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Los indios de México: Tomo IV
Los indios de México: Tomo IV
Los indios de México: Tomo IV
Libro electrónico720 páginas10 horas

Los indios de México: Tomo IV

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En este cuarto volumen de Los indios de México, Fernando Benítez ha reunido a los otomíes del centro de México y a los mayas de la distante península de Yucatán. El libro cuenta la hitoria de dos plantas sagradas, el maguey que da el vino y el maguey que proporciona la riqueza del henequén, y de dos infamias paralelas. Detrás del maguey o detrás de
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento25 jun 2020
ISBN9786074452983
Los indios de México: Tomo IV
Autor

Fernando Benítez

Fernando Benítez nació en la ciudad de México en 1912. En 1934 comenzó su labor periodística en la Revista de Revistas. Fue director del periódico El Nacional y de los suplementos culturales de Novedades (México en la Cultura), Siempre! (La Cultura en México), unomásuno (sábado) y La Jornada (La Jornada Semanal). Entre sus obras se encuentran: El rey viejo yEl agua envenenada (novelas), así como reportajes, crónicas y ensayos: La ruta de Hernán Cortés, Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana y los cinco volúmenes de Los indios de México, traducidos a varios idiomas. Recibió entre otros premios el Mazatlán (1968), el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978), el Premio Nacional de Antropología (1980) y el Premio Nacional de Periodismo de México en Divulgación cultural (1986). Murió en la ciudad de México en 2000.

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    Los indios de México - Fernando Benítez

    Fernando Benítez

    Los indios de México

    FERNANDO BENÍTEZ


    Los indios de México

    4

    La edición digital no incluye algunas imágenes

    que aparecen en la edición impresa.

    Primera edición: 1972

    ISBN: 978-968-411-222-3 [Obra completa]

    ISBN: 978-968-411-226-1 [Tomo 4]

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-294-5 [Obra completa]

    eISBN: 978-607-445-298-3 [Tomo 4]

    DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.

    Portada: Fotografía de Héctor García

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Índice

    Libro I

    El libro de la infamia

      I. El paraíso,

     II. El desierto,

    III. La montaña,

    Libro II

    Ki, la historia de una planta

    El libro de la infamia

    A Carlos Fuentes

    Reconocimiento

    La posibilidad nada frecuente de trabajar con un etnólogo otomí que conoce a fondo su lengua y las peculiaridades de su tierra, era demasiado tentadora para un aficionado a la antropología social siempre privado de auxilios técnicos, y abandonando la remota Sierra Madre Occidental, en que trabajé más de siete años, me dediqué a explorar la extensa región del valle del Mezquital y de las montañas vecinas.

    Sin embargo, pronto comprendí que la investigación no estaría completa si no abarcaba el Distrito de Riego 03 que forma parte geológica y étnicamente del valle, si bien uno configura la imagen del paraíso y el otro, la imagen del infierno.

    La importancia de estudiar ambas regiones radica en el hecho de que el área beneficiada con las aguas negras de la ciudad de México constituye el modelo de los distritos de riego de la República —nuestros únicos oasis— y el área del valle y la montaña, el prototipo de sus regiones desérticas. En las dos encontré tal acumulación de injusticias, de desigualdades y crímenes que decidí bautizar mi ensayo con el título de El libro de la infamia, título nada exagerado ya que da una idea de cómo el cacicazgo omnipresente, el deterioro de los sistemas políticos y de la reforma agraria han originado un nuevo latifundio tan poderoso y degradante como el de la época de Porfirio Díaz.

    Para realizar el estudio de una superficie tan vasta, me fue indispensable la ayuda del Instituto Mexicano de Investigaciones Económicas dirigido por don Jesús Silva Herzog y don Roberto López que como en el caso de mi expedición a los coras, sufragó los crecidos gastos de los viajes y de la redacción del libro; del Instituto Nacional Indigenista a cargo en esa época del doctor Alfonso Caso y ahora del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, organismo al que debo, entre otros estímulos, la inestimable cooperación del etnólogo Maurilio Muñoz, entonces director del Centro Coordinador de Chiapas, y a título amistoso, la colaboración del economista Iván Restrepo quien desde el principio, puso a mi disposición sus valiosas investigaciones sobre el Distrito de Riego 03.

    Aunque parezca paradójico me fue mucho más fácil adentrarme en el desierto y en la sierra que en el Distrito 03 a causa de su complejidad administrativa y de sus condiciones, pero este problema lo resolvió el presidente Luis Echeverría y el secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade, abriéndome sin ninguna limitación las puertas del Distrito lo que me permitió organizar una encuesta entre campesinos, agricultores, ingenieros y empleados.

    Mi libro no pretende ser exhaustivo. Podría, sin ningún esfuerzo, multiplicar los cuadros estadísticos y las cuantificaciones, como hoy acostumbran hacerlo los investigadores o como ya lo hizo en su tiempo Miguel Othón de Mendizábal y preferí, fiel a mis hábitos de periodista, no cifrar la encuesta, sino antes bien conservar las palabras de mis informantes, amputar lo redundante y fijarme en lo que me pareció significativo y de mayor importancia humana.

    Desconozco cuántos litros de pulque o cuántos ayates produce en su conjunto el valle del Mezquital —una cuantificación sujeta a numerosos incondicionales— pero sí conozco el número de ayates o el de hojas de lechuguilla que puede tejer o raspar una familia concreta en un pueblo determinado.

    Lo mismo debo decir de mis informantes del 03. Entre millares, decidí seleccionar a los que representaron un estrato bien definido, un caso típico, dentro de una economía peculiar sin incurrir en repeticiones que lejos de aclarar el fenómeno lo hubieran cargado de una monotonía insoportable.

    Por lo demás, traté de documentar la historia del agua en la cuenca de México, origen de la riqueza del 03 y apoyar el libro en ciertos rasgos míticos capaces de iluminar los restos de la cultura otomí, porque esa masa india que ha ocupado el centro del país antes del florecimiento de Teotihuacán y ha sufrido todas las conquistas y todas las humillaciones, conserva aún su antiguo carácter.

    Si a mí se me preguntara qué grupo indio me ha causado una más viva impresión respondería sin vacilar que el otomí, pues la ingratitud de su medio y su condición de esclavo en vez de volverlo duro y egoísta le ha permitido mantener y afinar no precisamente un sentimiento de solidaridad comunal propia de los indios, sino la excepcional de que todo hombre es un dios y merece el respeto y la devoción debida a los dioses. Un hombre que le otorga al ser esa calidad trascendente, un hambriento ontológico que ha logrado sobreponerse a las hecatombes y al dolor por esa concepción de la dignidad humana, es acreedor a que nos ocupemos de él resueltamente, liberándolo de sus caciques, de los rapaces explotadores en los que ha encarnado la ancestral figura de Coyote Viejo, el Dios de la Discordia, especie de Caín otomí que ha tratado de destruirlos armando la mano del hermano contra su hermano.

