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Los griegos antiguos
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Los griegos antiguos

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Los griegos antiguos: un riguroso, a la vez que ameno, estudio sobre las características que definieron a los pueblos de la Grecia antigua y su influencia en la formación de la sociedad occidental moderna.

Los griegos antiguos, con el estudio de las diez características de este grupo de pueblos que tanto contribuyeron a modelar el mundo moderno, es una detallada y ví-vida exploración de los dos milenios de historia que van desde el surgimiento de la civilización micénica, en el siglo XVI aC, al cierre del Oráculo de Delfos, en 395 dC. Pero, más que ninguna otra cosa, es la exploración del espíritu de las gentes que habitaron ese extenso territo-rio que llegó a ser la antigua Grecia, desde las orillas del Mar Negro y otras regiones asiáticas hasta las colonias del norte de África y las más occidentales de la actual Europa.
En palabras de la autora, «con el redescubrimiento, en el Renacimiento europeo, de las obras de arte y litera-rias de la Grecia clásica, el mundo cambió por segunda vez».

«Edith Hall se ha preguntado si es posible identificar las características esenciales de los griegos de la Antigüedad, desde la civilización micénica de mediados del siglo XVI aC hasta ese punto de no retorno, hacia finales del siglo IV, cuando el cristianismo expulsó a los dioses del Olimpo. Afirmando esa posibilidad, nos ofrece los diez rasgos más salientes… y consigue ilustrar profusamente, a lo largo de todo el libro, la originalidad y la mentalidad abierta de los pueblos que formaron la antigua Grecia» (Tom Payne, Daily Telegraph).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 feb 2020
ISBN9788433941206
Los griegos antiguos
Autor

Edith Hall

Edith Hall (Reino Unido, 1959), doctora honoris causa por la Universidad de Atenas, es una prestigiosa clasicista británica. Formada en Wadham College (Oxford), está especializada en literatura griega antigua e historia cultural, y es experta en la obra de Homero. Ha sido profesora en Royal Holloway (Universidad de Londres), Cambridge, Durham, Reading y Oxford, y en la actualidad lo es en el King’s College (Londres). Autora y editora de más de diez libros sobre el mundo antiguo, en 2015 fue la primera mujer en recibir la Medalla Erasmus de la Academia Europea. En Anagrama ha publicado Los griegos antiguos.

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    Los griegos antiguos - Daniel Najmías Bentolila

    Índice

    Portada

    Prefacio

    Agradecimientos

    Mapas

    Cronología

    Los griegos antiguos

    Introducción. Diez características de los griegos

    1. Los marinos de Micenas

    2. La creación de Grecia

    3. Ranas y delfines alrededor del estanque

    4. Los jonios, esos curiosos

    5. Atenas, sociedad abierta

    6. Los inescrutables espartanos

    7. Los competitivos macedonios

    8. Reyes-dioses y bibliotecas

    9. Inteligencia griega y poder romano

    10. Los griegos paganos y los cristianos

    Nota sobre las fuentes

    Otras lecturas

    Créditos

    Notas

    A mi familia

    Joven músico a lomos de un delfín. Detalle de un vaso etrusco de mediados del siglo IV a. C. Museo Arqueológico Nacional, Madrid, España. (Fotografía: Alberto Rivas Rodríguez. Museo Arqueológico Nacional, España. N. I. 1999/127/3.)

    –...Y un mercader tirio divisó desde el mar

    una proa que asomaba al alba y, furtiva,

    levantaba frescas y rizadas cabrillas,

    los flecos de una frente que miraba

    al sur entre las islas del Egeo,

    y al ver acercarse la alegre nave griega

    con sus uvas color ámbar y su vino de Quíos,

    sus grandes higos verdes y atunes en salmuera,

    reconoció a los intrusos que llegaban a su casa,

    los jóvenes, risueños Amos de las Olas...

