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Los indios de México: Tomo II
Los indios de México: Tomo II
Los indios de México: Tomo II
Libro electrónico835 páginas14 horas

Los indios de México: Tomo II

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La cultura huichol, una de las mejor conservadas, muestra ya los signos de erosión y deterioro a que están sujetas las demás culturas indias. A diario se pierden hechos esenciales al conocimiento de Mesoamérica y del hombre en general. Este segundo tomo de Los indios de México reúne por primera vez valiosos materiales etnográficos que arrojan una n
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074452969
Los indios de México: Tomo II
Autor

Fernando Benítez

Fernando Benítez nació en la ciudad de México en 1912. En 1934 comenzó su labor periodística en la Revista de Revistas. Fue director del periódico El Nacional y de los suplementos culturales de Novedades (México en la Cultura), Siempre! (La Cultura en México), unomásuno (sábado) y La Jornada (La Jornada Semanal). Entre sus obras se encuentran: El rey viejo yEl agua envenenada (novelas), así como reportajes, crónicas y ensayos: La ruta de Hernán Cortés, Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana y los cinco volúmenes de Los indios de México, traducidos a varios idiomas. Recibió entre otros premios el Mazatlán (1968), el Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978), el Premio Nacional de Antropología (1980) y el Premio Nacional de Periodismo de México en Divulgación cultural (1986). Murió en la ciudad de México en 2000.

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    Los indios de México - Fernando Benítez

    Fernando Benítez

    Los indios de México

    FERNANDO BENÍTEZ


    Los indios de México

    2

    La edición digital no incluye algunas imágenes

    que aparecen en la edición impresa.

    Primera edición: 1968

    ISBN: 978-968-411-222-3 [Obra completa]

    ISBN: 978-968-411-224-7 [Tomo 2]

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-294-5 [Obra completa]

    eISBN: 978-607-445-296-9 [Tomo 2]

    DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Indice

    Primer viaje

    Los héroes de la tierra

    Segundo viaje

    Peregrinación a Viricota

    Tercer viaje

    El mundo visto por los huicholes

    Cuarto viaje

    Fiestas y mitos

    Epílogo

    ¿Punto final?

    Indice de referencias

    Los huicholes

    A Georgina

    Primer viaje

    Los héroes de la tierra

    La ciudad de México es la cabeza de la monarquía y por lo tanto priva en ella un ambiente cortesano. Aquí está el palacio del rey en turno, aquí trabajan los ministros y los jerarcas, aquí viven los banqueros, los industriales, la alta burguesía, los intelectuales, y naturalmente casi todas las conversaciones de esta gente se refieren a la política, a la sucesión del trono y a los menores cambios del gabinete. El intelectual de la meseta es un cortesano nato. En los cafés y en las reuniones hace circular una enorme cantidad de bromas sangrientas, de cábalas, de predicciones y de análisis tan sutiles como falsos y regocijantes.

    Desearían emplear sus talentos en su sitio natural, es decir, en los corredores y en las antesalas de palacio, pero como no tienen muchas oportunidades de acceder a ellos—su humorismo se ha revelado siempre como un poderoso obstáculo a una carrera respetable—, se conforman con hablar entre numerosas tazas de café y pan tostado, si es en las mañanas, o abundantes vasos de whisky si es en las noches.

    Yo he pertenecido al ambiente del establishment y confieso que me gustaba mucho practicar ese tipo de gimnasia intelectual, pero a medida que envejecía me iba produciendo, como cualquier tipo de gimnasia, un aburrimiento invencible. Las teorías sobre los problemas políticos, sobre el campo, sobre la educación superior, se elevaban siempre con el humo de los cigarrillos en forma de brillantes globos que se fundían en el espacio y un día traté de conocer por mí mismo una realidad que, bien cocinada, me había servido de alimento durante varias décadas de orgías y banquetes canibalescos.

    Un largo viaje a Yucatán me sirvió de revulsivo. Lo que allí sucedía guardaba tan escasa relación con nuestras largas pláticas cortesanas, que mi libro sobre Yucatán mereció la censura de dos técnicos pertenecientes a la dirección de la editorial y a mis habituales tertulias de la mañana.

    Decidí privarme de mi alimento predilecto y seguir explorando el país. Me atraían, quizá como contraste, los lugares más remotos y los nombres que me sonaban más exóticos: tzotziles, pimas, seris, itzaes, pápagos. Me fijé en los pápagos, parientes y vecinos de los que viven en los Estados Unidos, y disponía mi viaje al norte cuando encontré de un modo casual al doctor Rubín de la Borbolla, director del Museo de Arte Popular y uno de los antropólogos que mejor conocen el país. Le hablé de mi proyecto y el doctor Borbolla me dijo:

    —Si nos hubiéramos visto ayer, habría tenido ocasión de presentarle a una verdadera personalidad india.

    Yo, que tenía la cabeza llena de indios fronterizos, le pregunté.

    —¿Se trata de un pápago?

    Me respondió con su acostumbrado tono de suavidad irónica:

    —Se trata del huichol Guadalupe de la Cruz, protagonista de una historia que tal vez le interese.

    —¿Y en qué consiste esa historia?

    —Pues verá usted: Guadalupe, hace quince días, vino a verme y me pidió prestados cinco mil pesos a cuenta de sus objetos de arte para comprar algún maíz, pues la sequía había arruinado las cosechas y su pueblo se estaba muriendo de hambre. Le presté los cinco mil pesos, cargó un camión y en el camino de Guadalajara a la sierra lo fueron robando de modo que cuando llegó a su pueblo no le quedaba un solo grano de maíz.

    —¿Se lo robaron en los caminos federales?

    —Así es. El pobre tuvo que regresar, pedirme otros cinco mil pesos y ahora está en Guadalajara disponiéndose a emprender un segundo viaje.

    Me despedí del doctor Borbolla y llegando tarde a la casa me acosté fatigado. Recuerdo que tuve un sueño. Me veía sentado en la cabina de un alto camión acompañado por un indio huichol. Cruzábamos un paisaje de montañas desnudas cuya soledad me angustiaba. El huichol no ha biaba; su sombrero le oscurecía la cara y no oía el ruido del motor, de modo que el silencio aumentaba mi angustia. El camino, sinuoso y estrecho, parecía no tener fin. De pronto, el camión se vio rodeado de una muchedumbre de fantasmas y tuvo que detenerse. Salían de las peñas, bajaban de las faldas de las montañas, subían de los barrancos, pero no eran espectros sino grandes hormigas blanquecinas. Millares y millares tomaban con sus tenazas los sacos que se iban danzando misteriosamente por el camino y a poco nuestro camión quedó vacío. La sensación de angustia llegó a ser tan insoportable que desperté casi en la mañana y no pude volver a dormir.

    Durante la duermevela que siguió al extraño sueño, pensé en su significado y lo relacioné con la historia del doctor Borbolla. Una idea me dominó: había perdido la oportunidad de escribir un reportaje sobre las carreteras mexicanas. ¿La había perdido realmente? ¿No era tiempo de reunirme con ese huichol y reconstruir paso a paso el robo de que había sido víctima?

    A mediodía me presenté en el Museo de Arte Popular y le dije al doctor Borbolla:

    —Doctor, no he olvidado su plática de ayer. ¿Aún estará ese huichol en Guadalajara? ¿Podría hacer el viaje en su compañía?

    —Nada más sencillo. Voy a comunicarme con Rogelio Alvarez —me respondió.

    Rogelio Alvarez, especialista en arte colonial, era entonces el secretario del escritor Agustín Yáñez, gobernador de Jalisco, y estos dos amigos se habían encargado de comprar el maíz y de proporcionar dos camiones.

