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Historia, tradiciones y leyendas de calles de México. Vol 2
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Historia, tradiciones y leyendas de calles de México. Vol 2

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Este segundo volumen de Historia, Tradiciones y Leyendas de calles de México, constituye un universo completo, orgánico, cerrado: el reflejo de una ciudad durante toda una época, de sus conflictos y sus diferencias, tanto sociales como culturales, de sus creencias y supersticiones, de sus miserias y grandezas. Aprenderemos, en un paseo la vez geográfico y temporal, que el origen del nombre antiguos de ciertas calles puede hallarse en una historia de amor, en una disposición testamentaria, o en una tragedia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2014
ISBN9781940281230
Historia, tradiciones y leyendas de calles de México. Vol 2

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    Las historias que contiene este libro, llenas de descripciones extensas y muy detalladas de las construcciones, vestimentas, costumbres y supersticiones de la época colonial nos trasladan con la imaginación a esos lejanos ayeres, tiempos distantes muy diferentes a los de hoy, con una ciudad tranquila y silenciosa, de calles pacíficas pero también plena de temores supersticiosos y, en ocasiones, originados por terribles crímenes y por los constantes abusos que la Inquisición llevaba a cabo “en nombre” de la religión. Por otra parte, considero que el primer volumen de esta serie contiene mejores historias que éste.

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Historia, tradiciones y leyendas de calles de México. Vol 2 - Artemio de Valle Arizpe

Prólogo

La guía de forasteros de Artemio de Valle-Arizpe

Eduardo Antonio Parra

Para quien la contempla desde fuera o desde dentro, la capital mexicana es un enigma: urbe monstruosa, imposible de atrapar, que da la impresión de haber crecido a lo largo de cientos de años de modo azaroso, sin ningún plan de urbanización, conforme llegaban a ella los millones de personas que la habitan. No importa que se trate de la ciudad más conocida del país por propios y extraños, ni que en su casi medio milenio de existencia haya sido descrita y narrada en cientos de libros, ni que en la última centuria el cine, la fotografía y la televisión plasmaran hasta el infinito sus calles, barrios y edificios emblemáticos como marco de innumerables historias y reportajes. Nada de eso importa: continúa siendo un ente incógnito que apenas si revela una parte mínima de su misterio cuando alguien emprende el recorrido de algunas de sus calles.

Caminar por ella resulta, en consecuencia, una verdadera aventura; no sólo porque a principios del siglo XXI es uno de los sitios más violentos e inseguros del planeta, sino también debido a que sus monumentos y maravillas arquitectónicas están a la vuelta de cualquier esquina, en las inmediaciones de un jardín olvidado, o en medio de dos chatos edificios de departamentos construidos por la voracidad de los especuladores inmobiliarios. Un paseo por el Centro Histórico puede convertirse en una odisea sostenida por la tensión entre el temor de ser agredido por el monstruo en el momento menos pensado y el placer de descubrir, a mitad de una cuadra o en el interior de un callejón oculto, una construcción con varios siglos de antigüedad, la casona donde viviera uno de los primeros mexicanos ilustres o el edificio por cuyas habitaciones aún ronda, según consigna popular, el espectro de alguno de los conquistadores que acompañaron a Hernán Cortés en su expedición para apropiarse de la gran Tenochtitlan.

Pocos asentamientos en el mundo provocan entre sus habitantes y entre quienes los visitan esa sensación ambivalente de temor y placer, angustia y éxtasis estético, rechazo y atracción, como la ciudad de México, donde un simple deambular deviene exploración de ámbitos desconocidos, y la toma de un descanso en la banca de un parque es susceptible de transformarse en viaje a través del tiempo. Quizá ésa sea una de las mayores virtudes de la capital mexicana: su capacidad para despertar emociones encontradas en quien la recorre, la cualidad esotérica que le permite a la vez conmover y atemorizar, y la certeza de que muchos de sus rincones constituyen umbrales de escape hacia el pasado.

Cuando encontramos uno de esos umbrales, nos damos cuenta de que la megalópolis que nuestra mirada y nuestro entendimiento son incapaces de abarcar no siempre fue así; que hubo tiempos tranquilos, lentos, en los que la ciudad se desenvolvía en medio de un sopor pueblerino, regida por costumbres que nosotros consideraríamos provincianas, y sus habitantes vivían envueltos en una atmósfera de leyenda, no tanto porque ésta fuera irreal, sino porque en sus conciencias añejas la percepción de lo cierto se teñía con tintes oníricos, y lo cotidiano se enredaba con supersticiones y miedos atávicos. Sí, ante un palacio de rojizo tezontle, adaptado ahora como vecindad o conjunto de oficinas, la nostalgia por épocas que no conocimos nos hace preguntarnos cómo fueron aquellos capitalinos tempranos que sentaron las bases y levantaron los primeros barrios de lo que hoy es la urbe más grande del mundo, cómo era su existencia, en qué creían y qué los motivó para dar vitalidad a las calles que hoy pisamos.

