Diario de golondrina
Por Sergi Pàmies y Amélie Nothomb
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Primero fue la pérdida de un gran amor. Después el bloqueo de las emociones y, más tarde, el descubrimiento de que ya no había vuelta atrás. Así empieza este libro intimista y descarnado en el que un hombre de identidad cambiante descubre que la única manera de recuperar el placer es con experiencias radicalmente nuevas. El primer umbral será la música de Radiohead. El segundo, el asesinato. Mata por encargo, al principio, y después las víctimas son elegidas al azar. Hasta que un día se enamora... La pluma de Amélie Nothomb se encarna en una voz masculina, en un Yo frío y distante, no exento de ironía, que nos reta a desvelar el secreto que esconden las páginas del diario del asesino.
Amélie Nothomb
Amélie Nothomb nació en Kobe (Japón) en 1967. Proviene de una antigua familia de Bruselas, aunque pasó su infancia y adolescencia en Extremo Oriente, principalmente en China y Japón, donde su padre fue embajador; en la actualidad reside en París. Desde su primera novela, Higiene del asesino, se ha convertido en una de las autoras en lengua francesa más populares y con mayor proyección internacional. Anagrama ha publicado El sabotaje amoroso (Premios de la Vocation, Alain-Fournier y Chardonne), Estupor y temblores (Gran Premio de la Academia Francesa y Premio Internet, otorgado por los lectores internautas), Metafísica de los tubos (Premio Arcebispo Juan de San Clemente), Cosmética del enemigo, Diccionario de nombres propios, Antichrista, Biografía del hambre, Ácido sulfúrico, Diario de Golondrina, Ni de Eva ni de Adán (Premio de Flore), Ordeno y mando, Viaje de invierno, Una forma de vida, Matar al padre, Barba Azul, La nostalgia feliz, Pétronille, El crimen del conde Neville, Riquete el del Copete, Golpéate el corazón,Los nombres epicenos, Sed y Primera sangre (Premio Renaudot), hitos de «una frenética trayectoria prolífera de historias marcadas por la excentricidad, los sagaces y brillantes diálogos de guionista del Hollywood de los cuarenta y cincuenta, y un exquisito combinado de misterio, fantasía y absurdo siempre con una guinda de talento en su interior» (Javier Aparicio Maydeu, El País). En 2006 se le otorgó el Premio Cultural Leteo por el conjunto de su obra, y en 2008 el Gran Premio Jean Giono, asimismo por el conjunto de su obra.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Toujours aussi créative... du pur Amélie Nothomb
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Diario de golondrina - Sergi Pàmies
Índice
Portada
Nos despertamos en medio de la oscuridad...
Peligro público, había dicho mi ex jefe.
El teléfono sonó justo al mediodía.
Este oficio me convenía y sus necesidades...
Mi cliente de una noche fue un industrial...
–No entiendo por qué te sientes incómodo...
Y, sin embargo, me habían avisado: cuanto...
No tenía ningún sitio donde dormir y eso me...
Créditos
Nos despertamos en medio de la oscuridad, sin saber nada de lo que sabíamos. ¿Dónde estamos, qué ocurre? Por un momento, no recordamos nada. Ignoramos si somos niños o adultos, hombres o mujeres, culpables o inocentes. ¿Estas tinieblas son las de la noche o las de un calabozo?
Con más agudeza aún, ya que se trata del único equipaje que tenemos, sabemos lo siguiente: estamos vivos. Nunca lo estuvimos tanto: sólo estamos vivos. ¿En qué consiste la vida en esta fracción de segundo durante la cual tenemos el raro privilegio de carecer de identidad?
En esto: tener miedo.
No obstante, no existe mayor libertad que esta breve amnesia del despertar. Somos el bebé que conoce el lenguaje. Con una palabra podemos expresar este innombrable descubrimiento del propio nacimiento: nos sentimos propulsados hacia el terror de lo vivo.
Durante este lapso de pura angustia, ni siquiera recordamos que al salir de un sueño pueden producirse fenómenos semejantes. Nos levantamos, buscamos la puerta, nos sentimos perdidos, como en un hotel.