    MATTHEW ARNOLD,

    The Scholar Gypsy, 231-240¹

    PREFACIO

    Entre los años 800 y 300 a. C., los pueblos que hablaban griego hicieron, en un periodo de tiempo muy breve, una serie de descubrimientos intelectuales que llevaron al mundo mediterráneo a un nuevo nivel de civilización, un proceso autodidacta muy admirado por los griegos y los romanos de los siglos siguientes. No obstante, como se explica en el presente libro, la historia de los griegos antiguos comenzó ochocientos años antes de ese acelerado periodo de progreso y duró al menos siete siglos más. Cuando los textos y las obras de arte de la Grecia clásica se redescubrieron en el Renacimiento europeo, cambiaron el mundo por segunda vez.

    Dicho fenómeno se ha llamado el «milagro» griego, o la «gloria» de Grecia. Hay muchos libros titulados, por ejemplo, El genio griego, El triunfo griego, La Ilustración griega, El experimento griego, La idea griega e incluso El ideal griego; pero a lo largo de las dos últimas décadas se ha cuestionado la idea de que los griegos fueron excepcionales, subrayándose que, al fin y al cabo, solo fueron uno de los muchos grupos étnicos y lingüísticos del mundo mediterráneo antiguo. Mucho antes de que los griegos aparecieran en la historiografía, ya habían surgido varias civilizaciones complejas; entre otras, Mesopotamia y Egipto, los hatianos y los hititas. Fueron otros pueblos los que proporcionaron a los griegos los avances técnicos cruciales: aprendieron el alfabeto fonético de los fenicios, y de los lidios, a acuñar moneda. Es posible que de los luvios aprendieran a componer complicados himnos cúlticos. En la época durante la cual los griegos inventaron la filosofía racional y la ciencia (después de 600 a. C.), sus horizontes se abrieron gracias a la expansión del imperio persa.

    A finales de los siglos XIX y XX, nuestra comprensión de las otras culturas del Oriente Próximo antiguo avanzó a pasos agigantados. Ahora sabemos mucho más sobre los predecesores y los vecinos de los griegos que antes de un descubrimiento fundamental, a saber, la Epopeya de Gilgamesh en las tablillas de arcilla del valle del Tigris (1853). Asimismo, no ha cesado de aumentar la publicación ininterrumpida de nuevos escritos en las lenguas de los pueblos que dominaron sucesivamente las fértiles llanuras de Mesopotamia (sumerios, acadios, babilonios, asirios); se han descifrado las palabras de los hititas en las tablillas encontradas en Hattusa (Turquía central) y las frases de las tablillas de Ugarit, norte de Siria, y siguen apareciendo nuevos textos y nuevas interpretaciones de los escritos egipcios, lo que requiere, por ejemplo, volver a evaluar la importancia de los nubios en la historia del norte de África.

    No son pocos los emocionantes progresos que han revelado lo mucho que los griegos compartieron con sus predecesores y vecinos. Se han publicado exhaustivos estudios comparativos que muestran que el «milagro» griego fue solo un componente de un proceso constante de intercambios culturales. Los griegos fueron innovadores, pero nunca podrían haber progresado como lo hicieron si no hubieran adoptado muchas habilidades, ideas y prácticas de sus vecinos no griegos. Así pues, decir que se parecían mucho a sus vecinos del Oriente Próximo antiguo (Mesopotamia, Egipto, el Levante, Persia y Asia Menor) se ha convertido en una nueva ortodoxia, y algunos estudiosos han llegado al extremo de preguntar si los griegos inventaron realmente algo nuevo o si solo actuaron como vehículo gracias al cual se propagó por los territorios que conquistó Alejandro Magno, antes de llegar a Roma y a la posteridad, la sabiduría combinada de todas las civilizaciones del Mediterráneo oriental. Otros han visto en funcionamiento siniestros motivos racistas y acusan a los clasicistas de crear a su imagen y semejanza a los más antiguos varones europeos blancos muertos; algunos han afirmado incluso que esos historiadores han distorsionado y ocultado sistemáticamente las pruebas que confirman todo lo que los griegos antiguos debieron, más que a las tradiciones indoeuropeas, a los pueblos semitas y africanos.

