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Historia de la masoneria
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Libro electrónico830 páginas13 horas

Historia de la masoneria

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La masonería, que comenzó como una agrupación de gremios en la Europa medieval, tuvo que sortear los muchos escollos que las religiones y los gobiernos pusieron en su camino, por el único delito de ser completamente independientes. Quizás precisamente ese ambiente hostil evitó su desaparición, pero sin duda reforzó el halo de misterio que siempre le ha rodeado.
IdiomaEspañol
EditorialLibsa
Fecha de lanzamiento1 dic 2021
ISBN9788466241656
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    Historia de la masoneria - Miguel Martín Albo

    La masonería, que comenzó como una agrupación de gremios en la Europa medieval, tuvo que sortear los muchos escollos que las religiones y los gobiernos pusieron en su camino, por el único delito de ser completamente independientes. Quizá precisamente ese ambiente hostil evitó su desaparición, pero sin duda reforzó el halo de misterio que siempre le ha rodeado.

    Este libro es un recorrido objetivo, histórico y cronológico de las actuaciones masónicas, explicando su origen, su desarrollo, sus curiosas estructuras y su decisiva participación en los grandes acontecimientos históricos hasta la época contemporánea.

    © 2022, Editorial LIBSA

    C/ Puerto de Navacerrada, 88

    28935 Móstoles (Madrid)

    Tel. (34) 91 657 25 80

    e-mail: libsa@libsa.es

    www.libsa.es

    Colaboración en textos: Miguel Martín-Albo

    Edición: equipo editorial LIBSA

    Diseño de cubierta: equipo de diseño LIBSA

    ISBN: 978-84-662-4165-6

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.

    Contenido


    INTRODUCCIÓN: LA MASONERÍA: MÁS CERCA DE LA REALIDAD QUE DEL MITO

    PARTE I: ORIGEN Y AFIANZAMIENTO DE LA MASONERÍA. LA MASONERÍA HASTA EL SIGLO XVII

    I. La Antigüedad y el origen tradicional de la masonería. El Libro de las Constituciones de Anderson

    II. Los constructores de catedrales y las primeras logias de albañiles libres

    III. La consolidación de las sociedades masónicas en Europa

    PARTE II: LA FRANCMASONERÍA Y LAS REVOLUCIONES EN LA EUROPA DEL SIGLO XVIII

    I. El reagrupamiento de las logias británicas. La fundación de la Gran Logia de Inglaterra

    II. El desarrollo de las sociedades masónicas en la Europa del siglo XVIII

    III. La Revolución Francesa. La participación de la francmasonería en la Gran Revolución

    PARTE III: IGLESIA Y MASONERÍA EN EL SIGLO XVIII. LA ADECUACIÓN A UN CONFLICTO RELIGIOSO

    I. Los conflictos hasta «In eminenti» de Clemente XII

    II. La acción antimasónica de Benedicto XIV. La presencia católica en las logias

    PARTE IV: EL PENSAMIENTO REVOLUCIONARIO EN EL CONTINENTE AMERICANO

    I. La masonería y la convergencia hacia el nacionalismo norteamericano

    II. La América hispana: de la persecución a la liberación

    PARTE V: LA MASONERÍA EN ESPAÑA

    I. La introducción de las ideas masónicas en España

    II. La masonería en la Ilustración española. Los problemas con la Inquisición

    III. La obra masónica de Carlos III en España

    PARTE VI: LOS PROBLEMAS DE LA MASONERÍA CONTEMPORÁNEA

    I. Los primeros años del siglo XIX

    II. La plenitud del siglo XIX y los primeros momentos del siglo XX

    III. Las expectativas de la masonería en España. El siglo XIX y los primeros años del siglo XX

    IV. La plenitud del siglo XX

    PARTE VII: LOS RITOS Y LA INICIACIÓN EN LAS LOGIAS

    I. La logia y los rituales

    II. Las distintas liturgias masónicas

    SÍNTESIS: LA MASONERÍA EN EL SIGLO XXI: ¿PUNTO FINAL?

    BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

    Introducción


    Nuevos tiempos y nuevas sociedades

    En el año 1740 un catecismo suizo referido a las prácticas de la francmasonería en la ciudad de Berna revelaba el siguiente juramento: «Prometo bajo mi palabra de honor, no revelar jamás los secretos de los masones y de la masonería que me van a ser comunicados bajo el sello del arte. Prometo no esculpirlos, ni grabarlos, ni pintarlos o escribirlos sobre ningún objeto. Además prometo jamás hablar nada contra la Religión, ni contra el Estado, ayudar a socorrer a mis hermanos en sus necesidades y según todo mi poder. Si faltare a mi promesa, consiento en que me sea arrancada la lengua, cortada la garganta, atravesando el corazón de parte a parte, quemando mi cuerpo y mis cenizas arrojadas al viento para que no quede ya nada mío sobre la tierra, y el horror de mi crimen sirva para intimidar a los traidores que fueren tentados de imitarme» ¹.

    Heredera de inagotables acusaciones, así como de hostigamientos y de beneplácitos seguidores, la masonería se pierde en unos comienzos tan confusos como remotos en el tiempo. Pese a las enormes contradicciones que todavía mantienen viva su leyenda y su realidad, lo cierto es que todavía hoy sigue fascinando tanto a investigadores, ya sea desde una base plenamente historiográfica, como a aficionados o a profanos que buscan un acercamiento a su ya dilatada realidad.

    Si bien es cierto que la masonería tomó forma entre los antiguos gremios de canteros y albañiles en la Europa del gótico medieval, fue durante los siglos XVIII y XIX cuando las logias masónicas disfrutaron del mayor apogeo político y social llegando a tener gran cantidad de seguidores tanto en Europa como en América, y conformando una institución a la que fueron adhiriéndose intelectuales, artistas, científicos y políticos de muy diversas nacionalidades y convicciones religiosas, sociales o académicas.

    Desenvuelta entre una completa independencia de la Iglesia y del Estado, ciertamente las sociedades masónicas supieron sortear las dificultades que el tiempo y los gobiernos interpusieron a lo largo de su propia historia. La Iglesia católica, ya fuera durante el papado de León XIII, o las no tan alejadas dictaduras europeas de mediados del siglo XX, decidieron la puesta en escena de férreos cercos con el fin de que pudieran facilitar así su desmembración y posterior desaparición. Pero a decir verdad, esa actitud de hostilidad implacable, en cualquier caso, no ha impedido que estas asociaciones o sociedades masónicas hayan seguido su avance en el reloj de los tiempos y continúen hoy su andadura constante.

    En cualquier caso, y antes de entrar de lleno en esta breve introducción, conviene tener presente lo que en este libro se pretende conseguir. Dos cuestiones han de tenerse en cuenta. La primera se refiere a la condición de historiador que afecta al propio autor y, por tanto, a la visión que hemos de tener con respecto a la historia y hacia el tema que aquí se propone. En efecto, y al margen de especulaciones y conjeturas acerca de la propia masonería, el profesor Josep Fontana ya advertía hace unos cuantos años que desde las «manifestaciones más primarias y elementales, la historia había tenido siempre una función social»². Esto justifica y además debe permitirnos afrontar el hecho de que cada grupo o sociedad, como es el caso que nos ocupa, deben seguir manteniendo el derecho a ocupar un lugar singular en nuestra historia. Sus actuaciones y sus tradiciones han servido y sirven de modo permanente para explicar su propia identidad y, consecuentemente, su propio pasado. En los capítulos que aquí se tratan se han intentado abordar las condiciones sociales, económicas o políticas del momento en el que se desarrollaron los distintos procesos de la formación y evolución de las logias masónicas. Una visión de conjunto que al lector debe servirle, además de elemento divulgativo, como una herramienta para la formación de un juicio crítico. Sólo de esta forma y teniendo en cuenta una correcta ubicación histórica, podremos comprender, por ejemplo, hechos tan significativos como la Revolución Francesa o la Independencia de los Estados Unidos y el papel jugado por las sociedades masónicas en ambos acontecimientos. En definitiva, y tal como nos aconsejaría el propio Fontana, conviene llamar la atención sobre la posibilidad, nada desdeñable, de «pensar la historia».