Es quizá en esos instantes cuando más añoramos una guía de forasteros que nos devele los secretos que nuestras pupilas intuyen pero no pueden desentrañar. Un mapa que vaya más allá del nombre de las calles y de la señalización de los sitios turísticos. Un documento que, además del trazo de la ciudad, nos hable de la evolución de su espíritu a través de los siglos; que nos narre las historias aparentemente olvidadas que aún vibran en algún reducto de nuestra memoria y muchos años atrás fueron el germen de quienes somos ahora. Un texto que mezcle las cantidades precisas de fantasía y realidad con objeto de que podamos reconocer en él los orígenes de nuestra cultura e idiosincrasia. Un libro, en fin, como el que ahora sostiene el lector en sus manos: Historia, tradiciones y leyendas de calles de México, de Artemio de Valle-Arizpe.

Como muchos de quienes caminamos por las calles de la capital mexicana, en un tiempo Artemio de Valle-Arizpe fue también un forastero en la urbe. Arribó a ella para estudiar derecho a principios del siglo XX desde su natal Saltillo, donde vio la luz el 25 de enero de 1888 y, tras graduarse, inició una carrera política y diplomática que lo llevó a residir en varias capitales europeas. Novelista, cronista e historiador, formó parte de la Academia Mexicana de la Lengua, de la Academia de Historia de Colombia y de la Academia de Historia de Ecuador. En 1942 recibió el cargo de Cronista de la Ciudad de México, que no abandonaría sino hasta el momento de su muerte.

Trashumante internacional en determinada etapa de su vida —cuando se desempeñó en el Servicio Exterior Mexicano— es fácil imaginarlo como una suerte de joven flaneur durante las postrimerías del Porfiriato; es decir, un observador atento que en sus vagabundeos nocturnos por la urbe se formuló decenas de preguntas acerca de los misterios que encerraban los palacios, las casonas, las calles antiguas y los callejones de la entonces pacífica y silenciosa ciudad de México. Y aunque tal vez en ese tiempo la memoria popular aún retenía muchas de las tradiciones que hoy casi se le han deslavado por completo, la curiosidad inicial del joven saltillense fue transformándose con los años en algo semejante a la nostalgia, y lo llevó a sepultarse en vida bajo el polvo secular de los archivos con el fin de legar a los flaneurs de la posteridad la guía de forasteros que les sirviera de referencia a la hora de emprender la aventura a través del laberinto urbano.

Mucho más que una recopilación de relatos conservados por la voz del pueblo, la Historia, tradiciones y leyendas de calles de México, de Artemio de Valle-Arizpe, es el fruto de décadas de investigación documental, contrastada con esa especie de investigación de campo que llevan a cabo todos los urbanitas en su deambular sin rumbo fijo, en sus paseos nocturnos y diurnos, siempre atentos al descubrimiento de lo antiguo, al detalle ignorado en la fachada del edificio que hemos visto infinidad de veces, a los rumores del pretérito que perviven dentro de los muros de los palacios fundacionales, y que pasan inadvertidos para la mayoría de las personas. Porque una cosa es cierta: a Valle-Arizpe no le interesaba el presente sino como una consecuencia de los tiempos idos, como un apéndice de la serie de acontecimientos y seres que lo precedieron. O al menos eso es lo que se desprende de toda su producción literaria, histórica y periodística: se trata de un escritor en fuga hacia atrás, un enamorado de los procesos de formación de una sociedad y una urbe cuyos aspectos actuales parecen dejarlo indiferente. ¿Cómo fuimos? ¿Cómo vivíamos? ¿Cómo pensábamos entonces? ¿Qué es lo que hubo aquí antes de ser lo que hoy es? Ésas son las preguntas que animaron siempre sus escritos, y su labor literaria se enfocó desde el principio a responderlas y a intentar que esas respuestas se volvieran permanentes y llegaran hasta nosotros para que satisficieran nuestra curiosidad, similar a la suya.

Con un estilo barroco y lleno de arcaísmos que, más que adaptarse al tema tratado, parece desprenderse de manera natural de él, Valle-Arizpe traza la secuencia psicológica de los capitalinos desde los años inmediatamente anteriores a la conquista de Tenochtitlan por parte de las huestes de Hernán Cortés —el lector pudo comprobarlo en el primer tomo de esta obra—, hasta bien entrado el siglo XIX, cuando la Reforma del país llevada a cabo por los liberales, con Benito Juárez a la cabeza, constituyó el primer movimiento profundo de reordenamiento urbano al ser demolidos muchos conventos de la ciudad de México para dar paso a calles y construcciones nuevas. La pluma del narrador-cronista recoge anécdotas asentadas en documentos inmemoriales para transformarlas en relatos legendarios que nos descubren nuestra manera de ver la vida y abordar el mundo tal como era en los orígenes, cuando la fe religiosa permitía que la virgen, los santos y hasta las ánimas de los difuntos mantuvieran contacto con los vivos, cuando la magia y los prodigios sobrenaturales eran asunto cotidiano, cuando la historia y el mito aún no demarcaban su frontera.