    En una palabra, la cuestión se ha visto dolorosamente politizada. Los críticos del colonialismo y el racismo tienden a no exagerar el carácter tan especial de los griegos de la Antigüedad. Por otra parte, los que siguen sosteniendo que tenían algo claramente distinto, e incluso superior, suelen ser conservadores muy interesados en demostrar la excelencia incomparable de los ideales occidentales y los juicios de valor culturales. Mi problema es que no encajo en ninguno de los dos campos. Me opongo, sin duda, al colonialismo y al racismo, y he investigado los abusos reaccionarios de la tradición clásica, pero mi compromiso constante con los griegos antiguos y su cultura me ha convencido aún más de que pusieron de manifiesto un conjunto de cualidades brillantes, difíciles de identificar en una combinación y una concentración semejantes en otras partes del Mediterráneo o en el Oriente Próximo antiguo. Tras esbozar esas cualidades en la introducción, los diez capítulos de este libro son un viaje cronológico por los momentos importantes de la historia griega. También son un viaje geográfico, pues el centro de la actividad y de los logros griegos fue pasando, con el tiempo, de la península y las islas que forman la nación griega actual a importantes comunidades de Italia, Asia, Egipto, Libia y el Mar Negro. Con todo, la mayor parte de los griegos antiguos, por muy dispersos que estuvieran en el tiempo y el espacio, compartieron casi siempre la mayoría de las cualidades que, a mi entender, los definieron y que intentaré explicar aquí.

    Tomados individualmente, la mayor parte de los logros griegos pueden considerarse paralelismos de la cultura de al menos uno de sus pueblos vecinos. Los babilonios ya conocían el teorema de Pitágoras siglos antes de que el célebre filósofo y matemático viniera al mundo. Las tribus del Cáucaso ya habían llevado la minería y la metalurgia a niveles sin precedentes. Los hititas habían progresado en la técnica de los carros, pero también eran muy cultivados: pusieron por escrito las pulidas y emotivas oraciones que se decían en la corte real en ocasiones oficiales, así como unos discursos jurídicos cuidadosamente argumentados, y fue un rey hitita quien fundó la historiografía griega cuando escribió una detallada crónica de la frustración que le había causado la incompetencia de algunos de sus oficiales durante el sitio de una ciudad hurriana. Los fenicios fueron unos marinos tan magníficos como los griegos. Los egipcios contaban historias semejantes a la Odisea sobre marineros que se extraviaban y regresaban tras muchas aventuras en el mar. Fábulas parecidas a las de Esopo se componían en un dialecto arameo arcaico de Siria y se conservaban en templos judíos. El diseño arquitectónico y los conocimientos y la experiencia técnicos llegaron al mundo griego procedentes de Persia a través de muchos trabajadores jonios griegos, llamados yauna en los textos persas, que ayudaron a construir Persépolis, Susa y Pasargada. Sin embargo, ninguno de esos pueblos produjo nada equivalente a la democracia ateniense, a la comedia griega, a la lógica filosófica o la Ética a Nicómaco de Aristóteles.

    No niego que los griegos vehicularon los logros de otros pueblos de la Antigüedad, pero funcionar, y con buenos resultados, como un vehículo, un canal o un intermediario ya es en sí un papel excepcional, para el que se requiere una amplia gama de talentos y recursos. Para hacer suyos conocimientos técnicos ajenos es necesaria la capacidad, llamémosla oportunista, para identificar un hallazgo o un descubrimiento afortunado, hacen falta excelentes destrezas comunicativas y una imaginación que permita ver que una técnica, un relato o un objeto pueden adaptarse a un entorno lingüístico y cultural diferente. En ese sentido, los romanos absorbieron provechosamente de los griegos logros sustanciales de su civilización, como luego hicieron los humanistas del Renacimiento. Los griegos, por supuesto, no eran por naturaleza potencialmente superiores a otros seres humanos, ni desde el punto de vista físico ni desde el intelectual. De hecho, ellos mismos comentaron a menudo lo difícil que era distinguir entre griegos y no griegos, por no decir entre un hombre libre y un esclavo, si se eliminaban todos los símbolos de la cultura, la vestimenta y la ornamentación. No obstante, eso no significa que no fueran el pueblo adecuado en el momento adecuado para recoger, durante varios siglos, el testigo humano del progreso intelectual.

