Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Un asesinato musical: Un caso barroco
Un asesinato musical: Un caso barroco
Un asesinato musical: Un caso barroco
Libro electrónico622 páginas11 horas

Un asesinato musical: Un caso barroco

Calificación: 3.5 de 5 estrellas

3.5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

«Un asesinato musical no es solamente un soberbio thriller, sino también un sutil estudio de las relaciones entre la creatividad, la ambientación, el amor y el afán de posesión. Un libro cálido, lleno de diestras modulaciones.»Amos Oz
«Cuando se lee a Batya Gur, lo primero que llama la atención es su evidente dominio del género y su ejemplar penetración psicológica.»The New York Times Book Review
De la celebrada autora israelí, Batya Gur, nos llega la cuarta entrega de la popular serie de los fascinantes e inteligentes thrillers protagonizados por Michael Ohayon. En esta ocasión, el comisario, gran aficionado a la música clásica, entabla amistad con su vecina Nita, una chelista perteneciente a la familia de los Van Gelden, músicos de fama internacional, e investigará un inesperado caso que afecta el entorno de su nueva amiga y que parece explicarse con el robo de un valioso cuadro barroco en el lugar del crimen. Pero mientras su vida personal gira en torno de algo tan maravillosamente absorbente como la adopción temporal de Noa, una bebé de pocas semanas abandonada en el refugio antiaéreo de su edificio, Ohayon irá más allá y mientras bucea en los secretos de los Van Gelden, un nuevo asesinato en la familia le alerta de una nueva y terrible dimensión en el caso.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento5 ago 2014
ISBN9788416208234
Un asesinato musical: Un caso barroco
Autor

Batya Gur

Batya Gur (Tel Aviv, 1947-Jerusalén, 2005) se doctoró en Literatura Hebrea en la Universidad Hebrea de Jerusalén, ciudad en la que fue profesora durante más de veinte años y colaboró como crítica literaria y ensayista en el periódico Haaretz. En 1988 comenzó su popular serie policiaca de seis novelas protagonizada por el comisario Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador que se caracteriza por romper los pactos de silencio de las distintas comunidades cerradas (psicoanalistas o miembros de un kibbutz, por ejemplo) en las que investiga un crimen. Estas novelas se han convertido en auténticos bestsellers y clásicos del género en Europa, Japón y Estados Unidos, donde han figurado en la lista de las mejores novelas policiacas de The New York Times Book Review. Ediciones Siruela ha publicado de esta autora entre otras: Un asesinato literario, Un asesinato musical, Asesinato en el kibbutz, Asesinato en el corazón de Jerusalén, Asesinato en directo, No lo imaginaba así y Piedra por piedra.

Autores relacionados

Relacionado con Un asesinato musical

Títulos en esta serie (100)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Misterio para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Un asesinato musical

Calificación: 3.7444444177777783 de 5 estrellas
3.5/5

45 clasificaciones4 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    I felt like I was plodding through this book. I was just about to put it down, when Michael discovered the baby on his doorstep. That was intriguing for awhile and then it became a ponderous plot line and I wasn't sure what the purpose was. The book was much too long to keep the suspense going. The long intricate sections about music were interesting but didn't really move the story along. I'm not excited about reading another book by this author. Also do people really scribble on paper with burned matches? That was a new one for me.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    So continues the murder mysteries of Israeli policeman Michael Ohayon. It has been two years since our last adventure with him. In the meantime he has been away from the force, studying law. Upon his return he becomes entangled in a murder with a family twist. Murder Duet starts with Ohayon wanting to spend a quiet holiday alone, listening to music in his apartment. His solitude is broken when he hears the cries of an infant in the basement of his apartment building. Abandoned in a cardboard box the baby girl is barely a month old and for some reason Ohayon takes it upon himself to care for the newborn. This gives Gur an opportunity to show Ohayon's sensitive side and reveal some of his personality outside of work. After finding the baby Ohayon meets his neighbor, Nita van Gelden, and develops a relationship with her. That relationship is compromised when Nita's father and brother are murdered and Ohayon is on the case.Out of all the Gur mysteries I have read this one was my favorite. Even though the character list was extensive I felt it was more manageable than in previous stories. It was refreshing that not everyone had a name or detailed history. Some characters were just "young woman" or "fat Russian." Past Gur books have included a detailed description of an autopsy. This one has a play by play of how a polygraph test works. There is no doubt Gur does her homework!
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5
    Well written novel gives glimpses into the world of Israeli music.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    As usual, Gur writes a solid mystery, this one with the stakes a little higher since Ohayon manages to fall in love with one of the suspects. The book is full of ruminations about the nature of human relationships and long discussions about classical music theory. I don't know much about music theory, but I've heard enough classical music to understand the arguments, and this book really made me want to learn more about it, which always a good thing. The characters are getting better by the book as they get more and more fleshed out. However, I'm guessing that Ms. Gur had either a child or a grandchild at the time of writing, because there are pages and pages of baby smells and baby foods and this pulled my rating down. Ohayon, whom I like because of his clear mind and discerning nature, pretty much becomes a woman (not that I want to trash my own gender), and an indecisive one at that. The baby plot has nothing to do with the overall plot and is very distracting. Ohayon could easily have fallen in love with Nita because of her genius, and reading about his baby worries wore me out quite a bit. There's some weird stuff too, like the Director for the Child Welfare Bureau, who decides that Ohayon wouldn't be a good foster father because of how detectives in detective novels act. I don't think that's how social workers function... If you skip the baby-stuff, though, it's a darn good read!

Vista previa del libro

Un asesinato musical - Batya Gur

Índice

Cubierta

Portadilla

Un asesinato musical

1. La Primera de Brahms

2. Rossini, Vivaldi y la enfermera Nehama

3. Vanitas

4. La lógica con que funciona el mundo

5. Morendo cantabile/Morir cantando

6. Su Majestad me ha hecho llamar

7. Las tres caras del mal

8. Quienes desean vivir al margen de la vida

9. Mejor, diría yo

10. Uno no se va encontrando niños por la calle

11. Nunca nos había sucedido nada semejante

12. La distancia correcta

13. Et homo factus est

14. Un viejo manuscrito enmohecido

15. Cuestión de dinámica

Notas

Créditos

Un asesinato musical

Un caso barroco

A la memoria de mi padre, Zvi Mann

Los comentarios atribuidos a Theo van Gelden en el capítulo 13 se han tomado de una conferencia que Ariel Hirshfeld dio en julio de 1995 en el Centro de Música de Mishkenot Sha’ananim, Jerusalén.

