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Los indios de México: Tomo I
Los indios de México: Tomo I
Los indios de México: Tomo I
Libro electrónico631 páginas18 horas

Los indios de México: Tomo I

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Para Fernando Benítez no hay barreras entre la pasión por el estudio de los indios mexicanos (a los que tanto se ignora y cuya imagen se ha deformado innumerables veces) y su pasión literaria, su vocación de narrador y ensayista. Rica en datos históricos, antropológicos, cultares, sociales y políticos, esta ambiciosa obra es la constancia amorosa d
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074452952
Los indios de México: Tomo I
Autor

Fernando Benítez

Fernando Benítez nació en la ciudad de México en 1912. En 1934 comenzó su labor periodística en la Revista de Revistas. Fue director del periódico El Nacional y de los suplementos culturales de Novedades (México en la Cultura), Siempre! (La Cultura en México), unomásuno (sábado) y La Jornada (La Jornada Semanal). Entre sus obras se encuentran: El rey viejo yEl agua envenenada (novelas), así como reportajes, crónicas y ensayos: La ruta de Hernán Cortés, Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana y los cinco volúmenes de Los indios de México, traducidos a varios idiomas. Recibió entre otros premios el Mazatlán (1968), el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978), el Premio Nacional de Antropología (1980) y el Premio Nacional de Periodismo de México en Divulgación cultural (1986). Murió en la ciudad de México en 2000.

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    Los indios de México - Fernando Benítez

    Fernando Benítes

    Los indios de México

    FERNANDO BENÍTEZ

    Los indios de México

    1

    La edición digital no incluye algunas imágenes

    que aparecen en la edición impresa.

    Primera edición: 1967

    ISBN: 978-968-411-222-3 [Obra completa]

    ISBN: 978-968-411-223-0 [Tomo 1]

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-294-5 [Obra completa]

    eISBN: 978-607-445-295-2 [Tomo 1]

    DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño

    de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido

    en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso

    por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part,

    in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Indice

    Prólogo

    Tierra incógnita

    Libro I

    Viaje a la Tarahumara

    Libro II

    La última trinchera

    Libro III

    En el país de las nubes

    HERNÁN CORTÉS:

    E como traiamos la bandera de la cruz y puñábamos por nuestra fe y por servicio de nuestra sacra majestad… nos dio Dios tanta victoria.

    JUSTO SIERRA:

    El indio fue la riqueza principal y Cortés repartió a los indios.

    FRANCISCO JAVIER CLAVIJERO:

    Jamás han hecho menor honor a su razón los europeos que cuando dudaron de la racionalidad de los americanos.

    FRAY ANTONIO DE SAN MIGUEL:

    La población de la Nueva España se compone de tres clases de hombres, a saber: de blancos o españoles, de indios y de castas. Yo considero que los españoles componen la décima parte de la masa total. Casi todas las propiedades y riquezas del reino están en sus manos. Los indios y las castas cultivan la tierra; sirven a la gente acomodada y sólo viven del trabajo de sus brazos. De ello resulta entre los indios y los blancos esta oposición de intereses, este odio recíproco, que tan fácilmente nace entre los que lo poseen todo y los que nada tienen, entre los dueños y los esclavos. Así es que vemos de una parte los efectos de la envidia y de la discordia, la astucia, el robo, la inclinación a dañar a los ricos en sus intereses; y de la otra, la arrogancia, la dureza y el deseo de abusar en todas ocasiones de la debilidad del indio. No ignoro que estos males nacen en todas partes de la grande desigualdad de condiciones. Pero en América son todavía más espantosos porque no hay estado intermedio; es uno rico o miserable, noble o infame de derecho y de hecho.

    ALEJANDRO DE HUMBOLDT:

    México es el país de la desigualdad. Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población.

    FRANCISCO PIMENTEL:

    Hay dos pueblos diferentes en el mismo terreno; pero lo que es peor, dos pueblos hasta cierto punto enemigos.

    FRANCISCO BULNES:

    Hay entre las dos razas una muralla que nadie ha podido o querido derribar.

    ANDRÉS MOLINA ENRÍQUEZ:

    Tiempo es ya de que formemos una nación propiamente dicha: la nación mexicana.

    MANUEL GAMIO:

    Hay que forjarse ya sea temporalmente un alma indígena.

    MIGUEL OTHÓN DE MENDIZÁBAL:

    El problema central del indígena es el aislamiento.

    CARLOS ECHÁNOVE TRUJILLO:

    No hay mexicanidad porque México no constituye un pueblo ni una cultura homogéneos.

    ANGEL MARÍA GARIBAY K.:

    Las sorpresas que esperan al que entre en el alma de los indios de ayer y de hoy, por el único camino que lleva a ella: la emoción y el amor.

    Tierra

    incógnita

    A Guillermo Haro

    Entre las muchas diferencias que ofrecen los civilizados y los salvajes, una de las más singulares es sin duda la idea que se forman los unos de los otros. Apenas los españoles lograron entrar a Tenochtitlán, el corazón del imperio azteca, vieron en los indios a unos seres en poder del diablo; no de un diablo indeterminado, sino precisamente del diablo de los españoles. Creyeron haberlo dejado atrás, en Europa, entregado a sus bien conocidas actividades y he aquí que ese viejo, temido y familiar demonio se les aparecía en la tierra virginal del Nuevo Mundo con su cola, sus cuernos y su maligna fisonomía erigido en el señor y en el dueño de los extraños seres recién descubiertos.

    Esta primera idea resumía otras muchas. La circunstancia de que organizaran sacrificios en masa, fueran pederastas o construyeran templos y pirámides no era otra cosa que un aspecto secundario del culto rendido al demonio. Sus ídolos representaban al diablo, sus sacerdotes le rendían homenaje al diablo, sus canciones, sus danzas estaban consagradas al diablo, sus bienes se destinaban al servicio del diablo.