    En esta misma línea, no han faltado historiadores (entre los que me incluyo) que han recurrido, de manera sistemática, a la necesidad de adaptarse e integrarse a las distintas mentalidades de las diversas épocas, e incluso a comprender la evolución y la interdependencia de los hechos, así como a la moral de las sociedades que en la actualidad necesitemos debatir.

    La segunda de las cuestiones a la que quiero referirme es sencillamente racional. El poeta Lessig recordaba que: «… el hecho de permitir el libre funcionamiento de la institución refiriéndose expresamente a la masonería significaba un indicio de la estabilidad y la fuerza de los gobiernos, así como era manifestación de debilidad el perseguirla o entorpecer su desenvolvimiento»³. Con ello quiero dejar también claro dos aspectos básicos que surgen de manera inmediata a la hora de tratar el tema de la masonería. La primera es tan obvia como objetiva, ya que este libro no pretende posicionarse o vincularse de manera alguna a la masonería de forma positiva o negativa respecto a sus hechos históricos o formas de pensamiento. Para eso, están los hechos mismos. Más bien pretende ser un recorrido histórico y cronológico que agilice al lector la comprensión de las acciones y sucesos en los que la propia masonería fue decisiva o relevante. Las posibles causas y consecuencias de su formación, estructuración y adecuación, así como la aceptación en los distintos ámbitos sociales en los que se desarrolló y viene desarrollando su existencia. Y segundo y más importante, es verdad que de manera permanente se han venido achacando a las logias masónicas tal o cual responsabilidad histórica, en muchos casos relacionadas con prácticas religiosas o comportamientos influyentes en el campo político o socioeconómico. Pues bien, conviene pensar de manera positiva que de no haber existido la masonería, hechos como la propia Revolución Francesa, a la que antes nos referíamos, o la posterior Independencia americana, pongo por caso dos hechos históricos importantes y suficientemente conocidos que con toda probabilidad se hubieran producido igualmente.

    Al mismo tiempo, es un hecho corroborado por bastantes sociólogos que el ser humano, de una forma instintiva, ha querido siempre verse rodeado y auxiliado por sus semejantes. A lo largo de su dilatada historia ha recurrido a la asociación, ya fuera para buscar alimento, defender sus derechos de clase o simplemente para esgrimir con garantías sus convicciones políticas y sociales. Pero, y quizás aquí radique la mayor importancia de toda esta cuestión, a las personas también nos ha preocupado nuestro origen un tanto ofuscado y lejano: de dónde venimos, cuál es nuestro fin en la Tierra o qué sucede una vez dejamos este mundo. No debe extrañarnos, por tanto, que al margen de cualquier condicionante religioso, cualquier organización haya tratado de entrever la posibilidad de comprender los misterios mismos de la vida y de la muerte.

    Las sociedades llamadas «secretas», del orden que fueran, han venido de esta forma observando un ritual durante sus manifestaciones, tal y como en la Antigüedad y la Edad Media se hacía. Pero también es un hecho cierto, tal y como detallaremos en este trabajo, que asociaciones semejantes a las que describimos llegaron a formarse en casi todos los cuerpos y oficios. Las ideas y la organización, por ejemplo, de los collegia de la época romana que llegarían a alcanzar su mayor dimensión en la construcción de templos y edificios, no hicieron sino conservar sus tradiciones y rituales hasta las mismas puertas del siglo XVIII. Aquel simbolismo arcaico, sus paabras y contraseñas, permitieron a sus miembros reconocerse y ayudarse durante todo el tiempo que se mantuvo en vigor la llamada masonería operativa. Por lo que hoy nos resulta fácilmente comparables las muchas similitudes entre la masonería que conocemos y aquellas instituciones y sociedades del pasado.

    Dicho esto, debiéramos pasar al principio de esta introducción que, como he indicado más arriba, pretende hacer una inspección rápida a través de dos cuestiones tan esenciales como interesantes. Tanto la aparición de una nueva forma de pensamiento en las gentes, lo que ha conllevado siempre un cambio en la conducta social, como el paso hacia una evolución en las sociedades medievales marcaron por sí mismos, y sin ningún género de dudas, la historia de la masonería así como los primeros rastros de su existencia que han llegado hasta hoy. En primer lugar, la transición hacia distintas épocas de nuestra historia ha estado siempre acompañada de múltiples perspectivas, ya fueran de carácter político, cultural, económico, etc., que en definitiva terminaban produciendo saltos del tiempo hacia adelante sin solución de continuidad. Estos saltos llevaban implícito también un cambio en las sociedades. En sus costumbres, sus relaciones internas y externas, así como en las artísticas. Respecto a estas últimas, la masonería tuvo mucho que ver con los movimientos que se brindaron a la escultura y principalmente a la arquitectura gótica. Momento de esplendor que aglutinó a muchos artistas no sólo en el quehacer cotidiano y diario, sino finalmente, y tal como se comprobará, también en el de la formación de auténticas sociedades de hombres cualificados desde una perspectiva moral e intelectual.

    En efecto, hacia el año 1300 Europa afrontaba decididamente la plenitud del período medieval. La arquitectura gótica, principalmente, junto con el despliegue urbanístico, alcanzaban, debido a las transformaciones económicas y sociales, un desarrollo que durante el período de la Alta Edad Media había sido impensable para la civilización y cultura occidental. El gran cambio que habría de producirse en la sociedad alrededor de los siglos XII y XIII iba a tener como fenómeno central el renacimiento de las ciudades. Paralelamente al mismo y al resurgimiento de una nueva burguesía, en la que necesariamente el patriciado urbano acabaría asumiendo la auténtica expresión de poder en las villas y ciudades europeas, las logias masónicas iban a protagonizar un notable y definitivo fortalecimiento que ya no se detendría, llenando plenamente de su influencia y de su leyenda gran parte de la Historia hasta prácticamente nuestros días.

    Del mismo modo, la necesidad, por un lado, de acometer los límites de una arquitectura diferente y, por otro, la aparición de una nueva espiritualidad vinculada al impulso que la vida religiosa y cultural había experimentado gracias a la progresión de la Iglesia católica romana, terminaron por acercar a los hombres de la época a un nuevo concepto artístico que quedaría ligado de manera definitiva a la ciudad. De entre todos los diseños artísticos, la catedral acabó por adquirir de esta forma la conditio sine qua non y, por ende, convertirse en uno de los argumentos esenciales sin el que difícilmente podría hoy explicarse o entenderse el origen y las transformaciones de la masonería.

    Naturalmente, la catedral pasó a ser la figura más representativa de las transformaciones bajomedievales, y en la que convergerían finalmente elementos y esfuerzos provenientes de los distintos estamentos sociales más sobresalientes. La logia, utilizando las palabras de Lorenzo Frau Abrines y Rosendo Araús, pasaba de este modo a ser la auténtica fábrica de las catedrales europeas⁴.