    En cinco minutos estuvo lista la comunicación y Rogelio Alvarez informó: Guadalupe no había salido, los dos camiones estaban ya cargados con cinco toneladas de maíz, y me esperaba esa misma noche en el aeropuerto de Guadalajara.

    El doctor Borbolla colgó el teléfono:

    —Todo está arreglado. Usted podrá hacer ese viaje.

    Con su acostumbrada generosidad me prestó El México desconocido de Carl Lumholtz, el primer explorador de los huicholes, y me dio una buena cantidad de chaquira y estambre que debía llevar a la sierra. Obtuve permiso en mi periódico, hice la maleta y a las nueve de la noche aterricé en Guadalajara según lo convenido.

    El camino

    Rogelio Alvarez me llevó del aeropuerto a la casa del gobernador Agustín Yáñez, que ya me esperaba, y juntos planeamos el viaje. Habían comprado dos camas de campaña, algunos víveres, y se dispuso que fuera conmigo el fotógrafo jalisciense Héctor Torres. Dos semanas después el gobernador enviaría un avión a Tuxpan, el pueblo de Guadalupe de la Cruz, que me llevaría directamente a Puerto Vallarta y de allí en jeep, por una brecha, regresaría a Guadalajara.

    El lunes 11 de junio, en el mercado, me aguardaba Guadalupe de la Cruz Candelaria montando la guardia junto a dos camiones cargados con noventa sacos de maíz, un total de cinco toneladas y media que representaba la comida y la siembra de una región lejana y desconocida. Compramos algunas cosas más y a las doce nos pusimos en marcha.

    Hace once años Guadalajara iniciaba su prodigiosa expansión y, como de costumbre, las afueras ofrecían esa endiablada mezcla de nuevas fábricas, gasolineras, andamios, talleres improvisados, campesinos recién llegados, pequeños y recientes industriales, comerciantes y vendedores andrajosos. La ciudad, como las revolvedoras que trabajan en las construcciones, giraba ruidosamente amalgamando los más diversos materiales humanos.

    A la salida, la policía de caminos desvía los camiones haciéndolos desfilar frente a una caseta donde se han apostado dos o tres motociclistas. Desde el alto asiento del primer camión puedo ver la larga fila de pesados cargueros y trailers que avanzan a vuelta de rueda y las manos de los choferes fuera de las cabinas, sostener disimuladamente un billete arrugado que pasa a las manos tendidas de los policías. Desde luego, ningún vehículo, razonablemente, puede ajustarse a las exigencias que debe satisfacer para circular en las carreteras federales, por lo que se ha establecido una especie de modus vivendi, y los choferes pagan a los policías un derecho de portazgo.

    Desgraciadamente los dos camiones, propiedad del Estado, llevan los escudos oficiales pintados en las cabinas, lo que los hace en cierto modo intocables. Cuando la deidad enmascarada —un policía de casco, anteojos negros y botas relucientes— se acerca con la mano extendida, el chofer le dice secamente que los camiones son del gobierno y nos dejan pasar.

    Le pregunto a Guadalupe que viaja a mi lado:

    —Aquí comenzó el robo, ¿no es así?

    Guadalupe afirma con la cabeza, pero el chofer es más explícito:

    —Estos policías son unos ladrones. Si este huicholito viniera solo le habrían dicho: Deja un saco para el jefe, y a la fuerza se los hubiera dejado. Nos chupan la sangre, como las sanguijuelas. Mire, a un compañero le pasaron revista y todo lo tenía en orden pero al final lo multaron. ¿Sabe usted por qué? Porque no tenía cerillos con qué encender las lámparas de emergencia. A todos nos falta algo siempre y, para no pelear mejor les damos que los diez, que los veinte pesos. Su jefe les cobra una parte de este dinero y ellos nos cobran a nosotros.

    Guadalupe se encierra en su mutismo. El camino, como el camino erizado de peligros que siguen los muertos huicholes, debe pasarse a fuerza de astucia y cohechos. Guadalupe, a fin de trasponer las aduanas infernales defendidas por animales voraces, semejantes a los policías enmascarados, debe darles algún maíz o algún dinero si no quiere permanecer indefinidamente en la tierra de los teiwari, de los blancos.

    Entramos a los Altos de Jalisco, es decir, entramos al desierto de pedernal agobiado por la seca. Tierras blancas, amarillas y rojas, lomeríos punteados de nopales, de magueyes, de arbustos espinosos. Los remolinos se levantan en las parcelas y Guadalupe cierra el vidrio de la ventana porque los remolinos traen a los muertos y a las enfermedades. Los hombres rubios con sus grandes sombreros están sentados en las puertas de sus casas, mirando las torres de blandos contornos femeninos, en espera de la lluvia que se retrasa.

    Lo que sorprende en estos poblachos es el arte de los viejos canteros. Torres, cornisas, claustros, columnas corintias, dinteles, están trabajados en una cantera rosa de una manera delicada y elegante que contrasta con la desnuda aspereza del desierto. Un aire del temprano XIX y de su gusto por el barroco crea sus fantasmas. En medio de esta miseria vivieron los clérigos volterianos y los señores vestidos con sus casacas, sus corbatones y sus altos sombreros de copa que alternaban la lectura de las Arcadias con los relatos de Werther.

    Adelante, Lagos y la Mesa sostenida en la chocante simetría de sus columnas naturales. Alamos y sauces. Del espacio solar, pasamos a uno de esos milagrosos oasis donde los arbustos se transforman en arboledas jugosas, los poblachos en ciudades, las iglesias en catedrales, el páramo en campos barbechados.

    Un oasis más: el dulce campo de Aguascalientes. Pozos, tierras negras, viñedos cargados de racimos, tractores, y luego, sin transición, otra vez el desierto, la miseria salvaje, los pueblos de adobe, las iglesias donde se veneran santos milagrosos.

    Dormimos en Zacatecas y seguimos el camino hacia el cañón de Juchipila. Llamean los rojos bajo el cielo azul, casi pétreo, del nuevo desierto. Los pueblos se van secando, lo que también es una forma de morirse. En Colotlán, en Totatiche, en Romita, poblados de gente blanca y hermosa, no hay qué comer. Devoran los nopales, los cogollos del maguey, las bayas del huizache. En los corrales mugen las reses flacas. Falta el maíz. Faltan las gallinas y los huevos. En el camino recogemos a María Villarreal, una vieja vestida de negro. Iba andando de Romita a Totati che para que le dieran una limosna los tres ricos del pueblo, los únicos que venden maíz a noventa y cinco centavos el kilo. Nunca venden más de tres o cuatro, y eso a fuerza de súplicas y de empeñar el arado o la máquina de coser.

    Los munícipes, los vecinos, salen a nuestro encuentro y nos preguntan si podemos venderles maíz.

    —No, no podemos. Es un maíz de los huicholes.

    —¿Para qué quieren tanto? Debían vendernos un saco.

    Guadalupe no dice una palabra. Yo le pregunto:

    —¿Aquí fue donde te quitaron el resto del maíz?

    —Más adelante o más atrás. Es lo mismo.

    Dormimos en un mesón de Totatiche, pues aquí comienzan los mesones con sus cuadras, las recuas de muías, los viajes a caballo.

    Guadalupe se queda afuera, escarmentado. Cometió la imprudencia de viajar solo, en la sequía, y las autoridades, los acaparadores, los rancheros, le fueron quitando en un pueblo dos costales, en otro cuatro o cinco, hasta despojarlo de su tesoro.