    Una sociedad y unos hombres de tal modo subordinados a las potencias infernales, debían ser conquistados y aniquilados. No merecían vivir en libertad ni disfrutar de ninguna pertenencia. Se les castigaría reduciéndolos a la esclavitud y al despojo y todavía debían dar las gracias a sus conquistadores por haberlos redimido de las tinieblas y permitirles conocer el mundo de la luz y de la verdad que era el mundo propio de los españoles.

    Los indios, al fin salvajes —término un poco fuerte que ha sido sustituido por el de primitivos—, creyeron al principio que los españoles eran dioses no debido a que se les presentaran en forma de dioses, sino porque hacía muchos siglos ellos consideraban a sus señores como personajes divinos. El señor —el príncipe, el tecatecutli— se diferenciaba del resto de la población en que descendía por línea directa de Quetzalcóatl. Era un ser distinto a los demás. Nadie podía verle la cara sin caer fulminado al suelo; tenía derecho de vida y muerte sobre el hombre del común —el macehual— y para nombrarle o para nombrar a sus cosas existía un lenguaje especial, de manera que existían dos lenguas i la del macehual y la del príncipe.

    Como por añadidura, Quetzalcóatl, el fundador de los linajes indios, había desaparecido en una época remota prometiendo regresar y asumir nuevamente el mando supremo, Moctezuma, conocedor de su historia mítica entendió que las profecías se habían cumplido con la llegada de Cortés y no ofreció resistencia en cederle un mando que él pensaba usufructuar temporalmente durante la ausencia de Quetzalcóatl.

    La historia, la religión y la tendencia por revestir de prestigio a personas que nosotros encerraríamos en un manicomio, se conjugaron para sacralizar a los españoles. Sus carnes blancas como la cal, sus filosas espadas, sus cañones, sus casas flotantes, sus caballos, sus armaduras, ese excesivo conjunto misterioso y temible tenía que adscribirse al mundo de lo sagrado, el cual, en relación al mundo de lo profano, era el que contaba significativamente. En este mundo resultaban naturales la violencia y la injusticia. El que está gobernado por dioses debe someterse a los caprichos, a las cóleras, y a las crueldades de sus divinos señores según lo demuestra con suficientes ejemplos el Antiguo Testamento. Aquellos señores surgidos de las olas del Mar Celestial no se conformaban con apresar al Emperador Moctezuma. Exigían oro y tributos —tampoco era ésta una novedad para los aztecas—, comida y obediencia, exigían que renegaran de sus dioses y veneraran a los recién llegados, y a cada regalo, a cada nueva cesión, los huéspedes reclamaban mayores donativos y mayores sacrificios.

    La matanza de sus nobles desarmados llevada a cabo por Pedro de Alvarado los determinó a defenderse, aunque no a despojarlos todavía de su naturaleza divina. Les fue necesario sufrir los horrores del sitio y sacrificar a varios españoles para arrancarles su máscara y comprobar que estaban hechos de la misma materia que el último de sus macehuales.

    El convencimiento llegó demasiado tarde. Realizada la conquista, destruida Tenochtitlán, transformados en espectros sus defensores, Cortés repartió las mejores tierras entre sus compañeros y ante la repugnancia que demostraron por cultivarlas personalmente —habían sido casi todos campesinos en España y porquerizos en las Antillas—, con las tierras les cedió los indios destinados a trabajarlas. La creación de la encomienda, si por un lado supuso el establecimiento del feudalismo, por el otro significó una sentencia tan inexorable que debe verse como una condenación de alcances divinos.

    Hubo frailes que trataron de atenuar esta inmolación. Eran frailes mitad medievales, mitad renacentistas, que lucharon valientemente contra la ciega cupiditia de los nuevos señores. Algunos, como Zumárraga, quemaban vivos a los herejes y a cambio les construían escuelas; otros, como Don Vasco de Quiroga, se esforzaban en realizar la utopía de Tomás Moro; otros, como Las Casas, se pasaban la vida denunciando crímenes, pero este celo apostólico unido a un temple humano excepcional, fue incapaz de suavizar la suerte de los indios. Desaparecido el humanismo en España y erigida la Contrarreforma, la iglesia se sumó al feudalismo. Entre las fortalezas de la encomienda y las fortalezas de los monasterios, no existían diferencias apreciables.

    La herencia de los vencidos

    El indio abarcó toda la magnitud de su derrota y de su posterior degradación. El llanto se extendía como las aguas amargas de su laguna y las lágrimas golpeaban en Tlatelolco, como si fueran lluvia. Estas metáforas de un pueblo lacustre, no agotan el tema del llanto:

    Llorad, amigos míos,

    tened entendido que con estos hechos

    hemos perdido la nación mexicana.

    ¡El agua se ha acedado, se acedó la comida!

    Los bravos guerreros mexicanos semejan mujeres; la huida es general, a todos se les puso precio.

    En los caminos yacen dardos rotos,

    los cabellos están esparcidos.

    Destechadas están las casas,

    enrojecidos tienen sus muros.

    Gusanos pululan por calles y plazas,

    y en las paredes están salpicados los sesos.

    Rojas están las aguas, están como teñidas,

    y cuando las bebimos,

    es como si bebiéramos agua de salitre.

    Golpeábamos en tanto los muros de adobe,

    y era nuestra herencia una red de agujeros.¹

    El apartheid

    Los españoles y sus descendientes los criollos establecieron desde el principio un verdadero apartheid, una rígida línea de demarcación que los separaba de los indios. Ellos vivían en sus cabañas o en sus pueblos aislados, y los españoles vivían aislados en sus ciudades. Lo característico no era la relación entre vencedores y vencidos, sino la falta absoluta de relaciones.

