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El porfirismo: Historia de un régimen
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Libro electrónico1342 páginas19 horas

El porfirismo: Historia de un régimen

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En este volumen se reúne la monumental investigación que emprendió José C. Valadés sobre el largo periodo de transformación de México bajo los gobiernos de Porfirio Díaz. Con su particular estilo, producto del modo en que ejerció el oficio de historiador y periodista, José C. Valadés afronta el reto de explorar un periodo que suele caracterizarse, tanto en la memoria popular como en el ámbito académico, como una era oscura de la historia nacional. La misión de Valadés se concentra en rescatar los detalles de ese pasado que han sido erosionados por los prejuicios históricos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2015
ISBN9786071634313
El porfirismo: Historia de un régimen

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    El porfirismo - José C. Valadés

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


    EL PORFIRISMO

    JOSÉ C. VALADÉS

    El Porfirismo

    HISTORIA DE UN RÉGIMEN

    Prólogo

    JEAN MEYER

    Primera edición, 2015

    Primera edición electrónica, 2015

    Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar

    Fotos: superior, Porfirio Díaz, ca. 1865. México, D. F.

    © 33342, Conaculta, INAH, Sinafo, FN, México; inferior, Porfirio Díaz aborda un carruaje para dirigirse a la inauguración de la Columna de la Independencia, 16 de septiembre de 1910, México, D. F., Casasola © 35801, Conaculta, INAH, Sinafo, FN, México.

    D. R. © 2015, José Diego Valadés.

    D. R. © 2015, Jean Meyer, por el prólogo: Pionero de la sociología religiosa.

    D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-3431-3 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE GENERAL

    Prólogo. Pionero de la sociología religiosa, Jean Meyer

    EL PORFIRISMO

    El nacimiento

    Prefacio

    I. El surgimiento de una nación

    II. El comienzo de una economía

    III. La fuerza de las armas

    IV. La poética de la sociedad

    V. El poder del escribiente

    VI. El derecho de propiedad

    VII. El Barroco del exterior

    VIII. La exigencia del extranjero

    IX. La locura de riqueza

    X. El espíritu de lo ciclópeo

    El crecimiento
    I

    Cuatro palabras acerca de este libro

    I. El primer día del Porfirismo

    II. Cirros y nimbos

    III. Escote y fisco

    IV. Mapa y mapamundi

    V. Debe y haber

    VI. Paraíso y desierto

    VII. Rueda y humo

    El crecimiento
    II

    VIII. Placer y soberbia

    IX. Casa y palacio

    X. Nutrición y debilidad

    XI. Parroquia y catedral

    XII. Retrato y paisaje

    XIII. El último día del Porfirismo

    Prólogo

    PIONERO DE LA SOCIOLOGÍA RELIGIOSA

    *

    JEAN MEYER**

    En 1948 se publicó el tercer tomo de El Porfirismo. Historia de un régimen, segundo volumen de El crecimiento, cuyo capítulo XI se intitula Parroquia y catedral. Para ese año, en México nadie hablaba de historia de las mentalidades. Fernand Braudel —recientemente liberado de su largo cautiverio en un campo de prisioneros de guerra— apenas estaba terminando su tesis, La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II, y las mentalidades no eran su predilección. Marc Bloch había muerto gloriosamente cuatro años antes, torturado y fusilado por los alemanes. El único que hablaba y escribía sobre mentalidades era Lucien Febvre. Pero ¿quién leía a Lucien Febvre en México?

    Resulta que en México un francotirador, para nada académico ni universitario —cuya obra conozco, pero cuyo contexto personal e intelectual (formación, lecturas) conozco bastante mal—, resulta que ese historiador, decía, desdeñado por los del gremio por amateur, tan improvisado como genial, escribe capítulos cuyos títulos corresponden a un contenido digno de los aún futuros y famosos Georges Duby y Georges Madrou, de la segunda ola de la todavía no triunfante École des Annales.

    Placer y soberbia, Casa y palacio, Nutrición y debilidad, Parroquia y catedral, Retrato y paisaje, El último día del Porfirismo. Tal es el contenido de El crecimiento.

    Analicemos o, mejor dicho, sigamos la construcción narrativa de Parroquia y catedral: desde la parroquia, célula base de la Iglesia católica por ser la célula base de todas las sociedades rurales, la comunidad base, que reúne a menos de tres mil habitantes, quienes se conocen de vista: desde la parroquia hasta la catedral, templo del obispo en la ciudad principal, en la capital regional, en la capital de la República: desde la base hasta la cumbre, desde el bajo clero, en contacto inmediato con ese pueblo del cual sale y para el que elabora un gobierno municipal teocrático, hasta el alto clero, ligado con el país, con el mundo, con Roma y con el Estado mexicano. Antes de seguir con la ilación genial —literalmente hablando— del capítulo, lean, a manera de epígrafe, estos párrafos insuperables, que José C. Valadés dedica a la cultura religiosa del México de 1900:

    Vive de esa manera, atosigada siempre por el Estado, la única cultura que radica en México: la religiosa; porque ni lo impío ni el deseo de ver crecer otras culturas menos mágicas harán que nos separemos del camino que entraña la verdad y la realidad del país. Una historia de la cultura religiosa ajena al canon eclesiástico, como una historia de la cultura social extraña a los preceptos del Estado, nos llevará, inequívocamente, a conocer con copia las cualidades y desventajas de un pueblo que en algunas veces clasifican de híbrido, en otras de particular. Desprender de lo histórico aquello que bien con la palabra, bien con el hecho, conmueve a las almas, es necio; como reunir toda la religiosidad en el vocablo oscurantista es absurdo.

    Grande y espléndida fue en México la cultura religiosa, que no es el saber teológico; tampoco el infundio teocrático ni la asiduidad fanática, sino el conjunto de una liturgia y una arquitectura, un catecismo y una disciplina, una piedad y una armonía, y que, como todas las culturas, no puede ser medida por el número de sus templos o sacerdotes, de sus fieles o temporalidades, antes por la calidad de sus operantes y sus operaciones, que han de abrir cauce al amor y al discernimiento humanos.¹

    Con una mezcla de relatos y análisis, historia y sociología, política y teología, paseándose entre México y Roma, México y las provincias, el autor comienza —a tout seigneur, tout honneur— con don Porfirio, autoridad absoluta en aquel momento, para seguir con su par, inferior naturalmente, monseñor Labastida, arzobispo metropolitano de México, megaprelado, jefe de hecho de la Iglesia católica en México. Sigue con la visita de las tres provincias eclesiásticas que se reparten las diócesis y una serie de retratos muy buenos de los prelados mexicanos. Después llega el momento de revisar la política de conciliación y de afirmar la tesis, entonces provocadora, de que no fue claudicación, muchos menos debilidad del presidente, sino el ejercicio de un control total sobre la Iglesia, una mano de hierro en un guante de terciopelo.

    Valadés no deja la alta política al dedicarle el párrafo siguiente al papa León XIII, grande en su religión y prudente en su política, así como a la línea romana, cuya prudencia no es compartida por todos los católicos. Esto vale para regresar a México y saber de la guerrilla entre la prensa liberal y la prensa católica: la lista de veintitrés periódicos católicos subraya las tristes deficiencias de la Hemeroteca Nacional.

