El intelectual melancólico: Un panfleto
Por Jordi Gracia
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Al autor de este cuaderno, nacido en Barcelona en 1965 y profesor de universidad desde hace veinte años, le llegará un día u otro la hora de la melancolía. Mientras tanto, se protege contra ella proponiendo una diatriba contra quienes leen en clave depresiva las transformaciones del presente. Pero ni la cultura humanística está en bancarrota, ni la literatura europea ha perdido el norte, ni las condiciones de posibilidad de una alta cultura han empeorado desde que nos ahogamos en Internet o nos movemos en AVE. Por eso es un panfleto: porque, a pesar de las razones para la inquietud, todavía al autor le estimula la alegría de la pluralidad y la multiplicación, y encuentra muchas más razones para la fecundidad futura, sin que vea en el horizonte nubarrones de indigencia más oscuros de lo habitual. Lo que sí ve son motivaciones superficiales para el desconcierto intelectual.
Jordi Gracia
Jordi Gracia (Barcelona, 1965) es ensayista, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y colaborador habitual de El País. Ha escrito varios libros sobre la historia intelectual y literaria de España en el siglo XX y las biografías de Cervantes y de José Ortega y Gasset. En Anagrama ha publicado Estado y cultura, La resistencia silenciosa (Premio Anagrama de Ensayo en 2004), La vida rescatada de Dionisio Ridruejo, A la intemperie y Javier Pradera o el poder de la izquierda. Medio siglo de cultura democrática, además de dos opúsculos más o menos panfletarios: El intelectual melancólico y Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI.
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El intelectual melancólico - Jordi Gracia
Índice
Portada
El intelectual melancólico. Un panfleto
Créditos
Por definición los panfletos no se dedican, e incluso es aconsejable que sean anónimos. Éste incumple los dos requisitos y va dedicado a Isabel, a Laura, a Joan y a Guillem, antídotos de mis melancolías.
No nos consolamos de haber sido engañados por nuestros enemigos y traicionados por los amigos, y en cambio a menudo nos satisface ser engañados y traicionados por nosotros mismos.
LA ROCHEFOUCAULD
When I was young, it seemed that life was so wonderful,
a miracle, oh it was beautiful, magical. (...)
Then they send me away to teach me how to be sensible,
oh logical, responsible, practical.
And they showed me a world where I could be so dependable,
clinical, oh, intellectual, cynical.
SUPERTRAMP
Este cuadernillo ha acabado titulándose El intelectual meláncolico. Un panfleto porque el editor no aceptaba titularlo Panfleto contra el prestigio de la melancolía entre los intelectuales afectados por el síndrome del narciso herido. Al final ha quedado reducido a su asepsia actual porque el mismo editor creyó que era demasiado título para tan poco texto y tenía razón. Es mucho más exacto ahora y no desmiente lo que le pasa al autor: prefiere la sombra de Falstaff, del Doctor Johnson, de la tradición estoica o epicúrea y le subleva la afectación melancólica, teatralmente motivada. Pero sobre todo le revienta la particular deformación intelectual que proyecta sobre la realidad un estado de ánimo de etiología estrictamente privada y llamativamentemente sencilla: la frustración en el límite de la edad productiva, el desengaño frente a las mutaciones sociales imprevistas, la herida abierta de una vanidad nunca estabilizada.
Las enfermedades morales nos las ganamos a pulso cada uno de nosotros, así que el veneno no está en la afectación individual sino en el crédito público que prestigia la melancolía del intelectual. Muchos de ellos encarnan hoy las múltiples variantes del éxito, pero demasiadas veces escriben desde el resentimiento y son escuchados como príncipes valientes contra el envilecimiento moral y cultural de nuestra sociedad. La melancolía se ha adueñado de ellos porque nada está siendo como debería y, para empezar por lo inmediato, las cifras de ventas de sus libros suelen estar lejos de las escandalosas cantidades que manejan otros: unas veces más jóvenes, otras insolentemente más jóvenes, y por lo general, a sus ojos, semideficientes o puros indigentes intelectuales.
El lector ya sabe, por tanto, que este librito llega de otro melancólico fundamentalmente asustado e incluso proclive a contraer la enfermedad de forma prematura. A veces me parece que este panfleto nace del miedo a la melancolía y de la necesidad de conjurarla, aunque uno esté bien lejos de ostentar autoridad alguna, como no sea en el muy inestable territorio de su parcela académica. Es verdad también, sin embargo, que la melancolía de la que trata este libelo procede de una estirpe diversa de la que Aristóteles asoció con la genialidad o Marsilio Ficino pegó a la creación o Robert Burton rastreó como un sabueso enloquecido en la tradición de Occidente. Mi melancolía protagonista no es la del poeta inspirado o el novelista mayor ni es la resonancia necesaria de un solo de John Coltrane o de un fotograma de Von Stroheim. Ni siquiera es esa melancolía que necesita la alegría para detectarse tontamente dormida.
La melancolía de mi susceptibilidad es el aire de hastío cansado y de abandono, de derrota y de renuncia que genera la transformación desordenada del presente en intelectuales con muy pocas razones para quejarse y sin argumentos más allá de la irritabilidad que el desorden suscita en sus órdenes fosilizados. Profetizan el apocalipsis que anida en cada nuevo gesto social o público para denunciar la disolución de la alta cultura en la sociedad atolondrada del presente. Mi ira viene de la melancolía que se activa detrás de la ultimísima estadística sobre faltas de ortografía de los escolares, o en las últimas conjeturas sobre la decadencia docente, o en los índices de audiencia de un programa televisivo de chorradas, o en la fortuna editorial de un escritor patoso pero comercial: avisos angustiosos que sólo ellos detectan de una regresión civil y educativa irreversible o, peor aún, definitivamente abocada al submundo de lo humano.
Me he sentado también yo con espanto junto a mis hijos cuando escriben en sus redes sociales, con sus manos maltratan mi hipersensibilidad lingüística y humildemente deduzco mi impotencia para hacer frente al desorden: por qué no acentúan, por qué no puntúan, por qué garabatean el teclado alocadamente, por qué no leen más, por qué no piensan mejor, por qué no hacen lo que deben hacer y como debe hacerse. Pero el asalto dura poco, a veces porque contraargumentan con celeridad y osadía, a veces porque huyo despavorido de casa, a veces porque los echo literalmente a empellones de mi mesa de trabajo. Entonces me siento yo y escribo atacado de los nervios, tras repasar a mis clásicos, tras leer el último artículo de fondo en El País –de Ferlosio, si es posible– o el último ensayo, grueso, maduro y excelso de Anagrama o Taurus, o busco la agenda cultural de la Caixa y compro compulsivamente entradas para los conciertos de las tres temporadas siguientes. Cuando se acaba el ataque del miedo y agonizo en el teclado, levanto los ojos y una rara claridad regresa.
Entonces entiendo que quizá haya algo de deformación óptica o de visceralidad incontrolada, y sospecho que no siempre seré capaz de detener el ataque, como quizá le sucede al intelectual melancólico de nuestro tiempo. Entonces entiendo que su