El lenguaje del autor, de una precisión y una riqueza cuyos destellos llegan por momentos a deslumbrar al grado de dejarnos prácticamente en la oscuridad, se nutre de los términos usuales en la época que retrata en cada narración para trasmitirnos, no sólo los hechos, sino la vida entera: a través de sus palabras dirigidas a nuestros sentidos, somos capaces de distinguir los olores que infestaban el aire del México colonial, podemos degustar los sabores de los caldos, guisos y golosinas que nuestros antepasados comían; escuchamos sus voces identificando ritmo y cadencia; contemplamos la ropa que usaban, el mobiliario en el interior de sus habitaciones, la distribución de sus casas, el empedrado de las calles; e incluso sentimos la textura de las superficies, de las telas, de los muros y de las pieles. Valle-Arizpe es un escritor en extremo sensual, y el poder de su prosa tiene la virtud de arrancarnos de nuestro aquí y ahora para trasladarnos al lugar y al tiempo en que moran sus personajes.

De ese modo, inmersos en vidas ajenas, envueltos en un atuendo que no es el nuestro y viviendo la vida de otros, los lectores de Historia, tradiciones y leyendas de calles de México poco a poco nos adentramos en los arcanos de la urbe. Aprendemos, en un paseo a la vez geográfico y temporal, que el origen del nombre antiguo de ciertas calles puede hallarse en una historia de amor, como nos lo narra por ejemplo en el relato La cruz verde, o en una disposición testamentaria como en A cambio de la afrenta una fortuna, o en una tragedia como en El callejón del muerto; atestiguamos los afanes de hombres y mujeres por acrecentar sus virtudes y ganarse la gloria después de la muerte (Qué bueno es ser bueno); somos partícipes de los sufrimientos de quienes, al igual que el Job bíblico, son puestos a prueba por la divinidad con el fin de fortalecer su fe en la adversidad (Luces en la sombra y Dar lo menos por lo más); padecemos la grave tensión religiosa entre cristianos y judíos, que casi siempre se resuelve al intervenir el Santo Oficio, como en ¿Qué se hizo de don Beltrán?; y nos reímos ante los absurdos desmanes de los mismos inquisidores como en Lo que hizo la Santa Inquisición a un ilustre sabio.

La fe, los milagros, las apariciones y las teofanías dan cuerpo a gran parte de las narraciones de Artemio de Valle-Arizpe. Nada raro, tratándose de las épocas que plasma. Sin embargo, no todos los relatos giran en torno de las cuestiones religiosas o fantásticas. Hay una vena mucho más mundana en el autor, que se ve reflejada en anécdotas extraídas del acontecer histórico capitalino, de sucesos que hoy llenarían las páginas de la nota roja, o de la rumorología de la época que de boca en boca las fue convirtiendo en verdades indiscutibles.

Entre las piezas meramente históricas destaca Por qué Simón Bolívar fue expulsado de México, que nos ilustra acerca de una etapa casi desconocida del gran libertador sudamericano, cuando en un viaje realizado durante su adolescencia se convirtió por unos días en el favorito de la sociedad virreinal. En La vacuna nos enteramos de que, durante la Colonia, en México también se llevaron a cabo adelantos científicos acordes con la época. En Recompensa del agravio vemos las tribulaciones del primer escritor mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, quien era tan pobre que no podía pagar la renta, y utiliza su agudeza de ingenio para vengarse de sus acreedores. Padrenuestro insurgente narra las reacciones entre los capitalinos al conocerse el martirio de José María Morelos y Pavón en manos de sus enemigos. La generala, además de mostrarnos un fresco de la capital durante la ocupación de los yanquis en 1847, nos informa sobre los orígenes de la palabra gringo. Y, en La campana del Palacio, el autor aborda un tema por demás interesante: el modo en que las campanas de las iglesias eran castigadas al creerse que habían sido poseídas por el diablo.