    En 1888 los mexicanos organizaron su primera peregrinación nacional a Roma, con motivo del jubileo sacerdotal del papa. También en relación con Roma, sigue el asunto de la coronación de la virgen de Guadalupe y del pleito entre católicos aparicionistas y sus detractores: la famosa carta, primero anónima, luego reconocida por Joaquín García Icazbalceta —solicitada a éste en 1883 por el arzobispo Labastida—, en reacción al movimiento guadalupano fundado por José Joaquín Terrazas, editor de Reino Guadalupano, periódico tan importante como difícil de encontrar, tan batallador que, en 1890, monseñor Labastida quitó a Terrazas el derecho de confesión y comunión, respuesta igual a la del entonces obispo antiaparicionista de Tamaulipas, Eduardo Sánchez y Camacho —por cierto, nacido en Mazatlán, como el autor—. Quizá ésa haya sido una pequeña razón, entre las más serias que motivaron a José C. Valadés, para seguir la trayectoria de ese prelado atípico que finalmente se separó de Roma y sigue en espera de su justo biógrafo.

    La lectura de Reino Guadalupano sirve al autor para entrar al campo sociológico. Terrazas presentaba tres críticas contra la Iglesia: la reprochaba por haber abandonado la evangelización, por haberse inclinado ante un Estado amenazador y por ser demasiado mundana con algunos de sus obispos. Excelente pretexto para que Valadés estudiara el catolicismo popular, la idolatría, el sincretismo y lo que él llamaba el santismo, es decir, la veneración, entre los serranos del noroeste, de santos en vida muy comparables con los "beatos del sertão" brasileño, sus contemporáneos. Pero ése es precisamente el tema de otro libro de nuestro autor: Porfirio Díaz contra el gran poder de Dios.

    Luego, Valadés examina los otros dos reclamos de Terrazas, la sumisión de la Iglesia al Estado y la mundanidad de sus prelados: Nada, a excepción de las vanidades de algunos obispos acostumbrados a ostentar sus lujos propios, y de los donativos de particulares a la colegiata de Guadalupe, indica la subsistencia de la riqueza atribuida a la Iglesia en México. Esa exageración se debe más a denuncias que a realidades.² Una vez más el autor manifiesta una asombrosa objetividad; en las páginas siguientes se toma la molestia de ofrecernos una original geografía arquitectónica del catolicismo a partir del censo Peñafiel de 1906. De los 8 763 templos y capillas de todo el país, 1 348 se encuentran en Oaxaca; 1 277 en Puebla, y en el otro extremo, 27 en Tamaulipas y dos en el muy católico Colima —no saquen conclusiones apresuradas—.

    En cuanto al segundo reproche, comenta:

    Arrancan esos modos flexibles, a la vez que tortuosos, dados a la aplicación de las leyes, de un régimen conducido por el empirismo y, por tanto, ajeno a la razón y a la ciencia. No es, pues, confesional el Estado mexicano, porque no tiene relaciones con la Iglesia, pero tampoco es aconfesional, porque a título de proteger la instrucción pública, autoriza la escuela particular, dominada y dirigida por el clero. Y no sólo a los ministros del clero católico, sino también a los pastores protestantes, se permite el acceso a la enseñanza, todo lo cual no es signo de libertades, antes de falta de consistencia oficial. Donde no hay una ética universal ni una política coherente, ni una armonía económica, ni una sabia adopción de la individualidad, vienen dislocaciones de ese género.³

    Después de señalar la pobreza de muchos sacerdotes, Valadés analiza el trabajo modernizador de la Iglesia por medio de la educación primaria, de sus escuelas de Artes y Oficios, de sus seminarios y de la reapertura, en 1896, de la Pontificia Universidad. Desde esa cumbre académica, dedica una vista panorámica a la formación del clero, a la cultura eclesiástica y a su preferencia por la oratoria —muy de la época y de los liberales—. Llama la atención la ausencia del nombre del padre Agustín Rivera, el famoso solitario de Lagos, último sobreviviente de la vigorosa corriente eclesial liberal, vigorosa hasta la Guerra de Tres Años. Llama la atención porque en sus Memorias —¿autobiografía?—, José C. Valadés señala que fue un lector asiduo, como mi padre, del Dr. Agustín Rivera —y como Manuel Azuela, añado yo—.

    Gracias a la secuencia cronológica, de la cual nunca pierde el hilo, el autor pasa al Quinto Concilio Provincial de 1896, que ratificó la sumisión de la Iglesia al poder civil; así, Valadés cierra el círculo empezado en la página inicial con la afirmación del absolutismo de don Porfirio:

    Después del Quinto Concilio, el Estado mexicano puede estar seguro de que, frente a la Iglesia, no habrá azogamientos de su autoridad: los obispos han tendido, en nombre de la resignación, un puente sobre el cual pasa magníficamente, con todos los arreos y alardes de su magistratura, el general Díaz. Los clérigos que en México han decretado el concilio tienen la obligación de urgir y favorecer con todo el empeño que puedan la obediencia para con las autoridades civiles y por ningún motivo deberán inmiscuirse en asuntos políticos en que, según los fines de la doctrina católica y las leyes cristianas, puede darse libertad de ideas; y aunque sea deplorable la absoluta separación que en nuestros días existe entre la Iglesia y el Estado, sin embargo, los eclesiásticos se portarán respetuosamente con las autoridades civiles y, sin perjuicios de los derechos de la verdad y de la justicia, y salvas las prescripciones de la Iglesia, les darán auxilio oportuno siempre que se los pidieren.

    Sigue el Primer Concilio de América Latina en Roma, en 1899, que no había llamado la atención de los historiadores cuando José C. Valadés escribía sobre el tema, quien consultó las actas publicadas en Roma, en 1906. El final del capítulo viene en parte doble: la coronación de la virgen de Guadalupe, el 12 de diciembre de 1895, da pie para un rico análisis del fanatismo guadalupano y de su conexión con el nacionalismo popular y clerical. Dio el clero a ese mexicanismo algunos excesos, lo cual es explicable por las tantas amarguras sufridas. Hizo así a los Estados Unidos blanco de su hostilidad y llegó al grado de ver con malos ojos la presencia de obispos estadunidenses en la coronación.

    Las páginas finales están dedicadas a la novedad del protestantismo en México y a sus relaciones tanto con Estados Unidos como con el régimen, el cual los trata, como a los católicos, bien o mal, según un criterio exclusivamente político: el de sumisión.

    Al terminar esta lectura, que recorre, novedosa y enriquecedora, más de cincuenta años, uno se pregunta de dónde viene semejante sensibilidad del autor; ciertamente no de su entorno familiar ni de su vida personal. Nací en una cuna doble, afirma Valadés, es decir, en el seno de una familia liberal, antiporfirista, maderista, revolucionaria, con pasión política. De manera personal tuvo una trayectoria libertaria: joven bolchevique, entre los primeros comunistas de México, rompe con rapidez, para no decir más, con un partido que resiente como autoritario y pasa al anarcosindicalismo.

    Aparte de la lectura asidua del Dr. Agustín Rivera —no escribe el P.—, no se encuentra rasgo de alguna influencia cristiana, mucho menos clerical, en su formación. Sin embargo, Valadés nunca manifestó la menor hostilidad hacia la religión, sino una extraordinaria empatía para hablar, como Max Weber, con la capacidad de entender al otro. Entre 1924 y 1926 estuvo en contacto, en la calle, al azar, con las manifestaciones y el reparto de propaganda, con los muchachos militantes de la Acción Católica de la Juventud Mexicana y de La Liga, compañeros de la misma edad y pasión. Incluso el paladín católico Alfonso Junco llegó a saludar en el joven periodista ¡a un nuevo talento católico!