    El criollo, en el siglo XVI, salía de su casona —ay, esa casona tan pintada, tan amorosamente inventariada por los colonialistas— cubierto con su armadura y seguido de sus criados negros para jugar torneos en el prado del Concejo, o en la noche, vestido de seda, danzaba en los saraos a la luz de las velas puestas en candelabros de plata; componía sonetos petrarquistas y octavas reales, vivía —si era pobre— en las antesalas del virrey solicitando empleos, escribiendo memoriales o poemas donde enumeraba los sudores y los arañazos que había recibido su heroico padre en la guerra. Rico o pobre, el criollo se creía el hijo de un héroe, el heredero de aquel desmesurado hecho de armas y en él apoyaba su derecho a la encomienda. Su heroísmo consistía en estarse largas horas tratando de comprimir en el molde de la octava real los episodios de la conquista. Pensaba estar escribiendo una epopeya y en realidad sólo componía oficios rimados ya que no sentía el heroísmo y sólo lo empujaba el interés de defender su amada encomienda amenazada constantemente; en el fondo, ni Carlos V ni Felipe II, tocados por las quejas de los frailes, tenían el propósito de suprimirla temerosos de que la tierra se despoblara, pero agitaban el espantajo de su extinción con el fin de mantener sujetos a sus levantiscos señores feudales. La irresolución de los monarcas —su conciencia religiosa estaba en pugna con lo que era y sería la base económica de su reciente imperio colonial—, no benefició nada a los indios y en cambio favoreció una irritación y un malestar que habría de prolongarse hasta la independencia.

    El mayor acto de ilusionismo

    Acuchillados, torturados, marcados a fuego, destruidas las ciudades, despojados de la última joya y del último grano de oro, la conquista termina con un doble acto que simboliza su codicia y su brutalidad: al joven emperador Cuauhtémoc se le queman los pies a fin de que confiese dónde esconde un tesoro inexistente y a su hermosa mujer, llamada Copo de Algodón, como expresión de su pureza, se la lleva al serrallo que había montado Hernán Cortés en su palacio de Coyoacán.

    Todo esto y algo más ha creado un doble miraje: el de la caballería andante y el de un cristianismo heroico, porque ningún historiador clásico sea católico, sea protestante, ha dudado nunca que se trate de una cruzada de la fe, de unos campeones del cristianismo y de unos civilizadores que vinieron a sustituir un régimen de idolatría y de antropofagia, por un régimen que era entonces la manifestación suprema de lo que se ha dado en llamar la cristiandad europea.

    El gigantesco acto de ilusionismo realizado por el español de elevar el genocidio a la categoría de epopeya quedó tan firmemente establecido que continúa siendo uno de los platos fuertes de la historia mexicana. Cortés quemando sus naves, Cortés haciendo prisionero a Moctezuma en su misma ciudad, Cortés derribando a los ídolos manchados de sangre, son lecturas obligadas en las escuelas. Las cartas de Cortés al Em perador Carlos V y la crónica de Bernai Díaz, las versiones del conquistador sobre su conquista, eran hasta hace muy poco tiempo las únicas disponibles acerca de ese famoso episodio. Se ignoraba lo que los indios habían pensado de la conquista, su propia versión de la derrota, y cuando se tradujo esta visión y se advirtió que incluso literariamente era superior a la de los españoles, no por eso se alteraron los textos de la historia oficial, ni la conquista perdió su prestigio fascinador ante los grandes públicos.

    Un criollo defensor de los indios

    Desde luego no hemos carecido de historiadores ocupados en reconstruir las viejas culturas y en devolverles a los indios su condición humana. A mediados del XVIII el jesuíta Francisco Javier Clavijero, indignado de que todavía, en nombre de la razón, algunos intelectuales europeos consideraran al Nuevo Mundo como una tierra maldita, desde el destierro en Italia escribió su Historia Antigua de México, en la que traza el relato "de la vida de un pueblo de héroes; naciones que en todo el vigor espléndido de su juventud, nos hacen pensar en la joven Roma, cantada por los antiguos. Aparece la historia azteca grávida de ejemplos de estoico valor, comparables a los más esforzados hechos de los pueblos clásicos¹.

    Si para escribir esta disertación —dice Clavijero—, fuésemos movidos por alguna pasión o interés, hubiéramos más bien emprendido la defensa de los criollos, como que aparte de ser mucho más fácil, debía interesarnos más. Nosotros nacimos de padres españoles y no tenemos ninguna afinidad o consanguinidad con los indios, ni podemos esperar de su miseria ninguna recompensa. Y así ningún otro motivo que el amor a la verdad y el celo por la humanidad nos hace abandonar la propia causa por defender la ajena con menos peligro de errar.

    Clavijero es el primero en darse cuenta de lo difícil que es para un criollo hablar de unos hombres con quienes no tiene ninguna afinidad ni lazo de sangre. Debe renunciar a su condición de criollo y despojarlos a ellos de su condición de indios con el objeto de sobreponerse a las diferencias raciales y culturales que los separan. El es un hombre que juzga a otros hombres, ya que sus almas son en lo radical como las de los demás hombres y están dotados de las mismas facultades.

    No necesitó Clavijero elevar a los indios y rebajarse él mismo. Los dos eran iguales, estaban ligados por una solidaridad que los trascendía y le bastó esa resolución de humanizar al indio —comenta Luis Villoro— para que éste adquiriera su sentido propio. El pasado ya no se ve como pecaminoso; hasta puede elevarse a modelo.

    Seguimos haciendo la historia

    La Nueva España, al finalizar el siglo XVIII, tenía poco más de un millón de blancos y cerca de 5 millones de indios y de mestizos. Un sistema de castas cuidadosamente establecido, regulaba las menores gradaciones del color. La aspiración de los mestizos consistía en blanquearse, es decir, en adquirir certificados donde se asentaba que descendían de viejos cristianos españoles, no tanto porque les molestara mucho el color de su piel, sino por lo que ese color significaba en la sociedad colonial y en la obtención de empleos.

