para chiles y manteca y un poco de carne. Al final del año le descontaban de su mitad lo que le habían prestado, incluyendo manta o gastos de fiestas, y si algo sobraba, debía guardarlo en su casa. Se le permitía tener una vaca con la obligación de vender el ternero a la hacienda y la menor falta era severamente castigada por la Acordada de la hacienda, compuesta de 15 o 20 hombres bien armados y montados que estaban a las órdenes de don Eudoro y desempeñaban tareas de capataces y de guardias.

    El jefe político de Jiquilpan o el de Guarachita, cabecera del municipio al que pertenecía la hacienda, eran nombrados por el gobernador de Michoacán obedeciendo las sugestiones de don Diego Moreno, de modo que el poder económico y el poder político de la región estaban sujetos a la hacienda y todavía en 1925, Guaracha hacía sentir su influencia en el nombramiento de los presidentes municipales y de los diputados.

    La familia Cárdenas

    Francisco Cárdenas, nacido en Zapotlán el Grande, un pueblo del Estado de Jalisco, había sufrido la suerte de muchos soldados juaristas que combatieron la invasión francesa: al terminar la guerra, sin dinero, sin tierra y sin oficio, se hizo mercader ambulante. En uno de sus viajes conoció a una muchacha de Jiquilpan, llamada Rafaela Pinedo, tan pobre como él, y al poco tiempo se casó con ella y allí vivió tejiendo rebozos y cultivando dos hectáreas pedregosas que rentaba en el monte de San Francisco.

    Tuvo tres hijos, Dámaso el mayor, Lázaro, muerto a los 18 años, y Angelina que no se casó y hasta su muerte encarnó el tipo de la bondadosa tía solterona de los pequeños pueblos del interior de México.

    El porvenir de Dámaso, el único hijo, dadas las condiciones de Jiquilpan, no se presentaba muy halagüeño. Sin duda, desde pequeño ayudó a su padre en la doble tarea de obrajero y de campesino. Más tarde, sin dejar la rebocería, abrió una tiendecita y ejercía el oficio de curandero auxiliado por la lectura de varios libros de medicina y una vieja farmacopea. Tenía lo que se llama una buena mano, ya que alivió las dolencias de muchos vecinos, pero esta nueva actividad no debe haberle proporcionado ingresos suficientes, pues en 1906 rentó un mesón donde instaló una tienda de abarrotes. Para entonces Dámaso Cárdenas se había casado y tenía varios hijos. El primer varón, llamado Lázaro en recuerdo del tío muerto prematuramente, nació el 21 de marzo de 1895 en una casa de la calle de San Francisco, la principal de Jiquilpan, situada en el barrio de la Puentecita. Esta casa, que no guardaba mucha relación con la fortuna de don Dámaso, era la dote que había recibido su mujer Felícitas del Río, nativa de Guarachita, de una madrina rica, tía lejana suya, con la que había vivido en compañía de una hermana desde los ocho años al quedarse huérfana.

    La casa, de tejados y paredes encaladas, disponía de un patio circundado de arcadas al que daban las habitaciones, un huerto espacioso, un pozo dotado de su bomba y una pila donde se bañaba la familia. A partir de 1890 se fue llenando de niños. Primero, nacieron dos mujeres, Margarita y Angelina; luego dos hombres, Lázaro y Dámaso, y terminado este ciclo de parejas, nació una tercera niña llamada Josefina. Doña Felícitas prosiguió su tarea con los gemelos Alberto y Francisco y todavía coronó su maternidad dando a luz un octavo hijo llamado José Raymundo, el benjamín de la familia Cárdenas.

    Los niños no traían su pan en la mano como reza el adagio consolador de los padres fecundos. Don Dámaso, que era un hombre jovial y animoso, para mantener a su creciente familia instaló en su casa otra tienda, con el aditamento de una mesa de billar y mandó pintar un rótulo que cubriendo los negocios unificados decía en grandes letras Reunión de Amigos.