    Fernando Benítez

    México, agosto de 1972

    PARADOJAS DEL AGUA EN LA CUENCA DE MÉXICO

    Cincuenta años después de realizada la Conquista, un antiguo soldado de Cortés, viejo, pobre y desconocido, toma la pluma y escribe el relato de aquella lejanísima aventura.

    Todavía ignoramos si nos dejó una historia —Bernal Díaz así la tituló—, una crónica o un alegato jurídico, el caso es que este guerrero sólo se decidió a retomar en serio su manuscrito cuando le cayó en las manos la Historia general de las Indias, obra del antiguo capellán y sirviente de Hernán Cortés, Francisco López de Gómara.

    Gómara era un erudito, un hombre de gabinete y un excelente prosista, pero nunca visitó las Indias y su libro, como es la regla, tuvo la finalidad de exaltar la figura y las hazañas del conquistador dejando en la sombra a sus desconocidos soldados.

    Bernal Díaz, dolido se propuso reivindicar para él y sus compañeros de armas algo de la gloria y de las recompensas otorgadas por el rey a Cortés y a sus principales capitanes, empresa nada excepcional, pues todos en aquel tiempo, fueran soldados, monjes o funcionarios pensaban que el monarca debía leer sus quejas y peticiones y de hacerles justicia, lo cual no dejaba de ser una quimera. Bernal llenó estos propósitos en forma insuperable. Describió con la mayor minuciosidad los padecimientos, las hambres y los peligros a que se vio expuesto en navegaciones tempestuosas y batallas desiguales, hizo un recuento de sus heridas, fatigas y gastos y terminó solicitando una partecita del oro, de las tierras, de los esclavos ganados a fuerza de heroicas hazañas.¹

    Por supuesto, los burócratas no le hicieron el menor caso y su bien fundado alegato pasó a engrosar los archivos donde yacían olvidadas y cubiertas de polvo millares y millares de peticiones semejantes. Muerto Bernal, su manuscrito permaneció en el anonimato hasta 1632 en que se imprimió en Madrid y desde entonces no ha dejado de crecer la fama de la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España.

    Con el tiempo, su carácter de alegato perdió su razón de ser —hablando a la Tolstoi tuvo la tierra que le correspondía—, su veracidad histórica fue cuestionada —a causa de su evidente parcialidad— y su naturaleza de crónica verdadera no logró alterar en nada la reputación de Cortés. Perduró, sobre sus motivos interesados y curialescos, gracias a que este combatiente —uno más entre la soldadesca española— sabía manejar mejor la pluma que la espada y a que fue precursor de un género literario que utilizaba la memoria para salir en busca del tiempo perdido.

    Bernal, en efecto, era dueño de una memoria prodigiosa. Después de medio siglo evocaba con el menor detalle la vida de los soldados, los olores, los paisajes, los encuentros, los refranes y el sonido de las voces.² Fue el reportero, el cronista, el historiador, el novelista de aquel extraño episodio. Tenía el secreto de devolver su vida al pasado, es decir, de reconstruir acciones humanas y mundos erosionados por los años. Al revés de Gomara que escribió de oídas o valido de documentos, Bernal intervino como uno de los centenares de actores de su novela, y sus recuerdos son de tal manera frescos y poderosos que la historia termina siendo, ante todo, un acto de ficción.

    Cuando por primera vez la ciudad de Tenochtitlan aparece ante sus ojos, dice: Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua… nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas del libro de Amadís, por las grandes torres y cues y edificios que tenían dentro en el agua y todos de calicanto y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían ‘era entre sueños’…

    La imagen de Tenochtitlan se asocia a los relatos fantásticos de Amadís de Gaula —inspirador de Cervantes— y al sueño, pues los soldados se preguntaban si estaban dormidos o despiertos, si aquello que contemplaban no era el producto del sueño que desde niños habían llevado consigo. De un golpe recobran las lecturas de sus padres, las hazañas de la caballería andante, los sentimientos de sus compañeros de armas ante la visión de la Venecia americana.

    La luz de las altas mesetas y sus increíbles juegos cromátiticos matizaban los azules del enorme anfiteatro montañoso, los verdes y los oros de bosques y sembrados y en medio del agua poblada de barcas y de jardines flotantes, surgía como una flor la ciudad de Tenochtitlan con sus pirámides pintadas, sus mercados, sus plazas y sus procesiones de guerreros y de sacerdotes.

    Los sueños y las utopías europeas se concretaron en ese paisaje dominado por la nieve de los volcanes, en esa región la más transparente del aire, pero sueño y utopías se desvanecieron pronto. Cinco años después las pirámides y los palacios habían sido arrasados, destruidos los dioses, muertos los guerreros y los sacerdotes y de sus ruinas principiarían a levantarse las iglesias, los monasterios, los palacios de la nueva ciudad española.

    El Lago de la Luna

    Los mexicanos antiguos habían mitificado su lugar de origen —Aztlán, tierra de garzas— y su lugar de asentamiento final —México-Tenochtitlan—. Durante siglo y medio viajaron de un lago a otro lago separados por una distancia de más de mil kilómetros. Guerreros-sacerdotes, llamados teomamas —cargadores de la divinidad— llevaban en andas a su terrible dios Huitzilopochtli, el Colibrí Izquierdo, consultándolo siempre. El dios les fijaba el itinerario, los sitios en que debían descansar, la duración de sus jornadas y describía sin equívocos la meta de la peregrinación.

    Sin duda, cuando los bisnietos o los tataranietos de los primeros inmigrantes vieron a sus pies el valle de México, sintieron algo semejante a lo que experimentaron dos siglos más tarde los soldados de Cortés. Aquel valle era el final de su largo viaje.

    A la orilla de los lagos se levantaban diversas ciudades y los mexicanos —como los españoles— eran sólo un puñado de guerreros a quienes empujaba una decisión de vencer a los viejos pobladores y de imponer, sobre dioses aún desconocidos su propia, exigente deidad.

    Bernal pensó en Amadís de Gaula y habló de un sueño; los mexicanos pensaron en sus profecías y en sus mitos realizados.

    Surgiendo de una roca, apareció en medio del lago el águila sobre el nopal, gritando y devorando alegremente a la serpiente del augurio. Habló Huitzilopochtli: ¡Oh, mexicanos, allí está!, y los mexicanos lloraron y dijeron: ¡Merecimos y alcanzamos nuestro deseo!

    Se asentaron entre los carrizos y los tules y hacían una vida anfibia. Pescaban usando redes y anzuelos los peces blancos, los acociles —diminutas langostas—, los pececillos plateados, los negros y misteriosos ajolotes, los huevos de los moscos, las culebras del agua; cazaban ánades y patos y los vendían a los vecinos para comprar piedras y maderas con que edificar sus templos.