    Al estallar la guerra de Independencia, los indios, confinados en los campos y en las minas, —algunos también servían de criados en las ciudades— surgieron de nuevo a la historia. Salían descalzos, con sus harapientos vestidos de manta, su pelo largo y su extraña religión que era una mezcla de magia antigua y de groseras supersticiones católicas. Desconocían, como sus antepasados, las armas de fuego y pensaban que bastaba tapar la boca de los cañones con sus sombreros para evitar el disparo. Hidalgo lograba reunir un día 50 mil indios y al día siguiente se habían dispersado aterrorizados por una carga o la metralla de una batería. Llevaban en sus espaldas, como parte del botín, las vigas y las puertas de las casas, asaltaban de preferencia las moradas de los canónigos pues sabían que guardaban dulces en sus despensas, y los mineros de Guanajuato les cambiaban monedas de oro por centavos ya que nunca habían comido un dulce ni habían visto una pieza de oro.

    Horrores de la descolonización

    En el México recién liberado no se dio el fenómeno africano de que un país dividido en dos partes, lograra juntarse y constituir una sola nación. Los últimos no ocuparon el lugar de los primeros. La participación de los indios en las luchas de la Independencia y posteriormente de la Reforma, sus rebeliones tumultuarias, no les ayudaron a mejorar su vida.

    Iturbide, el que ocupó el puesto de los virreyes nombrándose emperador, algunos de los primeros presidentes y ministros, habían sido oficiales del ejército español o pertenecían a las clases rectoras de la Colonia. Aun los más contagiados por las ideas de la Revolución Francesa, no hubieran podido concebir en el punto álgido de su delirio de fraternidad o igualdad, el que los indios ocuparan cargos importantes. Bastaba con mirarlos. Eran totalmente incapaces ya no de hablar español, sino de comer en una mesa o de tener una idea de lo que significaba un par de zapatos o la necesidad de no embriagarse hasta la muerte.

    Por lo demás, no había tiempo de ocuparse de ellos. Después de once años de guerra, el sueño de la libertad que vendría acompañado de la abundancia y de la dicha, se había convertido en una pesadilla. Inundadas las minas, la fuente de la antigua prosperidad, aniquiladas las haciendas, destruida la administración colonial, cortados los mercados internacionales, la independencia significó de inmediato la miseria, el caos, la desintegración del territorio. México se les desbarataba a los criollos; perdida Centro América, a punto de perderse muchas provincias que deseaban a su vez ser independientes, sin conocimientos para organizar la administración pública, los recursos insignificantes de la Nación se empleaban en armar ejércitos y en lanzarlos a combatir entre sí. Conocimos todas las traiciones, todas las defecciones, todos los horrores de la descolonización. Nada nos fue ahorrado: el caudillaje, el pronunciamiento, el cuartelazo, la abyección política, la cobardía militar, el odio de las facciones, la falta de patriotismo. España aparentemente estaba vencida; permanecía inerme y rencorosa al otro lado del océano, pero la verdad era que seguíamos atados a ella. No sólo la economía seguía en sus manos, sino que frente a cualquier idea de democracia, de libertad, de igualdad o de prosperidad, se levantaba el clero, la creación favorita de los españoles en América. Dueño de la mitad de las riquezas nacionales, su poder económico y espiritual se hacía sentir pesadamente. Tenía el monopolio de la cultura, de la educación, de los préstamos, de los matrimonios, de los cementerios, es decir, el monopolio de la vida y la muerte. Enemigo de toda reforma que hiciera peligrar su estructura feudal, de toda idea que pusiera en duda su prestigio divino, de todo intento por liberar al pueblo de la carga de los diezmos y las supersticiones, desde un principio se reveló como el más grave obstáculo en la marcha de México por su descolonización. Los mejores hombres comprendieron que no podían avanzar un paso sin antes liquidar el feudalismo eclesiástico, pero al combatirlo, la Nación, o ese esbozo de Nación, se dividió más de lo que estaba, los odios se hicieron brutales, no hubo ya ninguna posibilidad de conciliación y en ese preciso momento, ocurrió el choque fatal contra los Estados Unidos. Su ambición de transformarse en un coloso a costa de las tierras ajenas —un imperialismo naciente que entonces se bautizó con el nombre majestuoso del destino manifiesto—, se descargó sobre un país desgarrado al extremo de que no fueron los norteamericanos los que nos derrotaron sino la miseria, las pugnas y las divisiones propias de toda descolonización.

    La amputación de la mitad del territorio que debilitó más a México y fortaleció más a los Estados Unidos, cambió el curso de nuestra historia. A partir de entonces —es decir a los 25 años justos de haber logrado la independencia—y fuera de la guerra contra los franceses, las fuerzas de la nación estarían concentradas en defendernos del nuevo imperialismo.

    La paradoja de Juárez

    Bustamante, Santa Anna, Miramón, en su tiempo, representaron los papeles que un siglo después encarnarían los Chombe y otros dictadores africanos. Vivían en el palacio de los virreyes, andaban en carruajes rodeados de guardias lujosamente ataviados, daban recepciones, publicaban proclamas altisonantes. Los indios siguieron viviendo en sus cabañas o trabajando en las haciendas de los nobles y de los españoles. Cierto, se les concedió la oportunidad de servir a la Nación como soldados, oportunidad única que ellos rechazaron porque significaba andar cubiertos de harapos, no recibir ningún sueldo regular y todavía arriesgar el pellejo. Ante semejante prueba de un contumaz salvajismo, sus libertadores tuvieron que enrolarlos a la fuerza o fusilarlos sin muchas ceremonias cuando tratando de cambiar el arado por el fusil, abandonaban las filas y renunciaban a la misión de seguir a sus heroicos caudillos.