1

La Primera de Brahms

Mientras colocaba el disco compacto en el reproductor y se disponía a pulsar el botón, Michael Ohayon creyó oír un llanto apagado. Revoloteó en el aire y se extinguió. Sin apenas prestarle atención, Michael permaneció en pie junto a la estantería y hojeó las notas que acompañaban a la grabación sin llegar a leerlas. Se preguntaba, distraído, si era adecuado romper la tranquilidad de la víspera de fiesta con el ominoso acorde inicial, tocado por la orquesta al completo sobre un retumbante fondo de timbales. Era la hora del crepúsculo, momento en que, ya a finales del verano, el aire comenzaba a tornarse más fresco y nítido. Se le ocurrió pensar que era muy discutible que las personas recurran a la música para evocar mundos dormidos en su interior. O que busquen en ella un noble eco de sus sentimientos o un medio de crear un estado de ánimo particular. Él estaba sumido en la niebla y el vacío, la calma de aquella víspera de fiesta era lo único que parecía abrazarlo. De ser cierto lo que se decía, reflexionó, no habría escogido aquella obra, que estaba a años luz de la placidez que precedía a las fiestas en Jerusalén.

La ciudad se había transformado enormemente desde que llegara a ella de niño para ingresar en un internado de estudiantes especialmente dotados. Michael había sido testigo de cómo dejaba de ser un lugar cerrado, replegado en sí mismo, austero y provinciano, para convertirse en una ciudad con pretensiones de metrópoli. Sus estrechas callejuelas estaban atestadas de hileras de coches y tras los volantes los impacientes conductores vociferaban y agitaban el puño con impotencia. A pesar de todo, nunca dejaba de conmoverlo lo que aún hoy seguía sucediendo en las vísperas de fiesta, especialmente de Ros Hasaná, Pascua y Savuot, pero también las tardes de los viernes, aunque tan sólo fuera durante unas horas, hasta que descendía la oscuridad; eran momentos en que reinaban la paz y el sosiego, la tranquilidad absoluta tras la agitación y el bullicio.

Antes de que la música se derramara por la sala hubo un instante de una serenidad tan perfecta, de una quietud tan plena, que se podría haber pensado que alguien había respirado hondo antes de la primera nota y, alzando la batuta, había impuesto silencio en el mundo. Las miradas nerviosas, movedizas, inquietas, de quienes formaban largas colas ante las campanilleantes cajas registradoras del supermercado se desvanecieron súbitamente de sus pensamientos. Michael olvidó los gestos nerviosos de las personas angustiadas que cruzaban a la carrera la calle Jaffa cargados con bolsas de plástico y llevando con cuidado cestas de regalo. Tenían que abrirse paso entre filas de coches con los motores en marcha, cuyos conductores asomaban la cabeza por la ventanilla para ver qué había provocado el atasco en aquella ocasión. Todo esto se evaporó en el silencio.

Sobre las cuatro de la tarde, las bocinas de los coches y el rugido de los motores cesaban. El mundo se tornaba plácido y tranquilo, y Michael recordaba su infancia, la casa de su madre y las tardes de los viernes, cuando regresaba del internado.

En la quietud de las vísperas de fiesta, Michael volvía a ver el rostro radiante de su madre. La veía junto a la ventana, mordisqueándose el labio inferior para disimular los nervios, en espera de su hijo menor. Pese a que su marido había muerto y Michael era el único de los hijos que seguía en casa, su madre le había permitido marcharse. Sólo regresaba en fines de semana alternos y durante las vacaciones. Los viernes por la tarde y las vísperas de fiesta, Michael recorría a pie el sendero que, bordeando la colina, le conducía desde la última parada del autobús hasta su calle, a las afueras del pueblo. La gente, aseada y vestida con ropa limpia, reposaba en sus casas, con la tranquilidad que les daba tener un día festivo por delante. La serenidad del momento le tendía sus dulces brazos mientras trepaba por la callejuela hacia la casa gris en las lindes del pequeño barrio.

Todo era calma y sosiego en las inmediaciones del semisótano donde Michael llevaba instalado algunos años. Para acceder había que bajar un tramo de escalera y, ya en la sala de estar, al mirar por las grandes cristaleras que daban al estrecho balcón, se descubrían las colinas de enfrente y la escuela femenina judía de Magisterio, curvada cual blanca serpiente, y sólo entonces se comprendía que aunque era un piso bajo, estaba encaramado en la empinada ladera de una colina.

Las voces de los niños del edificio, ya recogidos en casa, se habían acallado. Incluso el chelo del piso de arriba guardaba silencio, aunque Michael no había dejado de oírlo durante los últimos días: escalas y más escalas y una suite de Bach. Sólo algún que otro coche pasaba por la serpenteante calle por donde Michael dejaba vagar la mirada mientras pulsaba distraídamente el botón del reproductor de compactos. Su mano tomó la delantera a su razón y a sus dudas. Y, con aquel movimiento, hizo que el estrepitoso inicio de la Primera sinfonía de Brahms retumbara en la sala. La armoniosa paz que Michael imaginaba haber alcanzado tras largos días de inquieta desorientación le pareció ahora una ilusión, al desvanecerse de golpe.

Porque con el primer sonido tenso emitido por la orquesta, una nueva y poderosa inquietud se despertó en él y lo abrumó. Las pequeñas angustias y los problemas olvidados fluyeron desde su estómago hasta su garganta. Levantó la vista hacia las manchas del techo de la cocina. Iban creciendo de día en día y cambiando de un blanco sucio al gris negruzco de la humedad. Sólo había un breve trecho entre aquella visión, que pesaba sobre él como si fuera de plomo, y los pensamientos y las palabras. Porque esas manchas requerían una urgente negociación con los vecinos de arriba, una charla con aquella mujer alta, de ojos nublados y descuidada vestimenta.