Al incluir en la obra relatos donde el homicidio, el robo o el fraude constituyen el argumento central, de Artemio de Valle-Arizpe parece decirnos que no ha existido una etapa idílica en la ciudad de México, que desde sus orígenes estuvo marcada por la violencia y el crimen. Al mismo tiempo —con su intención o al margen de ella—, debido a su forma y contenido, desde el momento en que fueron escritas esas piezas quedaron integradas a una tradición que hasta el momento las ignora: la de la narrativa negra mexicana. Se trata de historias en las que todo se mueve alrededor de la ambición, la ira, el odio o la venganza, pero cuyos protagonistas no siempre son los criminales, sino las víctimas, o alguien involucrado de manera tangencial, que muestra actitudes opuestas al delito, virtudes capaces de convertir la lectura en una experiencia conmovedora. Así, en Protección abnegada vemos cómo una cocinera negra oculta de sus perseguidores a un asesino, aun sabiendo que es el causante de su desgracia. La incendiaria es una puesta en escena del proceso de locura de una niña poseída por la pasión artística. En La casa de los Jáureguis la aparición de un fantasma conduce al relato de un crimen antiguo. Gran espíritu narra la indiferencia de una víctima ante la agresión sufrida. Las loterías del sacristán es el relato de un gran fraude en clave humorística. En Lo prometido no se echa al olvido somos testigos de la honradez de un asaltante. Ésta es la leyenda de la calle de la Joya se basa en un crimen pasional. Al igual que en las novelas de detectives, en Un crimen en el tiempo pasado leemos el caso de un brutal asesinato múltiple, seguido de la investigación realizada por las autoridades hasta su resolución definitiva. El bien debajo del mal aborda una ola de asaltos en la ciudad. ¿Fue crimen o fue burla? trata del secuestro de un sacerdote. En Cargar con culpas ajenas, como el título indica, asistimos a la inculpación de un inocente. Y en La razón de la mentira vemos cómo un robo durante un baile en la Casa de los Azulejos se frustra gracias al ingenio de quien estaba destinado a ser la víctima.

Al contrario de lo que podría pensarse, los relatos históricos, las tradiciones y las leyendas de Artemio de Valle-Arizpe exploran una variada gama de temas, tonos y estructuras, y conforman un gran mural donde encontramos, inmersos en su cotidianidad habitual, a personajes pertenecientes a todos los géneros, niveles y castas que poblaron tanto la Colonia como algunas décadas del México independiente. Por las páginas de este volumen desfilan virreyes, prohombres de nuestra historia, nobles, terratenientes, mineros, comerciantes, arzobispos, clérigos, obreros, labradores, indios, negros, mulatos, damas de alcurnia, mujeres del pueblo, monjas, beatas, cortesanas, prostitutas —por cierto, resulta admirable la cantidad de términos que utiliza el autor para referirse a quienes practican el oficio más antiguo del mundo, lo que nos da una muestra de su inmenso dominio de la lengua española—. Incluso hay algunas piezas donde el protagonismo recae, no en un hombre ni en una mujer, sino en una bestia, como en Lo que hizo la Santa Inquisición a un ilustre sabio, en el que un cerdo es quien lleva el peso del relato, o en Una elefanta y unas damas catequistas. Por otro lado, la condición inferior de la mujer en la época queda registrada sobre todo en las piezas: Dos mentiras y El bien debajo del mal, donde las protagonistas deben recurrir al travestismo para conseguir sus fines.

Historia, tradiciones y leyendas de calles de México constituye un universo completo, orgánico, cerrado: el reflejo de una ciudad durante toda una época, de sus conflictos y sus diferencias tanto sociales como culturales, de sus creencias y supersticiones, de sus miserias y grandezas. El hecho de que cada uno de los relatos que forman parte de la obra haya sido concebido con una intención divulgadora, es decir, con objeto de llegar a un público amplio —no especialista en cuestiones históricas mexicanas—, no representó un obstáculo para que Artemio de Valle-Arizpe ensayara en ellos diversas técnicas y estructuras narrativas que, al combinarse con su deslumbrante estilo barroco donde el idioma florece en una suerte de explosión léxica, denotan la búsqueda constante de una mayor calidad literaria —una búsqueda coronada con el éxito, pues varias de las piezas pueden ser consideradas cuentos redondos—. De esta manera, quien se interna en estas páginas encuentra en ellas calidad artística, emoción, sensaciones de otro tiempo, entretenimiento, diversión —una de las características del narrador-cronista es su evidente sentido del humor—, así como una serie interminable de datos informativos sobre ese pasado de la megalópolis mexicana que sobrevive aún en algunos de sus rincones, pero principalmente en el espíritu, la memoria y el imaginario de quienes la habitamos. Son textos que nos impulsan a leer la ciudad entre el rigor y el delirio, entre la nostalgia y el asombro, entre el goce de lo que conservamos y la angustia de lo que ya perdimos sin remedio.

Antes de dar inicio a cada relato, Valle-Arizpe incluye, a modo de epígrafe, la localización del sitio donde ocurrieron los hechos, con el nombre antiguo de las calles o callejones seguido de la denominación que llevaban en el momento en que los escribió, que en muchos casos son los de ahora. Es esa necesidad de precisión geográfica la que nos hace pensar que el narrador-cronista concibió su obra como una suerte de guía de forasteros, o brújula para los flaneurs del porvenir, con la intención de que los futuros urbanitas contaran en su deambular por la ciudad con referencias profundas, psicológicas, humanas, más allá del mero trazo de calles y avenidas contenido en la Guía Roji. La Historia, tradiciones y leyendas de calles de México muestra, así, un registro cambiante, no de lo que la capital es a simple vista, sino de lo que era y en lo que se fue convirtiendo.