    El mesonero que nos sirve la cena viene a sentarse con nosotros y nos dice:

    —Sólo del municipio de Totatiche han salido a trabajar como braceros cien muchachos, la flor de la región. Y ahora están detenidos en Empalme —una estación de la frontera— porque dicen que los gringos ya no firman contratos. Se llevaron cincuenta mil pesos entre todos y nos dejaron sin un centavo. El anhelo del campesino mexicano es irse a los Estados Unidos. Empeñan la vaca, el terreno, lo que tienen, y cuando regresan se compran un caballo, un reloj, una pistola y lo demás, lo tiran en vino. A los seis meses venden el caballo, después la pistola y el reloj. Dejan las tierras baldías y ya sueñan en volverse. Es una fiebre, señor, es el cuento de nunca acabar.

    ¿Qué decir? Ya no se trata de un inmigrante, de un habitual conquistador de la ciudad, como en el pasado, sino de cien muchachos, la flor de Totatiche. Historias que se repiten siempre. Ayer, los pocos ricos y los muchos pobres se juntaban y erigían una iglesia, una casa cural con su patio embellecido por columnas romanas, y la gente satisfacía una necesidad espiritual debido a que existía una posibilidad de realizar ambiciosos proyectos.

    Ahora el modus operandi ya no existe. Ni los gobernadores, ni los bancos, ni la Secretaría de Agricultura, ni el Departamento Agrario han sabido crear sistemas de desarrollo que encaucen las energías y el dinero ganado muy penosamente, de miles de hombres. Al campesino con dos vacas, una tierra, cinco mil pesos, se le habría podido prestar una cantidad en bombas, en sementales, en fertilizantes, en semillas de alto rendimiento, y se hubiera transformado lentamente una extensa región del norte. Como ese sistema no se ha inventado, millones de dólares se han derrochado en vino, en pistolas, en relojes, y el saldo del éxodo son las tierras baldías y las tierras que han pasado a manos de los agiotistas y de los taberneros.

    Por lo demás, el ambiente no ha cambiado en ciento cincuenta años. El mesón es el mismo de la época del folletón romántico. Cuartos con camastros y chinches, alumbrados por una vela. Rebuznos de asnos y balidos de ovejas rompen de tarde en tarde el silencio del pueblo. Afuera, Guadalupe vela tendido sobre los costales.

    Real de Bolaños

    A medida que nos acercamos al final del viaje nos va devorando la sierra. Avanzamos difícilmente en el fondo del cañón. Sobre nuestras cabezas se extienden las paredes rocosas coronadas de cantiles y farallones. Las montañas toman figuras monstruosas. El ojo no puede abarcar este grandioso laberinto. Apenas lo reclama una garganta sombría, una serranía caliza, y ya se pierde en este océano de piedra. Gritan las aves y vuelan sobre los picachos el águila y el gavilán. Adentro del cañón, aferrado a la margen escarpada del río, está Bolaños, un antiguo real de minas hoy casi transformado en una ruina. Me gusta la indecible melancolía de esta trampa de piedra. A fines del xviii la afortunada explotación de una veta determinó que en el extremo del barranco principiara a construirse una ciudad.

    En una época de gran movilidad social no resultaban excepcionales estas audacias urbanas. Los mexicanos aceptaban el reto de la extremada soledad y, mientras más obstáculos le oponían los desiertos, mayor era su ímpetu constructivo. No se conformaban con cualquier cosa. Trataban de edificar algo comparable a Taxco o a Guanajuato, y si Humboldt se admiraba de ver los palacios de columnas toscanas entre los pórfidos y los basaltos de la cordillera, nosotros podemos asombrarnos de que en los páramos agrestres hayan podido florecer ciudades tan refinadas como Bolaños o Catorce. Se trataba de vivir bien y para siempre.

    Las guerras de independencia paralizaron ese esfuerzo, impidiendo que Bolaños, situada, según el alcalde, en la cola del mundo, fuera un segundo Taxco. Quedan unos palacios, tan ruinosos y saqueados que ya no hay desigualdad entre ellos, y las soberbias iglesias barrocas donde pueden verse las piedras que labraban los canteros la víspera de la rebelión.

    El presidente municipal nos aloja en el salón principal del destartalado ayuntamiento. Durante la noche, el salón se llena de ruidos. Las ratas se pasean sobre las anchas duelas del piso o devoran los restos del artesonado. Se oyen graznar los pájaros nocturnos.

    Con todo, duermo profundamente. A las ocho me despiertan las campanas y salgo al balcón protegido por un barandal de hierro forjado. Desfilan las recuas y las mujeres vestidas de negro que se dirigen a la iglesia. Todo es noble y todo está en ruinas. Para que admiremos los frescos de unos palacios, los dueños se muestran tan complacientes que ordenan echarles agua desde las ventanas y tenemos oportunidad de contemplar sus arabescos y sus signos heráldicos.

    Los antiguos mineros ennoblecidos hace tiempo los han abandonado. Se tiene ahora la esperanza de que la mina vuelva a trabajar. Entre tanto se bosteza y se vive del comercio y de algunas milpas. Los ganaderos ricos —los que tienen sus vacas en las tierras huicholas— habitan una porción de los palacios; el resto se cae a pedazos.

    En la tarde alquilo a unos tenderos seis muías flacas, cargamos los equipajes y a las seis, antes de oscurecer, emprendemos el largo camino. No recuerdo otra cosa que la roja luna levantándose sobre la sierra y el monótono paso de las muías.

    A las doce llegamos a un silo, allí dormimos y muy temprano reanudamos la marcha. Esta parte de la sierra es una de las más devastadas. Han desaparecido los bosques. Sólo quedan manchones de robles, viejos y retorcidos, rocas peladas y enormes extensiones desiertas. En las hondonadas, al borde de los secos riachuelos, hay un poco de vegetación. Ya al caer la tarde, desde lo alto de una montaña divisamos el llano lunar donde se ha edificado el centro ceremonial tan pequeño y miserable que sólo se advierte como un rasguño en la grandeza de la sierra.

    Tuxpan es una plaza, unas bajas casuchas de adobe, dos o tres cabañas viejas que hacen las veces de templo y tres huizaches derrengados. No hay más, pero es bastante, porque no existe ningún límite entre el espacio abierto del páramo y el centro ceremonial. Aun los adobes y los tejados de paja tienen el color de la tierra cocida. Se advierte de inmediato que en esta desnudez, el huichol, a fin de no ser devorado totalmente, debe violar las leyes del mimetismo a que los indios de otros desiertos obedecen. Como andan siempre en fila, de un modo rítmico y casi alado, parecen brillantes insectos que estuvieran siempre en movimiento.

    Visten trajes ricamente bordados; las fajas, las pequeñas bolsas que adornan su cintura, sus sombreros con borlas y cruces y sus capas rojas, son verdaderas obras de arte. Incluso los más pobres tienen en sus ropas alguna figura bordada y lucen orquídeas en el pelo o en los sombreros. Sus rostros, que revelan la energía del carácter huichol, son bellísimos. Todo el lujo parece concentrarse en los hombres, pues las mujeres llevan unas amplias fal das de colores, una blusa rabona que les descubre el ombligo y a veces algún manto blanco con algún tejido. Permanecen en las oscuras casuchas todo el tiempo y sólo se las puede ver en la tarde, cuando van por agua al lejano manantial o se sientan a bordar en la puerta de sus casas con un paliacate atado a la cabeza que muchas veces les oculta los ojos.

    Héctor Torres y yo tendemos nuestros catres de lona afuera del Comisariado de Bienes Comunales de San Sebastián y su anexo Tuxpan y dormimos al aire libre para librarnos del calor sofocante del cuartucho, que por lo demás es la única construcción de piedra de todo el centro ceremonial.