Michael había llamado a su puerta un par de semanas atrás. La vecina salió a recibirlo llevando en brazos a un niño de pecho que se retorcía y berreaba y a quien ella trataba de aquietar acunándolo y dándole palmaditas en la espalda. Su rizado cabello castaño claro le ocultó el rostro cuando inclinó la cabeza sobre el niño. A su espalda, sobre una gran alfombra mugrienta de vivos colores, se desparramaban partituras y discos compactos sin caja, y en una gran funda abierta forrada de fieltro verde reposaba el chelo, de un centelleante color caoba, con un atril a su lado. Al mirarla a los claros ojos, hundidos y de desvaídas pestañas, con oscuras ojeras que acentuaban su aire desvalido, Michael se sintió culpable por haber ido a molestarla. Echó una mirada inquisitiva por encima de su hombro, esperando descubrir al hombre barbado con quien había coincidido una vez en el portal del edificio. Michael había oído cómo abría la puerta del piso de arriba, y ahora, dando por hecho que era el marido de aquella mujer, supuso que vendría a hablar con él para liberarla de esa carga adicional. Pero, como en respuesta a su mirada, ella dijo, los labios fruncidos y la vista baja, que no iba a poder ocuparse del problema hasta dentro de unos días, cuando el niño se hubiera recuperado de la otitis. Además, las goteras no las había provocado ella sino los inquilinos anteriores.

Tenía una voz grave, agradable y familiar, y Michael se sintió de pronto demasiado alto y amenazador. Ella parecía acobardada y en tensión, como si le costara mirarlo desde abajo. Su mano se movía nerviosa entre la manta clara en la que llevaba envuelto al niño y los rizos que caían sobre sus hombros, y Michael encogió los hombros, tratando de parecer más bajo, y se apresuró a decir que esperaría con mucho gusto.

Fue la primera vez que habló con ella. Siempre había eludido deliberadamente el trato con los vecinos en todos los lugares donde había vivido, sobre todo a partir de su divorcio. Y en aquel edificio alto también se limitaba a leer los avisos pegados en el panel de corcho del portal. El pago de la calefacción, la jardinería, el servicio de limpieza de la escalera y las reparaciones de urgencia lo resolvía echando sigilosamente un cheque en el buzón de la familia Zamir, que vivía en el tercer piso y de la que no conocía ni de vista a ninguno de sus miembros. Sospechaba, no obstante, por las miradas inquisitivas y preocupadas que le lanzaba un hombre de cierta edad, menudo y calvo, con el que se topaba de vez en cuando en la escalera, que él era el tesorero de la comunidad y el autor de los requerimientos de pago y de las listas de inquilinos morosos.

Su titubeante llamada a la puerta de los vecinos de arriba, que lucía una tarjeta con el nombre VAN GELDEN, señaló para él el comienzo de algo que había evitado conscientemente durante muchos años. En el edificio donde vivía antes, Yuval, a la sazón adolescente, descubrió cierto día en que estaba hambriento que se les había acabado el azúcar y sugirió que fueran a pedirle un poco a los vecinos, sugerencia ante la que Michael reaccionó con horror.

–Nada de vecinos –afirmó tajante–. Se empieza por pedir un poco de azúcar y se termina en la junta directiva de la comunidad.

–De todos modos, algún día te tocará participar –vaticinó Yuval–. Te llegará el turno. A mamá le pasa lo mismo, pero el abuelo la libera de esa obligación.

–Si no existo, no tengo por qué participar –insistió Michael.

–¿Qué quieres decir con que no existes? ¡Claro que existes! –le recriminó Yuval en el tono didáctico que adoptaba siempre que su padre parecía perder el contacto con la realidad. Inclinó la cabeza poniendo un gesto crítico, como si exigiera que se dejara de tonterías.

–Si doy la impresión de que no existo –dijo Michael–. Y para eso es importante no presentarse a la puerta de los vecinos pidiendo tazas de azúcar o de harina. Yo creo que es la única cosa, o una de las pocas cosas, en que tu madre y yo estuvimos de acuerdo desde el principio.

Yuval, sin la menor gana de enterarse de nada más sobre los acuerdos y desacuerdos de sus padres, se apresuró a dar por concluida la conversación:

–Bueno, no te preocupes, me tomaré una taza de cacao, que lleva el azúcar incluido.

Michael temía la molesta conversación con la vecina, que ahora sería inevitable dado que las manchas en expansión evocaban tristemente el abandono y la pobreza. Al pensar en fontaneros, azulejos levantados, martillazos, ruidos y molestias en general, a la vez que se daba cuenta de que había olvidado comprar café para los días de fiesta, su inquietud se acrecentó mientras el tema inicial de la sinfonía desarrollaba una tensión creciente. En un intento de calmarse, empezó a leer el folleto que acompañaba al disco. Lo sacó de la caja plana de plástico transparente, contempló el apuesto semblante de Carlo Maria Giulini y su lustrosa cabellera, que no alcanzaba a ocultar el ceño reflexivo del director de orquesta, y se preguntó qué tal se llevaría un italiano con los músicos de la Filarmónica de Berlín.

Se concentró en la música, tratando de cerrar a ella su corazón y, por una vez, escuchar la obra sólo con la razón. Entonces, al fin comenzó a leer lentamente el folleto, deteniéndose en la nota biográfica en francés –la lengua que Michael, marroquí de nacimiento, conocía mejor de las tres en que estaba redactado el folleto–, y leyó, no por primera vez, cómo se había gestado la sinfonía, que, pese a ser la Primera de Brahms, había sido concluida en una etapa bastante avanzada de su vida, y que poco después de su estreno fue apodada «la Décima de Beethoven». Brahms trabajó en ella intermitentemente durante unos quince años, una vez que hubo compuesto aquel primer movimiento tan rico en suspense y negros augurios. En septiembre de 1868, años antes de concluirla y en tiempos de una dolorosa ruptura con Clara Schumann, Brahms le envía a ésta una felicitación de cumpleaños desde Suiza: «Así ha sonado hoy la cuerna alpina», y debajo las notas del tema para corno que años después incorporaría al último movimiento de la sinfonía. El lenguaje prosaico del folleto, que describía el cromatismo y lo que denominaba «el sello de fatalismo» de las flautas, y que luego analizaba la tensión entre las líneas melódicas ascendentes y las descendentes, no lograba inhibir el efecto abrumador de la música. En un principio, a Michael le pareció que llenaba el espacio físico que lo rodeaba y trató de desprender de su piel el aire saturado de música concentrándose tenazmente en identificar los diversos instrumentos de viento y las batallas que libraban entre sí y con otros instrumentos.

Durante largo rato fue presa de un temblor muy real, no sin dejar de sorprenderse y burlarse de sí mismo por aquella rendición al hechizo de unos sonidos que tan bien conocía, y se decía a sí mismo que lo mejor sería apagar la música o escuchar otra cosa.