    En este libro intento dar una versión de los griegos antiguos que se extiende a lo largo de dos mil años, desde aproximadamente 1600 a. C. hasta 400 d. C. Cabe señalar, en primer lugar, que vivieron en miles de asentamientos, pueblos y ciudades, desde España hasta la India, desde el gélido río Don en la esquina nororiental del Mar Negro hasta en las orillas de remotos afluentes cercanos a las fuentes del Nilo. Culturalmente eran flexibles, pues a menudo contraían matrimonio con otros pueblos; no concebían la desigualdad étnica determinada biológicamente, pues aún no se había inventado el concepto de «raza»; toleraban e incluso acogían con satisfacción a dioses extranjeros importados, y lo que los unió nunca fue tampoco la geopolítica. Con la discutible excepción del efímero imperio macedonio a finales del siglo IV a. C., nunca existió un Estado independiente apreciablemente distinto dirigido por oradores griegos, centrado en lo que ahora conocemos como Grecia –e incluyéndola–, hasta después de la Guerra de Independencia griega a principios del siglo XIX. Lo que los griegos antiguos compartieron fue su lengua polisílaba y flexible, que ha llegado hasta nosotros, en forma similar, a pesar de siglos de sucesivas ocupaciones de las regiones de habla griega por parte de romanos, otomanos, venecianos y otros pueblos. A mediados del siglo VIII a. C., la resistencia del griego se reafirmó gracias a la familiaridad de todos sus hablantes con algunos poemas escritos en esa lengua, sobre todo los de Homero y Hesíodo. Los griegos llevaban hasta cualquier lugar donde se asentaran a los principales dioses que se celebran en esos textos, y los adoraban en sus santuarios y con sacrificios. Sin embargo, en este libro la propuesta es responder a una sola pregunta: más allá de su capacidad de absorción cultural, de su lengua, sus mitos y el politeísmo del Olimpo, ¿qué tuvieron exactamente en común los griegos antiguos, que vivieron en cientos de comunidades distintas a lo largo y ancho de tantas costas e islas?

    AGRADECIMIENTOS

    Quiero dar las gracias a Maria Guarnaschelli y a Mitchell Kohles, de Norton, por su entusiasmo y su paciencia infinita, y a Janet Byrne, que tanto contribuyó a mejorar este libro con su brillante trabajo de corrección. Vaya también mi agradecimiento a Katherine Ailes, de Random House, por su concienzudo y meticuloso trabajo editorial. Los comentarios incisivos y rebosantes de humor de Paul Cartledge demostraron ser indispensables, aunque yo me empecinara en no seguir sus consejos. Stuart Hall, mi padre, leyó atentamente el último capítulo y me brindó sugerencias de un valor inestimable para mejorarlo. Brenda Hall, mi madre, me ayudó a reunir los datos necesarios para los mapas –que diseñó Valeria Vitale– y la cronología. R. Ross Holloway y Laura Monros-Gaspar me ayudaron en la búsqueda de las ilustraciones. Yana Sistovari fue una acompañante siempre comprensiva y divertida en las visitas a los yacimientos arqueológicos. Mis puntos de vista sobre los griegos de la Antigüedad se desarrollaron en las animadas conversaciones que he mantenido con estudiantes a lo largo de los últimos veinticinco años en Cambridge, Reading, Oxford, Durham y Royal Holloway, y también en el King’s College (Londres). Quiero dar las gracias también a todos ellos. No obstante, no podría haber escrito este libro sin el apoyo y el aliento cotidianos de Richard Poynder, mi marido, y los divertidos comentarios de Sarah y Georgia, nuestras hijas.

    CRONOLOGÍA

    a. C.

    d. C.

    Los griegos antiguos

    Dibujo de la Tumba del Nadador, en Paestum, por Alice Walsh, tomado de la página 366 de R. Ross Holloway, «The Tomb of the Diver», American Journal of Archaeology, 100, n.º 3 (2006), pp. 365-388.