Luego, en un destello, los recuerdos se reintegran al cuerpo y nos devuelven lo que nos hace las veces de alma. Nos sentimos tranquilizados y decepcionados: así que somos eso, sólo eso.
Enseguida se recupera la geografía de la propia prisión. Mi cuarto da a un lavabo en el que me empapo de agua helada. ¿Qué intentamos limpiándonos el rostro con una energía y un frío semejantes?
Luego el mecanismo se pone en marcha. Cada uno tiene el suyo, café-cigarrillo, té-tostada o perro-correa, regulamos nuestro propio recorrido para experimentar el menor miedo posible.
En realidad, dedicamos todo nuestro tiempo a luchar contra el terror de lo vivo. Inventamos definiciones para huir de él: me llamo tal, tengo un curro allí, mi trabajo consiste en hacer esto y lo otro.
De un modo subyacente, la angustia prosigue su labor de zapa. No podemos amordazar del todo nuestro discurso. Creemos que nos llamamos Fulanito, que nuestro trabajo consiste en hacer esto y lo otro pero, al despertar, nada de eso existía. Quizá sea porque no existe.
Todo empezó hace ocho meses. Acababa de vivir una decepción amorosa tan estúpida que ni siquiera merece la pena hablar de ello. A mi sufrimiento había que sumarle la vergüenza del propio sufrimiento. Para prohibirme semejante dolor, me arranqué el corazón. La operación resultó fácil pero poco eficaz. El lugar de la pena permanecía, ocupándolo todo, debajo y encima de mi piel, en mis ojos, en mis oídos. Mis sentidos eran mis enemigos y no dejaban de recordarme aquella estúpida historia.
Entonces decidí matar mis sensaciones. Me bastó con encontrar el conmutador interior y oscilar en el mundo del ni frío ni calor. Fue un suicidio sensorial, el comienzo de una nueva existencia.
Desde entonces, ya no tuve dolor. Ya no tuve nada. La capa de plomo que bloqueaba mi respiración desapareció. El resto también. Vivía en una especie de nada.
Superado el alivio, empecé a aburrirme de verdad. Pensaba en volver a accionar el conmutador interior y me di cuenta de que no era posible. Aquello me preocupó.
La música que antes me conmovía ya no me provocaba reacción alguna, incluso las sensaciones básicas, como comer, beber, darme un baño, me dejaban indiferente. Estaba castrado por todas partes.
La desaparición de los sentimientos no me pesó. Al teléfono, la voz de mi madre sólo era una molestia que me hacía pensar en un escape de agua. Dejé de preocuparme por ella. No estaba mal.
Por lo demás, las cosas no marchaban bien. La vida se había convertido en la muerte.
Lo que activó el mecanismo fue un disco de Radiohead. Se llamaba Amnesiac. El título le iba bien a mi destino, que resultaba ser una forma de amnesia sensorial. Lo compré. Lo escuché y no experimenté nada. Aquél era el efecto que, en adelante, me producía cualquier música. Ya empezaba a encogerme de hombros ante la idea de haberme procurado sesenta minutos suplementarios de nada cuando llegó la tercera canción, cuyo título hacía referencia a una puerta giratoria. Consistía en una sucesión de sonidos desconocidos, distribuidos con una sospechosa parsimonia. El título de la melodía le venía como anillo al dedo, ya que reconstruía la absurda atracción que siente el niño por las puertas giratorias, incapaz, si se había aventurado, de salirse de su ciclo. A priori, no había nada conmovedor en ello, pero descubrí, situada en la comisura del ojo, una lágrima.
¿Acaso era porque hacía semanas que no había sentido nada? La reacción me pareció excesiva. El resto del disco no me provocó más que un vago asombro causado por cualquier primera audición. Cuando terminó, volví a programar el track tres: todos mis miembros empezaron a temblar. Loco de reconocimiento, mi cuerpo se inclinaba hacia aquella escuálida música como si de una ópera italiana se tratara, tan profunda era su gratitud por, finalmente, haber salido de la nevera. Presioné la tecla repeat con el fin de verificar aquella magia ad