Pero en su interior había algo más poderoso que se dejaba llevar por una emoción que le cortaba el aliento. La música estaba cargada de presagios amenazadores, oscuros, tenebrosos, pero también hermosísimos, que lo incitaban a dejarse arrastrar, a rendirse a aquella melancolía ominosa.

Michael tomó asiento y dejó el folleto sobre el brazo del sillón.

Estaba convencido de que uno de los mecanismos para disipar los sentimientos opresivos, para adormecerlos y recobrar una suerte de paz, consistía sencillamente en distraerse. Aunque había quien pensaba que al obrar así los sentimientos volverían para atacarte por la espalda, como ladrones en la noche. («Precisamente cuando estás descuidado, todo aquello de lo que has huido te asesta una puñalada», solía decir Maya. El recuerdo del fino dedo admonitorio que Maya posaba luego en su mejilla, una media sonrisa en los labios y los ojos mirándolo con severidad, le hizo sentir de nuevo la vieja punzada de dolor.) A pesar de todo, Michael creía que valía la pena transferir la fuente de la emoción de la boca del estómago a la cabeza.

Bastaba con estudiar el asunto, enfrentarse a él desde la distancia correcta y, sobre todo, no dejarse absorber por él. Llenar el vacío interior, sí, pero consciente de cómo se lograba.

Se podía silenciar la música, y también cabía la posibilidad de perseverar y volver a escuchar el disco desde el principio, prestando atención a los matices, a la suavidad del forte en esta interpretación, a la entrada del segundo tema, e incluso aislar los pasajes de transición entre los diversos temas.

Entró en la cocina y echó una ojeada al techo con la esperanza de descubrir que las manchas habían encogido o al menos seguían igual. Pero era evidente que se habían extendido desde la última vez que las examinó de cerca, hacía un par de días.

¿Por qué le preocupaban las manchas?, se preguntó con irritación en el umbral de la cocina, mientras la música llenaba todos los rincones. Era un problema de los vecinos de arriba, a ellos les correspondía resolverlo, y una manita de pintura bastaría para tapar aquel retazo negro verduzco del techo.

Volvió a mirar el folleto que reposaba en el sillón, se acercó a la estantería y pulsó el botón del reproductor de compactos. Se hizo un silencio absoluto. El cable del teléfono, desconectado y cuidadosamente doblado, parecía ofrecer un refugio.

Quizá el teléfono sonara si lo conectaba. Y, entonces, ¿qué sucedería? «Supongamos que suena», se decía, «¿qué ocurriría?». Si abría sus puertas al mundo, éste podría ofrecerle una cena en casa de Shorer, o una visita a Tzilla y Eli, o incluso una velada con la familia de Balilty, pese a que Michael ya le había dicho, mintiendo, que iba a cenar en casa de su hermana.

Le había contado esa mentira con objeto de evitar que se repitiera la noche de Pascua del año anterior. Danny Balilty se había presentado a la puerta de Michael vestido con una elegante camisa blanca y tan sudoroso como siempre, como si hubiera venido corriendo del oeste al norte de Jerusalén. Su enorme barriga se bamboleaba ante él mientras hacía repiquetear las llaves del coche, y, con una sonrisa congraciadora e infantil, no exenta de cierto aire de triunfo, le dijo: «Supusimos que no iba a servir de nada telefonearte. No podíamos empezar el séder sin ti». Entrecerró los ojillos para escudriñar la butaca color café con leche del rincón y el círculo amarillo de luz derramado por la lámpara de lectura sobre la cubierta verde de un libro, y luego exclamó en tono de desconfiada estupefacción: «¡Así que es cierto que ibas a pasar solo la noche de séder, y para colmo leyendo literatura rusa!». La mitad superior de su cuerpo se inclinó hacia el dormitorio y su mirada se precipitó en la misma dirección, como si esperase que la puerta se abriera y por ella apareciese una rubia despampanante envuelta en una toalla rosa.

–Si por lo menos estuvieras acompañado –dijo, rascándose la cabeza–, lo entendería. Pero, aun así, estoy seguro de que la chica se encontraría mejor pasando el séder con una familia numerosa y disfrutando de la maravillosa comida que hemos preparado.

En los últimos años Balilty se había convertido en un cocinero entusiasta. A continuación describió con todo lujo de detalles cómo había adquirido medio cordero y todo lo que había preparado con él, y cómo su mujer había hecho una sopa de carne especial, verduras, ensaladas y berenjenas a la griega. Sin moverse, miraba a Michael con ojos implorantes y se quejaba como un niño:

–Si Yuval no estuviera en Suramérica estoy seguro de que vendrías. Matty me matará si regreso sin ti.

Y en un momento de debilidad Michael se había dejado arrastrar lejos de la tranquila velada que llevaba planeando todo el mes.

–¿Qué hace diferente a esta noche de todas las demás? –le había dicho a Balilty, quien seguía junto al sillón.

Y Balilty blandió el libro de Chéjov en su dirección, un dedo introducido entre las páginas por donde iba la lectura, y le comunicó:

–Olvídate de la filosofía. Está prohibido pasar solo las fiestas.

Es algo que lleva a la desesperación. Es de dominio público que las fiestas son un desastre para quienes no tienen familia.

Michael fijó la mirada en el rostro abotargado del agente de

Inteligencia Balilty. Quiso comentar que quienes se avenían a las convenciones se sentían amenazados en presencia de quienes se desviaban de ellas, y que aquella invitación, que no sabía cómo rechazar, nada tenía que ver con su propio bienestar. Puede que incluso pudiera enterderse como la despiadada venganza de una familia contra un hombre que vivía solo y disfrutaba de su soledad. A punto estuvo de pronunciar la palabra «chantaje», pero en lugar de eso se encontró diciendo con una sonrisita:

–Bajo coacción, Balilty.

–Llámalo como quieras –repuso Balilty con firmeza–, yo lo considero un mitzvá¹ –después dejó cuidadosamente el libro en el sillón y añadió en tono plañidero–: ¿Por qué sacas las cosas de quicio? No es más que una noche de tu vida. Hazlo por Matty.

