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Diccionario en guerra
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Diccionario en guerra

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El acoso cibernético sufrido por ser autora con voz propia. La incomprensión ante una sexualidad que desafía el sistema binario. El virus de la maternidad y la duda eterna de ser mujer: «Si deseas porque deseas o porque el sistema te hace desear». Este Diccionario en guerra es un original manifiesto de Aixa de la Cruz en favor del caos y en contra del orden con certezas inamovibles del feminismo de eslogan fácil. Del dildo a la burundanga. Del legrado sin anestesia de la bisabuela a las nuevas heroínas de ficción con metralleta en mano. De Emiliy Dickinson al mito del amor romántico que edulcora y justifica la violencia machista. De un relato lésbico insertado en pleno Jane Eyre al cuento de una hacker que se venga de su trol misógino. Una confesión íntima, en veintisiete letras, de la A a la Z, sin miedos ni tabús.
«Dice Aixa de la Cruz que se ha divorciado de la ficción, pero es su dominio de la narrativa lo que hace que este libro brille entre esa sobreproducción de ensayos sobre feminismo». _ June Fernández [Prólogo]
IdiomaEspañol
EditorialLa Caja Books
Fecha de lanzamiento21 oct 2019
ISBN9788417496463
Diccionario en guerra
Autor

Aixa De la Cruz

Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) es doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y escritora. Ha publicado las novelas De música ligera (451 Editores, 2009) y La línea del frente (Salto de Página, 2017) y el libro de cuentos Modelos animales (Salto de Página, 2015), y ha participado en diversas antologías de entre las que sobresale la selección de autores europeos en lengua inglesa Best European Fiction (Dalkey Archive, 2015).

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    Diccionario en guerra - Aixa De la Cruz

    Prólogo de June Fernández

    Las brujas hacían posporno

    Si hay una frase que repatea a una feminista joven es «Eso ya lo hacíamos en los ochenta». ¿Besadas lésbicas? «Eso ya lo hacíamos en los ochenta». ¿Arte menstrual? «Eso ya lo hacíamos en los ochenta». La feminista veinteañera de turno sentirá que la feminista veterana en cuestión le está cortando el rollo y las alas, que le está negando lo transgresor de su experiencia, y lo atribuirá a que la feminista veterana se siente amenazada por la vitalidad de las nuevas generaciones, que su orgullo y su miedo a envejecer le impiden pasar el relevo a las chavalas que llenan las calles cada 8 de marzo, esas que, según la veterana, basan su activismo en compartir memes en Facebook.

    Pero cuando la feminista veterana dice «Eso de mirarnos el chichi las unas a las otras ya lo hacíamos en los ochenta», no es tanto por tocar las narices —bueno, un poco también—, sino porque realmente le repatea que no se sepa que las sesiones de autocoñocimiento son más viejas que la pana. Le enerva la soberbia de esas chavalillas que, por querer dar sus propios pasos sin tutelas, obvian el legado de las que les abrieron el camino. Le frustra que cada generación piense que ha inventado la rueda, cuando lo que hace es volver a empezar de cero. Le pone mala que las jóvenes se refieran a las de su quinta como «las feministas clásicas». ¿Clásicas nosotras? Venga ya. Si en los ochenta… La joven contestará: «Ya, pero en los ochenta yo estaba en la guardería».

    Si hay algún antifeminista leyendo estas páginas —ya sea por despiste o para conocer a la enemiga—, que no se frote las manos. Porque ese cruce de reproches que describo tiene lugar mientras la joven y la veterana comparten unas cervezas para celebrar que Gallardón ha dimitido por intentar legislar contra el derecho al aborto o que la improbable huelga de mujeres ha logrado parar el país y ser reivindicada hasta por los líderes del PP y de Ciudadanos.

    Dice Aixa de la Cruz en la letra C de canon que ella no necesita matar al padre y que a sus madres —literarias y feministas— les debe gratitud. Dice que el duelo freudiano entre alumno y maestro no va con ella y se pregunta si irá con alguna mujer. Yo me temo que el feminismo tampoco se libra de conflictos maternofiliales, y que aprobamos justito en transmisión generacional. Los centros de documentación de mujeres son frecuentados solo por doctorandas de estudios de género y en la mayoría de las jornadas transfeministas supertransgresoras no hay mucho espacio para la memoria histórica.

    Ahora que tengo 33 años me doy cuenta de esto y reconozco meteduras de pata, como haber fundado Pikara Magazine sin haber ido al centro de documentación a leer el periódico Andra (editado a principios de los 2000, cuando yo estaba en el instituto y no conocía a más feministas que a Lucía Etxebarria). O como haber lanzado en 2013 un especial sobre violencia entre lesbianas como si estuviéramos rompiendo el gran tabú, sin saber que de eso ya hablaban en las revistas de lesbianas feministas de los setenta y los ochenta. Me enteré mucho después, gracias al programa de radio Sangre Fucsia.

    Al mismo tiempo, ahora que las jóvenes ya son otras, tengo el firme propósito de no reproducir el adultismo. Así que me muerdo la lengua cuando me hablan de un taller de «fabrica tu propio arnés» y pienso con tedio: «Eso ya lo hacíamos hace una década». Me pongo las pilas para entender su vocabulario, que contiene palabras como demisexual y acrónimos como GODI. Me tienen que explicar en Twitter que no todas las radfem son TERF. Intento pillar el punto al trap feminista. Y pregunto a las veinteañeras quién es la nueva Virginie Despentes, quién el nuevo Paul B. Preciado. Siento una envidia sana hacia las chavalas que montan un colectivo feminista en su instituto y me reprimo la charla de abuela cebolleta sobre la falta de referentes en los noventa. Sería injusto porque sé que el momento actual tampoco es fácil, solo más confuso: ser feminista es, al mismo tiempo, tendencia y estigma. Ellas ya no están solas, pero a mí nadie me llamaba feminazi, porque esa palabra no existía.

    Por eso me ha gustado tanto encontrar en las primeras páginas de este Diccionario en guerra una bandera blanca que bien debiera inspirar a las feministas millennials y resarcir a las veteranas con su disposición al reconocimiento y el agradecimiento. Por eso he subrayado especialmente cuando De la Cruz dice que su miedo «era mil veces menos miedo que el que ellas enfrentaron. Les debía compostura y coraje». Y cuando agrega: «Soy un patchwork de nombres propios y exhibo las costuras con orgullo».

    Este libro es un puente entre distintas generaciones. Está Virginia Woolf y está Paul B. Preciado y está Irantzu Varela. También están Romeo Santos y Loquillo, y Jessica Jones y Clint Eastwood. Está escrito al calor de la sentencia de La Manada, y está escrito después de releer Jane Eyre. Están las brujas y están las hackers. También están las tías, las abuelas y las bisabuelas de la autora. En este libro, aparentemente sencillo, hay historia, filología, antropología, filosofía y literatura, y mucha cultura popular. Habrá quien destaque, con razón, su frescura. Pero yo destaco también sus capas de profundidad y los hilos que deja para que tiremos de ellos.

    Ahora que el feminismo está hasta en la sopa, ya sea de forma genuina o por cosmética —en la gala de los Goya, en las camisetas de Mango, en la Vanity Fair y en Vice, en los originales de Netflix, en las charlas TEDx, en los discursos de Pedro Sánchez y de Beyoncé—, en Pikara nos preguntamos qué podemos aportar distinto. Nos contestamos que podemos aportar profundidad, memoria, perspectivas críticas, aprendizajes. Nos ponemos como reto seguir sorprendiendo y descolocando. En este libro he encontrado eso: profundidad,

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