    Ni siquiera el hecho extraño, casi milagroso, de que Benito Juárez hubiera llegado a ser, más que el presidente de la República, el centro y el motor de la liberación, alivió la suerte de los indios. En la medida que Benito Juárez, un hombre de leyes, se identificaba con su profesión, con las doctrinas y los métodos occidentales del partido liberal, en esa medida perdía los rasgos de su cultura mágica, hasta el grado, muy significativo, de que no hay un pensamiento suyo, una línea, una acción que pueda insertarse en sus iniciales patrones de vida. De los blancos que hicieron la historia, él fue el más blanco de todos. Su eterno frac, su cuello y su sombrero altos de los cuales no se separó ni en el desierto, correspondían a su nueva mentalidad, a sus nuevas costumbres, en suma, a su perfecta aculturación. El mundo de su infancia era un mundo fatalista, conservador, vuelto hacia el pasado, impregnado de magia, encerrado en sí mis mo y por ello enemigo de innovaciones; el mundo del hombre público, del estadista, era revolucionario, vuelto hacia el porvenir, abierto, esencialmente lógico y racional. Lejos de buscar una protección o un refugio en las convenciones estáticas de su antigua cultura, desafiaba el peligro, lo provocaba, iba más allá de los límites que se imponían los más audaces miembros de su partido.

    Su cara, como la de una urna zapoteca del periodo clásico, debe haberle ayudado mucho. Los miembros de su gabinete, los liberales, eran sentimentales, exaltados, amantes de discursos, románticos. El permanecía impasible en medio de ellos. Despreciaba lo mismo la llorona sensiblería de Guillermo Prieto —a esa sensiblería le debió la vida— que las traiciones o la aparente adhesión de sus generales y gobernadores. No parecía importarle que lo amaran o lo detestaran. Luchó casi solo contra la iglesia, el partido conservador, la intervención francesa, el imperio de Maximiliano y terminó derrotándolos. A ellos y a los suyos. Los que se oponían a la ley, a la República, a su idea de la Patria, eran condenados sin misericordia. En esto recordaba las historias de los códices mixtecos: vio el cadáver de Maximiliano con la misma frialdad que contemplaba un príncipe victorioso el bulto mortuorio de su enemigo derrotado el Príncipe 8 Venado-Garra-de-Tigre.

    No volvió nunca la cara atrás, a su infancia miserable. En los apuntes de su vida que le dejó a sus hijos, pudo haber compuesto una hermosa página sentimental —el niño sorprendido en el lago por la tempestad tocando su flauta de carrizo, etc.—, pero les cedió ese trabajo a sus biógrafos los blancos. Sustrajo el prólogo del neolítico, como los caciques de Oaxaca, a mediados del XVI, al establecer su genealogía sustraían el prólogo en el cielo con que se iniciaban los linajes indios, temerosos de que el Santo Oficio malinterpre-tara su origen divino. Juárez optó por cortar el cordón umbilical que lo ataba a la edad de la piedra pulimentada y prefirió dejarnos el retrato del hombre que había aspirado ser toda su vida: el retrato del forjador de la República, del estadista moderno, del revolucionario occidental.

    Nada ha cambiado

    Antes de Porfirio Díaz la situación de los indios era en términos generales idéntica a la que había sido en la época colonial. Las rebeliones indias se reprimieron implacablemente y los vencidos continuaron siendo los siervos de los señores, los criados y los artesanos ínfimos de las ciudades. La guerra de castas de los mayas, la más importante rebelión india ocurrida en México, demostró dos hechos favorables a los colonos: que los indios eran capaces de exterminar con la mayor crueldad a los blancos y que una vez dueños del poder carecían de aptitud, debido a su ignorancia y a su alcoholismo, para establecer nada siquiera parecido a una sombra de gobierno.

    En los ochentas las ciudades dependían enteramente de los indios. Las verduras, el carbón, la leña, el maíz, el trigo, el azúcar, el café, la carne, los huevos, eran producidos por ellos como peones o como pequeños propietarios y traídos en sus cabezas al mercado. Se vivía de los indios porque eran esclavos y esos esclavos constituían la abrumadora mayoría del país. Las vejaciones y las infamias propias de ese sistema, variaban mucho. No era lo mismo el trato que se daba a los indios de los alrededores de la ciudad de México que el trato dado a los indios de las metrópolis blancas alejadas del centro. El estilo de esclavitud impuesto por ciudades pequeñas como Tlaxiaco, Putla o San Cristóbal Las Casas, no es de ayer. Es una realidad de nuestros días que afecta a más de un millón de indios mexicanos.

    El porfirismo empeoró aún más el destino de los indios. En los 30 años de dictadura las haciendas mejoraron sus sistemas técnicos y terminaron por devorar las tierras comunales indígenas que habían sido respetadas. Se acentuó la concentración de tierras en pocas manos. Los indios vivían hacinados en cabañas situadas a corta distancia de la casa principal y sus deudas los mantenían sujetos de por vida a las haciendas. En el tiempo de las cosechas se alquilaban millares de trabajadores temporales que se traían como ganado de sus pueblos. Ninguno de estos esclavos tenía el derecho a buscar un nuevo trabajo o a mejorar su vida en otra parte. La policía rural salía en su persecución y lo regresaba al amo atado de pies y manos.

    Al latifundio —latifundio de tierras y de peones— vino a sumarse otro tipo de explotación. Se abrieron al cultivo inmensas extensiones de tierras vírgenes tropicales para atender la creciente demanda de materias primas que exigían los países industrializados. El invento de la engavilla-dora mecánica, la cual ataba los haces de trigo con fibras vegetales baratas —el henequén —determinó en Yucatán la creación de numerosas haciendas dotadas de máquinas des-fibradoras. México conoció en los últimos años del siglo xix lo que significaba pasar de una agricultura de autoconsumo a una agricultura de exportación. La necesidad mundial de henequén y de otras materias primas, cada vez mayor, lejos de aumentar su precio lo rebajaba proporcionalmente en relación al crecimiento de la demanda, lo cual contrariaba las leyes de la economía. En medio de esta confusión un hecho era evidente: la International Harvester se hizo un gigante explotando a los hacendados y los hacendados se enriquecieron explotando con mayor crueldad a los mayas, o a los yaquis y a los coreanos que importaban urgidos de mano de obra barata.

