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Seglares en el claustro: Dichas y desdichas de mujeres novohispanas
Seglares en el claustro: Dichas y desdichas de mujeres novohispanas
Seglares en el claustro: Dichas y desdichas de mujeres novohispanas
Libro electrónico128 páginas1 hora

Seglares en el claustro: Dichas y desdichas de mujeres novohispanas

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En la Nueva España, la religión dictaba las normas de comportamiento; la vida monástica era vista como modelo ideal y el internado de las niñas en conventos aseguraba su virtud y su buena educación. Muchas internas pasaban a la adolescencia y a la edad adulta sin que les llegara el ''remedio'' de un marido que las sacase de su encierro, y buscaban
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2019
Seglares en el claustro: Dichas y desdichas de mujeres novohispanas

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    Seglares en el claustro - Pilar Gonzalbo Aizpuru

    básica

    Primera parte

    Las voces de los documentos

    y los reclamos del tiempo

    Yo no busqué a esas mujeres desamparadas que vivieron en el México colonial, a las que llamaban niñas; ellas mismas se sentían como niñas y se comportaban con timidez y desconcierto propios de la infancia, aunque su edad rebasase varias décadas. Pocas eran efectivamente niñas, muchas adolescentes, adultas o incluso ancianas, recluidas en conventos sin haber profesado los votos; a veces con la ambigua calificación de educandas, casi siempre con la forma burocrática de secularas, de acuerdo con la categoría autorizada por los prelados. Hace más de 30 años que las encontré casualmente en los archivos, y estoy segura de que me sorprendieron y esa sorpresa alentó mi atrevimiento de incluirlas en el libro que estaba preparando y que debería tratar de la educación femenina en la Nueva España ¿Acaso no había entre ellas algunas educandas? Y aunque formalmente no lo fueran, ¿no era la vida conventual un modelo ideal de comportamiento que instruía mediante el ejemplo? La educación es un tema que siempre me ha interesado y no había dudado en aceptar el encargo, antes de preguntar a mis compañeros cuál era su concepto de educación.

    Y ahí es donde tropecé, porque parece que no coincidíamos en ese punto esencial. Así fue como, con la misma convicción que me había permitido dar entrada a las presuntas niñas, como si de verdad estuvieran relacionadas con la educación, siguieron entrando de su mano las vendedoras de los tianguis y las mozas de las tabernas, las madres de familia y las falsas beatas. Todas habían debido aprender alguna vez los fundamentos de la doctrina cristiana y las normas elementales de comportamiento para la convivencia. Pude haberlas dejado fuera de mi investigación en proceso, pero no tuve duda de que en el México virreinal y quizá en cualquier otra época, nunca faltó un nivel de educación y una orientación en las normas que debía asegurar la buena conducta de la mayor parte de la población. Aun hoy presumo que, en cualquier época y en toda sociedad, todo individuo que llega a la edad adulta tiene una idea de qué lugar le corresponde, cuál es el comportamiento que se espera de él y qué recompensa se le ofrece si cumple lo establecido. Los transgresores y delincuentes podrán enfrentarse a las leyes o intentar que pasen inadvertidas sus faltas, pero rara vez ignorarán por completo lo que tienen asignado dentro del sistema en que viven. Para mí, la educación abarca desde el modo de vestir y saludar hasta la forma de expresar sentimientos de aprecio u hostilidad. Está bastante claro que yo no había asumido la idea de que me comprometía a hablar tan sólo de instrucción, que con frecuencia forma parte de la educación, pero de ninguna manera se identifican, ni mucho menos que debería limitarme a instrucción formal escolarizada.

    Quizá ya han imaginado cuál fue el resultado de mi atrevimiento. Por aquel tiempo no existían las rutinarias y formularias evaluaciones que se impusieron años más tarde, sino que un grupo de colegas especialistas leía los textos y los juzgaba rigurosamente, después se reunía, discutía y aprobaba o rechazaba la publicación. En mi caso no sólo hubo rechazo sino indignación y violencia verbal: ¿dónde están los libros de texto? ¿y los programas de estudio? ¿no dices nada de la gramática, la caligrafía o la ortografía? ¿no puedes explicar en qué consistía el sistema educativo? ¿a eso lo llamas educación? Yo no tenía respuesta a esas preguntas, o más bien estaba segura de que mis respuestas no les convencerían, pero seguía teniendo clarísimo que la educación era importante en la Nueva España y que las ignorantes doncellas, las astutas vendedoras y prestamistas y las madres de familia que atendían su hogar y educaban a sus hijos, estaban ellas mismas educadas para que hicieran precisamente lo que hacían y aceptasen el lugar que la sociedad les había asignado. Así que, superada la depresión inicial, hice algunos cambios en mi manuscrito original, dejé en segundo plano a esas niñas desamparadas y mi libro se publicó, pero con la referencia a la vida cotidiana en el subtítulo, que debería haberse referido tan sólo a la educación femenina.¹ Yo seguía creyendo que ambas cosas eran inseparables y, por lo tanto, de eso estaba hablando.

