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Para Diana Balooka —madre, escritora, bailarina de claqué—, el matrimonio siempre ha sido una continuación del divorcio. Ahora, con cuatro hijos, un terrier zulú como mascota y una nueva relación a la que poner fin, repasa su frenético diario sentimental: desde la granja de su abuelo en Albany, deteniéndose en París o Ciudad Juárez, hasta la desquiciada y desquiciante Nueva York de finales de los años sesenta.
Como escribió Philip Roth, gran admirador de esta ya mítica novela, «Nota de despedida es una suerte de Herzog concentrado y erotizado, la cara femenina de la locura del divorcio. A medida que cada uno de los capítulos gira y gira sobre su propio cómico y excéntrico eje, la realidad del desastre marital va desplegándose convincentemente gracias al angustiado entusiasmo de la narradora. Y tan afilado es el retrato del desconcierto sexual, tan concentradas las escenas de irónica indignación y perpleja emotividad, que uno termina pensando en la protagonista como en una fugitiva de la En la Colonia Penitenciaria de Kafka, con la sentencia de divorcio marcada en la piel».
«La obra de Sandra Hochman perdurará mientras la gente siga leyendo en nuestro idioma». ROBERT LOWELL
«Sus palmadas de alegría, en las que se insinúa siempre la sombra de algún fantasma, otorgan a cuanto escribe una sensual intensidad». NORMAN MAILER
«Exceptuando a Sylvia Plath, no conozco a ninguna otra escritora capaz de reflejar lo que es ser mujer con una prosa tan bella».ANNE SEXTON
«Nota de despedida es una novela terriblemente divertida». JOHN CHEEVER
«Una obra de primera categoría que destaca por su autenticidad e ingenio». PHILIP ROTH
Sandra Hochman
Sandra Hochman (Nueva York, 1936), verdadera leyenda del movimiento feminista estadounidense, tiene una amplia y reconocida trayectoria como periodista, ensayista, guionista, poeta y narradora. Su primera novela, Nota de despedida (1971), revolucionó el panorama literario del momento, convirtiéndose de inmediato en una obra de culto. En 1973 escribió y dirigió Year of the Woman, un pionero documental sobre el empoderamiento de la mujer. Además fue la creadora de la fundación You’re an Artist Too en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
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Nota de despedida - Sandra Hochman
Edición en formato digital: febrero de 2019
Título original: Walking Papers
En cubierta: fotografía de © iStock.com / Happyfoto
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Sandra Hochman, 1966, 1968, 1971, 2017
© De la traducción, Carlos Jiménez Arribas
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17624-66-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Prefacio: Las notas del fin de semana
Flashback: Jason
La voz de Haig
Pareja
Divorcios
Los ciegos
Lamento por mi cabeza
La Casa del Bogavante
1.001 lecciones de higiene femenina
La millonaria
El blues de los ángeles caídos
No se busca
Hacer sombra, como en el boxeo, o la política de la paz
Haig
Soledad y nervios
París
Philipe
El Beth
Nacimiento
Don Perro
Primera persona del presente de indicativo
Vida animal
Cabalgando a pelo hacia Divorcilandia
Para Alexandra Emmet
A C R Ó B A T A S
Yo también estoy
estirando. Y desafío el aire igual que tú —me retuerzo en
inauditas posiciones—, hago el
Wrisly —con una mano me toco el pie, con un pie me toco el otro, como tú, abocada
a tener pies soñadores, a tener manos de aroma penetrante
como las naranjas—, el bendito silencio de una pirueta en el aire
con la que no aterrizas en ninguna parte. Nosotros,
estúpidos zombis,
soñamos sueños que nos turban y nos hacen leves como ángeles.