    Poco a poco vencieron a sus enemigos y formaron el imperio más formidable de Mesoamérica. El lago se llamó el Lago de la Luna, y México, la Ciudad-que-Está-en-el-Ombligo-del-Lago-de-la-Luna. Según veremos adelante, la luna, la intensamente pálida de frío y sus fases cambiantes constituyó la norma y el ejemplo de toda fecundidad, de todo renacer y por ello de toda muerte.

    En el mes Etzalcualiztli, los sacerdotes disfrazados de aves acuáticas, durante cuatro días se bañaban en la laguna, agitaban el agua con sus alas y gritaban empleando el lenguaje de los patos, de las garzas, de las grullas, de los martinetes. El Sacerdote de La Piedra Preciosa —es decir, del agua— pronunciaba su conjuro: Aquí está la cólera de la serpiente, el zumbido del mosquito del agua, el vuelo del pato, el murmullo de los juncos blancos. La ceremonia tenía el propósito de consagrar y de propiciar la caza y la pesca lacustres, fuentes esenciales de su alimentación.

    El techo del mundo

    El Lago de la Luna, fue la consecuencia de un proceso que se inició hace cinco millones de años, cuando el reacomodo de los altos valles, y espectaculares erupciones, levantaron inmensas cordilleras, cegando el paso de las aguas del valle de México a los valles de Cuernavaca y del Lerma. Mucho más tarde, posiblemente a fines del Pleistoceno, nuevas catástrofes originaron la formación de una nueva cadena montañosa en el norte y nuestro valle se convirtió en un anfiteatro circundado de sierras, en una cuenca cerrada donde las corrientes que bajaban de los montes, ya sin salida, se fueron acumulando en su interior y con ellas, las cenizas arrojadas por los volcanes.

    Estas circunstancias geológicas todavía mal conocidas, determinarían con el tiempo un medio natural, un paisaje y unas condiciones peculiares que habían de influir en la historia de nuestro país.

    Hasta la fecha, el mexicano, rara vez es consciente de que vive en uno de los techos del mundo o para decirlo con palabras familiares, en la cima de la gran pirámide formada por las dos cadenas montañosas extendidas a lo largo del Océano Pacífico y el Golfo de México.

    La pirámide central contiene un cierto número de cámaras, separadas de sus vecinas por barreras montañosas.³Quiere decir esto que el habitante del valle de México, para visitar las cámaras del valle de Toluca o las del valle de Puebla debe trepar las cuestas de una cordillera, alcanzar una altura de 3 300 metros y luego descender por sus faldas hasta llegar a otras planicies también rodeadas de volcanes y de montañas.

    Tampoco el mexicano es muy consciente de este fenómeno que tanto asombra al recién llegado. Le parece natural que sin salir del altiplano, un simple viaje de 70 kilómetros implique remontarse a las regiones de los pinos y de los robles —casi en el borde de las nieves eternas—, descubrir desde arriba los valles soleados, y media hora después disfrutar el clima templado y dulce de Puebla —tan semejante al de México—, el más frío de Toluca o el tropical de Morelos o de Atlixco.

    Toda su vida está hecha a subir y a bajar incesantemente, a las mudanzas espectaculares de los climas y a la sucesión ininterrumpida de una vegetación que va de los cactos y de los agaves, a los bosques cerrados de pinos y a las tierras donde florece el tabachín y el flamboayán, la caña de azúcar, el mango y el café.

    En el compartimento de México, debido a la expulsión posterior de las aguas, ya se establece una corriente que unida a las aguas del Tula forma la cuenca del Pánuco, el gran río del Golfo; en el compartimento de Toluca, nace el Lerma, origen del Santiago que muere en el Pacífico y en el compartimento de Puebla, corre el Atoyac, el cual, unido a otras corrientes forma el Papaloapan o río de las Mariposas que finalmente desemboca en el Atlántico.

    El Pánuco, el Santiago, el Balsas, el Papaloapan, son ríos torrentosos y poco navegables. Teniendo su origen en las sierras del altiplano central, durante milenios se han visto obligados a cavarse sus propios cauces en el interior de las montañas, a buscar, entre saltos y sobresaltos los profundos cañones y barrancos, a nutrirse de arroyos y tributarios, a correr por las estrechas fajas de la costa y después de construir sus complicados deltas, a extinguirse en los océanos.

    Ríos que inician su curso en los deshielos de los volcanes y en las lluvias de las altas montañas y que para alcanzar el mar deben descender tres mil metros en un espacio no mayor de cuatrocientos kilómetros, son ríos particularmente dramáticos y temperamentales. Durante las prolongadas sequías están medio muertos, pero en los tres o cinco meses de lluvia, el arroyo aprendiz de río, se transforma en una corriente salvaje, desborda con frecuencia sus márgenes y empuja hacia afuera, con una fuerza asombrosa, el agua de los mares.

    El río mexicano, a lo largo de su curso, va contando una historia. Su historia montañesa de cascadas o túneles rodeado de pinares, su historia de lagunas en las mesetas, su historia tropical donde los árboles cobran figuras extrañas y sus aguas oscuras, cargadas de limos, se remansan entre doseles impenetrables de ceibas y de hiedras invasoras.

    A pesar de que la civilización madre —la olmeca— tuvo su origen en el delta de los ríos, el hombre en Mesoamérica ha tenido la obsesión de abandonar el trópico demasiado amenazador y remontarse a las alturas en que reinan condiciones más favorables a la existencia. Fuera de los mayas y de algunos pueblos costeros que lograron vencer la hostilidad del bosque tropical e imponer su cultura, los antiguos indios prefirieron emigrar a las mesetas centrales o a los valles intermedios de Oaxaca, Michoacán o Jalisco, lo que originó una concentración humana que con el tiempo habría de aumentar el desequilibrio entre los recursos de agua y de tierras y la densidad de las poblaciones asentadas en el altiplano.

    A la larga de un modo o de otro, se impuso la altura, el alejamiento de un ambiente desfavorable al hombre. Al imperio de Tenochtitlan sucedió el del virreinato. Los españoles se avecindaron en las Antillas debido a que no tenían otra opción, pero en México, en Perú, en Colombia, en Venezuela, en Centroamérica, los europeos desarraigados consideraron los trópicos como una verdadera maldición y se establecieron de preferencia en las mesetas, al grado que podemos decir sin equivocarnos: precisen las alturas óptimas de un país y allí localizaremos sus capitales.

    El trópico llegó a ser sinónimo de infierno, sede de fiebres y de animales ponzoñosos donde la vida prolifera y se devora a sí misma en una proporción contra la cual el español se reveló impotente. Su conquista es de ayer, apenas de hace tres décadas y no pasa un año sin que los caminos no nos descubran infiernos solitarios que van convirtiéndose en paraísos como Acapulco, Puerto Vallarta, Yucatán o Quintana Roo.

    Entre la inundación y la sed

    Los aztecas enfrentaron dos agudos problemas: el del agua potable y el de las inundaciones. El primero, se resolvió temporalmente bajo el reinado de Moctezuma Ilhuicamina, Flechador del Cielo, construyéndose un acueducto que llevó a Tenochtitlan el agua del cercano bosque de Chapul tepec.