El escritor saltillense supo que el destino de una urbe depende del modo en que ésta es percibida, leída, por quienes viven en ella y por sus visitantes. La obra que él escribió, y que el lector sostiene ahora en sus manos, es un compendio de lo que la ciudad de México le dijo a nuestros antepasados, de lo que nos dice a nosotros y de lo que le dirá a las futuras generaciones. Al develar sus misterios, la vuelve un poco menos anónima, menos inasible y, por lo mismo, más íntima. Quizá cuando escribía estos relatos, crónicas y leyendas, Artemio de Valle-Arizpe imaginó que, al llegar a la última página, sus lectores alzaríamos la vista y saldríamos a caminar por las mismas calles que él para contemplar una ciudad diferente, transfigurada por la lectura, y podríamos darnos cuenta de que su historia —una historia ya familiar, entrañable— se desenvuelve ahora con la participación de nuestra mirada.

Qué bueno es ser bueno

Esta tradición es de la calle del Espíritu Santo, su nombre le venía por el convento llamado así que se alzaba donde hoy está el Casino Español. Hoy es la 3a de Isabel la Católica. La casa en cuestión lleva el N° 30.

Tarde llena de sosiego. Tarde diáfana, tarde azul, de coral y de oro, atravesada por los toques rítmicos, claros, de una campana distante. El campo está como al amparo de una bienaventuranza, todo callado, en paz de oración, y mete su quietud y sus buenos olores en la pobre casa. En esa casa pobre hay unas vidas dulces, apacibles, llenas de mansas alegrías y de dolores resignados. Hasta en los más escondidos rincones de esa morada está algo en que se halla la invisible presencia de la tarde; algo delicado y entrañable que sahuma paz y una fragancia suave que se desliza entre esas vidas humildes, sosegadas y apacibles. El agua, por las acequias, va melodiosa, fingiendo un trémulo parloteo que se apresura, agitado como por un gran contento. Parece que en ella habla la tarde y que cuenta cosas tan hondas y buenas que sólo comprende el corazón. Por todo el vasto silencio del campo se tiende un largo sol amarillo y tibio que pone bajo los árboles sombras azules y moradas. Se deseara que esta tarde cobrase cuerpo para abrazarse a ella y oír su palpitar. En los brazos de la cruz que señorea la casa, hay una trémula circulación de sol.

En esa casa de adobe, pobre y limpia, vive doña Leonor de Arias con sus tres hijas, María Fernanda, Constanza y Ana Luisa. Doña Leonor ha bajado, resignada, a una gran miseria. Toda su hacienda se le deshizo como el humo en el viento. Ella y sus hijas empobrecieron hasta no tener nada; pasan la vida en suma necesidad, cuando antes la tuvieron metida, deliciosa y exquisitamente, en la opulencia. En esta tarde, toda quietud, oro y azul, está sentada doña Leonor a la puerta de su casa, deshilando unos manteles para unos pudientes señores de México. Se ayudan con estas preciosas y sutiles labores de aguja para allegarse algún dinero para su menguado sustento. Y así y todo viven contentas doña Leonor de Arias y sus tres hijas, María Fernanda, Constanza y Ana Luisa.

Una, canta bajito una vieja canción; otra, está inmóvil, ensoñando; la tercera, reza, con la mirada puesta en la vaga lejanía violeta, y doña Leonor envuelve a las tres en la ternura de sus ojos tristes, mansos, y quiere como suspirar, como llorar, pero la tarde es tan benigna y deliciosa que le sube del corazón a los labios un cantar suavecito, remoto cantar de infancia y de dicha, con el que la arrulló su madre en la cuna y con el que también doña Leonor durmió a sus hijas en la paz de su casa de la lejana Compostela; y poniendo las miradas en unas nubes que salían redondas y blancas, detrás de las montañas distantes, echa sus pensamientos melancólicos, hacia lo lejano de su vida.

Muy moza la dieron sus padres en matrimonio a don Pedro Ruiz de Haro, entroncado con la noble casa de los Guzmanes y primo, además, del marqués de Toral, famoso señor por sus riquezas y sus lances de amor y de guerra en tierra de moros. Don Pedro Ruiz de Haro fue de los conquistadores y primeros pobladores de Compostela, capital de la Nueva Galicia, ganada por el feroz Nuño de Guzmán, ser abominable, que tenía más de demonio que de hombre.