    Para finales del siglo XIII, el desarrollo de algunas ciudades medievales parecía conformarse como un hecho indiscutible y una realidad tangible, tanto en el espacio como en el tiempo. La necesidad de aumentar los servicios y dar cobijo al nuevo impulso comercial e intelectual, sugería al mismo tiempo la incorporación, a la estructura de las mismas, de edificios e infraestructuras capaces de mostrar el verdadero ordenamiento social, a la vez que una administración y organización de los oficios muy distintas a las que con anterioridad se habían venido manteniendo. Además de la creación de nuevas plazas públicas, palacios, paseos, conventos u hospicios entre otros elementos esenciales en el nuevo ordenamiento municipal. Muchas de las más importantes ciudades incorporaron rápidamente a su fisonomía la figura emblemática de la Universidad. Con anterioridad al año 1300 había ya fundadas 44 universidades en Europa: Bolonia en 1119, París en 1155, Oxford en 1167 o Salamanca en 1243. A pesar de esto, será la aparición de la catedral gótica la característica más definitoria del desenlace arquitectónico del progreso urbano medieval. Algunas pruebas de esta afirmación son los ejemplos de las catedrales levantadas en Chartres (1194), Reims (1210) o Amiens (1120) en Francia; las de Magdeburgo y Colonia (la primera reconstruida en 1209 y la segunda iniciada en 1248) en consonancia con el gótico alemán, o las de León (iniciada su construcción en el año 1198), Burgos (1221) y Toledo (1226) en la Península Ibérica.

    No cabe duda, por tanto, y como más tarde se tratará de explicar en capítulos específicos, que el carácter universal de la masonería, así como el proceso de institucionalización logrado de forma definitiva a raíz de la creación de la Gran Logia de Inglaterra en el año 1717, han permanecido íntimamente relacionados con la gestación de aquellas primeras agrupaciones de albañiles y canteros que, a su vez, habían surgido de las construcciones románicas repartidas por toda Europa. Naturalmente, estos grupos de artistas y artesanos finalizarían madurando, tanto en su organización como en su pensamiento, plenamente en el último período medieval.

    A pesar de estos más que probables comienzos de la masonería o francmasonería, nombre por el que también se conoce a este tipo de sociedades y cuyo argumento quedará reseñado más adelante, fue, con toda probabilidad, la aparición de un nuevo poder municipal capaz de fortalecer las instituciones monárquicas sobre las establecidas por las prácticas feudales, lo que condicionó la proliferación de asociaciones al margen del propio poder comunal o, si se prefiere, de la hegemonía del municipio. En efecto, las logias masónicas definidas como free stone masons para el ámbito de los territorios de lengua inglesa, quedaron al margen del resto de corporaciones de oficios que sí dependían del control territorial municipal. A diferencia de estas últimas, las logias de artesanos y demás personas dedicadas al arte de la construcción no estaban sometidas en su condición de hombres libres a ningún tipo de vasallaje y, consecuentemente, a ninguna forma de servidumbre o esclavitud. Su condición como miembros y parte integrante de una logia venía a depender de manera específica de un juramento ante una autoridad comunal que, al mismo tiempo, les confería la libertad para ejercer un oficio.

    Esta forma de libertad a la hora de practicar un oficio nos dirá Henri Tort Nougues que estaba supeditada, desde luego, a una reglamentación muy rigurosa. En aquellos años eran fácilmente diferenciables dos tipos de oficios. Por un lado existían los llamados oficios reglados, que estaban regidos y administrados por una autoridad pública. Ésta, tal y como era de esperar, promulgaba una reglamentación a la que necesariamente era preciso someterse si se quería ejercer. También eran conocidos los oficios jurados. Estos últimos formaban una clase de cuerpos autónomos e independientes, de tal forma que la admisión en los mismos quedaba condicionada por la prestación, suponemos, de una especie de juramento⁵.

    Sólo de esa forma puede entenderse que en el año 1268, tal y como se recoge en los Estatutos de los Oficios de la ciudad de París, el Rey otorgara el control de los constructores al maestro Guillaume de Saint Patu, que al mismo tiempo había jurado en su Logia del Palacio Real «correcta y lealmente..., tanto para el pobre cuanto para el rico, y tanto para el débil como para el fuerte»⁶.

    En tal caso, y como ya se advirtió anteriormente, la propia definición del término masonería o francmasonería contiene en su etimología elementos muy diversos de distintas lenguas europeas. La palabra masón, tal y como nos comenta Armando Hurtado, Maestro Masón⁷, tiene su origen en la lengua germánica de los francos, bastante tiempo antes de que ésta terminara latinizándose y convirtiéndose al francés. Procede, por tanto, del término mattjon, que terminaría derivando en metze, ya en antiguo alemán, y en makyon en lengua franca. Con el paso del tiempo y la conexión entre las corrientes artísticas y arquitectónicas en el centro de Europa, los distintos términos germánicos terminaron transformándose en mascun o machun en francés antiguo, cuyo significado era el de «cortador» o «tallador» de piedras.

    Sin embargo, y siguiendo con las explicaciones de Armando Hurtado, el prefijo franc- se consolidó en Inglaterra hacia el siglo XIV, con el que se quería hacer trascender una situación social de aquellos grupos de masones dedicados concretamente a la construcción cualificada. A este respecto tenemos que guiarnos por dos criterios bien diferenciados. Por un lado, una parte de la historiografía ha defendido la posible procedencia de la palabra francmasonería del término free-mason, o lo que es igual, masón libre o franquiciado⁸. En cualquier caso estaría igualmente vinculado al trabajo de la free-stone o piedra libre, fácilmente cincelable. En cambio, existe un importante grupo de historiadores que se apoyan más en la posibilidad de aceptar, en contraposición a lo anterior, la existencia de los llamados roughmason, es decir, aquellos que realizaban trabajos de carácter más básico y posiblemente con piedra de difícil elaboración; con la piedra dura. De esta forma, y apoyándonos además en registros históricos, la mencionada franquicia sólo podía ser aplicable a aquellos trabajadores y artesanos de la piedra que, en efecto, no se hallaran sujetos a reglamentaciones municipales ni reales de carácter obligatorio; siempre refiriéndonos a oficios practicados en la Edad Media.

    Efectivamente, como ya tuvimos ocasión de describir con anterioridad en el Libro de los Oficios, escrito por Esteban Boileau en el año 1286, y que ha recogido muy detalladamente Henri Tort Nougues, las normas estatutarias por las que estaban regidas las diversas cofradías de constructores y artesanos parisinos eximían a ciertos gremios o sociedades del control legal o municipal. Esto no era una completa novedad, ya que en Escocia, por aquellos mismos años, quienes llegaban a obtener un rango de maestro en las guildas eran por lo general redimidos de ciertas cargas y obligaciones establecidas por los municipios, lo que en definitiva venía a considerarlos como liberados⁹.

    En España, el término masón quedó introducido en el siglo XVIII.Como nos advierte el mismo Amando Hurtado, el significado para nuestro país sólo está específicamente relacionado para designar a aquellos miembros de la Orden Francmasónica, ya que tanto en lengua francesa o en inglesa maçon y mason, respectivamente, si no van precedidas del prefijo franc, estaríamos refiriéndonos a albañiles sin ninguna característica relativa a orden masónica alguna.

    De la masonería operativa a la masonería especulativa

    Definida en el año 1952 en una de las reuniones de Grandes Maestros celebrada en Estrasburgo, la francmasonería se manifestaba como «una institución para la iniciación espiritual por medio de símbolos». Ésta, y según la Constitución de la Gran Logia de Francia, tendría además como objetivos «el perfeccionamiento de la Humanidad», hecho por el cual los masones o francmasones estarían comprometidos de manera constante a la búsqueda de la mejora de la condición humana, «tanto en el plano espiritual e intelectual como en el plano del bienestar material».