    Yo mandé una carta del doctor Borbolla a Pedro de Haro, un huichol que había sufrido cárcel por defender las tierras comunales, y la noche siguiente a nuestra llegada, ya cerca del amanecer, alguien me despertó suavemente y entre sueños vi una figura que se inclinaba sobre mí, diciéndome:

    —Soy Pedro de Haro. Aquí estoy para ayudarte. Sigue durmiendo. Mañana nos veremos.

    Durante diez días Pedro me cuenta la historia de sus luchas agrarias. Según supe ocho años más tarde, cuando regresé a la sierra, no dejó traslucir el menor detalle de su vida religiosa. Rogelio Alvarez, ya para entonces había logrado convencerlo de que escribiera su vida y, curiosamente, en ese documento Pedro no refiere su vida profana y en cambio menciona exclusivamente sus experiencias iniciáticas y los mitos que escuchó desde su infancia. El documento en sí es un galimatías. De él sólo aprovecho la parte que se refiere a sus primeros años y me veo obligado a desechar la parte mítica, pues resulta una oscura transcripción de los mitos que tomé directamente del chamán Bartolo Chibarras, su maestro y el hombre que lo adoptó desde pequeño.

    Pedro es el mestizo más indio de la sierra. De niño hablaba únicamente huichol y su entrega a la lucha agraria, sus repetidos viajes a México, su larga estancia en la cárcel, no han alterado su estructura psicológica. Andando el tiempo viví en su rancho y hemos sido muy amigos, pero todos los intentos de hacerlo hablar de su religión tropezaron con una resistencia invencible.

    Por lo demás, yo era exclusivamente un periodista y carecía de instrumentos adecuados para reconstruir la cultura de los indios. Según creía, el relato de mi amigo me lo revelaba tal como era, sin sospechar que existía una realidad oculta, ni mucho menos que esa realidad habría de transformarse, andando el tiempo, en la materia de este libro.

    Retrocedamos pues a los días de Tuxpan, cuando Pedro, rodeado de su auditorio, como un chamán, en lugar de referir los mitos habituales, habló del mito que constituye su propia vida.

    Donde se inicia la historia de Pedro

    Lo primero que recuerdo es con fecha de 1934. Sé que estuve en la escuela y estudié tercero, pero no sé en qué año fue eso sin decir mentiras. Por deberle once pesos al señor Miguel Chibarras, fue que me recogí con él. Me dijo Miguel:

    —Quédate conmigo para ver si me desquitas con trabajo.

    El era un hombre de negocios. El 27 había sido Jefe de la Defensa en Huajimic y en la Yesca de Bolaños. Le mandaban oficios de Tepic y yo era su secretario. Me daba centavos para que comprara la Constitución Política y la Gramática, y me decía que aprendiera bien. Yo estudiaba solo.

    El era un hombre tal que hasta la fecha no se encuentra uno igual en la comunidad. Era un cerebro. Se amanecía platicando con su gente, porque ya había dificultades internas entre San Sebastián y Tuxpan y él los amistaba. Me llevaba a las comisiones y en el camino me daba consejos y me platicaba cuáles eran las dificultades, las malas representaciones que habían tenido, y me decía que él nunca había querido ser representante de su comunidad porque era enemigo de la mentira y del engaño. También me hablaba de aquel año de 1912 en San Sebastián, cuando mataron a doce o catorce huicholes que medio hablaban español; de cómo se dejaba la gente engañar de los mestizos y de los desastres que habíamos sufrido desde tiempos antiquísimos.

    Me veían bien él y su esposa, yo los quería como a mis padres y ellos me frecuentaban como a un hijo, pero los jóvenes de mi camada me veían muy mal y me odiaban, a causa de una muchacha muy bonita que había en la casa, y por interés dieron en ponerme mal con Miguel Chibarras para que él me corriera, y un día me dijo:

    —Ya no debes nada; puedes irte.

    Chibarras tenía una familia de ocho mujeres y dos hombres, Luis y Andrés Bartolo, que era el más viejo.

    Al ocurrir las dificultades, los vecinos también me juzgaban loco, fuera de mí, por lo que tuve que odiarlos por completo y no tratarlos para nada y huirles, y ya me retiraba de ellos cuando me dijo Andrés Bartolo:

    —Mira, a toda esa gente criminosa o mal informada hay que demostrarle con hechos que un hombre no debe nada. Mira, quédate conmigo.

    El fue mi padre, con él me formé y con él me enseñé a trabajar. A mis hijos, hasta ahorita, los reconoce como nietos.

    Un día de tantos, por el año de 1936, el señor que ahora es mi suegro fue al peyote y me invitó a su fiesta. Me decía que había traído elotes y yo no sabía que así le nombraban al peyote. Al llegar la noche nos empezaron a dar peyote. Yo no lo había tomado nunca, ni me imaginaba el efecto que hacía y a poco rato me empecé a sentir como medio indigesto, como con sueño, pero no pude dormir y entonces me senté en el suelo hasta el amanecer. Fueron como cinco minutos de ver cine artificial, de oir cosas casi divinas y yo acabé de creer en mi religión. Es cierto que Dios existe. Nadie me lo predicó; yo lo vi con mis ojos. Salió del Fuego en la mañana a decirme:

    —Aquí te quedas, hijo, pero debes dejar de comer sal ochenta días y así te darás cuenta de todo lo que es bueno y de todo lo que es malo.

    Ese fue mi propósito, sólo que antes de cumplir los ochenta días mis enemigos le echaron sal a la leche y fue un escándalo terrible, me juzgaban demente y tuve que abandonarlos por completo.

    Dos años estuve sin comer sal, ni poner lumbre, comiendo frutas silvestres cuando había. En las secas, ciruelas, zapotes, tempisques, nanches; en tiempo de aguas, juaniquiles, que nosotros les llamamos kuseri, la única fruta que no causa desperfecto en el estómago, hongos amarillos de la sierra que tampoco hacen daño crudos, el retoño y las vainas del wacho, llamado berro por nosotros, la raíz de acocote que es muy amarga, pero quita el hambre un rato, gualacamotes del cerro de los cuales puede uno pasar unos meses comiéndolos sin que hagan daño alguno.

    Cuando tenía yo cinco meses entregado al desamparo, no me encontraba solo. Andaba acompañado de un venado que me guiaba en la noche. De día no me sentía a gusto de ver gente y les huía con desesperación, pero en la noche oía con alegría las invitaciones que me hacía el venado para ir al peyote. Me decía los nombres de muchas cosas que yo no creía que existían y me hablaba de las grandes potencias del mundo: de Yuseriata el Sur, de Rapavilleme el Norte, de Kutzaruapa el Oriente y de Nariwame el Poniente, de Sacaimuta, de Aramara y de Akateawari, que están en la junta de los mares, y de la distribución de las nubes que en castellano llaman ciclón.

    Mi buen compañero me decía que si yo seguía esos caminos podría encontrar una fortuna, y esas promesas me llenaban de alegría.

    Tenía un año de estar en el monte, y los primeros días, andando por el cerro del Cuate me encontré en una cuevita, al pie de una peña grande, a un zopilote viejo y flaco con muy pocas plumas, que ya no volaba, y al tocarlo con mi arco comenzó a vomitarse. Yo no tomé en cuenta nada de eso porque mi compañero me decía muchas cosas bue nas, pero ya en la noche no vino él sino un viejecito:

    —No es el buen camino, el camino completo que llevas —me dijo—. Yo soy quien tiene la titulación del mundo. Yo soy Komatemai el sabio, el que descubrió todos los grandes poderes que existen.

    Por eso al zopilote no lo matamos, lo vemos como a un buen amigo y se le estima entre nosotros. Me aconsejó que fuera al mar, donde podría encontrar la realidad, pero yo seguía afligido, sin comer sal, tras de aquella ilusión, hasta que a fines de 1936 empezó a retirarse mi compañero y en el monte ya no encontraba a los venados, como cuando andaba con ellos.