    La situación marchó medianamente hasta fines de 1908, cuando el emprendedor don Dámaso enfermó gravemente de los ojos y debió salir a México donde, gracias a su primo Ramón Pinedo, fue operado de un ojo y al regresar, llevó de regalo el primer fonógrafo de bocina que conoció Jiquilpan. Su vuelta puede calificarse de triunfal. Toda la tarde y parte de la noche el salón de billar se colmó de amigos y de curiosos, y una y otra vez se escuchó el milagro de aquellos cilindros de cera que al ser tocados por la aguja reproducían los acordes de una orquesta o el canto de una soprano que atacaba las notas altas de la Traviata.

    Don Dámaso ya no logró recuperarse. A principios de 1910 cerró las puertas de la Reunión de Amigos y el 7 de octubre de 1911 murió de pulmonía a la edad de 58 años. El médico que lo atendió le había dicho a doña Felícitas: La enfermedad de Dámaso se complica con la pena moral de faltarle lo necesario para sus hijos.¹

    Primeros pasos, primeras letras

    Lázaro, desde los seis años, había estudiado las primeras letras en la escuela privada de Mercedita Vargas y al cumplir los ocho ingresó en la escuela oficial que estaba a cargo de don Hilario de Jesús Fajardo.

    Fajardo, por un sueldo de 30 pesos mensuales, se encargaba de impartir cuatro cursos simultáneos a 300 muchachos y lo asombroso es que cumplía esta tarea de un modo extraordinario. Su rostro oscuro y su revuelta cabellera emergían de un mundo de cabezas inclinadas, sobre las cuales fluía sin cesar un caudal de enseñanzas, que iba de las tablas de multiplicar a las reglas del álgebra, y del abecedario a la conjugación de verbos irregulares pasando por la historia, la geografía y el civismo.

    Maestro nato, exigente o bondadoso según las circunstancias, lo mismo sabía alentar a sus alumnos que castigarlos aplicándoles sobre el pantalón restirado una media docena de varazos. Sus recursos pedagógicos para mantener la disciplina de tantos muchachos, amontonados en dos cuartos, eran ilimitados. Poseía una letra excelente; entre los numerosos héroes que pueblan la historia de México sabía escoger a los mejores y les hablaba siempre de Morelos, el soldado de la Independencia, y de Juárez, el civil que luchó contra el clero, el feudalismo, la invasión francesa, el Imperio de Maximiliano y terminó derrotándolos. Enseñaba bien lo esencial y aun sacrificaba los domingos y los días festivos llevando a su rebaño al rancho de Juan Gallardo, a la Alameda o al cerro de San Francisco.

    Durante los paseos, el buen Fajardo, nativo de Jacona, hablaba de árboles y plantas. Conocía sus nombres, sus cualidades y sus aplicaciones y les decía que el árbol es el mejor amigo de los niños, el que los cobija con su sombra, da salud y enriquece a los países.

    A la escuela oficial, aunque era gratuita, no asistían los hijos de los peones o de los campesinos pobres, ocupados como estaban en ayudar a sus padres. Asistían más bien los hijos de los artesanos, de los comerciantes y de los rancheros. El más rico, Melitón Herrera,² cuyo padre era dueño de un rancho y de una fábrica de cigarros, se hizo famoso porque un tío suyo le había regalado un caballo de ojos zarcos al que llamaban el Mascarillo por tener la cara blanca. Este caballo y otro más, que don Melitón durante las guerras de 1913 escondió en un barranco para que no le fueran robados, oyeron relinchar los caballos de una partida rebelde encabezada por el Jefe Zúñiga en la que figuraba su condiscípulo Lázaro Cárdenas y se unieron a ellos. Unos años después, el mismo Cárdenas le contó que el Mascarillo fue matado en Sonora y ya muerto, el indio yaqui que lo montaba le había puesto un periódico entre las manos, como si el caballo estuviera leyendo, y allí se quedó entre otros muchos, entregado a su eterna lectura.

    La formación de un carácter

    Lázaro era un muchacho un poco extraño. Callado y ligeramente retraído buscaba de preferencia la compañía de los mayores. Las gentes acostumbraban, a la caída de la tarde, conversar sentados en sus equipales fuera de la casa o en los bancos de la Plaza Zaragoza y el muchacho se acercaba a los amigos de su padre, don Esteban Arteaga y don Modesto Estrada, que le hablaban de historia o de botánica. Don Esteban incluso le prestaba libros tan disímbolos como las novelas de Victor Hugo, las del chabacano Juan A. Mateos o las poesías de Antonio Plaza. "No faltó —escribiría Cárdenas en sus Apuntes— la colección de Salgari que compré más tarde a un comerciante ambulante."