    Secretaría de Cultura-inah-Méx. Reproducción autorizada por el inah

    Anónimo, retrato de dama. Museo Nacional de Historia.

    Residentes desde niñas o recién llegadas, siempre había mujeres seglares adultas en convivencia con las religiosas.

    No como protesta, sino porque así es como yo entendía y entiendo la educación, retomé el estudio de la vida cotidiana en varios libros sobre educación, en particular cuando traté de los jesuitas, para quienes la educación era algo muy serio, que tenía que ver con el orden social, con la superación personal y, en definitiva, con el camino de la salvación; de modo que siempre atendieron a todos los grupos sociales, sin que dejaran de establecer las distancias que a su juicio eran imprescindibles. Por otra parte, el acercamiento a la educación indígena me permitió encontrar explicación a cuestiones como la perpetuación de algunas costumbres y la ficción de supuestas tradiciones nacidas siglos después, la vigencia de caciques convertidos en intermediarios entre los vecinos de los pueblos y las autoridades, la decadencia de algunos linajes y el renaciente orgullo de una identidad que, en el futuro, no sería negada sino exaltada. En contraste con la vida en las zonas rurales, ancladas en el pasado y apegadas a la tradición, el estudio de los criollos y la vida urbana me mostró la complejidad de un mundo en el cual la instrucción podía convertirse en el camino hacia el éxito social, en tanto que proporcionaba prestigio y respetabilidad. Si la distinción se lograba por el camino de las armas o de las letras, el lustre de los apellidos debía acompañarse de cierta dignidad en el comportamiento.² La cortesía en los modales, la agudeza en las observaciones y la discreción en todas las conversaciones eran señales de una buena educación, que ocasionalmente acompañaba a la instrucción.

    Mientras tanto, ¿dónde quedaban las mujeres? Nunca las olvidé, pero ya consideradas en distintos ambientes y, en especial, como protagonistas imprescindibles en la familia. Me interesó la composición familiar, en la que la autoridad del varón —padre o esposo—, era indiscutible, pero con frecuencia era la mujer quien ejercía el poder en el ámbito doméstico, por ausencia del patriarca o por abandono o indolencia de quien se suponía que debería atender a la subsistencia del hogar. Los archivos no dejaron de proporcionarme nuevas sorpresas y pude dedicar largo tiempo al de Notarías, en el que encontré la información más abundante sobre circunstancias personales dentro del ambiente de la vida cotidiana. Mientras tanto, las niñas seguían esperando su turno, invisibles para la historia política, insignificantes para la historia social o económica y víctimas de notable descuido e indiferencia, en contraste con las monjas, respetadas y bastante estudiadas. Frente a ellas, las seglares eran apenas un estorbo para quienes se ocupan de la historia de las instituciones religiosas. Porque debo insistir en que el término niña se aplicaba indistintamente a mujeres de cualquier edad, mientras no hubieran contraído matrimonio o hubieran profesado votos religiosos. Para exaltar las virtudes de las monjas o denunciar el relajamiento de las reglas, las seglares no aportaban nada y ocupaban un lugar que no les correspondía. Por aquel entonces me hizo reír un relato sobre la vida conventual que reconocía la existencia de seglares, pero tomaba el concepto moderno de niñez, de modo que presentaba a sor Juana Inés de la Cruz complaciéndose en la vista de las niñas del convento que corrían, jugaban y brincaban en los patios ¡Pero las llamadas niñas debían de tener entre 12 y 80 años!

    En los últimos años, los recursos electrónicos han permitido facilitar enormemente las búsquedas en grandes archivos, como el General de la Nación de México. Ahora basta oprimir algunas teclas para localizar lo que antes requería interminables visitas y largas horas de pasar fojas, solicitar y devolver legajos y volúmenes. Y, sin embargo, los procesos de nueva catalogación y el reordenamiento de materiales me crearon nuevos problemas. Los documentos tenían que seguir estando ahí, pero ya no exactamente donde alguna vez los vi. ¿Imaginan lo que significa que un legajo haya cambiado de lugar? Una vez tras la pista, copié y copié páginas que finalmente podían

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