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Mujeres por la independencia
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Mujeres por la independencia

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Esta obra fue escrita para que, a través de la fidelidad y de la amenidad con que su autor nos cuenta los sucesos de la Guerra de Independencia de México, sus heroínas sean como personajes cercanos. En estas páginas el lector encontrará la historia de todas aquellas mujeres, conocidas o anónimas, cuyo valor y fortaleza trascendió el que su nombre se haya esfumado en los campos de batalla, en las cárceles o en los paredones de fusilamiento.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ene 2014
ISBN9781939048486
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    Mujeres por la independencia - Sebastian Alaniz

    Las mujeres de antes, las mujeres de ahora

    Hace doscientos años existieron unas mujeres totalmente diferentes a las que conocemos ahora. Y no es que tuvieran tres ojos o seis piernas; no, para nada. Había mujeres gorditas, altas, güeras, de ojos grandes, enojonas, alegres o traviesas. No muy distintas de tu mamá, tus maestras, tus primas, tus amigas o tus tías. La diferencia estaba en cómo se vestían, cómo hablaban, cómo pensaban y cómo vivían.

    Imagina un mundo sin camiones, sin papas fritas ultraácidas, sin postes de luz, sin regaderas, ¡sin televisión ni consolas de videojuegos! Pues así era el mundo de esas mujeres que nacieron, crecieron y les tocó luchar en la Guerra de Independencia de México.

    Pero antes de hablarte de ellas, tengo que recordarte en qué circunstancias históricas vivían, es decir, qué era el virreinato y por qué se llamaba así.

    Seguramente sabes que, a la caída de Tenochtitlan, los antiguos dominios mexicas quedaron bajo el mando de Hernán Cortés, a quien el emperador Carlos V nombró capitán general. Sin embargo, la ambición de éste y los abusos cometidos por sus colaboradores convencieron al monarca de que era necesario establecer un gobierno más disciplinado en estos dominios ahora llamados Nueva España.

    Primero designó un equipo de cinco hombres al que denominó Audiencia, que sólo provocó más problemas. Finalmente, decidió nombrar un representante directo de la monarquía, que gobernaría con el título de virrey.

    Éste fue el título utilizado en España, Portugal, Gran Bretaña y Francia para denominar al representante de la monarquía en los territorios situados fuera de los propios países.

    En términos generales, los virreyes eran elegidos entre los miembros de la nobleza española, a la que pertenecían en diferente grado. Solamente en casos muy contados, para desempeñar el cargo se nombró a personas nacidas en América.

    El Virreinato duró casi trescientos años. En ese lapso hubo sesenta y tres virreyes, quienes encabezaban a un grupo muy numeroso de funcionarios encargados de cobrar impuestos, mantener el orden, hacer justicia y proteger el territorio y su explotación económica, por lo que también era el jefe del ejército. En la Nueva España eran la autoridad máxima y debían proteger a la Iglesia Católica.

    Además del virrey, había dos Audiencias o tribunales superiores que se encargaban de oír quejas de los pobladores, hacer justicia y asegurarse de que las leyes se cumplieran. Una estaba en la ciudad de México y la otra en Guadalajara.

    En un principio, la población española se concentró en el centro de lo que ahora es México, pero muy pronto se extendió por los actuales estados de Michoacán y Jalisco, y siguió hacia el norte por la costa del Pacífico. Los españoles ocuparon la región zapoteca y mixteca y comenzaron después la difícil conquista de la península de Yucatán y el sureste montañoso, venciendo la asombrosa defensa de los pueblos mayas.

    A mediados del siglo XVI, los españoles encontraron ricas vetas de plata en Zacatecas y Durango, lo que provocó que grupos de hombres desesperados por explorar y conquistar el norte de México llegaran más allá del río Bravo, muy adentro del actual territorio de Estados Unidos. La resistencia de las tribus nómadas de esa enorme región dificultó la colonización, por eso las fronteras del norte de la Nueva España fueron imprecisas por mucho tiempo, hasta que en 1786 fueron fijadas. La colonia tenía entonces una extensión de cuatro millones de kilómetros cuadrados; el doble de la actual superficie de México.

    En ese entonces, la población novohispana estaba formada por un poco más de un millón de individuos; sin embargo, con el transcurso del tiempo fue creciendo y mezclándose hasta que en 1795 ya había 5.2 millones de habitantes y en 1810 sumaban 6.12 millones, que se distribuían de manera desigual en todo el territorio.

    Nueva España poseía una sociedad variopinta, es decir, con varios colores de piel, lo que determinaba la posición social de los recién nacidos, pues el color especificaba la cantidad de sangre española que corría por sus venas. Sí, aunque no lo creas, había un registro muy detallado del árbol genealógico de cada niño que nacía, porque de ello dependía la importancia y el trato que se le iba a dar, ¿puedes creerlo?

    Hacia 1810, en Nueva España vivían quince mil españoles peninsulares, lo que quiere decir que habían nacido en España. Éstos, a pesar de ser pocos, formaban el grupo social con mayores privilegios: ellos eran los más altos funcionarios del gobierno, el ejército y la Iglesia, los comerciantes más acaudalados, los hacendados más ricos y los mineros con mayores recursos.

    Los criollos, es decir, los hijos de los peninsulares, componían un grupo de casi un millón de individuos en 1810. Pese a su sangre española, ellos no gozaban de los mayores privilegios sociales y, por tanto, tuvieron que conformarse con jugar un papel secundario en la distribución de la riqueza y los poderes político y eclesiástico. No obstante, se convirtieron en un grupo que hizo suyas las ideas de la Ilustración y el liberalismo, hecho que —aunado a su conocimiento y simpatía por la independencia estadounidense y la Revolución Francesa— los convirtió en la principal oposición política de los peninsulares.

    En aquellos días, la población indígena apenas y llegaba al millón de personas. Sin embargo, a lo largo del periodo colonial su número fue aumentando y, hacia 1810, representaba 60% de la población total del virreinato. A pesar de su número, la mayoría de los naturales —excepto los caciques y la nobleza indígena, que aún conservaban algunos de sus privilegios— tenían una posición social que los hacía víctimas de la encomienda y el repartimiento, y llevaban a cuestas el peso de los tributos y las difíciles condiciones de vida; en resumen, eran los que peor vivían.

    La mezcla de españoles, indios y negros dio como resultado el orden de castas, que estaban constituidas por 1.3 millones de individuos, un poco más de la quinta parte de la población total de Nueva España. Ellos formaban el grupo más numeroso después de los indígenas e integraban una buena parte de

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