    El asombroso mimetismo

    A principios del siglo XX el aspecto de México era tan exóticamente repulsivo como el que ofrecía a finales del XVIII. El auge de la minería había dado origen a esas preciosas ciudades de iglesias talladas como un encaje y de palacios que abrigaban una corte de nobles millonarios y de clérigos sensuales, levantadas casi milagrosamente entre los basalíos de las cordilleras. Humboldt se quedó asombrado ante esos palacios de columnas toscanas, esos altares resplandecientes de oro y esas crestas sombrías pobladas de carnosas y agresivas criaturas vegetales. Las mil y una noche americanas. En los bautizos de sus hijos, los mineros tendían de la puerta de su casa a la puerta de la iglesia un pasillo de barras de plata, llamaban con campana a la mesa de manteles largos, regalaban al monarca navios de caoba, compraban títulos nobiliarios. A semejanza de sus remotos antecesores los criollos del siglo XVI trataban de crear un remedo de corte española y era en ese empeño heredado y mantenido a lo largo de los siglos, en esta fidelidad a un estilo de vida aristocrática, donde radicaba la peculiaridad de la colonia, aquella edad dorada de condes y marqueses, de ciudades de filigrana erigidas sobre esos millares de barreteros y cargadores indios que vivían una existencia de hormigas bajo tierra, en los socavones de las minas, perforando las rocas a quinientos metros de profundidad y ascendiendo penosamente por los túneles oscuros llevando el mineral a sus espaldas.

    Un siglo después, en 1900 o 1908, a las puertas de una nueva revolución, se volvía bajo otras apariencias a lo que había sido el México del XVIII, y todavía más atrás, a lo que fue el México del XVI. Ahora los hacendados, los políticos, los abogados de las compañías extranjeras —los nobles mineros mexicanos habían sido sustituidos por plebeyos norteamericanos—, abandonando el modelo español, vivían sobre un modelo francés.

    Yo siempre he visto con admiración el grado de perfeccionamiento que puede alcanzar el mimetismo del mexicano favorecido por la suerte. El criollo aristocrático del XVI, el marqués del XVIII, el personaje de principios del XX, son admirables y fidedignas copias de los originales europeos. Desechemos la idea de una vulgar mixtificación, de una caricatura. Hay en estos prototipos una cierta elegancia, una cierta nobleza innata, un cierto buen gusto que no son los del arribista. Alonso de Avila, hijo de un conquistador, a pesar de que nunca había salido de la Nueva España, no era inferior en nada al hijo de Hernán Cortés, el Segundo Marqués del Valle de Oaxaca, educado en la puntillosa corte de Felipe II; la generosidad y las virtudes de un conde Romero de Terreros, resultaban superiores a las de un noble español de aquella época y se debe ver una foto de Porfirio Díaz o de su Secretario de Hacienda Limantour, para llegar al convencimiento de que el ejercicio del poder había sido una escuela de buenas costumbres para estos dos viejos zorros de la política.

    Se vivía a la francesa y es posible que no hubiera algo más digno de ser imitado. Casas, caballos, carruajes, vinos, sastres, muebles, libros, etiqueta, eran traídos de Francia —había ciertas veleidades inglesas —y se las había incorporado de tal manera a la existencia de la nueva élite que vistos de cerca aparecían fuera de su marco colonial.

    Las aristocracias provincianas, se esforzaban en reproducir el modelo metropolitano. La clase feudal yucateca, la última en acceder a la civilización occidental, había realizado el milagro de edificar en quince años su propia avenida de los Campos Elíseos. Los palacios, con sus verjas doradas, sus columnatas y sus mansardas hubieran evocado, detalle por detalle, un fragmento urbano de París, si el esplendor de la naturaleza tropical no hiciera resaltar su carácter de enormes objetos importados a costos fabulosos. Se piensa inevitablemente en los mágicos acarreos de palacios enteros de que nos hablan los cuentos orientales. Una sociedad recién salida de la selva lo mismo importaba palacios que cristal de Baccarat, porcelanas de Sajonia, alfombras persas, muebles estilo Luis XV o candelabros venecianos. Con todo, ocurrían cosas desagradables. El paño inglés de sus levitas ocultaba rudos sentimientos. Mientras la hija de cintura de avispa y alto cucumé estudiaba solfeo en un piano de cola importado, su padre contemplaba sin pestañear la forma en que un capataz azotaba la espalda desnuda de uno de sus esclavos mayas atado al palo de las flagelaciones. El mismo Porfirio Díaz, ese digno y severo anciano de pelo blanco, dejaba escapar expresiones cuarteladas que estaban en desacuerdo con su sombrero de plumas y su uniforme de general constelado de placas y cordones: No me alboroten la caballada, o Mátalos en caliente. Estas frases típicas, donde brillaba su natural concisión, eran, más que simples desahogos de un viejo déspota malhumorado, el resumen de sus ideas acerca del pueblo que gobernaba y de la forma en que se debía proceder cuando ese pueblo intentaba rebelarse.

    De un latifundio a otro latifundio

    Una rebelión aplastada sumada a otras rebeliones terminó desembocando en la revolución y Porfirio Díaz no pudo darle la batalla. Los años de él y de todos los suyos componían una cifra astronómica y se marcharon a morirse tranquilamente en el extranjero. Dejaban atrás su ejército, su economía, sus finanzas y estas fuerzas serían las encargadas de derrotar —y asesinar— al victorioso Madero. Después, ya se sabe, vino el periodo en que la revolución devora a sus hijos, la etapa de la asonada, del cuartelazo, del quítate tú para ponerme yo, donde pereció un millón de mexicanos. De ese millón, una buena parte eran indios, pero indios o mestizos, gente del campo al fin, murieron sin saber porqué morían. El ser carrancistas, gonzalistas, obregonistas o esco-baristas, no les decía nada ni tampoco significaba nada. Concluida la matanza, enterrados los muertos, iniciados los primeros trabajos de restauración material, no fue sino hasta 1936, con Lázaro Cárdenas, que comenzaron a realizarse algunas de las ideas concebidas por los revolucionarios hacía un cuarto de siglo. A los indios les tocó algo de los muchos regalos que llenaban el saco agrario de Tata Lázaro: máquinas de coser, arados, préstamos, tierras y sobre todo escuelas rurales: las escuelas liberaron a centenares de indios y prepararon una generación de excelentes maestros.