    El crecimiento de la ciudad determinó que se multiplicaran las chinampas, pequeños islotes hechos de cañas y de barro, primorosamente cultivados, los cuales componían laberintos de verdaderos huertos flotantes. Al mismo tiempo millares de hombres, en espacios ganados al lago, edificaban pirámides, centros ceremoniales, diques, casas y calles —una mitad de agua, una mitad de tierra— y pronto la ciudad fue tomando la forma de aquella Venecia americana tan celebrada por los cronistas españoles.

    Años después, el rey Ahuizotl edificó un segundo acueducto a fin de aprovechar un manantial nacido en tierras de Coyoacán y las necesidades de agua potable, llevada en barcas hasta las casas, quedaron finalmente resueltas.

    En cambio, el problema de las inundaciones no se resolvió nunca. El río Cuauhtitlán, durante la época de crecidas excepcionales, desaguaba en los lagos septentrionales de Zumpango y Texcoco, y estos lagos, desbordando sus playas, revertían sobre la ciudad haciendo que sus habitantes buscaran refugio en sus chinampas, en sus barcas o en lo alto de las pirámides.

    Las inundaciones periódicas causaban enormes daños a los habitantes de Tenochtitlan —el mismo Ahuizotl murió a consecuencias de un golpe que se dio en la cabeza al abandonar violentamente una cámara de su palacio invadida por el agua— hasta que el rey de Texcoco, Nezahualcóyotl, Coyote Hambriento, gran poeta, gobernante y arquitecto, propuso defender la capital, edificando un dique de 16 kilómetros, tendido de norte a sur. La construcción del dique, si bien no conjuró el peligro de las avenidas, en cambio modificó la naturaleza de la cuenca al establecerse una separación entre el gran lago de Texcoco y el pequeño lago de México. Aislado el primero, y sujeto a la evaporación, fue convirtiéndose en una enorme extensión salada que aniquiló la vida animal e hizo imposible la agricultura ribereña.⁵ El pequeño lago de México, alimentado con aguas dulces mantuvo su carácter de Lago de la Luna y a partir de entonces, el trabajo de los ingenieros indios consistió en elaborar una red de diques y compuertas que regulando los manantiales y los ríos acrecentara el volumen de agua dulce alrededor de Tenochtitlan.

    Decisiones de dioses

    La decisión de Hernán Cortés de fundar la nueva ciudad sobre las ruinas de Tenochtitlan tuvo, como otras que tomó en los días embriagadores de la victoria, por sus consecuencias, un carácter casi divino.

    El conquistador debió construir la capital en otro valle más estable o al menos, seguir el ejemplo de Venecia, pero se empeñó en que la cabeza de la Colonia debería fundarse por razones políticas donde estuvo la cabeza del Imperio Azteca, sin pensar que la nueva ciudad, a pesar de su pequeñez, rompería el precario equilibrio logrado por los indios y que los problemas de un pueblo anfibio habrían de heredarlos agravados, sus descendientes. Ellos no vivían en cabañas, sino en pesadas casas de calicanto, no gustaban transitar en barcas sino en caballos y carruajes, no amaban los canales floridos, sino las calles y poco a poco los fueron cegando y ganando terreno a las aguas del lago, estableciéndose así, desde los orígenes de la Nueva España, una lucha entre Tláloc, el desplazado dios cuatrojos de la lluvia y las numerosas deidades traídas por los españoles. A la furia de Tláloc, aún reverenciado en numerosos adoratorios secretos, los sacerdotes católicos oponían procesiones y rogativas públicas para alejar las nubes de tormenta o conjurar la sequía.

    Debemos decir que Tláloc se reveló invulnerable. La ciudad española, amenazada siempre, sufrió cuatro inundaciones catastróficas: la de 1553 bajo el virrey don Luis de Velasco, la de 1580 en el gobierno de don Martín Enríquez de Almanza, la de 1604 en el del Marqués de Montes-Claros, y la de 1607 en el tiempo del segundo don Luis de Velasco.

    Si bien las casas padecían derrumbes y los señores debían abandonar sus caballos, tapiar puertas y ventanas y reunirse en juntas donde se proponía el traslado de la ciudad a un sitio más estable, apenas transcurría el peligro, según la costumbre mexicana, la vida reanudaba su curso y los proyectos quedaban aplazados.

    Las inundaciones llegaron a constituir la pesadilla de México. En una ciudad de polemistas, de teólogos, de improvisados ingenieros, unos apoyaban la política de proseguir las obras aztecas construyendo nuevos diques y presas dentro de la cuenca, y otros apoyaban el atrevido plan del cosmógrafo real Enrico Martínez, de desviar las aguas del río Cuauhtitlán, el villano del drama, y expulsarlas fuera, perforando las montañas del norte que ofrecían una menor resistencia.

    En 1605, abandonado este plan, se confió al barroco historiador Fray Juan de Torquemada la tarea de reparar y limpiar los diques y los canales viejos o nuevos, pero la inundación de 1607 determinó que se aceptara la proposición de Enrico Martínez.

    El 28 de noviembre de 1607 el virrey, ante la Audiencia y la nobleza del reino, hundió su azada en la tierra inaugurando los trabajos, y el mes de diciembre de 1608 el mismo virrey recorrió a caballo dos kilómetros de la galería y más tarde presenció con el arzobispo la forma en que la masa de agua se deslizaba por el socabón y después de recorrer un canal abierto saltaba al río Tula que debería conducirla al mar.

    Un paso o canal de desagüe —escribió Humboldt— de 6 600 metros de largo con un claro de 10.5 metros de perfil, acabado en menos de un año, es una obra hidráulica que en nuestros días y en Europa llamaría la atención de los ingenieros. Lo cierto es, según lo hizo notar el Barón, que esta obra magna se acabó con tanta celeridad debido al trabajo de 15 mil indios que fueron tratados con la mayor rudeza.

    Desde ese año, el túnel se convirtió en el centro de una agria e interminable disputa. Pronto advirtióse que las arenas movedizas originaban derrumbes constantes que obstruían la galería, y para evitarlos, Enrico construyó primero una serie de arcos abovedados, y luego, ante su inutilidad, eligió el sistema de pequeñas esclusas que abriéndose rápidamente,⁸ limpiaran el túnel.

    Las disputas se enconaron y llovían los proyectos salvadores: debía ensancharse el túnel, hacer un tajo abierto rompiendo la bóveda iniciada o abrir otra galería más profunda, y como nadie se pusiera de acuerdo, la corte envió al ingeniero holandés Adrián Boot y este famoso especialista … recomendó que se reforzarán las obras hidráulicas emprendidas por los indios antes de la conquista.

    Sin embargo, las obras de la galería prosiguieron. El año de 1629 ante el peligro de una nueva inundación se decidió taponar el túnel, y cierta mañana la ciudad, fuera de la plaza mayor, de la cercana del Volador y la de Tlatelolco —casi todo el espacio consolidado por los aztecas—, apareció cubierta bajo un metro de agua.