    Como en toda institución configurada a través de los siglos, la masonería ha transitado por diversas fases en su desarrollo histórico. La construcción de edificios, desde tiempos remotos, exigió en su momento una precisa observación de la naturaleza y sus comportamientos. Medida, peso y número pasaron a ser conceptos ligados al arte, la artesanía y, consecuentemente, a la arquitectura medieval. Los constructores especializados tomaron de esta forma conciencia de unos valores universales que comenzaron a estar inmersos en los numerosos principios que se derivaban de su trabajo.

    De esta forma los masones medievales, tal y como hemos visto, formaron sociedades independientes del amparo eclesiástico y de las legislaciones reales, allí donde la labor colectiva se presumía indispensable para la construcción. Aquel trabajo vino a precisar de un elemento tan esencial como la convivencia. La duración de las obras que ejecutaban los masones favoreció, sin ninguna duda, que se determinaran relaciones muy estrechas entre los numerosos artistas y obreros, llegándose a establecer auténticos equipos de trabajo que quedaron bajo la dirección de los grandes Maestros arquitectos de la época. A través de las obras que iban ejecutándose, tanto en las ciudades como en otros lugares diversos, surgió la necesidad de que fuesen reconocidos y atendidos. De la misma manera nació la idea de preservar las sociedades, de aquellos operarios que en determinados momentos pudieran romper la especial idiosincrasia y armonía de los constructores. El riesgo de que alguien en su beneficio personal pudiera utilizar y explotar los conocimientos técnicos que se impartían en las mismas logias comenzó a plantear las posibles medidas que impidieran el acceso a cualquiera que no perteneciera a una logia concreta. Aspectos como los signos secretos de reconocimiento, la jerarquización en tres grados o niveles, así como un número importante de prerrogativas, sin olvidarnos del sigilo y la discreción ante la preparación de reuniones y asambleas de masones, fueron haciéndose cada vez más habituales.

    Hubo igualmente la necesidad de establecer una serie de exigencias o virtudes, aspecto que detallaremos a lo largo del presente libro, mediante las cuales la aceptación o no de los demás aspirantes podía resultar una tarea larga y llena de solemnes rituales. Todo el proceso necesitaba de un pacto o compromiso, por el que cada uno de los miembros del grupo aceptaba unas reglas concretas. Superadas las pruebas de los candidatos, éstos eran obligados a prestar juramento de silencio y respeto a la divulgación de los secretos del oficio, así como lealtad y fidelidad al resto de componentes de la logia o taller.

    No obstante, la pertenencia a una de aquellas logias llamadas operativas exigía no solo de una cierta obediencia a una jerarquía más o menos estable. Para el iniciado y aspirante aceptado suponía igualmente el comienzo de una verdadera etapa profesional. Las cualidades profesionales, que necesariamente tenían que estar unidas a las éticas, repercutirían más tarde en un nuevo proceso de entendimiento de la vida. Una manera distinta de «hacer», si se prefiere, respecto a todo aquello que con anterioridad había resultado inalcanzable. Así parecía ser, una vez que las logias comenzaban a transmitir sus conocimientos. Éstos, de no poca complejidad, podían estar referidos al trazado de planos, conceptos geométricos, matemáticos, etc., que en cualesquiera de los casos se habían mantenido a través de una larga y esmerada tradición.

    Precisamente con el paso del tiempo y el devenir de las obras y los movimientos arquitectónicos, la movilidad y necesidad de viajar a través de los distintos países europeos provocaron el contacto de aquellas logias operativas con distintas formas de pensamiento, y lo mismo puede decirse de las diferentes organizaciones y formas de asociación política. Esto les confirió un punto de vista cada vez más amplio en lo que a los problemas religiosos, filosóficos, económicos, sociales o políticos se refería.

    Excepcionalmente, hubieron de admitirse, en igualdad de derechos, a personas, hombres en este caso, de distintas nacionalidades, formas de pensamiento o ideales políticos. Respecto a este punto, hemos de entender, por ejemplo, que durante los siglos XIV, XV o XVI, la realización de grandes obras en Inglaterra y Escocia conllevó la aceptación de importantes grupos de constructores alemanes, quienes portaron consigo, además de los usos y costumbres de las logias alemanas, unos mecanismos de funcionamiento distintos y, en parte, muy diferenciados al de las islas británicas.

    Bajo el influjo de las logias alemanas no tardaron muchos años en aparecer las logias escocesas e inglesas. Entre los siglos XVII y principios del XVIII la construcción, y en particular la arquitectura en Europa, quedaron lejos de aquellos años del espléndido gótico medieval y, consecuentemente, las logias de masones operativos fueron languideciendo.

    A raíz de aquella situación provocada por el decaimiento de las logias masónicas, en el año 1717 se decidió que se constituyera en Londres una Gran Logia que, bajo el patrocinio de un grupo de personas ilustradas y librepensadores, mantuvieran el espíritu de las antiguas cofradías de constructores, aunque, como se comprenderá, ya no se precisaba la específica participación de los mismos. Fue de esta forma, expresado de un modo muy genérico, como nació la masonería especulativa, de la que trataremos de manera singular en este libro. Con ella se pretendía conservar el espíritu de los antiguos masones constructores, es decir, manteniendo las costumbres y tradiciones, pero apartándose, en cualquier caso, de las construcciones materiales. De un modo relativamente rápido, comenzaron a acudir a las logias masónicas hombres de todos los oficios y condiciones sociales, a la vez que se establecían interpretaciones filosóficas acerca de los símbolos y rituales que la habían caracterizado hasta entonces.

    La masonería comenzó así a adquirir un carácter más universal, susceptible de ser reconocida y aceptada en cualquier Estado o nación del mundo. De operativa, es decir, vinculada al mundo de la construcción, al arte y a la técnica, pasó a convertirse en especulativa o simbólica y, por tanto, más abierta a aquellos a los que podían interesarles los métodos y rituales de los constructores, pero sin llegar a ejercer este oficio. Bien es verdad que algunas de las logias operativas de constructores en Escocia, principalmente y todavía durante el siglo XVIII, continuaron relacionadas con la construcción de edificios de carácter civil o religioso. Pero, ciertamente, la realidad es que al mismo tiempo que estas iban en descenso, las logias especulativas fueron surgiendo en los distintos territorios europeos. Algunas, sin ubicación permanente, llegaron a reunirse periódicamente donde sus miembros así lo decidían. De este modo, muchas logias inglesas se fueron sucediendo sin solución de continuidad por todo el país.

    Hacia el año 1723 la masonería especulativa contaba ya con una Constitución del conocido Libro de las Constituciones, además de unos reglamentos propios. En efecto, y tal como trataremos con mayor profundidad en algunos de los capítulos que aquí recogemos, a partir de ese mismo año, y gracias a la colaboración del Gran Maestro George Payne y el clérigo, teólogo e historiador James Anderson, fueron recogidas y articuladas una colección de 39 ordenanzas generales. Dicho documento sería reconocido desde esos instantes como el primer razonamiento o principio legal de la mencionada masonería especulativa. El mismo prosperó, hasta el extremo de contar de inmediato con miembros destacados de la nobleza, incluso de la familia real inglesa.

    Pese a todo, muy pronto, entre los años 1739 y 1772, comenzaron a aflorar desavenencias y discrepancias internas que pusieron en el disparadero la incipiente organización masónica. Del seno de la Gran Logia de Londres surgieron, en efecto, las Grandes Logias de Irlanda y de Escocia, las cuales, aún siguiendo el talante agrupador de aquélla, se mostraron igualmente coherentes con sus respectivas tradiciones regionales. De aquella amalgama de logias destacó la Gran Logia de los Antiguos en el año 1753. Mayoritariamente liderada por irlandeses y, consecuentemente vinculada a la Gran Logia de Irlanda, ésta propugnó enseguida una masonería en línea con los ideales teístas y confesionales. Estas tesis se comprendían al quedar cimentadas en la idea de que los antiguos gremios de masones habían sido cristianos.