Prefacio
Las notas del fin de semana
Me llamo Diana Balooka y me he casado tres veces. Mi primer marido era hipnotizador y ahora dirige el Centro de Refuerzo, que cuenta con oficinas en Los Ángeles y Nueva York. Aunque tenemos la nulidad matrimonial, nos seguimos viendo en el Roseland porque a los dos nos encanta bailar en sociedad. Mi carrera como bailarina de claqué en los festivales de verano y en Broadway quedó interrumpida para siempre cuando me enamoré de mi adorado segundo esposo, un abogado muy guapo que trabajaba para el servicio diplomático y fue nombrado cónsul general en Birmania. Allí nos hicimos los dos sacerdotes según el canon de Pali y oficiamos los ritos de la ceremonia de las velas. Imaginaos la conmoción que sufrí cuando mi amado sacerdote, marido, maestro y dulce alma gemela se resbaló en una pagoda y murió en la posición del loto. Hombre famoso, bien conocido por su amabilidad y sabiduría, era toda una celebridad en Asia, y su nombre sale a menudo en los crucigramas de todo el mundo. No me quedaron ánimos para seguir con el claqué después de una experiencia tan trágica, así que volví a los Estados Unidos, donde estudié los efectos psicológicos que tiene el divorcio en los hijos. Como es lógico, mi tercer matrimonio tenía que durar toda la eternidad. Mi tercer marido, un israelí piloso y pelirrojo, enamorado de los bosquimanos de África —era antropólogo y había participado en los famosos estudios del comportamiento humano en Puerto Príncipe—, perdió un brazo un día que salió a cazar cocodrilos, y volvió a su amor de siempre, los estudios de ecología-medioambiente-población, hasta que se hizo especialista en biología de poblaciones. Para completar su interés por los ámbitos de la calidad del aire, la comida, el control de natalidad, de mortandad y la crisis medioambiental total, se pasó a la empresa privada y, al poco tiempo, acabó en el negocio de los fertilizantes. Yo le preguntaba: «Jason, ¿qué se siente cuando aparece uno en el Diccionario biográfico como autoridad mundial en estiércol?». Se rascaba entonces la barba pelirroja, soltaba una risa y decía, con su fuerte acento de Oriente Próximo: «Cuando la mierda me llegue hasta las orejas, por lo menos sabré que es mierda mía». Por aquel entonces, todavía nos reíamos juntos.
Flashback: Jason
El amor es hola y adiós. La vida es hola y adiós.
Me pregunto qué salió mal con Jason.
¿Y conmigo? Difícil explicarlo. El cariño desapareció de repente. Desapareció la ternura, dejamos de hablarnos y de hacer el amor. No hablábamos. No nos tocábamos. Y entonces, ¿cómo se comunica la gente? Con los ojos, se comunica con los ojos. Pero él nunca me miraba a los ojos. Yo no apartaba la mirada de los suyos, buscaba una mirada suya que me dijera algo, y no encontraba nada. El hombre de los ojos ensombrecidos un día decidió que se iba de viaje de negocios: negocios de fertilizantes. Yo solo sabía que hacía meses que no teníamos relaciones sexuales; y que no quería quedarme sola. Tenía a la niñera para que se ocupara de mis cuatro hijos.
—Llévame contigo, Jason. —Sin mirarlo a los ojos.
—No puedo.
Me daban ganas de gritar:
—Mírame. Reconóceme. —Me sentía como la República de Cuba—. ¿Te importaría reconocerme?
—Sí.
Al final, ya no quería que me reconociera. Lo llevé al aeropuerto.
—Cuídate —me dijo. Y entonces pensé: pero ¿sabes tú cómo se conjuga el verbo «cuidar»?
Me llegaron cartas suyas mientras estuvo de viaje. Aunque no eran cartas, parecían más bien instrucciones: Llévame la ropa al tinte. Renueva la póliza del seguro. ¿Qué tal los niños? ¿Los llevas al médico cuando les toca? Cartas que eran listas de indicaciones, sin alma. Solubles en agua y poco más. Me estaba echando fertilizante en la cabeza. Y yo me sentía enterrada. Aparece una mujer enterrada bajo una pirámide de mierda. Me estaba vendando todo el cuerpo. No me quedaba más que esperar a la momificación. Haig.
Haig. Él quitó los jirones que me cubrían. Me sacó del sarcófago y resucitó a la momia. Mis fluidos se disolvieron despacio. Y la mujer que estaba dormida en la tumba del no tocar y el no mirar y el no sentir volvió a la vida. El Dador de Vida. Haig, el que da la vida. El rey sol. El hombre, médico y amante que me quitó los trapos y me echó el aliento en los ojos. A mí. Bella Durmiente, tú que llevas seis años de casada dormida: despiértate ya. Y vive.