    La inundación duró cinco años y nuevamente las casas, los monasterios, las iglesias, sufrieron daños irreparables y los orgullosos señores abandonando literas de mano y cabalgaduras se vieron en la obligación de viajar en las barcas indígenas.

    La furia de las autoridades, necesitadas de un chivo expiatorio se descargó sobre el cosmógrafo real a quien encarcelaron y enjuiciaron. Enrico Martínez se defendió alegando que él había presentado dos proyectos, uno destinado a drenar los lagos del norte por medio de dos canales y otro mucho menos costoso consistente en desviar el río Cuauhtitlán para aliviar la presión del lago de Texcoco. Como era de esperarse las autoridades eligieron el segundo y enfrentada su obra a la primera prueba, él había preferido salvarla de la destrucción dejando que la ciudad se inundara pasajeramente. Aunque más tarde se liberó a Enrico Martínez y murió oscuramente, todo lo que se ha hecho de positivo hasta nuestros días en materia de drenaje descansa en la visión del cosmógrafo real. Los virreyes y sus consejeros nunca tuvieron la decisión de continuar un mismo plan. Durante dos siglos de enconadas disputas se gastaron más de 5 millones en construir y reparar diques o calzadas y en hacer del túnel de Enrico Martínez, un enorme tajo abierto.

    El tajo de Nochistongo, como se le conoce, fue una obra totalmente desproporcionada a sus finalidades prácticas. Si se llenase de agua hasta la altura de 10 metros —escribió Humboldt— los mayores navios de guerra podían atravesar la cadena de montañas que rodea al llano de México al noroeste. Esta obra colosal —prefiguración del canal de Panamá—, nunca ha dejado de inspirar sentimientos dolorosos. Millares de indios obligados a ensanchar innecesariamente sus paredes o a trabajar en el agua perecieron bajo los derrumbes o aplastados contra las peñas por la fuerza de la corriente.

    Otros tiempos

    La República, nacida de las ruinas de la Colonia, sometida a los horrores de la descolonización y del desmembramiento, sufriendo increíbles penurias, invasiones y guerras civiles, tuvo que descuidar sus obras públicas. Cuando logró mantener cierta cohesión y sobrevino la paz porfiriana —una paz más parecida a la de los sepulcros— el crecimiento de la ciudad y la necesidad ya no tanto de seguir expulsando las aguas fuera del valle como la de edificar una eficiente red de drenaje, determinó que a finales del siglo XIX, utilizando viejos proyectos diferidos, se construyera el Gran Canal del Desagüe con una extensión de 50 kilómetros, el cual a través del túnel de Tequixquiac, situado a corta distancia del tajo de Nochistongo, enviara las aguas negras a la cuenca del Tula. Las nuevas obras, reforzadas en 1943, por un segundo túnel paralelo, todavía están en uso. El antiguo Lago de la Luna, los ríos, los arroyos y los canales floridos se fueron secando lenta e inexorablemente. El equilibrio de una cuenca cerrada creada por grandes cataclismos, se alteró y un paisaje natural se convirtió en un paisaje artificial. Alfonso Reyes que había ensalzado la región más transparente del aire, al regreso de su exilio diplomático, se vio obligado a entonar la palinodia del polvo y a preguntar alarmado: ¿Qué habéis hecho de mi alto valle metafísico?

    Remedios peores que la enfermedad

    A fines de siglo, el Gran Canal había resuelto provisionalmente el problema del drenaje y quedaba por atacarse el problema del agua potable que se abordó del modo más lógico y sencillo: utilizando al máximo los veneros de Xochimilco y cavando pozos artesianos. Los ingenieros ignoraban entonces que las cenizas y los arrastres depositados durante milenios en el fondo de los viejos lagos habían constituido una masa arcillosa, semejante a una esponja henchida de agua, y sobre todo, el hecho fundamental de que si esta agua era extraída, la esponja debería contraerse originando el hundimiento de una ciudad situada en la parte más baja de la cuenca.

    Lo que importaba era satisfacer una demanda creciente y por fortuna los veneros subterráneos parecían casi inagotables. De cada perforación brotaba el agua con el ímpetu con que brotaba el petróleo en la Faja de Oro del Atlántico. Formaba altos surtidores⁹ y semejante riqueza se entendió como el último regalo que los dioses, expulsados del valle, hacían a la ingrata heredera de Tenochtitlan.

    Al mismo tiempo, la ciudad nunca muy estable, inició su inexorable desplome. Desde luego no era nuevo el fenómeno. La primera catedral y otros muchos edificios habían sido devorados por la ciénega, pero ya no se trataba de constracciones aisladas o de acudir al remedio de pilotearlas más adecuadamente, sino de una verdadera catástrofe, y lo que pareció una bendición se entendía como una venganza diferida de Tláloc que amenazaba de muerte a la capital de la República.

    Corresponde al ingeniero Francisco Gayol el honor de haber lanzado la primera advertencia del nuevo peligro: Que nos hundimos ¹⁰ gritó al descubrir que el coloso levantado a costa de tantos sacrificios tenía los pies de barro y desaparecía, arrastrando consigo catedrales, palacios franceses y grises remedos de edificios norteamericanos. La nave que flotaba sobre su esponja de agua se iba a pique aceleradamente pues de 1891 a 1938 el centro de la ciudad se hundió a un promedio de 5 centímetros anuales, de 1950 a 1951, el periodo máximo de perforación de pozos, se registró un desplome de 46 centímetros que bajó a 7 en los tres años que median entre 1963 y 1966 mientras el resto acusó hundimientos de 14, 11 y 8 centímetros durante las mismas fechas.

    El elefante del Teatro de la Ópera con sus mármoles de Carrara, sus diosas y sus pegasos mostraba una pronunciada inclinación y era necesario enderezarlo administrándole inyecciones de concreto. Las iglesias barrocas y los palacios sufrían el mismo destino; las aceras estallaban, los muros se cuarteaban, las calles presentaban ondulaciones y en medio de este derrumbe general, los nuevos rascacielos, mejor piloteados, lejos de hundirse, se levantaban mostrando sus reforzados cimientos. Cada año las puertas ascendían sobre el nivel de las rotas aceras y tuvo que añadírseles nuevos escalones, de modo que a lo largo del Pasco de la Reforma y de la Avenida Juárez el citadino, observa hoy ya sin pasmarse una serie de escalinatas, reminiscencias de las que en otras épocas adornaron las pirámides demolidas.

    Si esto ocurría en la superficie, en el subsuelo las cosas no marchaban mejor. La ciudad estaba ya a cinco metros bajo el lecho del lago de Texcoco lo que determinó la dislocación total del drenaje. La red de alcantarillas y cloacas padeció rupturas y desviaciones; el Gran Canal del Desagüe, la espina dorsal del sistema, no pudo descargar las aguas negras fuera del valle por gravedad y la capital debió soportar la inundación de sus detritus —1948-1952— con grandes pérdidas, mientras se instalaban en sus bordes baterías de potentes bombas capaces de remontar el desnivel y liberar a la ciudad de sus desechos.