    Fue precisamente este punto el que sirvió de acicate para arremeter contra lo que un grupo numeroso de irlandeses habían denominado masonería moderna o, lo que es igual, una masonería que quedaba lejos de los rituales cristianos. A tal fin, los partidarios de mantener una sociedad de masones con marcado carácter confesional y teísta decidieron imponer la obligación de practicar una religión efectiva que, además, siguiera las pautas de la tradición revelada y que estuviera avalada por un libro sagrado. Éste, en cualquier caso, acabó siendo la Biblia.

    Surgidos también de este modo los conceptos de igualdad social, y bajo la influencia de los Enciclopedistas de la época previa a la Revolución Francesa, las logias no tuvieron más remedio que aprender a convivir con las nuevas ideas, dando lugar así al concepto del Gran Arquitecto del Universo como respuesta e interpretación más amplia de la divinidad. Ésta asumía tanto la idea de un Dios en su definición más clásica cuando la logia era de marcado carácter religioso, como la admisión de una fuerza superior ordenadora del Universo para el caso de las logias más cercanas a posicionamientos filosóficos. No obstante, esta idea claramente deísta, en la que se podía incluir a cualquier dios, no fue suficiente para diluir las diferencias entre los distintos enfoques y planteamientos masónicos.

    Por otra parte, debido tanto a la separación como a la competencia de las dos Grandes Logias inglesas, éstas entraron pronto en clara disputa, procurándose para sí la captación de partidarios y simpatizantes entre aquellos hombres ilustres e influyentes que podían añadir prestigio a las sociedades de masones.

    Veremos más adelante, cómo para muchos masones e intelectuales de la época la disolución de la Gran Logia de Inglaterra representó una alteración de la propia masonería simbólica, ya que la idea esencial de cambio había consistido en la imposición, al fin y al cabo, de un dogmatismo derivado de una idea cristiana; un fundamento apoyado en una revelación que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX en la masonería británica.

    Sea como fuere, lo cierto es que la masonería siguió extendiéndose por todo el continente europeo. Es el caso de Francia, que entre los años 1721 y 1732 alcanzó rápidamente un auge sin precedentes. Figuras del talento de Voltaire, Rousseau, Condorcet, Victor Hugo o el mismísimo Napoleón Bonaparte terminarían de un modo u otro vinculados al ideario masónico.

    En otros países, la masonería se extendió desde Alemania hasta Rusia pasando por los países mediterráneos como Italia. Incluso la Gran Logia de Inglaterra llegó a conceder sus beneplácitos a una sociedad masónica de San Petersburgo, mientras que en Irlanda, por ejemplo, las logias militares superaban hacia el año 1728 el número de cuatrocientas.

    En España la introducción de la masonería tampoco se quedó al margen. En los últimos años del siglo XVIII las referencias, a propósito de las logias francmasónicas, se multiplicaron hasta penetrar de lleno las Sociedades Económicas de Amigos del País, desplegando su influencia y recabando en figuras tan conocidas como el conde Aranda, Floridablanca, Campomanes, Godoy o Jovellanos. Entre los siglos XIX y XX la masonería había llegado a gran parte de los ámbitos culturales, políticos y sociales, encontrándonos con nombres entre la clase política como Sagasta, Nicolás Salmerón u O’Donnell, o personajes de las ciencias y las letras de la talla de José Ortega y Gasset, Tomás Bretón, Antonio Machado o Santiago Ramón y Cajal.

    El salto al continente americano fue igualmente singular y rápido, tanto como decisivo. En el año 1733 era fundada en Boston la primera Gran Logia Provincial americana y sólo un año después Franklin publicaba en Filadelfia el Libro de las Constituciones, de Anderson. Las colonias británicas y los territorios españoles en América del Sur comprendieron pronto, gracias nuevamente a los ideales liberales e ilustrados, que en la vanguardia de las sociedades, la libertad política tenía un espacio de privilegio para afrontar el futuro y la independencia de aquellos. A los que abrazaron finalmente esos ideales ilustrados, así como a los que se manifestaron en favor de la emancipación política de las colonias, los flujos de influencia y el saber organizativo de las logias europeas les sirvieron como si de una llama encendida se tratara, aunque terminaran siendo aprovechados para establecer unas líneas propias de actuación en su propio beneficio. Desde George Washington a Simón Bolívar o San Martín, las sociedades y logias de masones estuvieron lideradas permanentemente por hombres con capacidad de movilización. Arropados por importantes grupos de intelectuales y militares, no tardaron en transformar, desde una óptica y perspectivas propias, las prácticas masónicas europeas que tan buenos resultados les habían dado décadas anteriores.

    También, y a medida que los tiempos cambiaban, las logias masónicas, tal y como ya explicamos, no tuvieron más remedio que permitir el acceso de personas pertenecientes a profesiones liberales, sin olvidar a un número importante de burgueses y mecenas, a los que se les acabó denominando masones adoptados. Ciertamente, hacía tiempo que se venían creando, en la mayoría de las grandes ciudades europeas, instituciones y academias específicas donde la enseñanza de la arquitectura y la edificación se impartían de un modo oficial y, a cuya finalización, los aspirantes recibían una titulación expresa. En consecuencia, el proceso de transformación de la masonería operativa, esto es de constructores, a la masonería especulativa, es decir moderna, fue desarrollándose de una manera pausada, tal y como lo hacían también los tiempos históricos por los que la cultura occidental atravesaba.

    No obstante, siguieron conservándose rituales e instrumentos de trabajo de las antiguas cofradías, aunque dotados ahora de un nuevo valor simbólico y espiritual. Las manifestaciones artísticas tampoco desaparecieron y la arquitectura siguió siendo esencial a la hora de identificar el carácter propio de la institución. Las construcciones masónicas, naturalmente, dieron un importante vuelco a su arquitectura. Durante el siglo XVIII, ésta se centró en los edificios o logias propiamente dichas, que acogían las reuniones de masones. Estaban ubicadas generalmente en tabernas, lo que en un principio no favoreció, ni mucho menos, a la estética a la que habían estado acostumbrados. Con el paso del tiempo, las construcciones fueron cambiando notablemente su aspecto dando lugar a impresionantes edificios a los que se incorporaban bibliotecas, museos, etc. Así, en 1775 comenzaron a realizarse las obras del Freemasons Hall de Londres, que no concluirían hasta el año 1933. Edificios de esta importancia fueron construidos, por ejemplo, en Filadelfia e Indianápolis. El Gran Oriente de Francia hizo lo propio en París y hasta la Gran Logia de Suecia decidió instalarse en un suntuoso palacio a partir del año 1874.

    Pero de la misma forma que las catedrales o la arquitectura religiosa se habían transformado, las personas vinculadas a la francmasonería tuvieron que adoptar nuevas formas de expresión y manifestación. Es difícil determinar si la política o la economía, por ejemplo, entraron de lleno en el ideario masónico o, por el contrario, esta situación se desarrolló de manera invertida. Lo cierto es que actividades como la política, las ciencias o la economía pasaron a ser, conjuntamente con las simbólicas y esotéricas que ya venían realizándose, el nuevo punto de referencia de las logias y sociedades de masones que hasta ese momento existían en el mundo. Consecuentemente, escritores, pintores y músicos de todo el orbe, aunque principalmente de Europa, comenzaron a destacar por sus obras con un marcado carácter masónico.