Con la conquista de esas tierras quedó opulento el capitán don Pedro Ruiz de Haro y con los años subió su fortuna. Después de que se tiene buen caudal fácil es enriquecerse más con grandes ganancias, porque el dinero busca al dinero. Joven de treinta y cinco años —treinta y cinco años impetuosos, llenos de valor, de fe y de audacia—, la muerte lo cogió muy de prisa con una fiebre pútrida que le acarreó el refrigerio eterno, y dejó con amargura todas las cosas de esta vida para pagar la acostumbrada deuda a que a todos se nos condenó en el punto de nuestro nacimiento. Doña Leonor, buena e inexperta, puso todo su caudal en poder de un tal Jerónimo de Ovando, que se le vendía por amigo fiel, y quien, en el acto, se lo empezó a gastar por cien manos y así, en un dos por tres, le asoló toda la hacienda, disipándole pródigamente sus rentas. Por esas y otras manirroturas, fue llamado El de la mano horadada.

El tal Ovando volvió en humo su propio caudal y también redujo a la nada todo el rico patrimonio de doña Leonor de Arias, regando su oro y su plata como si fuese agua. Doña Leonor perdió sus gruesas posesiones y vino a parar a extrema miseria, sin casi en qué poner las manos. Escasa y necesitada salió de Compostela y se encaminó a vivir una vida pobrísima en un rancho que estaba cerca de México, llamado Miravalle. En una casita miserable de adobe se refugió con sus hijas. El derrochador Ovando las dejó como ciegas, diciendo oraciones a la puerta del hambre. Pero doña Leonor y sus hijas estaban contentas, mansamente resignadas con su miseria, pasando su vida en suma necesidad.

Por el camino real, lleno de crepúsculo —tonos rosas y cárdenos, árboles encendidos en un oro trémulo—, divisan a un despacioso caminante. Viene haciendo su vía lleno de fatiga, paso a paso, con el cuerpo doblado por el cansancio sobre un alto palo a modo de cayado. La vida es un viaje —piensa doña Leonor— y con un suspiro pone un vago deseo en la eterna posada. El viandante se va acercando lentamente. Es un indio viejo. Por su cara corre copioso el sudor; sus labios están resquebrajados por la sed y tiene un mirar anhelante. Apenas puede decir:

—Señora buena, ¿tienes un bocado que darme, pues desfallezco?

—Siéntate, hijo, siéntate, que sí habrá.

María Fernanda, Constanza y Ana Luisa, adivinando el pensamiento de su madre, dejan la costura, el lindo mantel de filigrana, y llenas de contento entran en la casa. Una, amasó unas tortillas de harina; otra, sacó un jarrillo de leche; otra, partió al corral y trajo un huevo, todavía caliente, que frió con una lonja de tocino. ¡Ay, qué olor! Un banquete suntuoso es aquella comida para el indio hambriento y cansado. Mientras come, las cuatro mujeres lo miran con ternura y el indio entrelaza sus miradas tristes y dulces con las de ellas.

—Perdone, hermano, lo menguado de la comida; somos ricas de voluntad, pero pobres, muy pobres, de hacienda. La merced de Dios, que son, como dicen, los huevos, no nos faltan y espero de su misericordia que no nos lleguen a faltar.

—Calla, señora buena. A pura gloria me ha sabido lo que me has dado, por la voluntad de su condimento. ¡El Señor te pague y te aumente esta caridad que me has hecho! Hoy estás pobre, pero Dios te ha de dar tanto oro y tanta, tanta plata, que no vas a saber qué hacer con ello. Ya verás, señora buena. Ya verás.

Besa el indio con humildad la mano de doña Leonor y continúa su jornada por el camino en el que ya empezaba a tenderse la noche.

—Hijas, vamos a cenar nosotras.

—¿Cenar, madre? No hay qué cenar.

—Lo que había se lo dimos a ese pobre hombre.

—Hijas, vamos a rezar el rosario. Dios proveerá.

—Bendito sea su santo nombre.

—Amén.

—Amén.

El paisaje se va recogiendo en sí mismo. Por la tranquilidad azul del crepúsculo resbala el claro son de una campana suavísima. Se oyen ladridos lejanos. La noche se viene acercando, acercando, mansa, con un caminar tardo de vaca. Las estrellas florecen trémulas.

En el transcurso de tres días llegó el indio ante doña Leonor de Arias. Ya ni doña Leonor ni sus hijas se acordaban del pobre indígena. Llevaba en su manta gran cantidad de piedras de mina. Eran ricos petanques en que se veía cuajada la plata. Las entregó a doña Leonor y le dio luego las señas del sitio en que los había tomado, con toda exactitud, con nimia minuciosidad. Besó aquellas manos blancas y misericordiosas y se alejó con su aire de cansancio, lentamente, por el camino polvoroso.

