EL TIEMPO DE LAS BUENAS NOTICIAS
DOCTOR EN HISTORIA
ecía el poeta inglés William Wordsworth que vivir en la Revolución Francesa era ciertamente glorioso, pero que “ser joven, además, era visitar el cielo mismo”. Más de un católico debió de pensar algo parecido a principios de la década de 1960, durante los años del Vaticano II. El concilio, en efecto, marca un antes y un después en la comunidad eclesial, sometida a cambios ilusionantes. Los cristianos progresistas, de pronto, encuentran que Roma les da la razón en muchas cosas que habían defendido durante años. Es el caso de , desde donde se aplaude con entusiasmo la apertura que preconiza Juan XXIII. La periodista Roser Bofill, vinculada a la revista, diría años después que el concilio fue “el tiempo de las buenas noticias”. Una de las novedades más importantes será el Decreto sobre apostolado seglar, con el que se sanciona la mayoría de edad de los laicos dentro de la Iglesia. A partir de ahora, ellos también deben hacer oír su voz, no limitarse a recibir los sacramentos y contribuir económicamente al mantenimiento del culto. La renovación eclesial iba a operar a múltiples niveles. Mientras confirmaba en sus tesis a los católicos más vanguardistas, impulsaba a otros, más convencionales, a salir del cómodo refugio de sus prejuicios. Este es el caso, por ejemplo, de Joaquín Ruiz-Giménez, quien fuera ministro en un gabinete de Franco. Según confesión propia, el concilio supuso para él su propio “camino de Damasco”, en referencia al pasaje bíblico sobre la conversión de san Pablo. El novelista Miguel Delibes, a su vez, reconoció que el Vaticano II ejerció
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