    El espectro de la inundación —especie de fantasma que amargó los días de los emperadores, de los virreyes, de los presidentes, de la ciudad entera— no se ha desvanecido. Una falla en el bombeo —su mantenimiento cuesta cien millones de pesos anuales—, una simple interrumpción de varias horas, determinaría que la capital se viera invadida por la avalancha de sus propios excrementos.

    Para conjurar de una vez por todas el tenaz fantasma, los ingenieros están construyendo, desde hace años, una red de drenaje tan audaz que al mismo Enrico Martínez le hubiera parecido inconcebible. Descrito en sus rasgos esenciales, el nuevo sistema que costará posiblemente cerca de cuatro mil millones de pesos, debe constar de dos grandes cloacas con una extensión de 22 y 24 kilómetros, llamados el interceptor central y el del oriente, que drenando las aguas del área metropolitana desemboquen en el Gran Emisor, un túnel de 52 kilómetros de longitud y una profundidad máxima de 220 metros, el cual puede ser considerado como el túnel más grande del mundo.

    Visita a las obras

    Una mañana, confiados en la potencia de nuestra camioneta salimos de Tula, buscando por senderos perdidos en las montañas, la salida del Gran Emisor.

    Debíamos cruzar esta vez la cortina de la presa Requena, pero como era un día en que no soplaba el viento, las masas de espuma vomitadas por los túneles de filtración, se habían ocumulado en el borde y constituían un banco espeso y brillante. Tratamos de buscar un atajo y estaba cortado. Conociendo bien la naturaleza nefanda de la espuma cerramos los vidrios del coche y a ciegas íbamos adentrándonos en esa sustancia casi sólida, cuando a medio metro, vimos surgir a cuatro o cinco jóvenes desnudos y medio borrachos, que con sus botes de cerveza en la mano se sentían arcángeles y jugaban entre las nubes, ignorantes de su origen. El encuentro nos sorprendió tanto a ellos como a nosotros. A señas, les indicamos que se hicieran a un lado y logramos rebasar la espuma. La camioneta maculada despedía un olor a letrina que fue desapareciendo mientras corríamos por los senderos de la montaña.

    Las carreteras, recién abiertas, y las torres de las lumbreras, nos condujeron finalmente a la salida del túnel situado un kilómetro abajo del cauce, previamente desviado, del Salto.

    Una plataforma montada sobre rieles, desaparecía con su cargamento de obreros protegidos con cascos en la oscura galería y necesariamente, este alarde de técnica moderna me hizo pensar en el virrey internándose a caballo en el socavón abierto por los quince mil indios de Enrico Martínez.

    Se escuchaba lejano el ruido de las compresoras de aire y de las máquinas que revisten de un concreto impermeable a la erosión de las aguas negras, las paredes del túnel. Fuera de la maquinaria y del campamento de los obreros, el paisaje era el mismo de siempre. Arriba se advertían las capas de arcilla, de arena y los cantos redondos, cubiertos de una delgada faja de tierra vegetal, en una palabra, la estructura geológica que caracteriza a las dos cuencas y formó el anticlinal —plegamiento— de la corteza terrestre, impidiendo que las aguas del valle de México se vaciaran en la cuenca del Tula.

    A la buena de Dios seguimos escalando las cuestas entre milpas y tapices de girasoles amarillos y de ardientes flores silvestres. Montes azules, blancos caseríos, vallecitos cultivados, nos acompañaron un largo trayecto. Pasado el mediodía alcanzamos el borde del tajo de Nochistongo, cavado en cerca de 200 años y debemos reconocer que el antiguo túnel de Enrico Martínez después abierto y ensanchado, es mucho más espectacular que el moderno. Se trata de un barranco en forma de V que tiene una anchura de 300 metros y una profundidad de 70. En el fondo, a un nivel superior se extiende la vía del ferrocarril a Laredo y en un nivel más bajo se deslizan las aguas de la zona NZT (Naucalpan, Zaragoza, Tlalnepantla), donde los viejos pueblos indios y los llanos salitrosos se han convertido en la cuna de una incipiente sociedad industrial. No hemos logrado medir hasta la fecha lo que ahí está sucediendo. Millares y millares de fábricas, barrios residenciales, hormigueros humanos, super-carreteras, supermercados, torres de transmisión eléctrica, bosques de antenas, se mezclan a las ciudades perdidas en que otros millones de inmigrantes sufren el desempleo, las tolvaneras de la sequía o los barrizales de la época de lluvias, y sobre todo, el doble horror de perder su naturaleza campesina para asumir, lenta y trabajosamente, su condición urbana y proletaria.

    El terreno del tajo —cruza el parteaguas de ambas cuencas— es blando, y su color sombrío, blancosucio, sus altos muros escalonados recuerdan vagamente las paredes del cenote de Chichén-Itzá al que se arrojaban los sacrificados. Ya muy cerca del camino asfaltado se hundió la camioneta y tuve necesidad de salir en busca de auxilio a una hacienda vecina. La hacienda en cuestión resultó ser propiedad de un rico latifundista, ex-gobernador de Hidalgo y mientras el tractor desenterraba nuestro vehículo con gran ruido de cadenas, pensé que México no había cambiado mucho. A un lado yacía el abismo donde millares de indios perecieron durante la Colonia sin ninguna razón y al otro se levantaba la hacienda del señor gobernador, circundada de casuchas de adobe, como el símbolo de una revolución traicionada.

    Más tarde, corriendo hacia Texquiquiac descubrimos entre los árboles y las parcelas cultivadas, al ex-gobernador acompañado de sus invitados entregados a las delicias de un día de campo. No era ese un espectáculo extraño. El encargado de implantar la reforma agraria se hizo justicia a sí mismo adjudicándose las mejores tierras y en ese caso se encuentran sin ninguna excepción, los últimos gobernadores del estado de Hidalgo.

    Donde la historia se repite

    Entramos ya en los terrenos de la paradoja bruta. La ciudad de México, huyendo de las inundaciones, se ocupó tenazmente en expulsar las aguas fuera de su cuenca con tanto éxito que el Lago de la Luna, asiento de toda fertilidad se convirtió en un desierto mientras sus necesidades de agua potable aumentaban al ritmo creciente de la población.

    Luego agotó los veneros más cercanos y cavó millares de pozos provocando el hundimiento de la ciudad, pero la sed de sus habitantes crecía desproporcionadamente al mediar el siglo y entonces se desenterró un viejo proyecto que consistía en perforar la barrera montañosa del poniente y traer por gravedad el agua de las fuentes del Lerma.