    Su tendencia a leer los pocos libros de que disponía Jiquilpan, a reunirse con los hombres ilustrados, su carácter serio y reservado, lo hacían distinto de sus demás compañeros. El mismo Fajardo intuyó algo peculiar en su alumno ya que se abstenía de pegarle con la vara diciendo: No, no, no lo castigo, porque un día será un hombre grande, quizá un gobernador de Michoacán.

    En la temporada de lluvias, los fines de semana o las vacaciones, Lázaro se iba a trabajar con el abuelo. Empuñaba el azadón, removía la tierra, desenyerbaba el campo, cosechaba el maíz, recogía las calabazas o lo ayudaba también en los trabajos de rebocería...

    El estado de los pueblos, sometidos a la servidumbre de la hacienda y la circunstancia de que el abuelo hubiera sido soldado juarista, determinaban que los episodios de aquellos tiempos heroicos en que muchos hombres recorrían el país combatiendo a los franceses, se evocaran sin cesar y se compararan con el congelado presente.

    Jiquilpan era como todos los pueblos de la región, muy religioso, si bien mucho menos que los pueblos de los alrededores donde los curas ejercían un poder casi absoluto. Este matiz era perceptible en su misma casa.

    El padre, don Dámaso, educado bajo la influencia de don Francisco, era un liberal juarista, mientras doña Felícitas fue siempre muy piadosa. Cierta vez que un amigo golpeó sin razón a un muchacho, Lázaro le reprochó el abuso, pero el amigo le arrojó una piedra y Cárdenas con un ladrillo le hirió la cabeza. El padre del chico se quejó amargamente y don Dámaso, ante la gravedad del hecho lo castigó con energía. Intervino la madre. Aquel suceso, que denotaba un carácter violento, no merecía golpes ni ayunos, ni encierros, sino un tratamiento espiritual adecuado. Lázaro debía ser internado en la Casa de Ejercicios, a la que asistían, separados, hombres y mujeres, a fin de que la religión, mediante sus recursos persuasivos y sus inagotables ejemplos morales, limara asperezas y condujera a las almas descarriadas por el buen camino.

    Al día siguiente Lázaro fue llamado al confesionario y el cura le hizo varias preguntas empleando un lenguaje que el chico sólo había escuchado en boca de los ebrios o de los hombres que reñían en la calle. Asqueado, abandonó violentamente el confesionario, sin atender amenazas, haciéndose el propósito de no volver nunca a la Casa de Ejercicios. Como el episodio ocurrió en 1906, cuando tenía 11 años de edad, puede verse en él su primera escaramuza con el agresivo clero de Michoacán.

    De 1906 a 1908, en que se inició la enfermedad del padre, la vida transcurrió sin sobresaltos. El muchacho, todas las mañanas muy temprano, ordeñaba la única vaca de la familia, una vaca color bermejo llamada la Tumbaga, la conducía al potrero de La Cruz y por la tarde, entre el croar de las ranas y el fugaz centelleo de las luciérnagas, la encerraba en su pesebre.

    Aparte de ayudar al abuelo, de jinetear becerros y de montar caballos prestados, de accionar la bomba del pozo y hacer toda clase de mandados, Lázaro debe haber trabajado de espantapájaros, un oficio muy socorrido que tenía la ventaja de proporcionar diversión y unos cuantos centavos de ganancia. Los pájaros de la región estaban dotados de una particular inteligencia y tenacidad. Llegaban precisamente en noviembre, cuando las espigas de trigo comenzaban a madurar, y se alejaban en mayo, al concluirse las cosechas, por lo que los rancheros se veían obligados a construir torres en las que se encaramaban los muchachos y desde allí gritaban agitando los brazos. Si estos elementales avisos no lograban ahuyentarlos, les tiraban cohetes o perdigones con escopetas que ocasionalmente causaban gran número de bajas en tordos, huilotas, perdices y cuervos.