    Ya podía tratar a la gente buena del rancho. Sin embargo, continuaba la pugna y se les hacía novedad mi modo de vivir, afligido y solitario, porque los antiguos no hicieron ninguna penitencia tan larga, ni en Santa Catarina ni en San Sebastián.

    A principios de 1937, por el mes de febrero, cambié mi modo de pensar. Fue entonces cuando me saludó con mucho cariño una señora muy viejita y muy legañosa que me dijo:

    —Yo soy tu madre, yo te mantengo; te espero en aquel montecito. Me llamo Takutzi Nakawé, la madre de los dioses, según nuestra lengua.

    Me fui al monte y, como no encontré a nadie, tumbé los árboles para hacer el coamil y a la noche siguiente llegó la viejecita y me dijo:

    —Tú serás un hombre muy útil para nosotros y toda esa gente que te juzga mal después te apreciará.

    Y yo, que nunca había oído nada semejante, me quedé pensando para qué podría servir.

    En el mes de abril de ese mismo año, mi amigo Antonio Trinidad me invitó a cortar guamúchiles para ver si los vendíamos en Tepic y de allí salir al río Santiago. Juntamos en unas redes los guamúchiles y por el camino cortamos unos peines de maguey que también se venden. Hicimos día y medio de viaje, nos faltaba otro día y medio y yo tenía miedo de seguir adelante, pero Antonio Trinidad me animó y llegamos al día siguiente. Por los guamúchiles nos dieron quince centavos y por los peines, que eran dos morrales llenos, me dieron seis centavos, y ahí terminó nuestro negocio. Salimos una mañana de Tepic y en la tarde llegamos a un rancho llamado Aután en donde nos dieron trabajo. A la semana pasaron unos compañeros que iban a pagar al mar su manda, y nos fuimos con ellos. Yo y otro compañero no conocíamos el mar, por lo que antes de llegar a San Blas nos vendaron los ojos. A cinco metros de la playa donde dejamos las ofrendas, en el lugar en que se forman las olas, vi a mi compañero el venado y yo no les dije nada a mis amigos pensando que todos lo habían visto, y no fue sino hasta el día siguiente, pasado el río Santiago, cuando el venado me dijo:

    —Tienes que volver con la gente. Han pasado cinco años y las promesas fueron muy lejos.

    Llegó el mes de julio y en mi coamil se dieron los elotes y muchas calabazas. Ya tenía amigos que me visitaban y me regalaban fajas, bolsitas y cintas.

    Después de pasar mucho tiempo distraído por completo llegó el mes de octubre de 1937 y me dijo mi compañero:

    —Hasta aquí llegó la penitencia. Nunca volverás a dejar la sal.

    Yo seguí mi devoción cumpliendo la manda ofrecida a Tatei Aramara y al año siguiente vi a un venado, pero ya no era mi buen compañero sino un venado de dos puntas, el que nosotros llamamos Ushikuikame, y un año después se me apareció otro venadito distinto, el Cuatezón, el que nosotros llamamos Watemukame.

    Tenía cuatro años con mi devoción y Watemukame llegó y me dijo:

    —¿Qué es lo que buscas?

    —Las promesas que me hicieron de conocer los títulos del mundo, la distribución de los poderes, el sostén de nuestra vida, la distribución de las razas y sus idiomas, la división de las aguas marítimas, la forma en que nacieron las inteligencias y las envidias, y el don que se concedió a cada uno, o sea el destino que se dio desde la os curidad a cada cerebro, y cómo había sido la imponencia de estos poderes.

    Y a poco empecé a saber que en el principio ya existía una inteligencia, ya existían proyectos para hacer la luz y alejar la oscuridad y ya existía la tierra, Tatei Urianaka, que es nuestra madre y por eso la veneramos.¹

    La vida profana

    Miguel y Andrés siempre estaban viajando empeñados en unir a las dos comunidades y en solucionar los problemas de sus tierras. Había muchos problemas y la lucha era entonces más difícil porque con una botella de aguardiente los ladrones de tierras compraban a un gobernador.

    La lucha de Miguel y de Bartolo me enseñó muchas cosas. El viejo nos hablaba de lo que sentían los antiguos cuando les robaban sus tierras y yo veía las lágrimas de la gente y me dolía que todos nos robaran a causa de nuestras divisiones y nuestros pleitos. Desde los veinte años leía a don Benito Juárez. Aspiraba a ser un Benito Juárez. Quería estudiar, pero yo no podía estudiar porque no tenía un centavo y andaba en la desgracia por completo. Tal vez fue mejor así. Es mejor tener una aspiración noble que ir a la escuela.

    De todo lo que leí, lo que más me gustó fue la Constitución. Lo que me llegaba al sentimiento lo aprendía en cinco o diez minutos, pero la cuestión de las tortillas me hacía trabajar en la tierra con los animales, de la mañana hasta la noche, sin un momento de descanso.

    (A los tres días llega Bartolo en busca de Pedro. Es un indio alto y silencioso. Tiene el pelo recogido en una trenza; los años han acentuado la energía de su rostro de cuero trazando algunas arrugas en torno de su boca, grande y desgarrada, y de los ojos profundos y misteriosos. Trae amarrado al cuello un viejísimo pañuelo de seda del cual emerge su admirable cabeza antigua. Bartolo representa el lazo de unión entre dos épocas: la de su padre Miguel, virgen de toda comunicación blanca, y la moderna de Pedro, consciente de sus derechos y de la manera de luchar victoriosamente por ellos.)

    Un huichol visita la ciudad de México

    La gente de San Sebastián se cansaba de pedir sus títulos al Agrario, y como no se los daban y nomás los tenían a las vueltas, me nombraron su representante, y me fui a México para recogerlos. Era el año de 1951. En Guadalajara se nos pegó Inocencio Ramos, representante de Tuxpan. Venía dizque de intérprete. Nos decía que conocía las costumbres y presumía de saber hablar huichol, pero casi no hablaba nada.

    México no me pareció bonito, lo diré con franqueza. Es una ciudad muy grande y yo prefiero un pueblo chico. Allí me sentía perdido, sin conocer a nadie y sin saber por donde tirar. Llegando, llegando, el dicho Inocencio Ramos nos llevó a un comité del general Henríquez y yo oi cuando le dijo a uno de los hombres que allí estaban:

    —Son dealtiro ignorantes, ni siquiera están bautizados.

    Una señorita se levantó y le habló a Inocencio muy enojada:

    —Cállese. ¿No ve que lo están oyendo?

    —No oyen ni entienden —dijo Ramos—. Son indios recién bajados del monte.

    Me dio coraje y le contesté:

    —Yo conozco la Constitución y no necesito ser católico para tener derechos de mexicano.

    Ramos, al salir del comité, se empeñó en que le pagáramos el hotel. Yo le dije que por qué le habíamos de pagar el hotel y entonces nos llevó a la casa de unos evangelistas que estaba por la colonia Escandón. Nos dieron un plato de sopa. Ramos mojó una tortilla y ya le iba a pegar la mordida, cuando el encargado de la casa le gritó:

    —Aquí antes de comer se reza el Padre Nuestro. ¿No conoce nuestra religión?

    (Pedro lanza un vigoroso chorro de saliva.)

    Ramos se presentó como evangelista y no tardó en caerse del mecate. Juntó las manos haciendo como que rezaba y yo no podía aguantar la risa. Principié a comer la sopa, pero estaba muy picosa y me aventé:

    —¡Le hubieran puesto un poco más de chile!