Un día en la vida de una naranja. El chiste malo del verano. Quogue. Un pueblo famoso por los marineros y por las mujeres que se quedan en casa construyendo sus pirámides de quejas entre los montones de tarjetas telefónicas gastadas en llamadas a cobro revertido o con prepago. La franja de tierra que es Long Island, con forma de pinza de bogavante, que llega hasta la bahía de Long Island y el océano Atlántico, y Quogue, que está al principio de la pinza, los dos tienen la culpa, aunque no lo parezca, de que me vea yo así, con el alma zarandeada por los temporales: de mi principio y mi final. Y de mi mal humor.
Anoche oí la historia de las naranjas. Salí a cenar con Micah, una judía francesa muy religiosa, de padres cabalistas. Micah vive ahora con vistas al océano, y esos ojos tan grandes como el mar se le llenan de olas. Cuando estábamos cenando, se volvió hacia mí y me dijo: «Quiero contarte un sueño. Estábamos todos juntos en un jardín, toda mi familia, mis amigos, todos los pintores que viven en East Hampton. Y nos dieron a todos una naranja para que la estudiáramos. A la media hora, nos dijeron que dejáramos las naranjas en un montón. ¿Y luego? Luego teníamos que coger cada uno nuestra naranja del montón e identificarla. Porque cada naranja es distinta de todas las demás. Igual que cada vida es distinta de las otras. Aunque todas las naranjas se parezcan. Y sean todas iguales. Así que nuestras vidas, Diana, se distinguen unas de otras como las naranjas. Y, a la vez, nuestras vidas... pues son todas iguales».
Menudo chiste, este zumo de naranja que es mi vida: el zumo que me exprimen, y mi jardín de naranjos, mi naranjal de agravios y zumo de vida. Los zumos que fluyen del pozo redondo en el ombligo de la gran madre naranja que es mi vida. Cada vez me cuesta más distinguir mi naranja de las otras. La piel. La gruesa capa que recubre la naranja. Partida en dos está mi vida.
¿Qué me pasó aquel verano? Por aquel entonces, me estaba divorciando por primera vez. Una muerte, una anulación. Y ahora un divorcio, peor que la muerte. Mi abogado está sentado detrás de un escritorio de madera de nogal, en Nueva York. Tiene en el despacho sus títulos universitarios, las fotografías de sus hijos, sus papeles, los legajos que dan fe del sube y baja en el mundo de los matrimonios. Es él, el rey de los matrimonios, el pequeño rey Salomón que rige el mundo de incompatibilidades y mal genio, el que decide cada día quién va a separarse, a cargo de quién van a quedar los niños, para quién serán los muebles, quién pagará el seguro médico. Sus legales secretarias traducen a jerga legal sus visiones armadas. Pero él es el que desenmaraña el caos de nuestra vida.
Me siento mirando al océano y hablo por teléfono con mi abogado: son llamadas que bien podría abonarme la Asociación de Sordos. Porque, por mucho que le suplique para que la decisión se alcance pronto, siempre me responde lo mismo.
«Jason se niega a firmar el acuerdo»; o bien: «Al señor Eyrenstein le está costando dar con Jason». O: «El señor Eyrenstein se ha ido a Florida y no puede atenderla».
Por lo menos dígame algo nuevo. En septiembre tendremos que ir al tribunal. Y más me valdría empezar a hacerle la corte a una nueva vida. Porque cortejar al amor es una invitación al desastre. Corte corte, ¡corte por lo sano, que la vida es muy corta! Deme cortisona, que me ha picado una avispa israelí pelirroja y manca: ¡Jason!
La voz de Haig
Oigo ese ruido. Es más que nada
el ruido que hace el mar cuando gime y llora y de repente
es ensordecedor. No me lo puedo apartar
de los oídos, de las fosas nasales, de mi vientre, de mi pelo largo.
Es transparente como un cultivo de cristales
dentro de un tarro. Es el ruido que hace el diente de león cuando
suelta semillas y el viento las esparce como gigantescas
sombras que tienen que desaparecer.
La arquitectura del hola y el adiós: los puentes del asombro que se desmoronan. Empieza por la lucha contra el paso de los años, contra la gramática de la soledad.