    Eso nos lleva a su Historia general de la Revolución mexicana, obra de muchos años, pobremente editada en offset, en Cuernavaca (1966-1967), actualmente reeditada por Gernika (1993). Examiné, de la primera edición, el capítulo 29 del tomo IV, intitulado Crisis revolucionarias (volumen 8, edición de 1993), pero en la obra de Valadés, el lector interesado en el tema religioso no puede dejar de leer desde el capítulo 26 hasta el 29, y el primer párrafo del 32, dedicado a la Terminación del conflicto. Sus páginas sobre Madero y los católicos, el conflicto a la hora constitucionalista, la Reconciliación (1920-1921) y la revolución cultural obregonista-vasconcelista y respecto a la preocupación anticlerical son de una fuerza insuperable, pero el capítulo 29 reúne las cualidades y generosidad del autor. Para captar esa increíble empatía, digna de Weber, ya manifestada en las páginas reseñadas de El Porfirismo, habría que leer otros pasajes que denotan un conocimiento extraordinario de la realidad social y psicológica. Valadés reparte responsabilidades, críticas y alabanzas, analiza los actores y diagnostica la pérdida del principio de realidad:

    Dificultades entre el Estado y la fe

    Sin tener razón ni doctrina para inspirarse y ejecutar el agravio por el agravio, las luchas intestinas mexicanas, siempre tumultuarias y recelosas, queriendo vengar, como ya se ha dicho en otro libro, la muerte del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez y reparar, al mismo tiempo, el desquiciamiento sufrido por el país, trataron de encontrar y castigar, al través de sus numerosos episodios de pensamiento y acción, a los culpables de tales acontecimientos; y aunque no existía una prueba fundamental o incontrovertible que acusara a la Iglesia o clero de México como responsables o casi responsables de atentados de esa naturaleza, que eran tan graves como despreciables los caudillos de la guerra, siempre en alas de las emociones que producen el rifle y la pólvora y que constituyeron la vocación bélica de la época que remiramos, no pudieron detener sus impulsos contra lo que significaba una autoridad que, sin ser civil ni militar, representaba la responsabilidad de la conciencia; y como a lo anterior se agregó el influjo del juarismo, considerado por el vulgo —y sólo por el vulgo— a manera de ser la antinomia de la Iglesia, la fuerza de las armas cayó atropellada y vigorosamente sobre todas las manifestaciones de la jerarquía y oficios eclesiásticos de la República.

    La carga y descarga contra la Iglesia fue terrible. Así y todo, no se amenazó la existencia de la religión, puesto que ésta no sólo poseía la categoría de inspiración y fe populares, sino también, aunque vergonzosamente, la creencia de numerosos caudillos de las propias luchas intestinas. No dio, pues, la guerra un decreto, ni una ley, ni un dictamen que amenazara la vida y práctica de la religión en el país; aunque sí fueron expedidas disposiciones transitorias y constitucionales, más que con el objeto de agredir a la Iglesia y sus obispos, con el fin de tener una acción faccional y/o bélica en nombre de la cristiandad mexicana.

    Esto, sin embargo, dentro de un pueblo como México, sí sirvió temporalmente a los caudillos revolucionarios; y lo aceptaron también, con abnegación y dignidad, los obispos, a pesar de que vieron violados los recintos destinados al culto de la divinidad, siempre respetables por ser sosiego de alas transidas por el dolor; si todo eso, se dice, fue sumisamente admitido en vías de temporalidad, tampoco podía ser eterno. El desorden de las mentes era fortuito, de ninguna manera permanente o destructor; el atropello de las armas era consecuencia del ardimiento humano que suele gozarse en las funciones de la violencia. Así, la equidad y la razón deberían volver a todos los ámbitos de la República, y con ello restablecer el reino del pensamiento y empresas humanos.

    Pasados, pues, los sucesos violentos de la guerra, desde la caída de Carranza, proclamadas una vez más las libertades públicas, los católicos se creyeron amparados —y lo estaban— por las leyes, y debido a esta consideración, tan explicable como equilibrada, se unieron a las nuevas pléyades políticas; pero, ora porque no pocos de los jóvenes líderes católicos se pasaron incondicionalmente a las filas del Partido de la Revolución, ora porque los católicos carecían de recursos pecuniarios para enfrentarse a la parcialidad política sostenida o apoyada con el dinero del Estado, ora porque la conveniencia de los incentivos que ofrecía el oficialismo neutralizó a un alto porcentaje de la grey católica, el hecho es que el partido confesional languideció como tal.

    Esto no obstante, existían tantos y arraigados rencores dentro de una fe postergada, que en el alma recóndita del pueblo, y sobre todo en la correspondiente a la clase selecta del cristianismo mexicano, se henchía la idea del desquite o la venganza, que si como idea religiosa era inconcebible, sí tenía función y compatibilidad como idea humana.

    Ahora bien: preocupado el Estado por los grandes y amenazantes problemas que lidiaban con la riqueza física del país, no advirtió las proporciones que adquiría la explicable malquerencia política de los líderes católicos, máxime que éstos se sentían intencionadamente excluidos de la vida política y civil de México. De esa suerte, considerando tal condición de ánimo, no era difícil prever que cualquiera chispa, ya de la inteligencia, ya de las rozaduras causales, podría llevar a revolucionarios y no tanto a la controversia del desengaño como a la guerra del desquite.

    A pesar de esa situación muy cercana al trance, dentro de la cual lo único que no se podía adelantar era de dónde partiría la agresión cuando a ésta se resolvieran las partes, los católicos aceptaron, con extraordinaria dignidad y heroísmo, concurrir a un juego de provocación iniciado por los caudillos de la Confederación Regional Obrera Mexicana, quienes empeñados en hacer méritos políticos, de manera que el gobierno de Calles se sintiera más comprometido con tal organismo, inventaron y pusieron en práctica la idea de crear una Iglesia católica cismática, y al efecto burdamente un aparato propio al caso, y empezaron la obra, ocupando (21 febrero, 1925) violentamente el templo de La Soledad, en la ciudad de México, entregándolo al sacerdote José Joaquín Pérez, quien sirviendo con docilidad a los intereses políticos de la CROM, se proclamó patriarca de una Iglesia mexicana, además de tomar otras descabelladas resoluciones.

    Más adelante, escribe:

    Después de doce años de tropiezos y amarguras, había surgido, como muro protector de la fe, una pléyade de jóvenes que, sin desoír ni dejar de venerar a los obispos, se consideraba llamada a acaudillar el desquite político de la grey católica mexicana.

    Por su parte, el gobierno nacional no columbró la fuerza que representaba o podía representar la juventud católica y desdeñosamente la tuvo por endeble y asustadiza, y sin tenerla en consideración, dejó que embarneciera, sin sospechar que esa gente, ajena a las tácticas mansas y ordenadas del antiguo partido católico y ajena también a los temores y horrores de la guerra, era capaz de preparar una nueva lucha armada en el país.

    Subestimando, pues, las empresas de las juventudes, insistiendo en sólo ver al partido católico histórico, el Estado omitió todos los cálculos sobre las amenazas que representaba la naciente élite de la fe, y en respuesta a las amenazas, decretó más restricciones para el ejercicio sacerdotal, lo cual únicamente sirvió para exacerbar los ánimos de quienes estaban dispuestos a convertirse en soldados de la religión.

    Y, ciertamente, la Liga de Defensa, dirigida por esos jóvenes valerosos e inteligentes, promovió por el país un fanatismo agresivo y clandestino que en pocos días puso al gobierno en situación defensiva, porque la Liga ya no hizo oculto su propósito de tomar las armas, no tanto para evitar la destrucción de la Iglesia, que nunca pensó en llevar a cabo el Estado, cuanto para vengar las burlas y agravios que los políticos revolucionarios habían hecho sistemáticamente a la Iglesia y al clero, desde 1913.