    El régimen, sin renunciar a ninguna de sus prerrogativas de hegemonía política, se desplazó del centro a la periferia, de la ciudad al campo, en un intento de incorporar a la vida activa del país las porciones del territorio que habían llevado una existencia marginal.

    Por un momento se pensó que la acción revolucionaria era la deseada apertura de una integración nacional. El disfrute de las tierras arrebatadas a los latifundios, los préstamos, los caminos, la salubridad establecían una comunicación, sentaban las bases de un mercado interior capaz de absorber los productos de una industria cuyo desarrollo hizo posible la expropiación del petróleo.

    Los sucesores de Cárdenas no continuaron con la misma firmeza su política revolucionaria. Se tenía la idea de que fue demasiado lejos y había llegado el tiempo de retroceder algunos pasos. Cada paso atrás significó en un país agrario, de grandes masas pobrísimas y analfabetas, un paso adelante de la clase que había enriquecido la revolución o de la que aún mantenía su preponderancia económica. Lentamente, casi de un modo imperceptible, el ejido, privado de créditos y de asesores técnicos fue insuficiente para sostener a una población en constante crecimiento, y a su vez el latifundio de tierras y de peones del porfirismo fue renaciendo de sus cenizas y transformándose en el latifundio financiero que constituye hoy el rasgo saliente de nuestro cuadro agrario.

    Los campesinos son los dueños de las tierras y de los productos agrícolas que adquieren los ingenios de azúcar, las plantas raspadoras de henequén, las despepitadoras de algodón, los molinos de arroz y de trigo o los monopolios del tabaco, el café, los frutos tropicales o las verduras. Los campesinos son meros productores de materias primas. A los monopolios y a los dueños de la maquinaria no les importa tener tierras o peones. Ellos fijan el precio, pesan los productos, obtienen las ganancias acumuladas del trabajo de millones de campesinos entre los cuales se encuentran los indios como propietarios de tierras o generalmente como peones que se alquilan para la zafra, el corte de café, de tabaco, de algodón. Tal es el funcionamiento del nuevo latifundio impuesto por los grandes gastos que demandan las instalaciones industriales. En el campo ya no prospera el trabajador, sino el que tiene dinero. Millares y millares de potreros y de ranchos, nacidos de la noche a la mañana, proliferan en todos los rincones del país. En Veracruz, en Tabasco, en Sinaloa, en Guerrero, en Chihuahua, en Tamau-lipas, en Baja California, en el centro del país, las mejores tierras son de los ricos a quienes se les ha despertado una irresistible vocación rural. La situación no es pues muy diferente de lo que fue en los tiempos de Porfirio Díaz. El latifundio de tierras y de peones, con algunas excepciones, ha desaparecido y lo sustituye abiertamente el latifundio financiero. El campesino gana muy poco, el nuevo latifundista dueño de la maquinaria gana fortunas modestas casi siempre; los que siguen haciéndose millonarios son los acaparadores nacionales y por supuesto, los que fijan los precios en los mercados extranjeros.

    Lecciones de una descolonización

    Hecha la Independencia, la Nación siente la necesidad de combatir a la colonia y no halla nada mejor que anteponerle las culturas indígenas. La historia se desmonta y se monta otra vez en sentido inverso. Los héroes españoles toman aire de villanos y los villanos indios se transforman en héroes. La estatura de Cuauhtémoc crece en la medida que disminuye la de Hernán Cortés. Se detesta la inquisición, la encomienda, el régimen virreinal y se exalta el arte, el gobierno y la civilización de los indios. En los libros y en los discursos se alude con frecuencia a las víctimas y a los verdugos. En la práctica nadie toma decisiones para que esta situación se modifique y la balanza de la justicia se incline un poco en favor de las víctimas. Se ignora la fórmula de mejorar la suerte de los indios y se forjan leyes y disposiciones que de acuerdo con sus autores deberían ser el levántate y anda de la raza indígena. Todo es inútil. Las causas de la parálisis, a pesar de tanta buena voluntad, permanecen desconocidas; el apartheid sigue ahí, inalterable, como una llaga sin remedio y nadie parece explicarse por qué un proceso de descolonización, no ha tocado a los indios.

    Los escritores y los investigadores extranjeros que visitaban nuestros países, se interesaban exclusivamente por los indios muertos o vivos y manifestaban un desprecio absoluto por los que no eran indios. Los veían como personajes grotescos mal disfrazados de europeos. Les repugnaba su mezcla de excesiva cortesía y de violencia, de cobardía y de machismo, de cinismo y de hipocresía, y esta repugnancia crea la atmósfera nauseabunda que impregna las páginas de La serpiente emplumada, de El poder y la gloria o de Caminos sin ley. En cambio les fascinaba la belleza, el misterio y la naturaleza mítica de los indios.

    Los escritores mexicanos y peruanos de esa época sentían la misma atracción por los indios y hablaban de ellos sin conocerlos, como un pretexto para ejercer su retórica. Diego Rivera pintaba arcadias indias. Los ídolos alternaban en las vitrinas de las casas decentes con los juguetes de porcelana. El arte popular hacía resaltar la dignidad de un sillón Luis XV o de una mesa Chippendale. Se visitaban los mercados y a la vuelta de esas excursiones dominicales se acrecentaba la irritación que producía el espectáculo de su miseria. Cierto, algo andaba mal. Era otro mundo. Otra gente. Había que hacer algo por ellos, pero ¿qué hacer? No está en nuestras manos resolver el problema. ¿El socialismo? Sería peor el remedio que la enfermedad. Ahora hay que dormir para levantarse mañana temprano y comenzar…

    Siempre estamos comenzando algo que nunca se termina. Llegó la segunda guerra, pasó la guerra, nos gastamos en maquinaria, en refrigeradores, en automóviles y en radios lo que habíamos ahorrado vendiendo nuestras materias primas a buen precio y comenzamos a vivir bajo los lemas humanitarios de las Naciones Unidas. Hubo cambios: la bomba atómica, la guerra fría, los avances de la técnica, la recuperación de Europa y un fenómeno que nos tocaba muy de cerca: docenas de colonias en Africa y en Asia recobraron su independencia y principiaban a sufrir los horrores de una descolonización que nosotros nos habíamos empeñado en minimizar porque como el abate Clavijero, los que hicieron y escribieron la historia eran criollos sin ninguna afinidad con los indios.