¿Estás en casa? ¿Puedo pasar? ¿Estás ahí? Bonsoir. ¿Qué palabras? Llevo un gorro acabado en pico y subo las escaleras del asador Wheeler-Dealer. Encima de las cocinas voy a ver a Haig, que me interesa el uno por ciento el dos por ciento el tres por ciento —el cien por cien— el ciento diez por ciento. Qué maravilla, los números. Y mi cuerpo: que alberga el cien por cien, el ciento veinte por ciento del sentimiento. Cada tramo de escaleras del edificio que subo me acerca más —más—, llamo a la puerta. «Está abierto», grita desde el sofá en el que se ha tumbado a ver la televisión. Tumbado sin palabras. La televisión duda y oh oh, la televisión chismorrea en las ondas sacudidas por la noche. Noticias oh noticias, suspira él. Nos cuesta tanto no discutir. Vemos una película de Basil Rathbone para la televisión. Él hace de Basil. Él hace de Sherlock. Vemos un partido de fútbol americano. Yo soy el balón, me llevan de un lado para otro. La piel de cerdo sudada que sujetan unos dedos profesionales, de arriba para abajo por el campo en un segundo esfuerzo. Haig, mi majestad armenia, exige el anonimato. Abandona el mundo tradicional por un momento privilegiado de su propia historia, sus propios pensamientos, su propia pureza. Se convierte en sí mismo; sabe lo que nos duele. Nos enseña a hacer el trabajo. A vivir la vida. Es el almacén para las películas de Lucille Ball, de Gary Cooper, y comienza ahora esa vida suya de ver en una pepita los mitos de la caja mágica de la televisión patas arriba. Haig: yo busco un conocimiento sin conciencia. Un conocimiento del silencio, sin título ni inmediatez. Hasta la vista, pantalla de televisión. Mundo de la televisión. Saldré a la calle y encontraré esos edificios oscuros en mitad de la noche. Haig se queda levantado en su edificio de filetes, su pequeña torre de recuerdos. No hace absolutamente ningún plan, nada para mí. Qué alivio siente mi sombra al verse a mi cuerpo sujeta. Finalmente estoy feliz de dejar a Haig y salir al mundo de la noche donde estoy yo sola. Singular. Femenina. En francés hay cuatrocientas formas de decir adiós. Cuatrocientas pequeñas conjugaciones de los verbos. Adiós pequeño mundo televisivo.
Su madre, Hourig, tiene ojos brillantes de girasol, y lleva la corona de hiedra del verano. ¡El verano! En el sótano de la casa, donde se ocupa de que el amor salga de un tiesto, hay yesca, periódicos, fundas de almohadas, carritos viejos, y la casa en sí está llena de objetos inservibles; todos, salvo las pinturas de colores y los dibujos a lápiz de toros y pájaros. Y ella es una flor amarilla con matas de judías boquiabiertas en el jardín de atrás. Porque, mientras todos los vecinos se arrodillan, plantando semillas de césped, como musulmanes en alfombras de hierba para la oración, Hourig está en su huerto de judías, alzando las manos hacia las flores sagradas: «Tengan, tengan, ten», dice, y toca a las rosas en sus partes pudendas. Yo estoy en la tierra con forma de corazón que ha diseñado. Arracimado entre las flores, el sol todopoderoso las hace florecer mientras ella las alimenta a base de té: no se le muere ningún zumaque, margarita o girasol con esos dedos. Porque ha traído las confesiones de toda una vida al jardín de ojos azules.
Para entender a Haig, me remonto a épocas prehistóricas: al principio del tiempo, más allá del tiempo, cuando había Crocodios y Arnihómidos; hasta la edad fósil del Cretáceo y el Jurásico. Imagínate a los dinosaurios. ¿Eran armenios también? El periodo cretáceo, al igual que el jurásico, era tropical o subtropical, y los dinosaurios arrastraron la cola a lo largo de los millones de años que vivieron sobre la Tierra...
¡Socorro!
Que me come un dinosaurio...
que se me está comiendo un dinosaurio armenio.
Estoy tan jodidadamente deprimida que ni siquiera puedo bailar claqué. Se acabó eso de bailar por puro placer. Se acabó lo de arrastrar los pies alternativamente y buscar el equilibrio con las manos. Se acabó el pasito del ángel y el punta tacón. ¿Y qué hizo falta para que una bailarina de claqué de un metro ochenta, tímida, desgarbada e inocente, con mechas claras en el pelo castaño y pequeños pies vendados (vendados los pies por zapatillas de ballet de puntas a los tres años), con treinta y tres años y cuatro hijos dejara el claqué?