    Estuve todo el día en la casa. ¿A dónde iba, si no conocía a nadie? Ya de noche, llegó un bolero con sus libros. Era evangelista y nos dijo:

    —Aquí se acostumbra rezar la oración para acostarse.

    Nosotros seguimos en nuestras camas de lona, sin hacerle caso, pero Inocencio se hincó en el suelo haciendo la faramalla de que rezaba.

    Al día siguiente Ramos nos presentó con el mentado general Henríquez. Según le contó Ramos, nosotros éramos representantes de cinco pueblos que tenían unos quince mil hombres y le aseguró que todos votaríamos por él cuando llegara el tiempo de las elecciones. El General se puso muy contento. No le veíamos los ojos por los vidrios negros que portaba, pero nos abrazó hablando mucho de la Patria y acabó el relajo dándonos doscientos pesos para que nos llevaran al cine.

    En la noche estábamos de vuelta en la casa evangelista. Como allí nos daban la comida, Ramos nos pidió que fuéramos a los oficios y el pastor nos echó un sermón. Después cantamos los himnos. Bueno, los cantó nada más Inocencio y al final pasaron la charola de las limosnas. Yo los malicié y dije para mis adentros:

    —El mismo negocito de siempre. Por medio de Dios, vengan acá los centavos.

    Después nos saludaron unas muchachas de abrazo y beso:

    —Buenas noches hermano; hermano, buenas noches.

    Eran tan bonitas que parecían señoritas. Al abrazarlas bajaba mucho la mano, y yo también las besaba y les decía:

    —Buenas noches, hermanita; hermanita, muy buenas noches.

    El miércoles nos llevaron en carro a Chapultepec y a la Villa de Guadalupe. Me interesaron las monedas, los cambios de las monedas, desde que los pesos eran grandes como ruedas de chocolate, hasta nuestros días en que un peso es un papelito colorado con que sólo te puedes comprar un puño de azúcar o de frijoles. También me interesaron las armas, las pistolas de chispa, los fusiles, las faldas de las señoritas y los trajes que usaban los charros, relumbrantes de oro y plata.

    No me gustó la traición que le jugaron los españoles a Cuauhtémoc. Se me hizo triste que los de afuera vinieran a matar al que defendía su nación y les quitaran las tribus y sus costumbres.

    De la Virgen de Guadalupe, unos decían que fue hija de un español y otros del Espíritu Santo. Yo iba por conocer. Al fin y al cabo, de las lecturas cada quién agarra lo que quiere agarrar.

    No conocí otra cosa de la ciudad de México. Nos pasábamos toda la mañana en el Departamento Agrario, tratando de sacar una copia de nuestros títulos, pero nos dijeron que aquello se llevaba mucho tiempo y prometieron darnos una constancia de que nuestro asunto estaba en trámite y habíamos estado en el Departamento.

    Todos los días íbamos al Agrario y no nos entregaban la constancia. Una mañana, el señor Antonio Ramírez Cárdenas, que era subjefe de Tierras y Aguas, le habló a Ramos, delante de mí:

    —Usted no representa a los indios. Usted es un vividor que se aprovecha de ellos.

    Ramos sacó unos cuadernos con letras, alegando que él enseñaba a los indios. Quería cobrar por habernos llevado y servirnos de intérprete, pero no le dieron un centavo. Se salió furioso y en el camino se lamentaba:

    —Tanto que yo he hecho por ustedes y éste es el pago que me dan.

    Como dijo Ramírez Cárdenas, era sólo un vividor que nomás se aprovechaba de nosotros. Tenía veinte años sin ser maestro y sin enseñar a nadie.

    La eterna lucha

    Yo le iba agarrando la onda a la cuestión agraria. El mismo día que nos dieron la constancia, pedí en el archivo el expediente de Tuxpan. Allí vi que el general Cárdenas dio dinero para camas, caballos, bueyes, coyundas, ropa, maíz y que gran parte de las cosas y de los animales se los habían robado Inocencio Ramos y un llamado Cenobio que entonces era autoridad de Tuxpan.

    El día que salimos, Ramos nos esperaba en la estación:

    —No te queremos de compañero —le dije—. He visto en el expediente de Tuxpan cómo te robaste el dinero que nos dio el general Cárdenas.

    Ramos se echó a llorar:

    —Ya estoy viejo. Déjame ir con ustedes. Me encargaré de sus cosas.

    Hacía concha este hombre criminoso. Luego se bajó en Zacatecas y no lo volví a ver.

    Al regresar del primer viaje me visitó en mi ranchito Petronilo Muñoz, invasor de las tierras huicholas.

    —Un ingeniero medirá mi rancho y ya midió el de Guzmán. Ve la ley y desengáñate. El terreno que ocupo no es de los huicholes, sino del gobierno.

    El ingeniero Antonio Solórzano quería favorecer a Petronilo, a Guzmán, a un famoso teniente coronel, a todos los que ocupaban nuestras tierras, y me fui a verlo:

    —Léame por favor la ley de los Terrenos Nacionales.

    Allí decía muy claro que tiene más derecho el poseedor que el solicitante.

    —Léame otra vez la fracción primera. Por si he oído mal —le dije.

    Me la volvió a leer y me despedí muy contento del ingeniero.

    Le di las gracias por su buena atención, mientras me iba diciendo:

    —Este cayó como vaca echada: el pleito no me lo tumban; y me fui a México.

    Un Procurador de Pueblos que me dieron en el Departamento de Asuntos Indígenas me llevó a la Secretaría de Agricultura. Allí hablé con el ingeniero Barrera Fuentes:

    —Señor —le dije—, nosotros los huicholes de San Sebastián tenemos títulos de propiedad y muchos invasores ricos están solicitando nuestras tierras.

    —¿Dónde están sus títulos? —preguntó Barrera Fuentes.

    —No los presentamos porque están en trámite. Deseo una constancia suya donde se diga bien claro que no son terrenos nacionales sino de los huicholes.

    Me dieron la constancia y me devolví a San Sebastián llevando en mi morral la Constitución y el Código Agrario. Me pasé una noche entera hablándoles a los de Tuxpan:

    —Olvidemos rencillas —les decía—. Necesitamos estar unidos para defender nuestras tierras. Ha llegado la hora de que los huicholes abramos bien los ojos y no nos dejemos engañar.

    En eso estábamos cuando me avisaron que el ingeniero venía por los montes midiendo los terrenos nuestros. Reuní a la gente y le salí al paso. Tenía la convicción de que ellos perderían el pleito y le dije:

    —Yo pensaba que la ley se respetaba y no era de mentiras. Usted no puede medir terrenos ajenos.

    —Enséñame los títulos —respondió el ingeniero.

    —Mire esta constancia. ¿A poco cree que somos ignorantes? El Artículo 123 dice muy claro cuáles son los terrenos nacionales y cuáles no lo son.

    —A pesar de todo, seguiré midiendo.

    —Usted no mide. La gente no lo dejará medir.

    —Ustedes se van a perjudicar.

    —Eso a usted no le importa. En México me dijeron que nosotros debemos defender nuestras tierras.

    Se fue corriendo a Guadalajara y a poco regresó con una orden de que siguiera midiendo. Yo me sentía grande y sin miedo para hablarle al ingeniero:

    —¿Dónde va a creer que Guadalajara es superior a México? El Departamento Agrario nos ha dado una constancia de que tenemos títulos y usted respeta esa constancia.

    —Muy bien. Iré a México entonces. En dos semanas regresaré y aunque ustedes no quieran mediré los terrenos.

    A las dos semanas, volvió con una autorización de la Dirección de Terrenos Nacionales, pero la gente lo esperaba en los riscos y tuvo miedo y se regresó.