    No apreció el gobierno todas las fases del movimiento iniciado por la Liga y creyendo que los verdaderos responsables de las manifestaciones de descontento, así como de los disturbios callejeros que se realizaron en la ciudad de México y las capitales de los estados, eran los obispos, mandó a aprehender a los prelados, incluyendo al delegado apostólico.

    Ahora bien: si algunos obispos, y entre éstos el de Huejutla, José de Jesús Manrique y Zárate, se habían pronunciado literalmente contra el Estado y la Constitución; si otros formaban el punto de apoyo de las actividades que desarrollaba la Liga de Defensa, no todos los obispos correspondían a los preparativos insurreccionales que hacían los propios líderes de la Liga.

    Éstos, al efecto, sin calcular los males que iban a proporcionar a la República, y sin medir su responsabilidad como caudillos de una rebelión, fácil y audazmente desenvolvieron sus planes subversivos. No consideraron, dentro de ese camino, que si en el campo de la paz no había sido posible lograr la tolerancia oficial, con la guerra hecha a un Estado ya embarnecido, en vez de obtener alguna ventaja para su credo, sólo ocasionarían el sacrificio de una juventud altiva y hermosa, a la cual, por otro medio que no fuese el de regar con su sangre el suelo patrio, la habrían conducido a la libertad y respeto a su Iglesia.

    No había leído esas páginas a la hora de escribir mi Cristiada (tesis presentada en 1971, publicada por primera vez en 1973), pero sí para redactar los tomos correspondientes a la presidencia de Calles (X y XI) de la Historia de la Revolución mexicana, publicada por El Colegio de México bajo la dirección de Luis González y González. No resisto a la tentación de remarcar las páginas dedicadas al ambiente de la época, el cual lleva a la psicología del tiranicidio, del atentado realizado por un individuo poseído por la sed de martirio:

    Desarrollóse así la idea siempre tentadora de la aventura conspirativa, del sigilo compromisorio y del clandestinaje infrahumano; y como era negable la existencia de un ambiente según el cual la mano propia al brazo criminal, puesta al servicio de cualquiera creencia, era justicia de hecho, todo llegó a asociarse para hacer explicable o tratar de hacer explicable el atentado personal.

    Además, eran tantos los sufrimientos, más de carácter emotivo que de realidad eclesiástica, para la comunidad religiosa mexicana, que el sacrificio de la corona de espinas se convirtió en un tema al cual los más celosos guardianes del catolicismo deseaban corresponder, a fin de no ser menos en la posteridad. De esta manera, no entre un grupo de personas, antes en medio de feligresías importantes y populares, el atentado fue mirado con naturalidad y adolescentes y adultos, beatas y religiosas, pusieron sus almas en el juego de ese pensamiento tan trágico como desdichado.

    Originóse, así, un estado dentro del cual dominó la idea de venganza, que sirvió a la incubación de un poseso. Éste fue José de León Toral.

    Un misticismo delirante, a la par de conmovedor, se hizo doctrina esotérica circunstancial que pronto se situó más allá del cristianismo piadoso y de la idea de Dios pura. El tetragrámaton quedó sustituido por la tentación que en el alma humana produce lo que puede conducir a una beatificación ensoñadora, y los recursos de la fuerza religiosa fueron hipotecados a la voluntad del designio individual. El horror a la pólvora se convirtió momentáneamente —y sólo momentáneamente— en signo de desquite y gloria. La conquista del Cielo ya no dependió del arrepentimiento, sino de la ejecución violenta y atropellada de los impulsos humanos, y con todo eso, el corazón de José de León Toral se colmó de votos secretísimos y excelsos, pero que eran incompatibles con la exégesis del cristianismo.

    León Toral, pues, aceptó armar su mano para matar al futuro jefe del Estado mexicano, inspirado por un fervor rogatorio dentro del cual el espíritu del hombre se endulza y las mentes se trastornan, dentro del cual se pierden las fronteras del derecho y la justicia, y el ser enervado es víctima de lo heroico —o de lo que la inconsciencia le hace creer que es heroico—.

    Las personas que operaron en torno a Toral no eran brazos de la Iglesia, pero sí cabezas anonadadas por un mirar superlativo de las penas que sufría la nación y que ellos creían que eran penas exclusivas de su religión, porque la nación, sin querer dictar más castigos o hacer más víctimas, quería encontrar un remedio para las guerras y un bálsamo para la paz [...]

    Fortalecido así por la atmósfera reinante y en medio de un misticismo glamoroso, León Toral se dispuso a cometer el crimen, aconsejado por los secretos quiméricos que se producen en los aislamientos misteriosos y oscuros.

    Las mismas cualidades de acumulación y explotación sagaz, de una enorme documentación, fineza de análisis y empatía, las encontramos en Porfirio Díaz contra el gran poder de Dios: Las rebeliones Tomochic y Temosachic.⁹ Mucho antes de que Mario Vargas Llosa escribiera La guerra del fin del mundo, a propósito de un movimiento semejante en Brasil, y mucho antes de que el historiador estadunidense Paul Vanderwood publicara The Power of God Against the Guns of Government (1998, Universidad de Stanford), Valadés retomó una pista apenas abierta por Heriberto Frías en el caso mexicano y, en el brasileño, por Euclides da Cunha con Los sertones (Os sertões). No resisto la tentación de comparar las rebeliones de Tomochic y la de Canudos ni a los santos Teresa Urrea y Antonio Conselheiro. En ambos casos, casi al mismo tiempo, un cristianismo popular, un catolicismo sin sacerdotes —en nuestro caso, a partir de la expulsión de los jesuitas, ciento veinte años antes— se cansa de sufrir las pasiones de cierta modernidad, arraigado en una sociedad hija de un medio ambiente muy particular, las serranías del noroeste de México y el sertão de Brasil.

    Desde temprano, a Valadés le llamó la atención la historia de la joven Teresa Urrea, la santa de Cabora, a la que él nombra la Juana de Arco mexicana.

    Inspiradora de un fanatismo que rayó en la locura, Teresa Urrea llevó a los pueblos a la guerra, a una guerra única en su origen, única en su desarrollo, única en su fin en toda la historia del país [...] una guerra religiosa [...] los primeros gérmenes de una rebelión política en la que fue inspirado un hombre casi ignorado en la historia, el ingeniero espírita Lauro Aguirre, que condujo a la caída del porfirismo.¹⁰

    En esta obra, con base, como siempre, en una documentación única, Valadés planta el cuadro, las raíces de los actores, en los círculos concéntricos del pueblo, en la región del estado y del país, en el tiempo del mundo, que en las ciudades y en los círculos modernos del positivismo es el tiempo del espiritismo, un espiritismo que animó a Madero y a muchos generales, luego presidentes revolucionarios. Valadés pasa de la micro a la macrohistoria; de la historia de las ideas a la idea de las mentalidades; de la historia económica —crisis agrícola y climática; boom minero— y sociopolítica —asalto a las tierras de comunidad— a la historia clínica de una joven mujer, Teresa Urrea, producto de una profunda historia, cuyo expediente debería estudiar el doctor Héctor Pérez Rincón para profundizar en esa dimensión del drama. De la misma manera, seguimos en espera de una buena historia del espiritismo en México, que fue para unos la revelación y para otros, el entretenimiento de fin de siglo —no había tertulia en que no se hiciesen experimentos de magnetismo e hipnotismo— [...] Los mismos hombres —como Manuel Parra— que habían sido introductores del positivismo en México discutían con calor las causas de aquellos fenómenos.¹¹ Valadés cuenta cómo el ingeniero Lauro Aguirre, militar, partidario de Lerdo, adepto del hipnotismo, fue uno de los primeros en creer en los poderes de Teresa Urrea y se convirtió en su guía político-espiritual, y cómo ambos personajes conquistaron

    grandes simpatías, principalmente entre los serranos [este término, quizá acuñado por Francisco Bulnes, estaba prometido a un gran porvenir académico: recuerden la polémica que opuso en los años ochenta a François Xavier Guerra con Alan Knight] que de los pueblos de la cordillera iban bajando a Cabora [...] Se inicia el proceso de un movimiento revolucionario [...] La impresión que Teresa Urrea causaba en el alma mística en los pueblos de la Sierra [...] todo se veía extraordinario en ella; de eso extraordinario se contagió la multitud; habíase creado una fe, ya no en Teresa, la curandera sinaloense [sino] en la santa de Cabora [...] entre esa gente que siempre está a corta distancia del fanatismo.¹²