El divorcio.
Los calamitosos armenios.
Un puñado de recuerdos inútiles.
Sentido del humor. Exceso de inteligencia.
El cómico del espíritu está enfermo. Eso fue. Acabo de mirar mi «Nota de despedida» y el ojo morado que tengo, y he decidido rendirme y trasladarme a la China comunista. O a Málaga. O a Cuba. O a Miami Beach. O a Mesopotamia. Cualquier cosa con tal de salir de este lío. «¿Hola? ¿Mudanzas Santini? ¿Puede alguno de los hermanos Santini venir a verme con un camión? Tengo muchos objetos y fotografías y muebles, y me gustaría meterlo todo en una furgoneta de alquiler para hacer yo misma el traslado, pero he pensado que mejor lo hago en plan profesional. Me gustaría coger todos los cachivaches que he acumulado en los últimos diez años y guardarlos en un trastero. ¿Tienen por ahí algún trastero oscuro así aparente, para poner mi vida en suspenso hasta que vuelva de dondequiera que sea que voy a irme? ¿Cuánto mide? ¿Cuántos bultos me caben? ¿Cuántos percheros? ¿Cuántas cajas de embalar? ¿Cómo sé cuántas me hacen falta? Usted mande un camión de los grandes. Una furgoneta grande con un montón de operarios. Que tengo mucho que operar...».
Vale, hablemos del ojo morado.
Ahora mismo me planteo el jiu-jitsu como alternativa, pero más me valía haber pensado en ello el mismo día que conocí a Su Majestad, Haig. Iba a coger el autobús en la calle 72 para ir a la clase de claqué con Dilby Angel, y fue el caso que las Parcas se lo estaban pasando en grande. Una Parca me señaló desde lo alto y dijo: «¡Oye! ¿Veis a la mujer esa? La del bolso rojo de plástico en el que lleva unas mallas rosas y unos leotardos amarillos y zapatos de claqué de cuero negro. Esa mujer, sí..., la de los pantalones de lana blancos... ¿Veis que entra al asador Wheeler-Dealer para llamar por teléfono? Vale, pues vamos las tres con ese armenio loco, Haig, que precisamente está hoy en el mostrador del Wheeler-Dealer ocupado en alguna transacción comercial. Venga, hagamos que ella tarde un rato en encontrar el teléfono, y que mientras él la reconozca y se acuerde de que se la presentaron hace quince años en una anodina fiesta. Y venga, que la invite a salir. Y que acaben uno en los brazos del otro. Que se enamoren. Y hagamos que empiece entonces todo el armenianismo. Que ella decida que en vez de estar separada, va a divorciarse. Y él, que decida dejar a su mujer, Vestal, y se vaya a vivir a la oficina. Y luego hagamos que él le llene la cabeza de pájaros y empiece a hablarle de tener más niños. Que la convenza de que cuatro hijos no son suficientes y que tiene que tener doce, porque todo sale más barato por docenas. Si puede bailar claqué, puede tener más hijos. Venga, y vamos a hacer que él le diseñe una casa imaginaria para vivir en ella en zapatillas y fumando en pipa. Y siempre que ella le pregunte: ¿Cuándo vas a leer alguna vez un libro?
, entonces, que él responda: En cuanto coja la pipa y me ponga las zapatillas
. Es más, vamos a hacer que él deje caer la posibilidad de una boda apostólica armenia a la que no le falten sus empanadillas de kefta de cordero, ni su guisado de carne con arroz pilaf, y luego vamos a sentarnos a ver cómo a esta mujer tan brillante le dan el Premio Nobel de masoquismo. Venga, hagamos que él le coma tanto el coco que la pobre no sepa si va o si viene. Que se haga pasar por el solterón de origen armenio más codiciado en los Estados Unidos, y que la lleve a todas partes en ese Jaguar que tiene que está para el desguace, y que la deslumbre con el jazz étnico y la convenza para que le encarguen al hermano de él la construcción de un edificio, venga, y vamos a hacer que sea él el que filosofe y epitomice y yuxtaponga y dirija y analice y a la vez que sea él el que, de forma subrepticia, dé con la manera de dejar la relación
para que, en caso de que la mujer se divorcie, pueda dejarla tirada como una empanadilla caliente de kefta porque resulta que no le interesa comprometerse con ninguna señora que no sea su madre, y vamos a hacer que la meta de lleno en el rollo armenio: venga, que aprenda el idioma, conozca a toda la familia, sobre todo al hermano, famoso por cómo acaba los chistes (pues de empezarlos nunca se acuerda), y al que ahora le ha dado por plantar un carrito armenio en Central Park, vender baklava y kefta, solo por el placer de saber qué se siente al conocer de verdad a la gente; y que sea este hermano mayor de gran bigote el que le diga al oído a la mujer: ¿Por qué no te casas con mi hermano?