    A menudo desde la clandestinidad o el secretismo, algunos artistas masones decidieron publicar obras muy relacionadas con la simbología masónica¹⁰. Desde todos los sectores sociales y artísticos o desde aquellos otros en los que se mantenía una estrecha relación con las ciencias y la erudición, las expresiones artísticas o científicas de autores masones acabaron encontrando finalmente un hueco importante. Desde arquitectos como Bartholdi, que terminaría diseñando la Estatua de la Libertad en Nueva York, o William Thornton, del Capitolio; los pintores Agneessens, Fragonard o Chagall; los músicos Leopoldo y W. A. Mozart, Johannes Brahms, Ludwing van Beethoven, Héctor Berlioz, George Gershwin o Félix Mendelssohn, o escritores como Charles Dickens, Ghoete, Oscar Wilde o Rubén Darío, la lista de personas vinculadas a la francmasonería se hizo tan extensa que se llegaron a realizar auténticos listados dedicados a este affaire. Pero no sólo la masonería se expresó de una manera artística a través de estas figuras. No faltaron matemáticos como Condorceto, Laplace o físicos y científicos como Lavoisier, Enrico Fermi o el ya mencionado Santiago Ramón y Cajal.

    Con todo, el deambular de la francmasonería hasta nuestros días no ha dejado de sugerirnos nuevas e inquietantes luces que escudriñar. Como parte de esa intención han surgido estas páginas, a partir de las cuales intentaremos la comprensión de la masonería en relación con la Historia, así como de una sociedad que todavía sigue formando parte de nuestro entorno socioeconómico, político y cultural.

    La Antigüedad y

    el origen tradicional de la

    masonería. «El Libro de las

    Constituciones de Anderson»


    Del «Génesis» a las culturas mesopotámicas.

    Egipto y el trazado eterno de los templos

    Las leyendas y la tradición de los primeros textos, a propósito de la historia de la masonería, han pretendido llevar el origen de la misma remontándose hasta los relatos del Génesis bíblico, llegando incluso al propio Adán. Hasta el siglo XVIII fue respetada la idea pese a que la ciencia hacía tiempo que no compartía tal afirmación de que la creación del mundo había tenido lugar hacia el año 4000 a.C. Tales conceptos acerca del origen de la vida y de las cosas tenían su fundamento en los cálculos que se habían realizado durante los primeros siglos de nuestra era, y que de manera expresa se habían interesado por las teorías milenaristas. Algunos de aquellos «sabios», autores de los mismos, fueron posteriormente considerados Padres de la Iglesia. Éstos, a su vez, se habían basado en las deducciones que muchos siglos atrás habían realizado los judíos, estimando y siguiendo hacia atrás los relatos bíblicos, lo que daba como resultado que la Creación había tenido lugar el año 3761 a.C. Aquellas afirmaciones, por mucho que hoy podamos creer, no se hicieron de forma vaga o gratuita, ya que la fecha fue estimada según los textos bíblicos y la conciencia de la época, con una total exactitud por quienes habían hecho los correspondientes cálculos.

    Esta cuestión, relativa a querer hacer coincidir el origen de la masonería con la Creación, tampoco debe llamarnos excesivamente la atención. La historia de la institución masónica ha estado permanentemente rodeada de un ambiente de misterio, que incluso fue compartida y defendida durante los siglos XVIII y XIX por la mayoría de publicistas masones de la época. El escritor H. Olivier en su Antiquities of Freemasonry, publicada en Londres en el año 1841, defendía precisamente el mismo criterio de convenir el origen de la masonería con el de la creación del mundo, reforzándolo con la idea de que Moisés había sido un gran maestre y Josué Aholiab y Bezalcel miembros destacados de alguna logia. No es preciso indicar que a medida que los postulados científicos se fueron haciendo más objetivos y consecuentes, la evidencia de muchos errores terminaron disipando las tesis y testimonios que hasta entonces se habían barajado como válidos. Esto no hizo sino colocar al propio conocimiento histórico en su verdadero lugar.

    De todos modos conviene tener presente que fueron precisamente los primeros historiadores de la Institución masónica, es decir, el propio Anderson, Désaguiliers, Ramsay, etc., los que dieron lugar a este tipo de asuntos. La búsqueda de los orígenes de la masonería llegando hasta la más remota antigüedad, seguramente estuvo más en la línea de la leyenda que en cualquier otra cosa. Fue así, y en palabras de José Antonio Ferrer Benimeli, como consiguió dársele a la francmasonería un aire de cierta «nobleza» en un momento en el que todo, refiriéndonos al siglo XVIII, debía estar en armonía con la mentalidad del siglo; una época, tal y como se nos ha explicado muchas veces, en la que todo debía rezumar un cierto grado de colorido y nobleza. Posiblemente, aunque un tanto ofuscados por la vanidad, salieron incluso a la luz algunos escritores que, llevados por la seducción de tales ideas, creyeron ver una clara similitud entre los símbolos y costumbres de las logias con los antiguos misterios. De esta forma, en vez de buscar cómo aquellas prácticas habían sido finalmente introducidas en la francmasonería, cimentaron sus hipótesis en datos no reales con el fin de convertirlas en el origen de la institución.

    Lógicamente, aquel abanico de ritos y alegorías abrieron un campo de posibilidades a toda clase de interpretaciones. Para aquellos que se consideraban masones con una clara tendencia bíblica, la masonería debía tener su origen en el templo de Salomón y la hermandad de constructores; para los masones «templarios» habría surgido de las Cruzadas y de la Orden del Temple; otros pensaron que los misterios de Egipto y Persia habían influido en los ritos masónicos, y así un larguísimo etcétera. No nos debe extrañar, pues, que aquí salgan a relucir nombres como los de Moisés, Hiram, Noé e incluso el propio Adán. Nuestra intención aquí es mostrar de manera resumida un buen manojo de ideas acerca de los orígenes que se le ha querido dar a la masonería. Por ser un tema tan amplio hemos querido basarnos principalmente en las más conocidas y relevantes, sin que por ello menospreciemos cualquier origen atribuible a la Institución masónica.

    Desde luego, éstos no iban a ser, ni mucho menos, los únicos casos. Otros ilustres escritores masones también fijaron el principio de las sociedades masónicas en tiempos remotos, aunque no se atrevieron a llegar tan lejos como lo habían hecho los anteriores. En el siglo XIX, mientras realizaba un viaje por Oriente en 1843, Gérard de Nerval desarrolló una leyenda que más tarde recogería en su libro Viaje a Oriente, en la que llegó a atribuir el nacimiento de la institución a la construcción del templo de Salomón y a su arquitecto Hiram.

    Es evidente que la Biblia fue también un libro referencial para los imagineros de la Edad Media. Christian Jacq¹¹ ha tenido en cuenta al mencionar este aspecto que, cuando nos referimos a la Biblia, conviene hacerlo en un sentido amplio, ya que no parece correcto, por ejemplo, excluir las escrituras «apócrifas». Éstas, al igual que los llamados libros canónicos, se utilizaron por razones de propaganda dogmática, precisamente para mantener una tradición simbólica que fuese capaz de regenerar las convicciones de algunas comunidades de constructores.

    Todavía refiriéndonos a los testimonios bíblicos, se ha argumentado que en Judea existió una asociación religiosa cuyo origen se remontaba precisamente a la época de construcción del templo de Salomón. Los miembros de aquel grupo de hombres eran conocidos con el nombre de hasideanos y, al parecer, formaron una auténtica Orden de Caballeros del Templo de Jerusalén, ya que en su momento se habían unido con la intención de construir y adornar los pórticos del mismo. A estas agrupaciones se las ha asociado, en efecto, con los esenianos o esenios¹², quienes eran apreciados por su entrega hacia las profesiones mecánicas y por sus conocimientos arquitectónicos. Como sociedad que se distinguía del resto de los ciudadanos, ésta tenía sus rituales y ceremonias. Además, los aspirantes necesariamente debían someterse a un período de pruebas que duraba tres años. Transcurrido este tiempo, los alumnos que iban a ser admitidos adquirían el derecho a ser adornados con un mandil blanco.