    El concepto de fanatismo manejado por Valadés de manera recurrente es sociológico y para nada denigrante; es la categoría de una religiosidad latente en el catolicismo, una de sus potencialidades.

    Teresa no pudo escaparse de esa influencia que ejerce la masa sobre los héroes; se dejó empujar por la corriente y llegó a creer en su santidad y aceptó también que ella había venido al mundo para salvarle. Fue así como empezó a insinuar que el gobierno era la herejía; que el Estado era el enemigo de la verdadera religión [...] y frente a ese poder público comenzó a levantar un poder supremo; el poder de Dios, decía ella.

    Así nació el grito ¡Viva el gran poder de Dios!

    Más adelante, Valadés relaciona el movimiento religioso y el movimiento social; nos presenta el pueblo de Tomochic, a sus habitantes, su historia pasada, y en el presente, su conflicto con las empresas mineras y agrícolas modernas, apoyadas por el Estado y sus leyes: Y a esos hombres que hacían vida de paz, los sublevó el gobierno en unos cuantos días; frente a la amenaza de despojo de sus tierras y bosques no encontraron más camino que Cabora [...] la Meca de una nueva religión que proclama ‘el gran poder de Dios’ sobre la tierra.¹³ No se trata aquí de contar las hazañas de los tomoches. Quedémonos en el plan de la sociología religiosa y de las mentalidades de esas mañanitas de Teresa:

    En ti espero niña hermosa

    y el arcángel San Miguel

    que en la vida y en la muerte

    triunfaremos contra Luzbel.

    Sin embargo, este historiador de la Revolución no resiste la tentación de señalar al lector que, gracias a la minuciosidad de José C. Valadés, hombre al que nada se le escapa, sabemos que entre los federales que participaron en las batallas de Tomochic estuvieron el sargento Eugenio Martínez, futuro general revolucionario, y el coronel Lauro Villar, el mismo que fue, por desgracia, gravemente herido en Palacio Nacional, el primer día del cuartelazo de febrero de 1913. El historiador apunta también esa observación penetrante: Falta hacer estudiar muy de cerca las condiciones económicas y sociales del México de los noventa. Limantour llega a realizar una tarea que nadie más antes que él había osado realizar. Es cuando se lleva a cabo la centralización fiscal, cuando el cacique pierde su poderío económico [...] la creación de un Estado económicamente omnipotente.¹⁴

    Volviendo a la cruza entre religiosidad serrana y Revolución, ¿cuál fue la contraseña del Plan de Temosachic?

    ¿Quién vive? ¡México!

    ¿Qué regimiento? ¡Jesús!

    ¿Qué gente? ¡María!

    Los tomoches en 1892, los de Temosachic al año siguiente, otros teresitas en 1896. Teresa participaba en las juntas y

    con mayor calor incitaba a la rebelión, dándoles un escapulario en el que se veía su retrato bendiciéndoles las armas [...] Todavía en 1899, según El Paso Daily Herald, una gavilla de fanáticos dio en creer que Teresa era la madre de Moctezuma, el soñado Mesías mexicano, que ha de venir a emancipar al peón del servilismo y a restaurar el esplendor del trono que Cortés saqueó y destruyó. Los inquietos y los descontentos políticos se aprovecharon de tal locura [...] Teresa murió en 1906, cuando el próximo Mesías mexicano, el espírita Francisco I. Madero, empezaba a trabajar. Despojada de todas sus supercherías, leyendas y fanatismos que sus hechos de neurótica provocaron, la vida de Teresa Urrea está llena de interés, de realismo; tiene un alto sentido humano que hace exaltar las pasiones de los bravos montañeses, que no sabían de más ley ni más autoridad que la religión [la cual no es lo mismo que la eclesiástica, según nos lo enseña el maestro José C. Valadés].¹⁵

    A veces, al leer esas páginas admirables, uno tiene la impresión de que el ingeniero Aguirre y el autor eran la misma persona; por eso tengo la convicción de que estas frases del ingeniero, cuidadosamente transcritas para nosotros, bien podrían ser de José C. Valadés:

    Si penetramos en las causas que determinan los hechos, vemos que esas causas son, a la vez, el resultado de otras causas, éstas de otras y así sucesivamente, hasta que se llega a una causa de todas las causas, que dirige todo, desde el movimiento de la hoja del árbol hasta la formación de los mundos; desde la formación de los mundos hasta la de los universos, en cuanto al orden físico. En cuanto al orden moral, pasa una cosa enteramente semejante. Las ideas, las acciones son el resultado de las causas morales que obran en el ser, y las causas morales, encadenándose las unas a las otras, vienen a depender de una causa moral absoluta que dirige todas las causas y los seres hacia lo mejor.

    Los seres obran aisladamente y en conjunto en la labor universal. La causa absoluta, aprovechando el trabajo de cada ser, coloca a los seres en las condiciones adecuadas para que aun obrando más, es decir, fuera de las leyes del bien, concurran siempre, aun con la acción mala, al bien.

    Que la causa absoluta es la que dirige todo lo demuestra el hecho de que el mundo, la humanidad han marcado, no obstante, el cambio continuo de seres.

    Que cada ser no es más que un colaborador, más o menos adelantado en el trabajo, lo demuestra el hecho de que el trabajo de cada ser sirve en el conjunto humano.¹⁶

    El Porfirismo

    EL NACIMIENTO

    (1876-1884)

    A don Ezequiel Padilla

    PREFACIO

    Cuando se ha llegado al fin de una investigación histórica ¡cuántas especulaciones se ocurren! La imaginación se desborda, el pensamiento se agiganta, lo subjetivo riñe con lo objetivo; por un instante se experimenta un fenómeno de creación. El universo de lo pretérito se siente como una suma de vida que se va a rehacer. Es ése el momento de lo placentero. La existencia en lo pasado, con todas sus insignificancias y con todas sus majestades, se siente espléndida, como si a ella se hubiese entrado por la más grande de las puertas que pueda ofrecer el entendimiento humano. Los problemas de una vida social —y también individual— surgen claros, definitivos. Nada parece ocultarse; todo está expuesto en un mundo de papeles.

    Sin embargo, una disciplina en el trato de las cosas y de los pensamientos, y un método en el manejo de los hechos y de las ideas, hacen, por de pronto, superar al éxtasis de un fin de investigación con la serenidad de un comienzo de composición, en la que el muro y el ornato del muro, en la que el hombre y el colorido del hombre, tienen que llevar en sí y por sí un cuerpo y un alma, que fueron sustancias de una vida. Es entonces cuando el poder volitivo domina todos los impulsos del afecto o de la benevolencia, y lo que pudo ser un discurso de moral o un recreo político se convierte en un afán de exposiciones de lo pretérito espiritual y de lo pretérito material.