    Había que ir a México. Los huicholes dieron todos un peso y me juntaron ciento cincuenta pesos. Ciento cincuenta pesos para dos hombres, en una ciudad cara, no creas que sean gran cosa; comía un taco a cualquier hora y a veces no comía nada. No me daba hambre con la esperanza de ganar el pleito.

    El ingeniero había llegado un día antes y estaba ya en la puerta del Departamento de Asuntos Indígenas. Apenas lo divisé, luego luego se metió a hablar con el director. Yo pedí un Procurador de Pueblos. Era Arturo Robles, el mismo que me habían dado las otras veces. Este Robles se burlaba siempre de nosotros y nos decía riéndose:

    —¿Para qué se ponen a pelear con esas gentes? No pueden ganarles. Ellos tienen dinero y tienen sus buenas influencias.

    Esperando un oficio de Terrenos Nacionales y otra constancia de que teníamos los títulos en el Departamento Agrario, nos tuvieron hasta las doce. Sentía ya disgustito y le decía al procurador:

    —Tengo hambre. Se está haciendo tarde.

    —A mí no me importa. Todavía no firma el director.

    Después tomó el teléfono y dijo:

    —Este es. Sigue aquí en la oficina.

    A mí me dio miedo, pues toda la gente me decía:

    —No te metas. Te van a matar —pero yo tenía la decisión de ganar y pensaba seguir hasta el fin, topara en lo que topara.

    Al rato entraron el ingeniero Antonio Solórzano y un teniente coronel.

    —¿Quiubo, qué traes? —dijo el ingeniero.

    Me habló de nuevo el procurador:

    —No te metas. Fírmale una constancia al ingeniero dándole permiso para que mida las tierras. Al fin que ustedes tienen sus títulos.

    Yo me negué a darle la constancia. Entonces el ingeniero me sacó fuera de la oficina y me dijo:

    —Quítate de cosas. Te voy a dar quinientos pesos si me firmas la constancia; si no la firmas no te darán tus papeles y te atienes a las consecuencias. ¿No sabes que José Guzmán —otro de los invasores mestizos— te quiere matar?

    No dejaban de hablar ni de amenazarme, y yo asustado les firmé una constancia. Decía que los huicholes no pondríamos dificultades a que el ingeniero midiera los terrenos.

    —Ahora ponle el sello de la comunidad.

    —No tengo sello —les contesté aunque lo traía en el morral—, el sello se quedó en San Sebastián.

    Luego de firmar nos llevaron en coche a la Casa del Agrarista.² Era la primera vez que iba a la Casa del Agrarista. Nos dieron caldo frío, un pedazo de carne, dos plátanos y una lata de salmón con café. El miedo me había quitado el hambre y sólo comí los plátanos. Me acosté en un petate y al día siguiente muy temprano me fui al Departamento Agrario, y le conté a Ramírez Cárdenas, uno de los jefes, lo que me estaba pasando.

    Gritó Ramírez Cárdenas:

    —¡Ah, qué cabrones huicholes, cómo chingan con tanto mitote!

    —Señor —le contesté—, usted no sabe los sacrificios con que uno anda por aquí y en vez de ayudarnos nos regaña.

    —Vaya a la Confederación Campesina, pida un procurador y luego regresa para que le enseñen su expediente en el Archivo.

    Estaba viendo el plano-proyecto de los límites, cuando llegaron el teniente coronel y el ingeniero.

    —Miren —les dije—, aquí está el plano. Mírenlo bien. Los terrenos que quieren medir están adentro de las tierras comunales. Así es que no pueden ustedes hacerlo.

    —Estás en un error. Vamos a la Dirección de Terrenos Nacionales y te probaré que son tierras de la Nación que caen dentro de la raya de Nayarit y no caen dentro de la raya de Jalisco, como tú alegas.

    Nos recibió el propio director:

    —¿Por qué no han dejado trabajar al ingeniero?

    —Porque nosotros tenemos constancia de que los terrenos no son nacionales sino comunales.

    El director se volvió al ingeniero:

    —Yo le ordené que midiera usted terrenos nacionales y no terrenos ajenos.

    El ingeniero se cruzó de brazos y contestó:

    —Pues muy bien, señor, lo que usted mande.

    —Y a usted —dijo el director— le daremos una constancia de que nadie más puede medir sus terrenos comunales.

    El ingeniero me alcanzó en la calle:

    —Déjame medir y aquí tienes los quinientos pesos prometidos. Me han dado dos machos y tres mil pesos, y voy a quedar debiéndolos.

    —Pues mira —le dije volviéndole la espalda—, no te dejo medir.

    Me regresé con la constancia a San Sebastián y a los pocos días me avisaron que el ingeniero me esperaba en La Soledad. Lo mandé citar en Camotlán. Estaba agarrando más valor y le envié a los muchachos para que lo trajeran a la fuerza. Los pueblos se habían reunido. El ingeniero no quiso dar la cara.

    (El viento levanta el polvo que dora el sol de la tarde. Por la meseta desnuda avanza una mujer cargada con sus calabazos llenos de agua. Los ojos de todos se vuelven de tarde en tarde al cielo. No hay señales de lluvia.)

    Variaciones sobre el mismo tema

    El 52 me dieron el aviso de que un ingeniero y capitán del Ejército venía midiendo por Ratontita. No baje —le mandé decir—, pues se trata de terrenos comunales.

    El capitán se retiró al Rancho del Puerto, y como ya iba agarrando más confianza, me fui en su busca. Traía seis soldados. La gente del ejido de Amoles estaba desparramada por los cerros.

    —¿Por orden de quién anda usted midiendo nuestras tierras? —le pregunté.

    Mira, era la misma historia de siempre. Otro teniente coronel que dizque tenía mucha influencia había solicitado terrenos de la Barranca del Tule con el cuento de que se trataba de terrenos nacionales.

    El capitán me enseñó el permiso que le había dado Terrenos Nacionales, y yo le enseñé la constancia de Fuentes:

    —No —le dije—, no puedes medir. Tú me enseñas el oficio de un empleado de Terrenos Nacionales. Yo te enseño la constancia del mero director de Terrenos Nacionales, y si eso no te basta, aquí está la constancia del Agrario sobre los títulos de nuestras tierras.

    —Me tienes atado de manos —dijo el capitán—, pero yo no me muevo de aquí hasta que venga el teniente coronel. Tú te encargarás de hablarle.

    Lo esperé tres días y, como no se presentó, me fui a trabajar la milpa. Entretanto llegó furioso el teniente coronel, con la gente de Amoles, y midió un gran terreno. Guadalupe, en Ratontita, le enseñó la resolución presidencial, pero el teniente coronel se barrió a Guadalupe:

    —El terreno es mío —le gritó— y ustedes los huicholes no valen ni cinco centavos.

    Fueron llorando los muchachos de San Sebastián a mi rancho y ese mismo día tomé con Guadalupe el avión a Nayarit y de allí nos fuimos en camión a México.

    Dos soldados nos detuvieron en la puerta de la Secretaría de la Defensa.

    —¿Tienen asuntos oficiales? —nos preguntaron.

    Yo nunca había oído hablar de asuntos oficiales y contesté muy serio:

    —Sí, tenemos asuntos oficiales.

    Hablamos con el subsecretario, un general muy atento, le enseñamos nuestras constancias y nos dijo:

    —Pierdan cuidado. Apenas venga el general Limón le trato su asunto y mañana pueden venir por la resolución.

    Al día siguiente nos dieron una orden para el teniente coronel de que no se anduviera metiendo en terrenos ajenos y yo me volví al rancho tan pronto como pude. ¿De qué va a comer tu familia si tú mismo no aras la tierra y cuidas la milpa?