Michael se contuvo para no soltar lo que tenía en la punta de la lengua: «¿Por qué tengo que hacer nada por tu mujer? Tú eres el que se supone que debe hacerla feliz. Y si dejaras de perseguir a todo par de tetas con que te cruzas, tu mujer sería feliz desde hace mucho tiempo». Entró en el dormitorio a buscar su camisa blanca de manga larga, odiándose a sí mismo por su debilidad. Al palparse la mejilla áspera y plantearse si procedía afeitarse, le dijo a su rostro en el espejo que no se lo tomara tan a pecho. ¿Qué había de terrible, a fin de cuentas, en pasar una noche absurda más? De joven no era tan pomposo ni pedante con respecto a su manera de ocupar el tiempo.

Tal vez debería haberse rendido a las presiones de su hermana Yvette y haber ido a pasar el séder en su casa. Tantas vacilaciones, se dijo entonces, eran resultado de la rigidez, la cual a su vez derivaba de la edad y quizá, como decía Shorer, era asimismo una de las consecuencias inevitables de vivir solo. Como el desengaño recurrente de las esperanzas depositadas en las grandes reuniones en torno a una mesa y en las vacuas conversaciones emprendidas para matar el tiempo.

Estaba colmándose de esa autocompasión que pronto lo llevaría a enfadarse consigo mismo y con su aislamiento, cuando en el fondo todo era cuestión de engreimiento y arrogancia. «No eres mejor que nadie», le dijo a su reflejo a la vez que se mesaba un nuevo mechón de pelo gris. «Tómatelo con calma. Lo que sucede en el exterior muchas veces es lo de menos. El espíritu es libre para vagar a su antojo», se recordó mientras se vestía a toda prisa. Incluso buscó una botella de vino francés que luego le ofreció a Matty al llegar. Con el rostro resplandeciente, radiante, Matty le dijo que no debería haberse tomado la molestia, y, a continuación, Michael se sentó sumiso entre los festejantes reunidos en torno a la mesa para una celebración tradicional y ortodoxa del séder.

Entre plato y plato, Michael se esforzaba en darle conversación a la sobrina de Balilty. Recordó que con ocasión de su primera visita a aquella casa, Danny Balilty había tratado de organizarle un plan con su cuñada. Trató de activar el sentido del humor que le quedaba para enfrentarse a las miradas de ánimo que Balilty le lanzaba mientras se apresuraba entre la cocina y la mesa festiva.

Por su parte, Matty Balilty intentaba no mirar en absoluto en su dirección. Sólo cuando Michael le elogió la comida, se atrevió ella a dirigirle una mirada penetrante con sus ojos castaños y nerviosos y a preguntar:

–¿De verdad? ¿De verdad te gusta?

Y por la manera en que la hija de su hermano se ruborizaba y jugueteaba con el borde de su servilleta, Michael comprendió sin asomo de duda que Matty no sólo se refería a la comida.

Michael se había presentado en el trabajo una semana antes tras dos años de ausencia, durante los que Balilty tuvo buen cuidado de «mantenerse en contacto», como le repetía siempre que lo llamaba para invitarlo a su casa. Dado que lo había llamado por teléfono apenas unos días antes, el agente de Inteligencia pasó corriendo a su lado sin siquiera detenerse a darle la bienvenida y se limitó a palmotearle el brazo y decir a voces:

–Anímate, Ohayon, anímate. La vida es corta. La semana que viene vendrás a celebrar con nosotros las fiestas. Matty va a preparar un cuscús.

Y por eso, porque Balilty había hecho caso omiso de la excusa de Michael, «pero si te he dicho que iba a irme fuera», éste no podía oponer al entusiasmo de su compañero una reserva cortés, que se interpretaría como una actitud ofensiva de arrogante frialdad en contraste con el sincero deseo de Balilty de mantener una cierta intimidad; todo ello lo llevó a desconectar el teléfono aquella mañana.

Ahora Michael contemplaba el cable telefónico y se preguntaba si tenía sentido haber plantado una resistencia tan enconada.

¿Qué tenía de bueno su irrevocable decisión de pasar la noche a solas, cuando en realidad no estaba haciendo otra cosa que angustiarse por las manchas del techo y por la nota hallada en el buzón?

Ésta era un requerimiento perentorio de que subiera al tercer piso para que el señor Zamir le hiciese entrega de los estatutos de la comunidad de vecinos. En la reunión de la antevíspera, a la que

Michael, como era su costumbre, no había asistido (las palabras «como era su costumbre» eran un añadido manuscrito a la nota mecanografiada), se había tomado la decisión de que le había llegado el turno de representar a los inquilinos de su ala.

Por un instante Michael pensó en telefonear a alguien, a cualquiera, antes de perecer ahogado en un charco de desolación. Asió el cable, pero se abstuvo de conectarlo.

Balilty podría presentarse intempestivamente aunque el teléfono estuviera desconectado, pero nadie más osaría hacerlo. Si lo conectaba y llamaba a Emanuel Shorer, todo terminaría en otra invitación a una cena festiva en familia. Y, en todo caso, no podrían mantener una conversación interesante por teléfono. La llamada sólo serviría para dar más fundamento a la argumentación de Shorer de que Michael no debía continuar viviendo solo.

–¿Entonces qué sugieres que haga? –había preguntado Michael con agresividad durante su último encuentro, justo antes de reincorporarse tras su permiso de estudios–. ¿Quieres mandarme a hacer una terapia? –preguntó sarcásticamente una vez que Shorer hubo concluido de enumerar los síntomas de lo que él denominaba «deformación generada por la continua soledad».

–No sería mala idea –repuso Shorer con gesto de no-me-achantas–. Yo no creo en los psicólogos, pero aparte de que es tirar el dinero, no pueden hacer ningún daño. ¿Por qué no? –sin esperar a que le respondiera, prosiguió–: Por mí, hasta te diría que fueras a una pitonisa. Lo importante es verte asentado. ¡Un hombre de tu edad! Casi has llegado a los cincuenta.

–Tengo cuarenta y siete –puntualizó Michael.

–Da lo mismo. El caso es que todavía estás tratando de encontrarte a ti mismo. Relacionándote con todo tipo de... Vamos a dejarlo, eso no tiene importancia.

–¿Cómo que no tiene importancia? –protestó Michael–. Es muy importante. ¿Con todo tipo de qué, exactamente?

–Todo tipo de casos perdidos, mujeres casadas, solteras... en fin, esa clase de mujeres con las que no se puede lograr nada, incluso Avigail... ¡Un hombre necesita una familia! –dictaminó.

–¿Por qué, si se puede saber? –replicó Michael, simplemente por decir algo.