    (Cortesía del Archaeological Institute of America y del American Journal of Archaeology.)

    INTRODUCCIÓN

    Diez características de los griegos de la Antigüedad

    La mayoría de los griegos antiguos compartieron, la mayor parte del tiempo, diez características particulares. De ellas, las primeras cuatro –afición a los viajes por mar, desconfianza hacia la autoridad, individualismo y curiosidad– están estrechamente interconectadas y son las más importantes. Más allá de esas cuatro características iniciales, también fueron un pueblo abierto a ideas nuevas; agudos y competitivos, admiraban la excelencia de las personas de talento; sabían expresarse con detalle y eran adictos al placer. Sin embargo, en estas diez cualidades universales tropezamos con un problema de las actitudes modernas a la hora de escribir sobre el pasado. Algunos estudiosos prefieren minimizar el papel de la excelencia individual en la forja de la historia, poniendo el acento, en cambio, en las tendencias económicas, sociales o políticas que se manifestaron en todo un espectro de poblaciones o estratos sociales. Una versión así supone que la historia es lo bastante sencilla para comprenderla sin reconocer la inteligencia de tal o cual personaje y, también, la existencia de contextos amplios y preguntándose por el modo en que interactúan entre sí. Permítanme en este punto señalar en qué difiere mi versión. Si Aristóteles, por ejemplo, no hubiera nacido en una familia de médicos que gozaba del favor de los monarcas macedonios, cuyo poder se apoyaba en la nueva riqueza procedente de las minas de oro, el filósofo nunca podría haber disfrutado del ocio, los recursos, los viajes y la educación que contribuyeron a su formación intelectual, y sin duda alguna no habría conocido a hombres como Alejandro Magno, poseedor entonces de poder militar más que suficiente para cambiar el mundo. No obstante, eso no significa que los logros intelectuales de Aristóteles no sean, francamente, imponentes.

    A lo largo de todo este libro intento poner de manifiesto las conexiones entre el papel que desempeñaron, en la aparición de destacadas personalidades griegas –Pericles y Leónidas, Ptolomeo I y Plutarco–, los contextos sociales e históricos en que nacieron y las diez características del modo de pensar griego, que, en muchos aspectos, los definieron como grupo étnico. Los contextos sociales e históricos en que aquí se analiza el relato de la historia griega antigua también se dividen en diez periodos: el mundo micénico, de 1600 a aproximadamente 1200 a. C. (capítulo 1); la aparición de la identidad griega entre los siglos X y VIII a. C. (capítulo 2); la época de la colonización y los tiranos en los siglos VII y VI a. C. (capítulo 3); los primeros científicos de Jonia e Italia en los siglos VI y V (capítulo 4); la Atenas democrática del siglo V (capítulo 5); Esparta a principios del siglo IV y Macedonia a finales de ese mismo siglo (capítulos 6 y 7); los reinos helenísticos, del siglo III al siglo I (capítulo 8); los griegos bajo el imperio romano (capítulo 9), y la relación entre los griegos paganos y los primeros cristianos, que a finales del siglo IV d. C. desembocó en el triunfo de la nueva fe monoteísta (capítulo 10). En cada capítulo, comenzando por el dedicado a los micénicos y sus habilidades marineras, también presto especial atención al aspecto de grecidad presente en las diez características que he enumerado más arriba y que considero especialmente evidente en ese contexto. Eso no quiere decir que otras civilizaciones mediterráneas antiguas no compartieran algunas de las características que, combinadas, en mi opinión definieron a los griegos. La deuda de la cultura helena con los cultivados comerciantes fenicios, por ejemplo, se trata necesariamente in extenso en esta introducción, pero casi todas las diez características «griegas» se verifican, en distinto grado, en la mayoría de los griegos antiguos durante la mayor parte de su historia.