    Respecto a la instrucción y las ceremonias que prácticamente aparecen en todos los relatos antiguos, J. Schaurer, autor de un estudio histórico acerca de la arquitectura y el derecho, publicó en el año 1861 unas teorías que unían a la masonería con los colegios y gremios de obreros romanos, y la de estos últimos con las escuelas de Artes y Oficios de Grecia y Egipto. Afirmaba Schauerer que ya en la Antigüedad existían locales de instrucción y de aprendizaje, así como asociaciones de obreros interesadas en el perfeccionamiento y conocimiento de las técnicas arquitectónicas. Estas mismas técnicas habrían sido transmitidas con el paso del tiempo a través de las narraciones imaginarias y las leyendas llegando hasta los pueblos germánicos. Además, sus estudios relativos a la arquitectura egipcia le llevaron a proponer la idea de que, en efecto, existían huellas de carácter masónico, tanto en los monumentos y escritos, como en las pinturas y algunas monedas de las regiones del Nilo. En su opinión, parecía más lógico pensar que toda aquella divulgación de ideas se había producido mayormente por un fenómeno de asimilación que por una simple copia imitativa de asociaciones de carácter misterioso.

    Con todo, la construcción de templos y su posible conexión con la masonería operativa de épocas medievales también se ha querido ubicar en los relatos mesopotámicos que hacían referencia al III y II milenio a.C. Precisamente en uno de los primeros códigos de la humanidad, en la ley de Hammurabi, hacia el año 2000 a.C., ya se recogían menciones referidas a arquitectos, canteros y albañiles. Pero especialmente, y entre los escritos sumerios, hemos encontrado la historia de Elili, rey de Ur, artífice de la fundación de Eridu, considerada una de las más antiguas ciudades sumerias. En la construcción del templo de En-Ki, por ejemplo, ya se habían tenido en cuenta aspectos tan relevantes como la orientación referida a los puntos cardinales e incluso a la posición concordante respecto a las constelaciones astrales. Mucho más lejos se ha pretendido llegar con la interpretación de las estatuas del gobernador de Lagash¹³, cuyo mandato se cifra entre los años 2141 y 2122 a.C., y en las que se han querido ver pruebas de la influencia masónica en elementos tan significativos como las escuadras, cinceles o reglas, que algunas de ellas portan en sus imágenes.

    Es verdad, por otra parte, que siempre se ha querido ver la supuesta perfección y el elevado nivel técnico que los egipcios alcanzaron con la construcción y el tallado de las piedras, que con posterioridad dieron lugar a las pirámides y a los más importantes templos repartidos por el Alto y Bajo Nilo. En este sentido parece igualmente cierto que, durante los siglos de esplendor, los sacerdotes en Egipto mantuvieron la costumbre de formar dos clases diferenciadas de enseñanzas. Cada una de ellas estaba dedicada de manera exclusiva a la instrucción de una rama especial del conocimiento. Y cada una de las mismas exigía a sus discípulos el paso por una serie determinada de pruebas, propias de la ciencia a la que se habrían de dedicar. De esta forma, por ejemplo, y con el fin de que fuese comprobado el grado de vocación, así como el deseo de vinculación a los misterios de unas enseñanzas que permanecían prohibidas y vedadas a los no iniciados, la arquitectura egipcia tuvo que ser enseñada en secreto entre sus propios constructores.

    Dentro de esta perspectiva existen, desde luego, pruebas tangibles de la presencia de Egipto en las sociedades medievales. En las cortes cristianas, bastantes siglos después, incluso en la Roma de los papas, llegarían a utilizarse tiaras, mitras y cetros que procedían de las cortes faraónicas. No sólo hay que reducir esta influencia a objetos y símbolos. Existen, igualmente, pruebas de la utilización de fórmulas de medicamentos inventados por los médicos egipcios. Aunque probablemente, y desde el punto de vista que aquí tratamos, la aparición de escuadras idénticas a las representadas con la diosa Maât en los arquitectos romanos y en los maestros de obras de la Edad Media, es una de las pruebas más inmediatas del alcance de la influencia egipcia en la cultura occidental.

    De todas formas, han sido las investigaciones históricas las que nos han ido desvelando de una manera paulatina las verdaderas relaciones que se establecieron entre Egipto y el Cristianismo. Esto es fácilmente atribuible, por ejemplo, a las aportaciones que desde la Antigüedad se hicieron en el Antiguo Testamento. En el mismo encontramos frases, ritos e imágenes de Egipto, además de faraones y reyes de la dinastía de David, los cuales tomaban un nombre en su coronación especial. También desde la cultura helena, incluso a través de los coptos y los etíopes, cuyo arte y teología se prolongaron a lo largo de los siglos. Esta síntesis entre lo egipcio y lo cristiano no se desarrolló, sin embargo, sin algunas dificultades. Algunos grupos y pueblos rechazaron el Cristianismo y sus enseñanzas conservando las propias en toda su integridad. A aquellas ideas se las denominó impropiamente «paganas» al no ser minuciosamente estudiadas por la nueva Iglesia que habría de implantarse mucho más tarde en Europa.

    No obstante, el paso del tiempo ha demostrado las conexiones entre pueblos y pensamientos en apariencia heterogéneos. Es sorprendente el hallazgo encontrado sobre los muros del templo de Uadi, en Sebûa (Nubia), en el valle medio del Nilo. Sobre ellos, los artistas egipcios habían representado unas escenas en las que el rey hablaba con los dioses. Siglos más tarde, y una vez los cristianos tomaron posesión de las regiones del Nilo, pintaron encima temas religiosos propios del ideal de Cristo. Con los años y el desgaste, hoy puede contemplarse lo que ha quedado: una escena simbólica en la que el faraón Ramsés II ofrece al propio San Pedro unas flores rituales.

    Es comprensible, pues, que el propio Cristianismo en sus orígenes no se presentase de forma homogénea, ya que en el mismo convivían fuerzas y pensamientos diversos, incluso podríamos afirmar un tanto contradictorios. El dominio y posterior triunfo de Roma borraron en gran medida a muchas de las comunidades que no se adaptaron o quisieron aceptar el ideario netamente cristiano. Así sucedió, por ejemplo, con las comunidades de gnósticos, que más tarde terminarían desapareciendo, y en cuyos textos espirituales la Luz divina encarnada por Cristo era una simple traducción de Râ, el dios solar egipcio. El propio Jesús de Nazaret, convertido en Cristo, recordaba en alguna de sus acciones a Thot, encargado de enseñar a la humanidad el misterio del «Verbo». Los gnósticos llegaron a establecer un paralelismo entre la redención de la humanidad, anunciada por Jesús, y uno de los mitos egipcios más conocidos. Según este último, el ojo de la sabiduría que habitaba en el Sol huyó un día al desierto tras una violenta cólera. Dios, entonces, encargó a Thot que lo hiciera regresar, para lo cual debía convertir primero su enojo en amor. Una vez realizada esta labor, el ojo de la sabiduría debía tomar un nuevo sendero volviendo al Sol, esparciendo el amor por todo el Universo.