    En aquel tiempo se acababa un pleito y venía otro. Nieves, Muñoz y la gente de Comatlán has de saber que tenían una dotación provisional de 13 000 hectáreas en tierras comunales y me acusaron en la Defensa de andar con trescientos hombres armados para invadir Comatlán.

    El mayor a cargo del Sexto Sector Militar de Ixtlán del Río, me mandó citar. No vayas —me avisaron—, quieren matarte en Comatlán.

    (—Te avisamos nosotros, Pedro —dice el gobernador pronunciando las palabras españolas lentamente—. Todo el pueblo hablaba de que querían matarte.)

    Y yo les contestaba:

    —Si en eso ando, ¿por qué no he de ir?

    (—Te andaban buscando el modo— añade el gobernador excitado.)

    Les había perdido el miedo. Me fui a Comatlán y apenas llegué comenzó la averiguación. Hablamos sin parar dos días con sus noches y al final nos pusimos de acuerdo: respetaríamos la dotación de Comatlán hasta que saliera la resolución presidencial y fijara los límites definitivos de San Sebastián y de Tuxpan.

    Había que apresurar la entrega de los títulos y volvimos a México. Como el teniente coronel no se daba por vencido y nos seguía molestando, decidimos visitar al Subsecretario de la Defensa. Allí nos encontramos a los soldados que habían ido con el capitán a medir las tierras.

    —¿Tú eres Miguel Chibarras? —me preguntaron.

    —Sí, yo soy.

    —Cuán malo eres; no nos diste remudas y se nos acabaron los zapatos.

    —Ustedes nos querían quitar nuestras tierras.

    —Nos has metido una buena friega.

    —Así es la vida —les contesté—. Muchas veces pagan justos por pecadores.

    Total, ese pleito lo ganamos. Al teniente coronel lo mandaron a Veracruz, al capitán a Nuevo León y así quedamos en paz.

    El asunto de los títulos marchaba despacio. Ya teníamos el dictamen paleográfico y sólo faltaba el dictamen legal, según nos informaron en el Agrario.

    —¿Quién hará el dictamen legal?

    —Lo hará el Departamento Jurídico.

    El jefe nos prometió entregarnos los títulos en ocho días. Había que esperar. Ni modo, no nos quedaba otra cosa que esperar.

    Todas las mañanas me sentaba en la puerta del Jurídico y no le quitaba el ojo a la secretaria del jefe. Mira, esas mujeres son muy raras. No hacía otra cosa que platicar y pintarse. Parecía un gato: maullaba y se arreglaba la cara con las dos manos. Todo el día se arreglaba la cara, echándose polvo, echándose colorete, sacándose las cejas con unas pinzas, frotándose las uñas como los gatos.

    Yo le hacía señas desde la puerta de que le daría una propina —Pedro forma un círculo doblando el pulgar y el índice mirándome con sus ojos brillantes de malicia— y entonces daba tres o cuatro teclazos a la máquina.

    Pasaron los ocho días y el dictamen no adelantaba. Nos dieron nuevo plazo de un mes, pero nosotros no podíamos esperar. Se nos había acabado el dinero y no teníamos a nadie que nos prestara un centavo.

    Regresamos a la sierra, se cumplió el plazo y nosotros estábamos en las últimas. Si ni siquiera había maíz para comer, ¿cómo podíamos costearnos otro viaje? Por fin, de peso en peso y empeñando las vaquitas, juntamos un poco de dinero y a los dos meses nos fuimos a México.

    En el Agrario, no lo vas a creer, nos dieron todavía un plazo de seis días. Iba del Archivo al Departamento Jurídico y me sentaba en la puerta. La secretaria seguía igual que siempre, habla y habla y con sus dos manitas blancas arreglándose la cara.

    Oi cuando le decía a otra muchacha:

    —Ese indio me pone nerviosa. No me quita los ojos de encima.

    En el archivo me buscó el mayor José Guzmán Fragoso, a quien ya le habían medido unos terrenos y me citó en su casa.

    —No puedo ir —le dije.

    —Vamos. Allí platicaremos de cosas que te interesan.

    En ese momento apareció un empleado del Jurídico con un recibo:

    —Ya están tus títulos —dijo—, fírmame el recibo.

    —No tengo tiempo de firmar. Usted ve que no tengo tiempo —le contesté y salí corriendo en busca del jefe.

    Por fin me dieron los títulos. Los guardé dentro de mi camisa y esa noche tomé el camión y me volví a la sierra.

    El rayo

    (Son las ocho de la mañana. El sol levantándose sobre las montañas nos obliga a levantarnos para mover la mesa bajo la sombra del huizache. En ese momento aparece nuestro criado Agustín de la Cruz —parecemos camposanto con tantas cruces, comentó una vez el Gobernador— pálido y tambaleante:

    Pedro le pregunta en español:

    —¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes esa cara?

    Agustín trató de explicar que esa noche, mientras dormía con su mujer y una de sus hijas, había caído un rayo y estuvo a punto de matarlos. Aplazamos el relato y nos dirigimos a su casa. En las paredes de adobe del único cuartucho, el rayo ha dejado una huella lívida y caprichosa como una cicatriz. Corrió por el suelo y escapó a través de la puerta, destruyéndola.

    No sé cómo pudieron salvarse Agustín, su mujer y una hija de diez años. La descarga, cruzando en medio de sus cuerpos, les había causado contusiones y raspaduras al arrojarlos violentamente contra las paredes. Sin embargo, el susto fue grande y Agustín, por primera vez, no logra ocultar su abatimiento.

    Desde nuestra llegada, nos prestó pequeños servicios sin solicitar nada a cambio y ha terminado por hacerse indispensable. De pequeña estatura y largos cabellos atados con una cinta roja, los suntuosos bordados de su vestido de manta, como sus dos morrales, se ven gastados y descoloridos; los huaraches, de pedazos de llanta, están en pésimo estado y el sombrero huichol ha sufrido lluvias y soles innumerables.

    La cara de su hija es la materia prima que el tiempo y los dolores van a trabajar hasta convertirla en la cara de su madre. Tiene la misma boca severa y dulce, la misma valiente nariz arcaica, los mismos ojos negros y ligeramente rasgados, pero la piel de la madre muestra ya las primeras arrugas —no tendrá más de treinta años—, los ojos han perdido su curiosidad entre inocente y burlona y revelan ya una expresión resignada. Madre e hija andan descalzas y las dos se cubren con un manto blanco bordado que hace resaltar su hermosura.

    Algunos vecinos de Tuxpan tienen los pómulos salientes y los ojos oblicuos de los chinos; otros los rasgos duros y enérgicos de los mongoles y otros más recuerdan por sus facciones sensuales e indolentes a los árabes. Sin embargo, no son los tipos que predominan; el justo medio donde se funden y corrigen los extremos podría simbolizarlo o representarlo un hombre joven, de boca y de nariz atrevidamente modelados —recuerdan las viejas cerámicas zapotecas—, recio mentón y estrecha frente, pómulos salientes, si bien no en demasía, y una expresión donde se mezclan el candor y la fuerza varonil.

    Este hombre joven es padre de un niño enfermo. Le damos té con leche y se sienta en el suelo teniendo a su hijo entre las piernas dobladas mientras le da el té con una cuchara, sosteniendo la taza de peltre en su mano vigorosa y delicada. El niño parece volver lentamente a la vida, y cuando termina de beber reclina la cabeza demasiado grande para su cuerpo desnutrido en el pecho del padre y se queda dormido.

    Aquel hombre en la flor de la vida carece de recursos y no puede comprarle un poco de leche a su hijo. No es un caso único. En una cabaña, los padres, que habían salido a trabajar, dejaron a otro niño enfermo al cuidado de dos hermanitos

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