    La sociedad y el Estado van surgiendo así en todas sus manifestaciones. La composición ahoga, si no lo poético y lo pasional del escritor, sí la valoración de los hechos y de los pensamientos que se van descubriendo en las horas dichosas del investigador.

    ¡Cuántas cosas hay que ir dejando atrás! A veces, es necesario llegar al sacrificio de la palabra, porque ¡cómo pesa ésta en la pintura del retrato físico o psíquico de un individuo o en la descripción del paisaje de la roca o de la pulpa colectivas!

    Para México, el vocablo porfirismo ha sido, por largos años, una expresión, casi técnica, de tiranía, y este solo hábito era suficiente para incitar a la investigación histórica, en un deseo no de ratificar o rectificar lo específicamente concreto del vocablo, sino en un propósito de penetrar en una época tan rodeada de abrojos como tan plantada de laureles.

    Mas para esto era indispensable comenzar con un plan general de trabajo que hoy, al darle cima, confieso que fue mayor a mis fuerzas que, en total —he de confesarlo también sin artificio alguno—, se redujeron a laboriosidad.

    Fue menester acudir a los puntos de origen, no por desprecio a cuanto se había escrito sobre el Porfirismo ora como partido, ora como gobierno, sino porque los trabajos anteriores sobre el periodo nacional a que se refiere esta obra eran anémicos en cuanto el capítulo documental. Esto, sin embargo, no significa que pretenda una superioridad en mi tarea, sino que indica que quise alejarme de las repeticiones fáciles e insustanciales intentando formar mis propios puntos de trabajo y mis propios conocimientos. Además, era indispensable alejarme de aquellas influencias extrañas que pudiesen ejercer, en el curso tanto de la investigación como de la composición, quienes habían dedicado esfuerzos al entendimiento de la misma materia.

    En la organización de la obra fue necesario someter una y varias veces los proyectos de trabajo al más riguroso examen, empezando por el título general. El Porfirismo daba, a primera vista, la idea de que era proyección de partido; en tanto que el subtítulo —Historia de un régimen— parecía una mera audacia, cuando apriorísticamente valoraba al Porfirismo.

    Sin embargo, el contenido total de la obra hizo descender los escrúpulos sobre el título y el subtítulo, porque no podía bordarse sobre una edad mexicana sin hacer girar la vida en torno del Porfirismo dominante, y sin aceptar que éste, habiendo dado a México un modo de existir, dentro y al margen del Estado, fue un régimen.

    Fijado el epígrafe del trabajo, consecuentemente había que marcar el método. La morfología del Porfirismo obligaba a seguir un camino aparentemente desnutrido en cuanto a la continuidad de los hechos, pero que era el único que podía llevar del antecedente a la conclusión.

    A mayor abundamiento, la cronología del régimen en cualesquiera de sus aspectos, dejaba un vacío irreparable al conocimiento, y sólo el orden biológico era el único capaz de ir midiendo —acepto este término que señala dimensiones donde éstas son inferiores al espíritu de las cosas y a las cosas mismas— los diferentes motivos y momentos de una historia.

    De aquí resultó una división que, orgánicamente, indicaba tres grandes edades: la del nacimiento, la del crecimiento y la de la muerte.

    Agrupa los hechos y los pensamientos de la primera edad este volumen. En él se ha intentado conocer el nacimiento de un régimen, no sólo a través de la historia del Estado, sino en todo lo que se relaciona con los sucesos de la vida del individuo y de la sociedad; mientras que en el segundo se procurará, ya ordenados los elementos de origen, seguir el compás espiritual y material de una vida que esplende y que madura hasta formar un modo de existencia. Es ese segundo volumen el que, esencialmente, habrá de resolver cómo el Porfirismo fue un régimen; en tanto que el tercero comprenderá los días de decadencia, los días en que afirmada la existencia del Estado, el gobernante empírico fue sustituido por quienes intentaron una autoridad científica, en medio de una sociedad que no sabía o no podía saber de un modo de independencia política.

    Cronológicamente, las tres partes de la obra comprenden de 1876 a 1884, de 1885 a 1900 y de 1901 a 1910. Quedará cerrado, circunstancialmente, el tercer volumen en el centenario de la independencia política de México, con la esperanza de que alguna vez pueda continuarlo con la historia de la Revolución, complemento indiscutible de la vida de un régimen comenzado a delinearse en los sucesos de 1876.

    No para insistir en los peligros de las afirmaciones y repeticiones de la literatura política del y sobre el Porfirismo, sino para hacer conocer cuáles fueron los caminos seguidos en este trabajo, creo necesario recordar la existencia de un rico anecdotario y de un caudal rico también de crónicas periodísticas, observando, sin pretensión alguna, que, al abuso de la anécdota, al manejo inescrupuloso de la crónica y al celo y a la obsesión de interpretaciones partidaristas, se han debido, en gran parte, las desfiguraciones del Porfirismo, y sobre todo, que este vocablo haya llegado a tomar el equivalente de tiranía.

    Por esto he creído conveniente, en el curso del trabajo, conducir con excesiva reserva tales fuentes, que no podían tener más provecho histórico que el de utilizarlas como crónicas de amenidad algunas veces o como ilustrativas de momentos psíquicos en otras, aunque en uno y otro caso, con la previa confronta de los documentos oficiales.

    También al documento oficial era menester tratarlo cautelosamente. ¡Cuántas inexactitudes o falsedades he encontrado en él! La crónica en ciertos hechos, la confesión privada en otros, han traído la luz en lo que parecía eternamente oscuro o perdido.

    La falta de fuentes ya verificadas, la carencia de historias especializadas, la abundancia de documentos oficiales, tuvieron dos repercusiones, si no en el tono, sí en el modo de la obra. Una fue la de que a veces hay un abuso de transcripciones; otra la inserción constante de noticias de poca monta. Mas en esto último, aparte de no querer desperdiciar cuanto pudiese servir de penetración en una época, está también el sentir de quien se va guiando por su deseo y entendimiento propios.

    Peca también de repeticiones el método adoptado en este trabajo. Pero ¿cómo evitarlas cuando sirven para que el lector no se vea obligado a buscar antecedentes en otros capítulos?

    Por otra parte, me ha guiado, al seguir este proceso, otro propósito: el de servir a los trabajos de especialidad histórica. Una sencilla noticia puede quizá ser útil a quien intente esos trabajos. De aquí que hayan sido incluidos hechos aparentemente aislados, en una obra general.

    También, no sólo para la verificación de hechos e ideas, sino para que puedan servir de guía a quienes interesen particularmente algunos capítulos de la vida mexicana en la época que abraza este trabajo, he seguido el sistema de la nota al calce. Éste, aunque tiene la desgracia de distraer la atención del lector, es, por otra parte, elemento de prueba y motivo para ampliar las investigaciones particulares.

    Al incluir las notas de página, he creído conveniente la supresión de la bibliografía, ya que en dichas notas ha quedado sentada la fuente de consulta.

    Ha sido fuente de primera mano en este trabajo el archivo gubernamental actualmente confinado en la Casa Amarilla, de Tacubaya, dependiente del Archivo General y Público de la Nación, al que tuve acceso, con toda libertad, debido a la gentileza del señor licenciado don Edmundo O’Gorman.