    Fue entonces cuando advertimos con precisión que en América, los únicos totalmente colonizados eran y seguían siendo los indios. Los blancos latinoamericanos, durante las remotas batallas por la independencia habían luchado contra la enajenación política; los africanos y los asiáticos habían podido luchar a la vez contra la enajenación política, racial y económica. Ellos se sentían miembros de una gran comunidad homogénea y solidaria, herederos de una mis ma tradición, hermanos de sangre y de cultura. Las luchas de las otras colonias influían en su lucha, la estimulaban, en tanto que los indios, aislados en sus pueblos, sumidos en la ignorancia, se mantenían al margen de las corrientes libertarias que fueron y continúan siendo patrimonio exclusivo de los blancos.

    Tan vasta descolonización proyectó una luz diferente sobre los problemas del mundo colonial y nos hizo comprender muchos detalles ignorados de nuestra enajenación y de la enajenación de los indios. Creíamos pertenecer a naciones civilizadas y no tardamos en desengañarnos. A pesar de nuestros 150 años de adelanto, Latinoamérica, el Nuevo Mundo, pasó a formar parte del Tercer Mundo. Eramos países productores de materias primas y nuestros problemas eran los problemas que afligían a las naciones subdesarro-lladas.

    Algo habíamos avanzado. Ya no afrontábamos la desintegración de las provincias, el odio de las facciones, el arranque a partir de cero, la supremacía abrumadora de los extranjeros. Desde cierta perspectiva podíamos hacer el balance de nuestras ganancias, de nuestra vida presente y al mismo tiempo reconstruir hora a hora el proceso de la colonia. Lo que nos parecía una simple curiosidad histórica, un hecho que de tan viejo sólo podía interesar a los eruditos, cobró una actualidad desconcertante.

    Se advertía de inmediato que si los plebeyos españoles y los criollos aristócratas habían logrado montar sus pequeñas comedias feudales, fue gracias al trabajo y a la degradación de los indios, pues el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos.¹ Toda la historia repetía el mismo esquema: pocas ciudades occidentales, pocos hombres con apariencia de civilizados y una inmensa extensión de cabañas y de seres andrajosos que no hablaban el lenguaje ni tenían las costumbres de sus amos.

    Saltaban a cada paso las afinidades: durante los primeros años del virreinato, los indios nobles, en su afán de conservar las tierras y los esclavos, desempeñaron el papel de los reyezuelos africanos convirtiéndose en los aliados y en los intermediarios de los españoles; más tarde, el avance del feudalismo terminó barriendo sus últimos privilegios y ya en 1580, la casi totalidad de la nobleza indígena no se distinguía de la masa uniforme de los esclavos. Los grandes óleos que representaban el solemne bautizo de los príncipes, eran cosa del pasado. El aliado, el cómplice de la colonización no fue necesario ni siquiera como un testimonio de la grandeza imperial y sufrió la suerte de los plebeyos vencidos. Se cumplía la sentencia de los conquistadores: el colonizado no es el semejante del hombre.

    Si Francia, durante la guerra de liberación argelina tuvo en Sartre a un lúcido y valiente acusador de los sistemas represivos coloniales, España ya había tenido a un Sartre más colérico y combativo en la figura de fray Bartolomé de Las Casas. La diferencia consiste en que Sartre denunció los crímenes de los colonialistas franceses en un momento en que las colonias se desplomaban por todo el mundo, mientras que fray Bartolomé las condenó cuando el moderno proceso colonial se iniciaba.

    No resulta tampoco una novedad el que los franceses decidieran emplear a los intelectuales colonizados para defender las excelencias y las virtudes de la civilización occidental, ya que en el siglo XVI, los indios nobles, estimulados por las autoridades españolas, escribían historias donde se condenaba la idolatría de sus antepasados y se cantaban alabanzas a los beneficios sin cuento que había derramado en las Indias la civilización cristiana.

    Otro rasgo de la colonización francesa, alcanzó en México una importancia decisiva. Los colonizados se defendían —millones se defienden hasta nuestros días— de la enajenación colonial acrecentando la enajenación religiosa.

    Terminadas las conquistas militares, o como dicen aún los historiadores, terminada la pacificación de los nuevos dominios, la pólvora, acumulada en los almacenes dejó de producir ganancias a la corona y para subsanar estas pérdi das, se pensó en fabricar cohetes y en vendérselos a los indios. El estallido y la magia de los artificios pirotécnicos sedujo su imaginación y ya desde el siglo XVI no podía concebirse ninguna fiesta sin un derroche de cohetes, de fuegos artificíales y de velas a las que se otorgó un carácter sagrado.

    En San Cristóbal Las Casas donde se mantienen intactas las costumbres de la colonia, hay calles de coheteros y de veleros llenas de indios deshilachados que en lugar de comprarse algo de ropa adquieren mazos de velas y de cohetes destinados a la fiesta del Santo Patrono de sus pueblos.

    Asimismo se instituyeron las mayordomías religiosas, es decir, el nombramiento de los encargados de los santos, cuya obligación consiste en sufragar los gastos que originan sus fiestas. Estos gastos de prestigio, han impedido a los indios más capaces y trabajadores hacerse de un pequeño capital. Apenas tienen una vaca, dos cerdos, una buena tierra, deben sacrificarlos y pagar la música, los cohetes,

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