    En 1951 se terminaron las obras y los habitantes de la ciudad experimentaron el alivio que debieron sentir sus lejanos ancestros el año de 1608 cuando Enrico Martínez terminó su túnel de Nochistongo. Nadie advirtió que México iniciaba la gran contradicción de arrojar las aguas de su cuenca y de sustituirlas por otras ajenas traídas de la vecina cuenca del valle de Toluca, ni mucho menos pensó en las consecuencias que este saqueo podría acarrear a los habitantes de Lerma, un lugar virginal donde existían vestigios de la vida lacustre propia de Tenochtitlan.

    Yo visité Almoloya del Río en 1958, cuando su laguna estaba a punto de secarse. Según lo recuerdo, era un villorrio que amontonaba sus casas en los flancos de una colina. Del lago sólo quedaban aisladas charcas, ciénegas, muñones de chopos y de ahuehuetes y filas de sauces llorones, última huella de los ríos desaparecidos.

    El largo proceso a que se vio sometido el valle de México —un siglo desaparecían decenas de canales floridos, otro centenares de chinampas, otro más el Lago de la Luna se replegaba en sí mismo —aquí ocurrió de manera fulminante. Las barcas varadas se fueron pudriendo y los pescadores podían verse en el interior de sus casuchas inclinados sobre unas máquinas, cosiendo pantalones para los mayoristas de la ciudad. Comimos con ellos y un hombre me dijo:

    —Veo la ciénega y me dan ganas de llorar. Antes era un tesoro. Tenía por lo menos cinco clases de agua: termal, dulce, tibia, fría y helada. Todo lo que necesitábamos para vivir nos lo daba la ciénega: carpas, pescado blanco, juiles, ajolotes, acociles, patos, renacuajos.

    A petición nuestra un indio se levantó de la mesa donde comíamos y habló de este modo:

    —Tal vez me acuerde de la canción que compuso un compadre mío, pero podría quedar en mal. Es el adiós a los manantiales.

    Como pintura de Goya

    lindo es el terruño mío,

    así es de bello Almoloya

    nuestro Almoloya del Río.

    —No —dijo interrumpiéndose—, me lastimo mucho. No quiero ni cantar.

    El paisaje, a medias devastado con sus esqueletos vegetales, los hería. No habían sido expulsados de su paraíso, sino que el expulsado era su paraíso. Los patos, las diminutas langostas, los peces plateados, las chinampas, habían desaparecido y los pescadores desempeñaban, con gran dolor, el oficio de las mujeres.

    Ahora, la tragedia se extiende al Alto Lerma. En la geografía, el estado de México parece devorar al pequeño Distrito Federal, si bien en la realidad política y económica, es el Distrito Federal, con sus ocho millones y su concentración de poderes, el que devora al estado de México.

    Las paradojas se multiplican. En la cuenca del Lerma una serie de bombas mandan 13 metros cúbicos por segundo a la sedienta ciudad y otra serie de bombas, en la cuenca de México los descarga a la cuenca del Tula con el agua de las lluvias, de los manantiales y de los pozos que completan el gasto del área metropolitana.

    ¿Qué nos depara el destino?

    Las obras del Lerma significaron un respiro. Se calcula conservadoramente que la capital, el año 2 000 tendrá 25 millones de habitantes, y este futuro que cada día deja de serlo para convertirse en presente, obligará a emprender nuevos y más audaces proyectos.

    En tanto se prosiguen las obras del nuevo drenaje, ya se trabaja activamente en aprovechar las aguas de la región montañosa Chalco-Amecameca; después se tratará de desviar el caudal del río Cuauhtitlán —el mismo que expulsó fuera de la cuenca de México Enrico Martínez— v a partir de 1980, la ciudad deberá resolver el dilema de si subirá a mil metros de altura 36 metros cúbicos por segundo de las reservas del lejano Tecolutla, o bien captará las aguas del alto Balsas, proyecto considerado como el más viable y económico. Ignoramos lo que nos depare el destino. Para la ingeniería moderna, las cuencas cerradas, las cadenas montañosas, las distancias, no significan ningún obstáculo. Podemos alterar toda la geografía, torcer el curso de los ríos, hacer venir corrientes cada vez más profundas hasta alcanzar el delta de los ríos tropicales, edificar en los flancos de las sierras presas y baterías de bombas, excavar túneles desmesurados, burlar las leyes de la naturaleza con tal de propiciar la paradoja de que la mayoría de la población haya fijado su residencia en las altas mesetas carentes de agua mientras las costas, dotadas con exceso, sigan semidesiertas.

    Todo será posible siguiendo la pauta del omnipresente Enrico Martínez. Sin embargo, a estos locos y ambiciosos proyectos que han supuesto, suponen y supondrán contratos fabulosos, se oponen otros más razonables aunque menos espectaculares. Consisten en retener dentro de la cuenca de México una parte de los 1 000 millones de metros cúbicos que actualmente los sistemas del drenaje vacían en la cuenca del Tula. Separando las aguas negras de las blancas, haciendo estas últimas potables, sin renunciar a la posibilidad de traer caudales más cercanos, formando nuevos lagos en los lechos salinos del lago de Texcoco, se modificaría el clima de México y la ciudad quedaría abastecida con sus recursos propios. De cualquier modo no se han tomado decisiones acerca de estos problemas, y de lo único que sí podemos estar seguros es que las aguas negras de la metrópoli seguirán fecundando, cada vez en mayor medida, los vecinos desiertos del norte.

    Hemos llegado al final de esta historia. Por ser una historia de saqueos, de cloacas y letrinas la gente no desea interesarse en ellas. Tiene la costumbre de sufrir sed e inundaciones y la convicción que de algún modo, durante siglos, se emprenden obras colosales destinadas a remediar los problemas heredados por el capricho de Hernán Cortés. Sus problemas, hoy igualmente paradójicos, obedecen a que siendo la capital de un país subdesarrollado padece los dolores propios de toda gran metrópoli. Las carencias y las injusticias del campo, determinan la emigración de millares de hombres carentes de tierra y de trabajo que viven de milagro hacinados en barrios infames. La tala de los bosques agotó casi todos los manantiales. La desecación de los lagos provoca tolvaneras, que unidas al humo de los fábricas y a los gases de un millón de automóviles han borrado del valle la última transparencia.

    Aquellas escenas donde las carrozas de dos nobles se encontraron cierta vez en el Callejón de la Condesa y tres días con sus noches permanecieron frente a frente mientras los ocupantes afónicos gritaban sus títulos y sus prelacias hasta que el virrey zanjó la disputa ordenando su retroceso simultáneo, para que no sufrieran mancilla ambos linajes, son simples estampas desvanecidas, ante la furia impotente de millares de plebeyos automovilistas que dentro de sus hojalatas recalentadas sufren embotellamientos desesperantes.

    El smog —ya nadie habla de polvo— ha borrado del paisaje la nieve de los volcanes, ha huido el silencio sólo interrumpido por el sonido de las campanas, se agostó toda frescura y en el agujero de las montañas se acumulan los gases deletéreos. A medias hundidos, a medias asfixiados, invadidos y cercados de miseria, nuestra ciudad va cobrando la fisonomía siniestra de Calcuta.