    Debo la revisión de los documentos relacionados con la política exterior del régimen porfirista a un acuerdo especial del señor general e ingeniero don Eduardo Hay, ex secretario de Relaciones, a quien doy las más cumplidas gracias.

    Pusieron a mi disposición con toda caballerosidad documentos de gran valor histórico don Raúl Dehesa y don Fernando González Montesinos, y me ilustraron con importantes noticias don Francisco León de la Barra, don Porfirio Díaz Jr., don Joaquín Baranda, don Luis Montes de Oca, don Nemesio García Naranjo, don Federico Gamboa, don Juan Manuel Torrea, don Jorge Flores D. y don Alberto M. Carreño.

    La tarea de consulta en la Biblioteca Nacional de México la logré gracias a la estimable cooperación del distinguido bibliógrafo don Juan B. Iguíñiz, y pude revisar el archivo de cuerpo del Ejército de Oriente —actualmente en el Museo Nacional— debido a la benevolencia de don Ricardo Toledo.

    He de hacer patente mi agradecimiento al señor licenciado don Clicerio Díaz, director del Archivo de Notarías; a la señorita Leticia Vázquez Trigos, del Archivo Municipal de la Ciudad de México, y a la señorita Luz Robles, así como a las tantas personas que pusieron a mi alcance documentos y noticias con las que pude penetrar en la oscuridad de una época mexicana.

    He dejado al final, y muy a propósito, nombrar a dos personas que contribuyeron en alto grado para que yo pudiera dar cima a este trabajo. Éstas fueron don José Porrúa, hijo, y don Alfonso Taracena. El primero, mi editor amable y generoso, puso a mi disposición su rica librería, evitándome así una inversión económica superior a mis recursos pecuniarios, y el segundo, con su talento y laboriosidad, dedicó días enteros a hacer interesantes observaciones al margen del borrador de la obra.

    Quiero, por último, dar las gracias a mi amigo don Alfonso Gómez Morentín, por haberme permitido pasar horas de silencio y de quietud en su finca de campo, al pie de los volcanes, donde dichosamente pude hacer las últimas correcciones a este primer volumen de El Porfirismo.

    J. C. V.

    Tlaltenango, Morelos, mayo de 1941

    I. EL SURGIMIENTO DE UNA NACIÓN

    EL 9 DE ENERO DE 1877, a las cinco y media de la tarde, el general Porfirio Díaz entraba, triunfador, en la ciudad de Guadalajara; había destruido, gracias a la acción del partido militar, a dos gobiernos: al de don Sebastián Lerdo de Tejada y al de don José María Iglesias.

    Cuando llegó a Guadalajara y bajó del carruaje, apenas podía andar; todos los ciudadanos se disputaban el honor de verle de cerca, de estrechar su mano.¹ Desde el balcón del palacio de gobierno se dirigió a la multitud. Fueron breves sus palabras: prometió formar una nación. Anunciaba así a la autoridad; y con la autoridad, al Estado; y con el Estado, teniendo bajo su ala las castas, las razas, las clases, los partidos, formaba el concepto de la nacionalidad.

    México, en cincuenta y cinco años de vida de independencia política, no había asistido todavía al proceso de la mecanización de los grupos humanos que se opera en la formación del Estado, de la nacionalidad. La autoridad se había manifestado por el uso exclusivo de la violencia, y no por el de la mecánica.

    Porfirio Díaz era soldado. Era hombre de orden,² de disciplina, provisto de sentido común.³ Combina en su persona muchas cualidades del general triunfador, y posee reputación por su honestidad y sinceridad de propósitos, que inspira cierto grado de confianza, escribía el ministro norteamericano John W. Foster al secretario de Estado Hamilton Fish.⁴ Era el caudillo de los grupos militares; de esos grupos militares que, si es cierto que generalmente han sido formados por gentes sin cultura, en cambio han reunido a los hombres más batalladores de la población mexicana.

    Hijo de una modesta familia, José de la Cruz Porfirio Díaz nació en la ciudad de Oaxaca el 15 de septiembre de 1830.⁵ Su padre, según la partida de bautismo, se llamaba José de la Cruz; de acuerdo con los biógrafos, José Faustino.⁶ Era éste un sencillo artesano. La madre, Petrona Mori, era hija de rancheros poseedores de solar, de novillos y de ovejas.⁷

    Tenía tres años cuando quedó huérfano de padre. La viuda se encargó de administrar el mesón de la Soledad, donde había visto nacer a sus hijos, y en el que permaneció hasta 1837, cuando pudo adquirir en la misma ciudad de Oaxaca un pequeño solar conocido con el nombre del Toronjo.

    Por esos días Porfirio había comenzado a asistir a una "escuela de primeras letras, llamada en Oaxaca Amiga, en que se enseñaba a los niños a leer solamente. Después concurrió a una municipal, en la que aprendió a escribir. A los trece años fue al seminario conciliar de Oaxaca; pero al mismo tiempo asistía a los cursos de latinidad y filosofía, se preocupaba sobremanera con la pobreza de su hogar y procuraba remediarla por distintos medios, ora fabricando mesas y sillas para venderlas a los alumnos de las escuelas, ora construyendo o componiendo escopetas".⁹ Fue aplicado en sus estudios, y en el año escolar de 1845 resultó "aprobado en segunda clase némine discrepante".¹⁰

    Ya en 1846 hacía conocer su amor por las armas, pues alistado en un batallón de guardias nacionales con motivo de la invasión norteamericana, asistió de una manera muy puntual a las clases de táctica y estrategia que daba el teniente coronel Ignacio Uría;¹¹ y ese amor por la carrera de las armas lo hizo contrariar a su madre y a su protector don Marcos Pérez, quienes querían dedicarlo a la profesión eclesiástica.

    Por la mitad del XIX, quien tenía ambición de saber, si no es que de mando, y no acudía a la Iglesia, se refugiaba en la religión que parecía alumbrar al mundo: la religión que Croce llama de la libertad.¹² El joven Díaz quiso entregarse a ella, y no obstante su pobreza, ingresó al Instituto de Oaxaca, en el que estudió francés, derecho natural, de gentes y romano, derecho civil y canónico.¹³

    Era alumno del instituto, y había presentado su primer examen general de derecho, cuando sus biógrafos lo llevan al pie de los muros del convento de Santo Domingo; luego lo hacen escalar, en unión de su hermano Félix, los mismos muros, para llegar hasta el sitio en el que estaba preso su maestro y protector el licenciado Marcos Pérez —enemigo del gobierno del general Antonio López de Santa Anna—, para comunicarle algo nuevo que urgía que supiera.¹⁴

    Tras de esa aventura y de alguna manifestación de descontento político sin importancia, y con la anuencia de Pérez, quien ya había salido de la prisión, el joven Díaz se apodera de sus dos pistolas; luego, a hurtadillas de su madre, hace sacar de su casa sus propias pistolas, su machete [...] y un caballo comprado hacía poco con sus economías,¹⁵ y, acompañado de un ranchero llamado Esteban Aragón, abandona la ciudad de Oaxaca por el lado sur.¹⁶

    Comienza aquí la vida política y militar de Porfirio Díaz. La primera aventura hubo de ser un fracaso, pues sublevado contra el gobierno santanista, apenas transcurrieron unas semanas cuando solicitó amnistía, regresando a Oaxaca.¹⁷

    En la tranquilidad oaxaqueña lo encontró el triunfo del plan de Ayutla; y como había dado pruebas de su simpatía por los triunfadores, el nuevo gobierno lo nombró subprefecto de Ixtlán, perteneciente al departamento de Villa Alta, uno de los ocho que formaban el estado de Oaxaca.¹⁸ Pero el joven Díaz tenía más inclinación por el poder militar que por el civil, por lo que tan luego como se hizo cargo de la subprefectura, procedió a organizar la guardia nacional del distrito, aunque tuvo que desistir de su proyecto por orden del gobernador del estado.¹⁹

    Sin embargo, el día de tener mando militar no estaba lejano para el joven Díaz. El 2 de diciembre de 1856, el gobernador Benito Juárez lo nombró capitán de la compañía de infantería de la guardia nacional de Ixtlán, y aunque el empleo militar le proporcionaba menos recursos económicos que el civil, renunció a éste.²⁰ Un burócrata, por temor y por comodidad, no habría abandonado la prefectura. Un hombre que aspiraba a más dentro del Estado mexicano, tenía que lanzarse a la milicia. De aquí el vigor y la fuerza que siempre ha tenido el partido militar en México, cuyos miembros han sido reclutados entre los más ambiciosos. Un país pobre, sin industria, sin agricultura y sin economía propias, no podía ofrecer al individuo que aspirase al poder otra perspectiva para lo futuro que el ejército.