–¿Cómo que por qué? –dijo Shorer escandalizado–. Un hombre necesita... ¿qué te voy a explicar? De momento nadie ha encontrado una solución mejor... un hombre necesita hijos, un hombre necesita un marco en el que encajar. Es propio de la naturaleza humana.

–Yo tengo un chaval.

–Ya no es un chaval. Es un chicarrón que vagabundea por el mundo y ha ido a buscarse a sí mismo a Suramérica. No es ningún niño.

–Ya ha llegado a Ciudad de México.

–¿De verdad? ¡Gracias a Dios! –exclamó Shorer con evidente alivio–. Un sitio civilizado, al fin –de pronto se le vio enfadado–:

Ya sabes a qué me refiero. No me obligues a darte un sermón sobre las virtudes de la vida familiar. Un hombre necesita alguien con quien hablar cuando vuelve a casa. Algo más que cuatro paredes. Algo más que líos de faldas. Por lo que más quieras, si han pasado más de veinte años desde que te divorciaste. Y diez años desde que estuviste embarcado en una relación seria, si no contamos a Avigail. ¿Hasta cuándo piensas esperar? Yo pensaba que mientras estuvieras estudiando, esos dos años en la universidad te servirían para conocer gente...

Michael guardaba silencio. Nunca le había hablado a Shorer de Maya y hasta el día de hoy desconocía lo que Shorer sabía de ella.

–No pretendo decir que tengas mal aspecto –agregó Shorer, cauteloso–. No es que te hayas quedado calvo ni hayas engordado. Y nadie puede negarte tus grandes éxitos con las mujeres.

Todas las mujeres de la casa me comentan que en cuanto te ven quieren... –esbozó un gesto vago.

–Sí, ¿qué es lo que quieren? –se burló Michael. Una vez más >tuvo la impresión de que no era la simple preocupación por su bienestar la que mantenía a sus amigos en vela por las noches, sino también la envidia pura y dura.

–¿Cómo voy a saberlo yo? ¡Quieren algo! Es un hecho. Incluso la nueva mecanógrafa. Puede tener unos veinticinco, pero parece una adolescente, es guapa, ¿eh?

Y giró los ojos en las órbitas. En aquel momento, Shorer le recordó a Balilty. Michael se preguntó qué tendría aquel tema para hacerles hablar en el mismo tono. ¿Por qué la voz de Shorer adquiría de pronto un tonillo de alcahuete? ¿Tendría algo que ver con la sensación de que sus vidas tocaban a su fin, en tanto que Michael aún tenía incalculables posibilidades a su alcance? O, al menos, eso se figurarían ellos. Si pudiera hablar con franqueza, les contaría un par de cosas sobre sus inquietudes, sobre su desesperación.

–Ya me habías preguntado si me gustaba.

–Porque ella se interesó por ti –se disculpó Shorer–. Es por ese aspecto que tienes, alto, cortés, tranquilo, con esa tristeza y esos ojos tuyos. Y cuando se enteran de que encima eres un intelectual... preguntan... les entra inmediatamente el deseo de... de lograr que no estés triste.

–¿Y dónde está el problema? ¿Qué es lo que te preocupa?

–¡Estoy hablando de ti, no de ellas! ¡Así, de pronto, el señorito no entiende lo que se le dice!

–¿Qué preguntó la mecanógrafa?

–¡Qué preguntó! Todas preguntan lo mismo, que si estás casado, que si estás con alguien, ¿por qué no? Ese tipo de cosas.

–Y tú, ¿qué les contestas?

–¿Yo? ¡No vienen a mí a preguntármelo! ¿Crees tú que se atreverían? Se lo preguntan a Tzilla. Y ella siempre procura echarte una mano. Pero como si nada. Has tomado de modelo a tu tío. Un mal modelo. Jacques era una mariposa. Rebosante de alegría de vivir. Pero tú te tomas las cosas a pecho. Y como era una mariposa, tuvo que morir joven. Las estadísticas demuestran que los hombres que viven solos mueren antes.

–¡Ah, las estadísticas! –Michael abrió los brazos–. Si las estadísticas están en contra de mí, ¿qué puedo decir? ¿Quién soy yo para rebatir las estadísticas?

Shorer soltó un bufido.

–No me vengas ahora con tus teorías sobre los estudios estadísticos.

Michael bajó la vista y trató de no sonreír, pues el hecho de que Shorer abordara ese tema una y otra vez le llegaba al corazón. Por otro lado, quizá satisfacía su necesidad de una figura paterna, papel que Shorer venía desempeñando desde que lo reclutó para la policía y agilizó sus ascensos. Así lo demostraba el que lo hubiera ayudado a conseguir un año más de permiso no remunerado para proseguir sus estudios, o que de vez en cuando le echara regañinas por lo que él llamaba sus procedimientos irregulares.

–Si al menos me dieras la impresión de estar contento y feliz –refunfuñó Shorer–. Pero es evidente que no lo estás.

–¿Y el matrimonio me haría feliz? ¿Es la panacea?

–Por lo que a mí respecta, no hace falta que te cases. Vive con alguien. Llega a algún acuerdo, siempre que sea algo estable. Algo más que una de esas chicas con las que se ve desde el principio que no se va a llegar a ninguna parte.

–¿Cómo se puede saber algo así por anticipado? –protestó Michael–. La casualidad también juega su papel.

–¿En serio? ¿La casualidad? ¿Ahora crees en la casualidad? ¡Dentro de poco te vas a poner a hablar del destino! Discúlpame, pero esto no es serio. Te estás contradiciendo. Tengo un millar de testigos que te han oído decir mil veces que la casualidad no existe.

–Tú ganas, quizá debería pedir asesoramiento a un especialista –dijo Michael con una sonrisa desmayada.

–Yo no creo que la gente vaya a cambiar por ir al psicólogo –afirmó Shorer, a quien le había pasado inadvertido el sarcasmo de

Michael–, sólo, quizá, si se apoyan en una decisión interna. De no ser así, es como tratar de dejar de fumar por medios externos, sin el verdadero deseo de conseguirlo. No comprendo cómo un matrimonio fracasado hace veinte años puede traumatizar a alguien para el resto de su vida. El pasado, pasado está. Nira, su madre, su padre y todo lo demás eran polacos, sí, pero estoy convencido de que no eran monstruos.