Doña Leonor emprendió a poco viaje con sus hijas y encontró el mineral en el lugar indicado. Fueron a México las tres mujeres a tomar consejo de un sacerdote anciano. Denunciaron las pertenencias y con dinero en préstamo pusieron trabajadores a esa explotación. Enorme bonanza se vino en seguida. Doña Leonor se vio rica y próspera en pocos días. La mina se llamó del Espíritu Santo. Asombrosas eran las abundantes cantidades de plata y de oro que echaba constantemente de su seno.

Doña Leonor de Arias, la viuda empobrecida del capitán Pedro Ruiz de Haro, volvió, con sus hijas, a su antigua y refinada magnificencia. En su casa volvieron a rodar los bienes; se despreciaba el oro y se pisaba la seda. Tenía doña Leonor un opulento y soberano esplendor en el ancho palacio que labró. Tan enorme era ese palacio que en su patio principal se corrían toros, se hacían torneos y juegos de cañas y sortijas, ante innumerables caballeros elegantes y damas que bullían alegres en los corredores altos, repechadas en los retorcidos barandales de hierro de Vizcaya, deslumbrantes de sedas y de joyas generadoras de destellos, o asomadas por las ventanas del entresuelo presenciaban el festejo, comiendo pastelillos y dulces y bebiendo vino o aguas nevadas en anchas copas de plata.

Ese magnífico caserón fue el palacio de los condes de Miravalle. María Fernanda, Constanza y Ana Luisa, pronto concertaron desposorios; hallaron esposos que merecieron serlo de ellas, casándose, respectivamente, con don Manuel Fernández de Híjar, con don Alvaro Tovar, y con don Alvaro de Bracamonte, los tres ricos y encumbrados personajes del reino, que rebosaban de cargos y dignidades. Lo más principal de la nobleza de México hacía a doña Leonor mil demostraciones, caricias y regalos, jurándole perpetua amistad y alianza. En tiempos de higos abundan los amigos de los higos, pero en tiempo agreste, nos huyen como a la peste.

La mina del Espíritu Santo no disminuía su producción, antes bien la aumentaba cada día con más y más abundancia. Las largas reatas de mulas que constantemente iban a la mina cargadas con bastimentos, volvían a México conduciendo oro y plata en enormes cantidades. Los caminos de México y Guadalajara iban a diario llenos de numerosas recuas transportando ya metal o barras de oro y de plata, entre las festivas y picantes canciones de la arriería, las campanillas numerosas de las colleras y envueltas en la espesa polvareda dorada suavemente, no se sabía bien si por el sol o por los reflejos innumerables que brotaban de los áureos lingotes.

Tanta fue la producción de las minas del Espíritu Santo que el rey mandó poner en Compostela Caja Real para recibir las rentas que le tocaban de esas minas prodigiosas, y después se estableció Real Audiencia con cuatro oidores, alcaldes mayores. ¿Y el indio? Jamás se supo del indio que descubrió esa riqueza fabulosa; nadie lo volvió a ver. Doña Leonor mandó buscarlo, pero nunca se le encontró.

Como la vida era fácil porque muy fácil era conseguir dinero en abundancia con las ininterrumpidas bonanzas de las minas, todo fue allí espectáculos y fiestas. La gente de Milpa de Miravalle no buscaba sino pasatiempos. Se emboscó en deleites y regalos. Cualquier cosa la celebraban con exceso, de lo que vino que se desenfrenara con terrible disolución y escándalo. Todo era malgastar y ensancharse en liviandades. No había persona que anduviera con orden y razón. Estaban sujetas a todos los vicios del mundo. No tenían temor de Dios ni de la justicia de los hombres y añadían a este espectáculo crueldades inhumanas. Vivían como gente que no había de morir. Casi todos los habitantes del pueblo eran feroces e intratables y daban sin parar gran suelta a los placeres. Llegó esto a tanto que el Padre Fray Diego de Almonte levantó su voz con grande clamor diciendo: ¡Oh, Milpa, Milpa, y cómo ha de enviar Dios fuego del cielo y te ha de abrasar!

Refiere el cronista Fray Antonio Tello en su pintoresca Crónica Miscelánea que ese santo y austero Padre Almonte o del Monte, como le llama en otro lugar de su libro, arrojó nada menos que siete legiones de demonios del cuerpo de un marranillo que tiempo después se encendió el cielo con rayos, y tal como la bíblica Sodoma que por él fue aniquilada, ardió por sus cuatro lados en vivas llamas. El incendio se apoderó de todo como el fuego de las torpezas había llenado y ennegrecido las almas. En Milpa de Miravalle todo ardía en civiles discordias hasta que sucedio esta quema por la causa que fuere, y que el fraile apostólico atribuyó a enojo divino. El PadreTello alaba con encarecidas palabras, llenas de ternura delicada, la buena acción de doña Leonor de Arias con el indio cansado y hambriento que llegó a sus puertas pidiendo remedio a su necesidad.