    *

    Los griegos de la Antigüedad fueron unos marinos apasionados. En 490 a. C., los invasores persas quemaron íntegra la importante ciudad griega de Eretria, hicieron cautiva a la población y nunca regresaron, y el rey persa ordenó que los prisioneros griegos buscaran una nueva colonia en el interior, entre Babilonia y Susa. Un poema atribuido a Platón imagina la inscripción que podría leerse en una lápida colectiva en el exilio asiático:

    Dejamos el hondo rugido del Egeo

    y nos asentamos aquí, en la llanura central de Ecbatana.

    Te saludamos, Eretria, tú fuiste una vez nuestra célebre patria.

    Te saludamos, Eretria, tú fuiste una vez nuestra célebre

    Te saludamos, Atenas, vecina de Eretria. Te saludamos, querido mar.

    La patria destruida de los eretrios había sido una ciudad portuaria, y los griegos de entonces casi nunca se instalaban a más de cuarenta kilómetros del mar, a un día de camino. Los primeros griegos vivieron en cientos de pequeñas comunidades costeras autónomas, de mentalidad independiente, donde practicaron un estilo de vida que fue la respuesta inevitable al entorno físico. La mayor parte de la tierra cultivable en la península griega y en las islas está aislada por las montañas, por el mar o ambos. Hoy, en Grecia, esa tierra solo ocupa cuarenta mil doscientos kilómetros cuadrados, es decir, una superficie más pequeña que todos los estados, excepto diez, que forman los Estados Unidos de América, y mucho más pequeña que Portugal y Escocia. Sin embargo, el país actual tiene al menos veintiséis zonas donde la tierra se eleva a más de novecientos metros sobre el nivel del mar, lo que hace que los viajes por tierra sean un desafío constante. Además, el número de cabos, ensenadas e islas hace que la relación entre la línea de costa y el interior sea más alta que la de cualquier otro país del mundo.

    Cuando se encontraban en la Grecia profunda, los griegos se sentían atrapados y viajaban cientos y cientos de kilómetros en busca de lugares donde construir ciudades con fácil acceso al mar; de ahí que sus comunidades llegaran a bordear muchas de las costas del Mediterráneo y del Mar Negro y sus islas. Fueron uno de los pueblos más costeros que ha conocido el planeta. Su medio preferido de transporte era el barco; a pesar de ello, preferían no alejarse mucho de tierra firme. En palabras de Platón, preferían vivir como «hormigas o ranas alrededor de un estanque». Eran anfibios culturales. En la mitología griega, la noción de la criatura que se encuentra a gusto en tierra firme y en el mar fue desplazándose imaginativamente hacia los habitantes reales del mar, a quienes los griegos solían concebir mitad humanos y mitad bestias: Glauco, que antes había sido pescador, se transformó, después de ingerir unas hierbas mágicas, en el tritón original, mitad hombre, mitad pez con la piel azul verdosa.

    A finales del siglo XIII a. C., el faraón Merneptah (también llamado Merenptah) hizo grabar en el complejo de los templos de Karnak una inscripción que celebraba su victoria sobre un grupo al que llama «Gente del Mar». La marinería estuvo íntimamente vinculada a los griegos antiguos y su sentido de la identidad. En la Ilíada, escrita hacia el siglo VIII a. C., Homero introduce el primer relato sobre el pueblo que aquí llamamos «los griegos antiguos», una lista de comunidades que a mediados del siglo VIII a. C. se consideraban a sí mismas unidas por ser capaces de disfrutar de la poesía escrita en griego y porque mucho tiempo antes habían combatido juntas en el sitio de Troya; dicha lista constituyó el verdadero núcleo del sentido de la identidad griega hasta al menos doce siglos después. Sin embargo, no está estructurada como una lista de lugares geográficos, tribus o dinastías familiares, sino que se presenta como un catálogo de barcos.