    Al mismo tiempo, el investigador y egiptólogo alemán Siegfried Morenz estableció en este punto algunas relaciones entre las escrituras bíblicas y Egipto. En su opinión, la aportación egipcia al libro sagrado de los cristianos fue, como así parece demostrado, bastante considerable. En algunas líneas, especialmente en las contenidas en los Salmos, éstas parecen entresacadas de traducciones originales de himnos egipcios. No debe, pues, de extrañarnos, en palabras de Morenz, que terminaran haciéndose adaptaciones bíblicas del gran himno al faraón Akenatón. Con todo ello, y haciendo un largo viaje en el tiempo, al representar sobre la piedra temas bíblicos, los maestros medievales estaban remontándose, tal vez bajo su propio desconocimiento, hasta el Antiguo Egipto. Los himnos y salmos, especialmente aquellos que trataban de la sabiduría o las alabanzas, no eran sino traducciones más o menos literales de poemas faraónicos.

    Todavía podremos comprender con mayor facilidad esta explicación al comprobar los escritos referidos a las plegarias del rey Salomón. En ellas pide con frecuencia al Señor un «corazón dócil». Esta expresión no era, ni más ni menos, que una de las bases esenciales en el buen gobierno de todo faraón. Para los faraones el corazón del hombre escondía en su interior el símbolo de la conciencia. Los reyes egipcios y hebreos creían verse así envueltos en una vivencia surgida de la inteligencia del corazón.

    Paralelamente, la importancia y el constante desarrollo de la civilización egipcia fueron dando lugar a una serie de comportamientos sociales que, a través de los años, habrían de prolongarse en el tiempo. Por otro lado, seguía siendo una costumbre que los jóvenes que necesariamente habían de ser instruidos conocieran los ritos y misterios de la religión con la que tenían que crecer. Este hecho concedía algunos privilegios para formar, al margen del sacerdocio, corporaciones diferentes que más tarde habrían de encargarse del diseño y trazado de los templos, así como de los monumentos que terminarían consagrándose al culto de los dioses. Los miembros de aquellas corporaciones, a semejanza de los gremios de constructores que se sucederían siglos después, llegaron a gozar de una estimación muy elevada, ocupando siempre un lugar distinguido en la sociedad.

    Con todo ello, parece evidenciarse el carácter especial de algunas sociedades. Es bastante significativo que a lo largo del tiempo y de las diversas culturas de la Antigüedad, algunos grupos de profesionales dedicados a la arquitectura y a las artes en general acabaran claramente desligándose del resto de la población. Esta desligadura social y ocupacional se palió, en parte, con la formación y unidad de sociedades surgidas como consecuencia de una mera inclinación profesional. Puede decirse también, recordando sucintamente las ideas de Paul Naudon¹⁴, que con toda probabilidad este proceso de asociación debió iniciarse ya en los primeros asentamientos estables del ser humano. Este hecho estaría igualmente relacionado con el incipiente proceso de urbanización, que en algunas regiones comenzó a aparecer hacia el V milenio a.C. Del mismo modo conviene recordar que, precisamente y desde aproximadamente este mismo período, las sociedades y grupos humanos comenzaron la construcción de los primeros abrigos permanentes lejos de las cuevas paleolíticas, así como el levantamiento de los primeros templos de naturaleza simbólica.

    Todo el proceso de desarrollo en la construcción iniciado por las distintas civilizaciones tuvo de esta forma un origen vinculado a lo trascendente, al uso de la simbología y a la necesidad de vivir los símbolos. Esta idea, tan esencial como elemental, pasó a ocupar un lugar de preeminencia en todas las sociedades avanzadas. Todas contaron también con constructores de templos, desde los pueblos del Mediterráneo hasta las civilizaciones asiáticas que aquí nos ocupan, siendo los primeros los que habrían de desempeñar, de una manera simbólica, la función de perpetuar la unión de lo terrestre con lo celestial. Conviene, además, no olvidar que la propia etimología de la palabra templo, del latín templus, siempre estuvo referida a un «espacio delimitado». El espacio de un edificio debía contener, además de la importancia funcional y material para la que estuviese pensado, unos valores morales y espirituales superiores que, con toda probabilidad, se nos antojan hoy difíciles de explicar y comprender.

    Pensemos por ello que los edificios que debían ser destinados al culto no se construyeron en cualquier lugar, sino en espacios específicos reservados a tal efecto y en los que algún acontecimiento o manifestación especial había sucedido. Aquello se convirtió pronto en un hecho trascendente, por lo que la inspiración y el diseño de tales construcciones necesitaron de una más que sobresaliente y conspicua preparación. Desde el análisis del suelo, los fenómenos meteorológicos o la posición respecto del Sol y de la Luna, etc., quienes debían de concebir en suma la idea final arquitectónica, no tuvieron más remedio que aceptar su alta cualificación y conocimientos técnicos, además de unas convicciones espirituales que pocos podían poseer.

    De esta forma, sucesivamente los pueblos hebreo y egipcio, principalmente, fueron adentrándose en las culturas dominantes que habrían de sucederse con el paso del tiempo en los márgenes geográficos de todo el Mediterráneo. Griegos y romanos no tardaron en comprobar la delgada línea de separación que las civilizaciones anteriores habían mostrado respecto al concepto artístico y al entendimiento con los dioses. Es por esto, por lo que muy probablemente no vacilaron en mostrar su interés hacia las nociones simbólicas y espirituales de aquellos pueblos, tomando inmediatamente las estructuras y pensamientos anteriores como un modo de comportamiento estético y artístico, que ya no abandonarían hasta su desvanecimiento político y social. Empero, aquella manera de actuar comportó sin quererlo un nuevo impulso en los conceptos del arte y de la manera de pensar en las culturas occidentales. La idea es que unos siglos más tarde pasarían a ser también patrimonio de los artistas que, bajo la morada de lo simbólico y de lo oculto, llegarían a construir los más importantes edificios religiosos de la humanidad.

    Las sociedades grecorromanas. De los «oikodomoi kai technitai» griegos a los «collegia» romanos

    Los egipcios acabaron de manera irrefutable por llevar a Grecia sus misterios e instituciones que durante siglos, e incluso milenios, habían permanecido encerrados tras los entramados sociales y los monumentos sagrados y funerarios de la ribera del Nilo. Entre los griegos, según Plutarco, las influencias llegaron a tales extremos que incluso los dioses y las costumbres egipcias adquirieron unas formas muy similares en ambas culturas¹⁵. Isis tomó el nombre de Ceres, y las familias egipcias pasaron a ser una imagen de las dionisias griegas. Parece, pues, lógico pensar que las organizaciones de arquitectos sagrados terminaran siendo muy semejantes en ambas regiones del Mediterráneo.

    Quizá por ello los sacerdotes de Dioniso, más tarde Baco para los romanos, fueron los primeros en iniciar edificaciones de teatros para que las representaciones dramáticas allí simbolizadas fueran dedicadas al culto y veneración del mismo dios. Los arquitectos encargados de la construcción de estos edificios debían ser muy pronto iniciados en el sacerdocio, llegando más tarde al grado de obreros dionisianos o dionisiastas. El culto a Dioniso o Baco se extendió así hasta Asia Menor alrededor del I milenio a.C., gracias a una colonia de griegos constructores que perfeccionaron su arte llevándolo a lo más sublime de su tiempo.

    Adquirieron, además, el privilegio exclusivo de construir los templos, teatros y demás edificios públicos, motivo por el cual llegaron a extenderse por regiones de Siria, Persia e India. Su organización, por ejemplo en Teos, residencia de los reyes de Pérgamo unos trescientos años antes de la era cristiana, y tal como ha recogido F. T. Clavel en su Historia de la francmasonería, ofrece semejanzas manifiestas con la de los francmasones a finales del siglo XVII

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