    El alto valle metafísico es un muladar donde se acumulan las desigualdades y se originan toda clase de detritus. ¿A dónde van a parar estos detritus? ¿Cuál es el uso, el desuso y el abuso que se hace de ellos? ¿Los excrementos de ocho millones de mexicanos a quiénes benefician?

    Tales son las preguntas que trato de responder aquí. En su inicio, sólo tenía el propósito de estudiar el valle del Mezquital y las montañas de la Sierra de Juárez, pero andando la investigación, pude comprender que esta región si bien constituye una unidad étnica y geológica, conocida bajo ese nombre, de hecho ofrece dos porciones claramente delimitadas: el Distrito de Riego 03, obra de las aguas negras de la ciudad y el desierto que aprovecha una mínima parte de los caudales del río Tula.

    Debía pues abarcar el paraíso y el desierto, a fin de que el lector tuviera una idea de los contrastes económicos y de las semejanzas políticas de las dos áreas, pues lo que ocurre en el paraíso con sus necesarias modalidades, ocurre en todos los distritos de riego del país y lo que pasa en el infierno, pasa también inexorablemente en todos los desiertos de México.

    Desde luego, como el valle del Mezquital ha sido y sigue siendo el territorio tradicional de los otomíes, es necesario averiguar, siquiera sea superficialmente quiénes fueron los otomíes y qué papel desempeñó en la historia este grupo misterioso. La siguiente parte del prólogo pretende ocuparse de estas incógnitas.

    EL MUNDO DE LOS OTOMÍES EN LA CUENCA DEL TULA

    La cuenca del Tula es un mundo en sí mismo. Sus enormes diferencias físicas corresponden a sus desigualdades sociales y económicas. Las márgenes del río están cubiertas de sauces y ahuehuetes —los viejos del agua—; manantiales de aguas termales, forman oasis dispersos pero la realidad es el desierto, un desierto áspero donde sólo prosperan los agaves de diversas especies, los cactos y los arbustos espinosos. Como es común en enormes regiones del país se siente casi de una manera física el sufrimiento de estas plantas prisioneras entre los peñascos rojizos e hirientes de las montañas. Las delgadas columnas de los cereus y los cactos candelabros de un verde oscuro acentúan el carácter trágico del paisaje y sólo de tarde en tarde se advierte el resplandor helado de la opuntia tunicata, un cardo que protege sus carnes con brillantes vainas semejantes al celofán.

    En el mismo borde del antiguo desierto se yerguen las ruinas de la ciudad de Tula, morada de Quetzalcóatl, el Dios Civilizador, uno de los centros de la cultura tolteca y el enigma más profundo de la historia mesoamericana. El mismo otomí es extraño e inquietante. Extraño, porque desde épocas muy remotas siempre ha vivido en los lugares más inhospitalarios formando un grupo homogéneo, e inquietante, porque perteneciendo a las altas culturas, nunca edificó ciudades ni llevó una existencia urbana.

    Tal vez fue el habitante más antiguo del centro de México. Asistió de algún modo al esplendor y caída de Teotihuacán, de Tula y del imperio mexicano. Testigo de ilustres civilizaciones, esclavo de los victoriosos, incluidos los españoles, sobrevivió aferrado a su lengua, a sus caracteres étnicos y a su desierto.

    Todavía en la actualidad constituye uno de los grupos indígenas más numerosos de México. Habita una parte del estado de México, a partir de las áridas cuestas del volcán de Toluca, se extiende como una mancha por el estado de Hidalgo e invade porciones de Puebla, Querétaro y Guanajuato.

    Si la historia de Mesoamérica no fue otra cosa que una invasión constante de los bárbaros cazadores y recolectores venidos en oleadas sucesivas del norte los cuales arrasaban los grandes centros ceremoniales construidos por otros bárbaros ya civilizados y edificaban nuevos imperios, los otomíes, cuyo origen nadie ha logrado precisar, permanecieron congelados en las fronteras que dividían a los bárbaros chichimecas de los civilizados. Sus desiertos no ofrecían atractivo a los invasores. Simplemente el suyo era un territorio de paso, de campamentos provisionales o más tarde de fortalezas avanzadas. Siendo sedentarios, vivían como ahora viven de cazadores y de recolectores, del pulque de sus magueyes y de tejer las fibras de sus plantas.

    Los aztecas los despreciaban y hablaban muy mal de ellos según el testimonio de fray Bernardino de Sahagún. Para ofender, decían: ¡Ah, qué inhábil eres! Eres como otomite, que no se te alcanza lo que te dicen. ¿Por ventura eres uno de los mismos otomites? Cierto, no lo eres semejante, sino que lo eres del todo, puro otomite. ¹

    Los acusaban también de ser borrachos, holgazanes e imprevisores. En la época de las cosechas, devoraban sus escasos bienes exclamando: Gástese todo nuestro maíz que luego daremos tras hierbas, tunas y raíces; nuestros antepasados creían que así era el mundo; unas veces hay de sobra y otras falta lo necesario; y así —concluye Sahagún— del que en breve se comía lo que tenía, se decía por injuria que gastaba su hacienda al uso y manera de los otomíes, como si dijeran de él que bien parecía ser animal. ²

    Reconocían que las mujeres hacían lindas labores y al mismo tiempo las acusaban de lujuriosas. Si un hombre, en una noche no las tomaba diez veces se apartaban de él descontentas, y los hombres, si ellas no soportaban ocho o diez entradas, también las repudiaban buscándose otras más ávidas y resistentes.

    El aristócrata náhuatl a quien correspondía el privilegio de usar joyas y vestidos preciosos e incluso de llevar ciertas flores, le reprochaba a los otomíes de baja estofa que se adornaran como los señores y amaran desorbitadamente toda clase de adornos, lo cual hacía que se vieran grotescos y ridículos.

    De su lengua decían que no hablaban sino balbuceaban, atacando la característica fundamental de los otomíes que se llamaban a sí mismos Nian Nyu, al que hablaba la lengua,³ aunque Sahagún afirma que tomaron ese nombre de un caudillo antecesor suyo llamado Oton.

    Sin embargo el torpe, el ridículo, el perezoso, el lujurioso, el imprevisor, sobrevivió a todos los conquistadores y le fue dable asistir a la ruina y a la humillación de los aztecas que tanto los despreciaban, zaherían y maltrataban. Las castas mujeres mexicanas, sin excluir a las princesas, fueron violadas de mala manera por los recién llegados y los aristócratas fueron matados, esclavizados o marcados a fuego, mientras el otomí siguió llevando su vida sin cambios apreciables.

    En una ocasión, lograron establecerse precisamente en la isla de Xaltocan pero en general nunca sintieron el impulso que movía a los emigrantes hacia las pródigas riberas de los lagos

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