–Dime una cosa –replicó Michael, con la irritación que lo embargaba siempre que Shorer comenzaba a hablar de su ex mujer, como si con ello estuviera revelando a sabiendas un borrón en su pasado, como si pretendiera restregarle una y otra vez el error fatal que había cometido alocadamente en su juventud–. ¿Tú crees que yo no quiero encontrar a alguien, amar a una mujer que me inspire el deseo de vivir con ella?

Shorer le dirigió una mirada irónica:

–No lo sé. ¿A juzgar por tu comportamiento hasta ahora? ¿Quieres que te diga la verdad?

Michael suspiró.

–Al principio –rezongó Shorer– ha pasado demasiado poco tiempo desde el divorcio, y después ha pasado demasiado tiempo y ya se han adquirido manías, una visión calculadora. Es un hecho. ¿Cuántos años han pasado?

–¿Desde cuándo?

–¿Cuántos años llevas solo? Sin contar tu relación con la mujer del Peugeot, la mujer del médico –Shorer desvió la mirada.

–Casi dieciocho, pero...

–No hay peros que valgan –lo interrumpió Shorer, y una vez más empezó a entonar lamentaciones sobre Avigail.

Era esta clase de conversaciones lo que había llevado a Michael a desconectar el teléfono. Solían desarrollarse junto a la puerta de su coche los viernes y vísperas de fiesta, cuando se disponía a regresar a casa. Y en lugar de guardarse para sí sus pensamientos, como antes lo hiciera, Michael había comenzado a involucrarse en las charlas. Una nota de conmiseración e inquietud teñía ahora los comentarios de sus compañeros cuando se avecinaban las vacaciones. Había llegado a percibirla incluso en las voces de Tzilla y Eli, quienes en un principio no eran más que sus subordinados y con el tiempo se habían ido convirtiendo en amigos de confianza, aunque no por ello dejaban de guardar un cierto respeto a su intimidad.

A causa de esa temida nota, y también porque sabía que responder a las llamadas lo introduciría en un ambiente familiar íntimo, Michael evitaba coger el teléfono. Se dijo que no tenía sentido tratar de esquivar la situación inventándose distracciones. Lo mejor era, por el contrario, rendirse a sus sentimientos hasta que se apaciguaran por sí solos. Y, ciertamente, debía escuchar la sinfonía de Brahms hasta el final, porque el consuelo de la música no era un sustituto desdeñable. Estaba a punto de oprimir el botón para reiniciar el sonido y saltar al segundo movimiento cuando volvió a oír un débil gimoteo que sonaba como el llanto apagado de un bebé.

Le hizo gracia su certidumbre de que no era el bebé del piso de arriba, porque siempre se desgañitaba al llorar. ¡Pensar que conocía tan bien el llanto del niño de los vecinos! El sonido de ahora era una especie de plañido, desalentado pero claramente audible, que parecía proceder de debajo de su piso. A pesar de todo, intentó desentenderse de él porque en las últimas noches su sueño se había visto turbado con más frecuencia de la habitual por lo que interpretó como maullidos de gatos en celo, y también le había despertado en más de una ocasión el llanto de un bebé, que lo mantenía a la escucha en la oscuridad hasta que se cercioraba de que era el niño de arriba.

Pero los plañidos, que ya no se parecían en absoluto a los maullidos de un gato en celo y sonaban muy humanos, lo llevaron a pensar que tal vez la gata negra había parido en el refugio antiaéreo que había en el sótano. Abrió la puerta y se asomó, como si pensara encontrar una camada de gatitos sobre el felpudo. No descubrió gato alguno, pero sí un sobre marrón. Echó un vistazo a su contenido. Entre los informes financieros más recientes de la comunidad de vecinos encontró un talonario de recibos con una nota doblada en medio, donde le deseaban buena suerte y todas las bendiciones de Ros Hasaná para el Año Nuevo. Michael se apresuró a devolver el talonario de recibos al sobre, como si bastara dejar de pensar en él para que desapareciera. Luego tiró el sobre dentro del apartamento porque los sollozos se habían vuelto más fuertes y claros y se imponían sobre los demás ruidos que llegaban a la escalera a través de las puertas cerradas. La caja de la escalera amplificaba las increpaciones de una mujer, los chillidos de una niñita, las voces televisivas, los graves y persistentes acordes de un instrumento de cuerda, el repiqueteo de los cacharros de cocina.

Tal mezcolanza de sonidos no alcanzaba a silenciar los gemidos que provenían del sótano. Michael supo que había de actuar a toda prisa. Si había gatitos en el sótano, lo mejor sería llevárselos antes de que se acostumbraran a vivir allí.

Cuanto más se acercaba al refugio antiaéreo más extraños sonaban los gemidos, en absoluto gatunos. La puerta del sótano estaba abierta de par en par y, en el umbral, dentro de una cajita de cartón, sobre una capa de periódicos cubierta con plástico transparente y bajo una manta de lana amarilla y astrosa, encontró tumbadito a un bebé de carne y hueso que berreaba a pleno pulmón.

Cogió al bebé en brazos, lo llevó a su dormitorio, retiró los periódicos de la cama, cambió las sábanas y después depositó encima al bebé, y entonces cayó en la cuenta de que no había salido de casa desde el mediodía y no podía calcular cuándo habían dejado la caja en el sótano. Trató de precisar el momento en que había oído los gemidos por primera vez. Pero no había manera de saber con seguridad si los sonidos intermitentes oídos durante las últimas horas habían sido maullidos o, como ahora más bien creía, el lloriqueo del bebé.

El bebé reposaba sobre la cama. Aparentaba un mes de edad.

Tenía los ojos abiertos, de ese azul propio de los niños pequeños, y una espesa pelusilla clara y húmeda le cubría la cabeza. Apretó los minúsculos puños y los agitó en el aire, llevándoselos de tanto en tanto a la cara sin alcanzar a tocarse la boca. Michael volvió a cogerlo en brazos. El llanto amainó durante unos segundos, convirtiéndose en un resuello que luego dio paso a un potente alarido de irritación. Michael deslizó la punta del pulgar en la boquita y la dejó reposar entre las rosadas encías que se cerraron con fuerza sobre ella. Comprendió que tenía en los brazos a un niño casi recién nacido y hambriento y que no disponía de medios para darle de comer.