    Sus influencias principales y las que habían de normar una parte de su vida vinieron de su madre, doña Felícitas, y de su maestro don Hilario de Jesús Fajardo. Doña Felícitas era una mujer delgada, de dulces ojos, prematuramente encanecida por los trabajos y los dolores. No sólo cumplía escrupulosamente sus deberes religiosos sino que auxiliada por Ángela, la hermana menor del abuelo, y más tarde por sus hijas mayores, preparaba la comida, atendía a sus hijos y cosía la ropa sin descansar un momento. Lejano estaba el tiempo en que la joven Felícitas aparecía —como la fijó un fotógrafo de Guadalajara durante los primeros días de su casamiento— vestida con un largo vestido blanco, de olanes y mangas abullonadas, reclinando su fino rostro en el pecho de don Dámaso, que mantenía la mano derecha apoyada cerca de su cuello todavía delicado y con la izquierda tomaba la de su esposa en un gesto de posesión y de alianza inquebrantables. Don Dámaso lucía una corbata de ancho nudo y un traje oscuro. Al fondo figuraban una balaustrada y una columna clásica, porque la clase situada entre los campesinos o los artesanos vestidos de manta, y los ricos, seguía el ejemplo suntuario de los señores, lo que obligaba a realizar ciertos gastos adicionales.

    Doña Felícitas nunca se quejó de su suerte. La prolongada enfermedad del marido y la idea de quedarse sola al frente de tantos niños en medio de un total desamparo no afectó su carácter. Carecía de la posibilidad de llorar y este modo de ser suyo lo pagaba sufriendo ataques nerviosos que la familia llamaba paroxismos. Mujer de gran rectitud, escrupulosa y dueña de sí misma, cuando su hijo se fue de revolucionario y pudo mandarle algún dinero, consultó con el cura si podía aceptarlo, dado su origen, para ella no enteramente lícito. En Jiquilpan, después de medio siglo, los viejos la recuerdan diciendo que fue una santa.

    En cuanto a Fajardo, su influencia consistió tanto en la manera de cumplir su tarea con el máximo sentido de la responsabilidad en las peores condiciones, como en su amor por los héroes y los árboles. Sin duda Fajardo no era un anticlerical sino más bien un hombre educado en el liberalismo, que supo trasmitirlo a los alumnos, sustituyendo en ellos, de un modo natural, los santos católicos por los héroes de la Independencia y de la Reforma.

    Primer empleo y primera cárcel

    En abril de 1910, don Dámaso llevó a Lázaro con su amigo el recaudador de rentas Donaciano Carreón y le dijo:

    —Mi hijo Lázaro acaba de terminar sus estudios en la escuela primaria y mientras yo no pueda mandarlo a estudiar una carrera quisiera que usted lo tomara como aprendiz en su oficina fiscal.

    El pueblo era y sigue siendo cabecera del distrito y por lo tanto la administración de rentas tenía a su cargo la importante tarea de cobrar los impuestos de los municipios de Sahuayo, Cojumatlán, Briseñas, San Pedro Caro, La Palma, Guarachita, San Ángel, Tingüindín, Tocumbo, Cotija, San José de Gracia, Pajuacarán, Chavinda y por supuesto los del mismo Jiquilpan.

    A pesar de que las haciendas de tan vasta región estaban registradas en mucho menos de su valor para evadir impuestos —Guaracha, cuyos bienes sumaban más de tres millones, sólo aparecía registrada catastralmente en 600 000—, las rentas que afluían a su pesada caja fuerte, incluyendo ventas de alcohol, azúcar, ganado y cereales, no deben haber sido despreciables.

    Los asuntos se llevaban un poco al viejo estilo patriarcal. Rancheros y comerciantes se enredaban en grandes discusiones con el administrador, un hombre que conociendo las tretas y los argumentos patéticos del causante ponía gran cuidado en defender los sagrados intereses del fisco sin provocar enojos ni resentimientos personales.

    La Administración de Rentas y su personal reflejaba, aun en pequeña escala, algo de la grandeza y de la respetabilidad que distinguía a la administración pública durante los últimos años de la dictadura. Los jefes, oficiales y escribientes usaban sin excepción altos cuellos duros, corbatas de seda, chalecos, sacos y pantalones cortados por los tres sastres del

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