, en cuanto ella vuelva de Juárez con los papeles del divorcio, y que sea ella la que responda: ¿Y por qué no me lo pregunta tu hermano parapetado detrás de su propio bigote, y no del tuyo?
y que por qué ese mismo hermano cuya novia se describe a sí misma como la viuda del carrito armenio
no empieza por casarse él mismo, tan filósofo como es —o ¿es que también está debajo de las faldas de mamá?, esa señora menuda tan encantadora de moño blanco y preciosos ojos azules llenos de inocencia que cultiva plantas en el jardín de casa, plantas que le crecen tan alto como matas de judías—. Pues venga, que para eso somos las Parcas y nos gusta joderle la vida a la gente que está decidida a desjodérsela: vamos a jodérsela un poco más».
Pareja
Haig y sus amigos armenios llevan toda la noche bailando en el Seraph-East. Yo me estoy vistiendo, y me digo a mí misma: «Quiero verlo de todas las formas posibles: borracho, sobrio, de todas las formas. Voy allí a observarlo, a ver con mis propios ojos cómo es. Y a verme a mí misma de todas las formas posibles. A vernos a los dos: de todas las formas posibles. Bailando. Que la eternidad mueva el esqueleto».
Llego y lo único que veo es a unos armenios bailando, y a Haig, borracho, dando vueltas. Lo veo en la ebriedad del baile, y nadie comprende que esa ebriedad es el alma, que se sale de su curso. El alma, que revienta las costuras. Yo se las coso.
Él es quien domina el baile. La fuerza que lo nutre. Da vueltas y más vueltas.
Haig me regaló un reloj por mi cumpleaños. Y es lo único que funciona en esta casa. No podía haberme regalado nada que nos representara a los dos de manera más fidedigna. Nuestro tiempo. No paso tiempo con él que no valga la pena. Yo estaba leyendo Tiempo. Y ahora lo vivo: sus pies dan vueltas por la pista de baile como las manecillas de un reloj, vueltas y más vueltas. Está más allá del tiempo. El ocho es la eternidad horizontal. Pero Haig es un ocho que da vueltas en el Seraph-East.
Que baila para siempre.
Que siempre está bailando.
Bailamos con un pañuelo la música que tocan al oud.
Ya no tiene el pañuelo entre las manos. Y me imagino que se ha vendado con él los ojos.
Consciente
de que le
quitan de
las manos el
pañuelo.
Le
vendan
con él los
ojos
porque
no ve
quién es
su verdadera
pareja.
Porque su pareja todavía no tiene conciencia de serlo. Pero la tendrá.
—No entiendes mis símbolos.
—Quita las manos de las pistolas.
—Y tú quítate esas botas de soldado.
—Si es algo que dependa de mí, estaré contigo.
—Sería interesante que tuviéramos hijos.
—Eso no saldría bien. Te digo que no saldría bien.
—Mentira. Yo te digo a ti que es mentira.
—Entre nosotros no hay reciprocidad.
—No te me subas más a la chepa. Bájate de una puta vez.
—Pues no te subas tú a mi culo.
—Me das asco.
—Pues cuelga.
—Estoy harto de estos putos diálogos de mentira que nos traemos por teléfono y tengo que colgar, me tengo que ir ya, me tengo que ir. ¿Es que no respetas nada? No te me subas a la chepa, bájate de una puta vez y cuelga, cuelga, cuelga ya.
Y si me muero, entonces qué pasara, le pregunto a Haig, y se pone a gritar:
—Pues que no pienso ir a tu entierro. Me da igual que te mueras o no. Es que no lo entiendes: me da igual que te