    Que los griegos se sintieran amos del mar se expresa también en su actitud respecto de la natación. Los atenienses pensaban que era deber de todo padre enseñar personalmente a sus hijos a leer y a nadar. El proverbio que caracterizaba a la clase más inculta de hombres decía que no sabían «ni leer ni nadar». Tanto los asirios como los hebreos retrataron a sus enemigos ahogándose, pero la convicción griega de que ellos eran los mejores nadadores del mundo fue un componente clave de su identidad colectiva, y pensaban que había quedado demostrado durante las guerras médicas (o persas, siglo V a. C.), cuando muchos de sus enemigos se ahogaron. También celebraban las notables hazañas de dos expertos buceadores –Escilias y su hija Ciana– que habían saboteado la flota enemiga debajo del agua. Los griegos habían llevado la técnica del buceo a un nivel lo bastante alto para permitir a quienes lo practicaban que aguantasen sumergidos periodos de tiempo considerables con la ayuda de unos contenedores de aire invertidos que les hacían llegar desde la superficie.

    Hace casi cincuenta años, en junio de 1968, se descubrió en una tumba de principios del siglo V a. C. excavada en Posidonia (Paestum), una zona del sur de Italia que los griegos habían colonizado, una hermosa imagen, conocida como la Tumba del Nadador, pintada en la cara inferior de la lápida de una sepultura rectangular. En sus cuatro paredes pueden verse escenas, todas igualmente bellas, de hombres que disfrutaban tumbados en divanes durante un banquete (symposium). De esa manera, rodeado por sus amigos bebedores, el allí enterrado podría contemplar eternamente la imagen de un buceador que se lanza de un trampolín de piedra a unas tentadoras aguas turquesa en las que está a punto de zambullirse.

    Se ha dicho que la zambullida contiene un mensaje erótico; otros creen que la escena de buceo es una metáfora de la muerte, del salto desde un mundo conocido a otro desconocido, un movimiento entre dos elementos naturales distintos, y quizá se puedan ver en esta interpretación resonancias ocultas relacionadas con el orfismo o el pitagorismo. Sin embargo, el pintor se tomó la molestia de añadir, con una pintura especialmente diluida, un ligero brote de pelo en la barbilla del buceador, enternecedoramente joven. ¿Se parecía en algo al difunto? ¿Podía ser famoso sencillamente por sus habilidades debajo del agua?

    Los héroes de la mitología griega a quienes los jóvenes debían admirar –y a tal fin los formaban– eran buceadores y nadadores de primer orden. Teseo, hijo de Poseidón y fundador mítico de la democracia ateniense, demostró su valía en el viaje a Creta antes incluso de encontrarse con el Minotauro. Aceptó el desafío de sumergirse hasta lo más profundo del mar y recuperar el anillo de Minos, que se encontraba en el palacio de su padre, pero incluso la hazaña de Teseo acabó superada por Ulises y la distancia que, después de que zozobrara su balsa, recorrió a nado valiéndose únicamente de la fuerza de sus músculos para hacer frente a las olas que rompían en las costas de Esqueria y mantenerse lejos de la orilla hasta encontrar un lugar donde pisar tierra firme y libre de rocas y vientos turbulentos.

    No es de extrañar, por tanto, que para casi todas las actividades los griegos utilizaran metáforas relacionadas con el mar, los barcos y la navegación. En la Ilíada, el ejército griego sale al campo de batalla «como el hinchado oleaje del mar, de anchos caminos, se abate sobre la nave por encima de la borda, cuando arrecia la fuerza del viento [...] así los troyanos descendían».² Para la solitaria Penélope, que no ha visto a su marido durante décadas, volver a ver a Ulises se parece al momento en que un marinero náufrago atisba por primera vez tierra firme. Pero la orilla del mar también era un lugar donde a los héroes griegos les gustaba pensar, cosa que tal vez hizo inevitable que la imaginería marítima se convirtiera en un tópico en la descripción de procesos de pensamiento. Al enfrentarse a un problema de estrategia en el campo de batalla, Néstor, el sabio y viejo consejero de la Ilíada, sopesó a conciencia las alternativas, «como cuando el vasto piélago se riza de mudo oleaje y preludia los veloces senderos de los sonoros vientos aún en calma, sin echar a rodar ni hacia acá ni hacia allá, hasta que desciende una decidida brisa procedente de Zeus». En una tragedia de Esquilo, el rey, enfrentado a una crisis internacional, dice que necesita reflexionar profundamente, «como un buceador que desciende a lo más profundo del mar». Leer un tratado de filosofía se parecía a emprender un viaje por mar... Cuando Diógenes el Cínico llegó a la última página de un mamotreto ininteligible, exclamó aliviado, en tono sardónico: «¡Tierra! ¡Tierra!»

