Hipocondría moral
Por Pau Luque y Natalia Carrillo
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Los peligros del moralismo y la sentimentalización de las injusticias: la hipocondría moral frente a la ética.
Un fantasma recorre los salones de las clases medias occidentales: el fantasma de la hipocondría moral. Sentir culpa por hechos en los que no participan directamente: esa suele ser la reacción entre gentes bienestantes. Desentrenadas en asumir responsabilidades políticas, lidian con los males del mundo con sentimentalismo, juicios maniqueos y una mezcla de decencia moral y narcisismo.
Este ensayo se adentra en un caso verídico, y en obras de Philip Roth, Joan Didion y Mark Fisher, para reivindicar la ética frente a la hipocondría moral.
Pau Luque
Pau Luque (Barcelona, 1982) ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2020 con Las cosas como son y otras fantasías, es coautor, junto con Natalia Carrillo, del ensayo breve Hipocondría moral y autor de Ñu. Colabora en medios como El País, CTXT y Rockdelux. Le interesa el cruce entre filosofía, moral y literatura. Desde 2014 vive en Ciudad de México y es investigador en Filosofía del Derecho en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
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Comentarios para Hipocondría moral
2 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Puro chamullo pretencioso. Lo mejor es el análisis de la postura de Joan Didion y algo la glosa de Arendt. El resto busca ser ingenioso y termina siendo pesado o gratuitamente confuso.
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Hipocondría moral - Pau Luque
Índice
Portada
Hipocondría moral
Notas y agradecimientos
Notas
Créditos
Natalia Carrillo (Ciudad de México, 1984) tiene formación en matemáticas, neurociencia y filosofía de la ciencia. Es becaria posdoctoral en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Viena.
Pau Luque (Barcelona, 1982) ganó el Premio Anagrama de Ensayo 2020 con Las cosas como son y otras fantasías. Colabora en medios como El País, CTXT y Rockdelux. Es investigador en Filosofía del Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Hipocondría moral
Un fantasma recorre los salones de las clases medias occidentales: el fantasma de la hipocondría moral. Sentir culpa por hechos en los que no participan directamente: esa suele ser la reacción entre gentes bienestantes. Desentrenadas en asumir responsabilidades políticas, lidian con los males del mundo con sentimentalismo, juicios maniqueos y una mezcla de decencia moral y narcisismo. Este ensayo se adentra en un caso verídico, y en obras de Philip Roth, Joan Didion y Mark Fisher, para reivindicar la ética frente a la hipocondría moral.
A Mara, natürlich
Donde todos son culpables, nadie lo es.
HANNAH ARENDT
Escombros
Los ensayos son escombros. No hay buenos ensayos. Tampoco los hay malos. Solo hay escombros.
La marca distintiva del ensayo, si la tiene, no descansa en su valor de verdad, en su potencial para provocar controversia, menos aún en su originalidad, en su supuesta habilidad para descubrir respuestas, en su más acreditada capacidad para formular preguntas o en el hecho, zarrapastroso y ridículo donde los haya cuando del ensayo se trata, de tener propósitos edificantes.
No hay ensayo que no se derrumbe por la puntería de sus críticos o por el paso inmisericorde del tiempo. Si resiste, no es un ensayo, es otra cosa. El ensayo es implausible, inestable y debe venirse abajo como un edificio sometido por un terremoto o por los golpes de la bola de demolición que, como antídoto contra el veneno de la aluminosis, termina derribando el edificio entero.
Lo que hace que un ensayo lo sea es que tras el estruendo y el polvo flotante provocados por su desplome se adivinen unas bellas ruinas. Solo a partir del cascajo brillante y la chatarra reluciente se puede alzar otro ensayo cuyo feliz e ineludible destino sea otro derrumbe. Y es que solo es posible reconstruir a partir de lo bello, no de lo verdadero.
Así que si este ensayo les persuade –¡santo cielo!–, o les parece certero –¡cielo santo!–, es que no es un ensayo, sino una encíclica, un paper académico, el prospecto de un medicamento betabloqueante, una entrada de enciclopedia o cualquier otra cosa escrita para decir verdadero-esto-y-falso-lo-otro. Pero si en cambio les parece un interesante sinsentido, o si les repugna y les provoca ñáñaras al mismo tiempo que en algún momento fugaz les deja pensando, es porque alguien puede ya empezar a escribir otro ensayo a partir de los restos que este deje.
Oh, amigas y amigos, desengáñense: lo que importa a la hora de escribir es lo mismo que lo que importa a la hora de vivir: dejar unas ruinas hermosas, embellecer el mundo con algún puñadito más de escombros.
El caso Boudin
Octubre de 1981. Afueras de Nueva York. Seis militantes del grupo revolucionario Black Liberation Army –una continuación armada de los Black Panthers– roban 1,6 millones de dólares de un furgón de seguridad. En las balaceras durante el asalto y la posterior huida mueren un guardia de seguridad y dos policías.
Dan apoyo a esa acción cuatro miembros blancos de una facción de la Weather Underground (un grupo armado muy activo a finales de los sesenta y principios de los setenta) llamada May 19 Communist Organization. Esas cuatro personas no llevan armas. Se limitan a conducir los vehículos con los que sus camaradas afroamericanos huirán. Se producen arrestos y finalmente el juicio. Tanto los miembros del Black Liberation Army como los de la May 19 son castigados a penas de prisión severísimas.
Kathy Boudin, hija de una acomodada familia de abogados de izquierda de Nueva York y militante de la May 19 involucrada en la acción de octubre de 1981, le contó a la periodista Elizabeth Kolbert veinte años más tarde que no fue informada en detalle de la operación y que solo recibió el aviso el día anterior.¹ Así recuerda Boudin el episodio desde la cárcel:
Mi manera de apoyar la lucha es decir que no tengo derecho a saber nada, que no tengo derecho a tener una discusión política, porque esa no es mi lucha. Desde luego no tengo derecho a criticar nada. Cuanto menos supiera y cuanto más me anulara como ser, mejor: más comprometida y más moral estaba siendo.
Boudin solo podía plantearse su contribución de forma pura, irreprochable. Y eso significaba convertirse fugazmente en una autómata sin agencia. Cualquier intervención suya, cualquier intercambio suyo con los compañeros del Black Liberation Army, ya fuera un diálogo acerca de los fines o acerca de los medios estratégicos para conseguir esos fines, la habría manchado.
Boudin consideraba que su vida, como dice Hari Kunzru,² estaba en un estatus permanente de inocencia culpable por ser quien era. Así que la manera de minimizar su culpa era minimizar su vida: renunciar a su autonomía, convertirse en alguien que meramente recibe y ejecuta órdenes, en un ser heterónomo que no quiere conocer, alguien que no quiere razonar ni poner a prueba otras emociones o sentimientos que no sean los de la culpa, alguien que se abandona, por un rato, a la autonomía y voluntad de otros. Renunciar a su agencia es lo que Boudin concebía como una contribución intachable a esa causa política.
Ante el problema político e histórico que, a sus ojos, supone su propia existencia, el de ser una blanca privilegiada del Greenwich Village, Boudin halla una solución en apariencia impoluta, perfecta,