    Díaz salió pronto al campo de batalla. Por una parte el Estado, que afanosamente se empeñaba en acrecentar su poderío, por la otra los hombres que vivían animados por la quimérica libertad política, habían desencadenado la guerra civil. El capitán Díaz, afiliado a los liberales, fue de los primeros en marchar a combatir a los conservadores; y el 13 de agosto (1857), en una escaramuza, resultó herido.

    Sin curar completamente participó en la defensa de la ciudad de Oaxaca, atacada por los conservadores de don José María Cobos; y después formó parte de una expedición que persiguió al enemigo hasta Tehuantepec, de cuyo departamento fue nombrado jefe político, no obstante la oposición de sus propios compañeros de armas.²¹

    El gobierno del Estado le dio facultades amplísimas en todos los ramos para que administrara, gobernara y conservara el departamento, porque la comunicación de Tehuantepec con el Estado era casi imposible. Pudiera decirse que el Departamento de Tehuantepec formaba un nuevo Estado, cuyo Gobernador lo era el capitán Porfirio Díaz, con amplias facultades; sus fuerzas, ciento cincuenta hombres; sus rentas, la capitación y un cinco o seis por ciento de los productos de la aduana marítima; sus enemigos armados, quinientos hombres en Tehuantepec, que se llamaban patricios; sus enemigos desarmados, el resto de la misma ciudad.²²

    A pesar de haber recibido facultades amplísimas para administrar, gobernar y conservar el departamento, Díaz no logró, por de pronto, usar de sus poderes. El biógrafo anónimo asegura que el capitán tuvo que permanecer encerrado en el convento de Santo Domingo, en tanto que los conservadores entraban y salían libremente a la población. En esta situación, el joven militar resolvió castigar al enemigo, y, al efecto, le preparó una sorpresa en el rancho de las Jícaras (13 de abril), con todo éxito, pues los conservadores fueron completamente derrotados.²³

    Díaz fue ascendido a comandante de batallón, y como era poseedor no sólo de importante plaza, sino también de siete mil rifles, de ochocientas arrobas de pólvora y de quinientas cajas de municiones, el jefe conservador Cobos, quien había ocupado la ciudad de Oaxaca, dispuso que sus lugartenientes marchasen sobre Tehuantepec.²⁴

    El comandante Díaz, al tener noticias de la proximidad del enemigo, y no sintiéndose suficientemente fuerte, optó por abandonar la plaza, transportando los pertrechos de guerra a Juchitán, no obstante que el ministro del gobierno juarista Melchor Ocampo, desde Veracruz, le había ordenado que destruyese el armamento, temeroso de que cayera en poder de los conservadores.

    Ya en Juchitán, el comandante Díaz armó a los vecinos que simpatizaban con los liberales, y sigilosamente volvió sobre Tehuantepec. Los conservadores, que no lo esperaban, fueron objeto, el 25 de noviembre (1859), de una sorpresa. Díaz quedó de nuevo dueño de la plaza, ganando el grado de coronel de la guardia nacional.²⁵

    En Tehuantepec reorganizó sus fuerzas, hecho lo cual salió con quinientos ocho hombres para Ixtlán, donde estaba refugiado el ejecutivo liberal de Oaxaca. Comenzó a poco de su marcha una guerra de guerrillas con los conservadores y hasta que los liberales entraron victoriosos a la ciudad de Oaxaca el 5 de agosto de 1860. Un mes después recibió Díaz el grado de coronel del ejército, y habiendo quedado comisionado en la brigada del general Pedro Ampudia, partió con éste hacia la ciudad de México.²⁶

    Allí vio abierto para él un porvenir político. Abandonó el mando militar, y designado diputado ocupó un asiento al lado de quienes encabezaban al partido liberal: Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias, León Guzmán, Ezequiel Montes, Manuel María de Zamacona.²⁷

    Mas la carrera de las armas lo llamaba de nuevo. Amenazada la ciudad de México por los conservadores, el coronel Díaz abandonó el Congreso para reingresar al ejército, quedando bajo las órdenes del general Jesús González Ortega, a quien acompañó hasta el triunfo de Jalatlaco, en el que obtuvo el grado de general.

    Después de participar en la guerra civil, iba el general Díaz a enfrentarse a los soldados de la poderosa Francia, que habían desembarcado en las playas mexicanas.

    Nombrado mayor de órdenes de la brigada del general Ignacio Mejía, el general Díaz quedó situado en Orizaba; pero al ser desalojada la ciudad por los soldados mexicanos, de acuerdo con los convenios firmados entre el secretario de Relaciones Manuel Doblado y los representantes de los invasores, se retiró primero a Tehuacán, después a Puebla. Aquí tomó parte en el combate del 5 de mayo (1862), cuyo resultado fue desastroso para los franceses, en tanto que los mexicanos obtenían una victoria ruidosamente festejada. En la acción de Puebla, el general Díaz —de acuerdo con sus biógrafos que empeñosamente se han ocupado de la carrera militar de don Porfirio— defendió bizarramente sus posiciones.²⁸ Después persiguió al enemigo, hasta recibir órdenes del general Ignacio Zaragoza de suspender la persecución.²⁹

    Al desastre de Puebla contestó el emperador de Francia enviando más soldados a México, y éstos se presentaron nuevamente ante la ciudad que no habían logrado vencer el 5 de mayo, con los mejores recursos militares de que disponía una potencia europea. Estaba la defensa de Puebla en manos del general González Ortega; uno de sus lugartenientes era el general Díaz. Éste, de acuerdo con otros generales, propuso que el ejército mexicano tomase la ofensiva, a lo que se opuso el general en jefe, quien se encerró en la ciudad con la esperanza de obtener auxilios del exterior.³⁰

    Puebla sucumbió y, como observa atinadamente García Naranjo, para México fue una pérdida de un ejército de veintitrés mil soldados.³¹ Los generales mexicanos quedaron en poder del enemigo; entre ellos estaba Porfirio Díaz.

    Los franceses, con sentido de fuertes y superiores, permitieron tales libertades a los prisioneros, que muchos de éstos —Díaz entre otros— lograron evadirse de Puebla. El general Díaz se presentó en la ciudad de México al gobierno republicano, que estaba con el pie en el estribo, y habiendo recibido órdenes para marchar al estado de Oaxaca, lo hizo al frente de una pequeña columna. Allá sostuvo una guerra de guerrillas que sus biógrafos se han encargado de referir en términos apologéticos. No fue dichoso, sin embargo, el término de este primer capítulo del combatiente de los invasores,

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