A este mismo propósito el licenciado don Matías de la Mota Padilla, que luego que enviudó se ordenó de sacerdote, escribe en su Historia de la Nueva Galicia al referirse a las nobles acciones que realizaron las mujeres en la época de la conquista, que no todas fueron, digo yo, como se ha creído, locas de su cuerpo y unos desaforados viragos sin pudor al andar juntas con aquella taifa de audaces aventureros, que: Alábense en hora buena la heroica hazaña de la otra mujer, Beatriz Hernández, que supo con su valor cortar la cabeza al gandul. Celébrese a doña María Xaramillo, mujer de Juan Fernández de Híjar, quien mientras su marido, con la espada en la mano, era terror de idólatras, ella, con la labor en sus manos, ministraba alimento a los soldados; que para mí de mayor alabanza es digna doña Leonor de Arias, que supo con sólo una acción de piedad, abrir las manos del Omnipotente para comunicar a los hombres los tesoros de la tierra, para que de esta suerte el reino que antes era despreciable, se comenzase a llevar las atenciones.

Lo que hizo la santa inquisición a un ilustre sabio

Sucedido de la calle del Parque de la Moneda, lo que es ahora 1a de la Soledad. La Perpetua es la 1a de la República de Venezuela.

Amaneció un buen día conmovida, llena de inquietud enorme, la ciudad entera. Toda la gente, ya en las habituales tertulias que tenía en sus casas, ya en las reboticas, ya en las alacenas de los portales de Mercaderes y Agustinos, o en los cajones del Parián, comentaban y discutían sin cansancio el caso raro, estupendo. En la calle se detenían unos a otros, y en el acto se olvidaban de sus ocupaciones más urgentes, para ponerse a hablar del hecho maravilloso y a comentarlo largamente. Que si era verdad; que si era mentira; y, ya en favor o ya en contra, sacaban mil razones sutiles en apoyo de su dicho. Salían pareceres eruditos e ingeniosos en dondequiera.

—Yo no lo creo; necesitaba ser tonto de la cabeza para darle crédito.

—Pues yo sí que lo creo, aunque no me tengo por tonto. Tantas cosas extraordinarias y raras hay por el mundo, y ésta, qué duda cabe, es una de ellas.

—Es manifiesta engañifa.

—Engañifa, no, señor; ni por pienso; que un canónigo de la Catedral lo ha presenciado y lo da por cierto y por muy verdadero. No cabe duda.

—No cabe aquí la duda, no, porque es claro fraude y engaño; tretas de que se valen los hombres a quienes el hambre aguza el cerebro. Cada cual campa por su oficio y vive de su ingenio, si es que lo tiene.

—Sí, engañan con embaucamientos e ilusiones.

—No entra en esto la ilusión, no puede entrar; es cosa que se ve, y no a luz de faroles legañosos, sino a la del sol, clarísima.

—Mentira. Eso no es más que una ratonera armada con queso para que caigan los necios; que son infinitos los que hay por el mundo, abundan más que las moscas y cuenta que de éstas hay adunia. Burla y engaño todo.

—Yo, qué capaz, que vaya a ver semejante cosa; mi dinero no sale nunca del bolsillo para mantener a dropes y hampones. Yo no soy necio ni curioso, gracias a Dios.

—Pues yo, sin ser necio ni curioso, voy y rete voy, ¡qué caramba!, para que no me lo cuenten después, me lo abulten o me lo disminuyan.

—También yo iré. ¿Cómo me he de quedar sin verlo? No faltaría más. Yo, si pudiese, escarbaría hasta llegar al cabo de las cosas.

—Yo sí voy, y voy con toda mi familia, y desde ahora mismo nos vamos para tomar un buen asiento, que queremos estar muy cerca.

—Pues lo que es yo, tampoco me quedo; ¡qué capaz que me quede!

—¡Ay, ni yo, cuándo!

—De casa todos iremos. Estamos convidados en las brígidas a la profesión de velo negro de la hija de don Galindo Guillén de Acosta, el de los cuernos, que no es que tenga tales aditamentos, este buen señor, sino que comercia con esas útiles partes de los bovinos. Dicen que esa función va a ser grandiosa, magnífica, pero la dejamos con gusto, y al Parque de la Moneda nos vamos, punto menos que corriendo.

—¡Y lo que yo voy a dejar, Dios mío! ¡Cosa grata, deliciosa! ¡Ay, mi entrañable Fidela!...

Lo que conmovía tanto a los habitantes de la ciudad, así fuesen pobres o ricos, personas de don y rumbo o simples ganapanes, señoras de alto rango o sandias mozas de servir, era la noticia que apareció en la primera página de la Gaceta. Andaba desde hacía muchos días el tal papel de mano en mano, y ya casi

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