    Los textos más antiguos de la literatura griega (siglo VIII a. C.) ya introducen cuestiones éticas como la culpa y la responsabilidad exploradas a un nivel sumamente complejo, protofilosófico y, sin duda alguna, politizado. El segundo rasgo destacado del modo de pensar de los griegos antiguos que encontraremos en reiteradas ocasiones es la desconfianza hacia la autoridad, que se expresó en su avanzada sensibilidad política. A dicha característica prestaremos especial atención en el capítulo 2, «La creación de Grecia». En la Ilíada, el derecho de todo individuo o grupo de élite a determinar las acciones del conjunto de la comunidad aparece cuestionado más de una vez por parte de miembros del ejército griego en Troya. Cuando el soldado griego Tersites, que no es rey, quiere persuadir a sus compatriotas de que vuelvan a casa, se nos dice que usa su táctica habitual de despotricar contra todos los que estaban en el poder. Tersites intenta que los demás se rían de su gobernante, pero Ulises vierte sus burlas de experto sobre el soldado y consigue que las risas de la tropa vayan directamente contra el que protesta y no contra Agamenón, el blanco de Tersites. Aunque el motín fracasa, la inclusión de esa crítica de los privilegios de Agamenón logra que el público de la epopeya tome conciencia política.

    Los autores griegos examinan sistemáticamente a los gobernantes, a los que a menudo califican de incompetentes. En la Odisea, Ulises se enfrenta a un asomo de motín en la isla de Circe, adonde había enviado un destacamento, veintidós hombres a las órdenes de Euríloco, que al regresar comunica que todos los que formaban la avanzadilla se habían convertido en cerdos. Euríloco, con bastante razón, desanima a los tripulantes que quedan para que no corran el mismo riesgo y reprende severamente a Ulises. Incluso los espartanos, que no eran demócratas, desconfiaban de los gobernantes que se daban aires. Cuando enviaron a dos espartanos, Espertias y Bulis, a ver al rey persa, cuya corte era jerárquica y se gobernaba según un complejo protocolo, los cortesanos intentaron que, como era obligatorio, se postraran ante el soberano (salaam). Los espartanos se negaron enérgicamente, explicando que los griegos se reservaban ese respeto para las imágenes de los dioses y que, además, no habían ido a ver al monarca para eso.

    El inequívoco rasgo insolente, «borde» incluso, del carácter griego plantea la cuestión de si las mujeres también lo compartían. En las democracias clásicas, donde la tendencia a la rebeldía llegó a estar refrendada constitucionalmente, hay pruebas que apoyan esa opinión. Tucídides nos habla de la revolución de Córcira (Corfú), donde las mujeres de familias democráticas subidas a las azoteas de sus casas se sumaron al combate y arrojaron tejas sobre la cabeza de sus adversarios oligárquicos. Los discursos que se han conservado de los antiguos tribunales demuestran que, a pesar de que sus derechos jurídicos eran escandalosamente pocos, las mujeres actuaban de manera resuelta y taimada para maximizar su influencia. Puede que los hombres de la antigua Grecia quisieran que sus mujeres fuesen dóciles y retraídas, pero la fuerza y la frecuencia con la que enunciaron ese ideal de feminidad sugieren que ellas no siempre lo abrazaron.

    Explicar el modo en que los griegos conciliaron su desconfianza hacia la autoridad con la aceptación casi general de la esclavitud presenta algo parecido a un desafío. Sin embargo, quizá sea ese nexo paradójico entre la veta independiente de los griegos y el hecho de que tuvieran esclavos lo que los llevó a tener en tanta estima la libertad individual. Eleuteria, voz griega que significa libertad, y también el antónimo de esclavitud, era la palabra para referirse a la libertad colectiva del dominio ajeno, como el de los persas, pero también para la libertad individual. Hasta los ciudadanos más pobres de los

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