Se inclinó sobre la cama para recoger la manta, que desprendía un olor mohoso y manojos de lana amarilla. Aspiró el dulce aroma infantil del rostro terso del bebé, bañado en sudor, y de su cuello. Aun antes de tenderlo boca arriba para quitarle la ropa en la que iba embutido, Michael siguió el impulso irresistible de empezar a retirar las pelusas amarillas prendidas entre sus dedos y en los pliegues del cuello. El bebé se retorcía en medio de la cama. Agitaba los brazos y pataleaba con furia. Michael volvió a tomarlo en brazos. Lo recostó sobre su antebrazo izquierdo, tan largo como el cuerpo del niño, y lo estrechó contra sí. Actuaba compulsivamente, como en un sueño, como si hubiera retrocedido veintitrés años en el tiempo. Al tomar conciencia de la inquietud que le inspiraba el rostro del bebé hambriento se sintió presa de una profunda emoción, no desprovista de alegría. Se oyó hablando instintivamente como solía hablarle a Yuval durante las largas noches de su niñez. Apretando al bebé contra su pecho, se encaminó al cuarto de baño y empezó a llenar el lavabo de agua tibia. Con los labios pegados a la encarnada orejita, iba comunicándole al bebé todo lo que iba a hacer: sumergir el codo en el agua, extender una gran toalla de un rosa desteñido sobre la lavadora. Luego revolvió el armarito de las medicinas en busca de los polvos de talco, y una voz nerviosa le comunicó al bebé que no los encontraba.

Susurraba incesantemente junto a la orejita, en la creencia de que el flujo continuo de palabras acallaría el hambre del bebé, cuyos ojos azules lo miraban de hito en hito, hipnotizados. Pero Michael sabía que aquella fascinación no sería duradera ya que, una vez que hubiera bañado y mudado de ropa al bebé, no tendría medios de proporcionarle lo que realmente necesitaba: no tenía biberón ni leche maternizada.

Cuando el agua estuvo a la temperatura correcta, Michael colocó al bebé sobre la toalla extendida. Dejó un dedo de cada mano dentro de las manitas del bebé. Más adelante le sorprendería la fuerza del instinto que dictaba sus actos en esos momentos. El bebé enroscó fuertemente los dedos en torno a los suyos. Abrió mucho la boca, asustado, y su cuerpo, desprovisto de protección, empezó a sacudirse mientras sus labios se torcían. Michael se inclinó, posó suavemente los labios en su mejilla y, sin cesar de susurrar, extrajo un dedo del puñito que se aferraba a él con desesperación. Despegó con una mano las tiras de plástico del pañal, dándose ánimos para resistir el previsible llanto con la idea de que mojaría un paño en agua con azúcar y lo introduciría en esa boquita que temblaba espasmódicamente, lista para una nueva ofensiva.

Buscó en su bolsillo un pañuelo limpio y trató de decidir si había llegado el momento de ir a la cocina a preparar el agua con azúcar. Pero su mano derecha ya estaba retirando el pañal desechable, que se desintegraba tras muchas horas de uso. Mientras lo doblaba, Michael recordó que en tiempos de Yuval todavía utilizaban pañales de tela. Luego se quedó paralizado y se oyó lanzar un grito de asombro antes de estallar en carcajadas. Estaba tan seguro del sexo del bebé que ni siquiera la visión de la pequeña vulva, enrojecida y agrietada por la orina, bastó en un principio para convencerlo.

–¡Pero si eres una niña! –exclamó inclinándose sobre ella–.

Claro que eso no cambia en absoluto las cosas para nosotros – murmuró junto a la orejita–, un bebé es un bebé sea cual sea su sexo. Pero es curioso que nos dejemos engañar así por nuestras antiguas percepciones –prosiguió en voz alta–. A quien alguna vez ha bañado, cambiado y alimentado a un nene no se le ocurre que un bebé vestido pueda ser una niña. De haberlo sabido, habría comprendido por qué no has ofrecido resistencia mientras te desvestía, porque, según dicen, las niñas son más dulces que los niños desde pequeñitas.

El cuerpecito había quedado completamente desnudo. Un entramado de venas azules destacaba en el pecho blanquecino, manchas rojizas de una erupción provocada por el pañal cubrían el vientre. Antes de que las minúsculas piernas comenzaran de nuevo a patalear, Michael levantó a la niña, la estrechó contra su pecho y la fue sumergiendo poco a poco en el agua tibia: piernas, nalgas, y al fin también la espalda y el cuello, sostenidos por su brazo. La nena se estremeció convulsa y emitió un chillido. Michael reanudó su cháchara en murmullos y sus explicaciones a la vez que le pasaba la mano por la cara y el cuello. La enjabonó y la aclaró deprisa, la depositó cuidadosamente sobre la toalla, en la que la envolvió, y revolvió el armarito queriendo dar con alguna crema; encontró el envase azul de la pomada blanca que Yuval solía utilizar años atrás, cuando estaba en el ejército.

Al ver a la nenita envuelta en la gran toalla, sostenida por uno de sus brazos, agitando las piernas, Michael se acordó de Nira.

Cuando él bañaba a Yuval antes de darle el biberón, Nira solía quedarse en el umbral del cuarto de baño, recostada contra el quicio de la puerta, protegiéndose de los gritos con las manos sobre los oídos. Él debía recordarle a menudo que le tendiera un dedo al bebé para que éste lo agarrara con el puño y superase el espantoso miedo a perderse en el espacio. Cada vez que se lo recordaba, Nira se apresuraba a obedecer, y aquel desamparo y obediencia le hacían sentirse prepotente. No se gustaba a sí mismo cuando le decía cómo había de comportarse con su hijo, pero tampoco podía evitarlo.

Secar y ponerle crema a la nena le produjo una extraña sensación. Mientras le restregaba la espesa crema en el vientre, examinó su ombligo colorado y protuberante. Tuvo de pronto miedo de que fuera síntoma de una hernia, resultado de las muchas horas de llanto continuo. Sólo un pediatra podría hacer el diagnóstico, idea ante la que se sintió remiso y atemorizado. Ir al pediatra supondría que alguien más se enteraría de la existencia de la niña, que se la llevarían inmediatamente para someterla a un examen médico. Así pues, decidió ahuyentar la idea de sus pensamientos. La consulta médica podía posponerse. Excepción hecha del ombligo y de la pequeña erupción, la piel de la nena estaba suave y lisa. De pronto rompió a llorar de nuevo y su carita se puso roja y azul.

Al dirigirse a la cocina con la niña para preparar el agua con azúcar, Michael aún no sabía qué le iba a decir a la vecina de arriba. Pero sí sabía que ella era la única solución rápida que se le ocurría para el problema de los biberones, los pañales y las mudas. Se sentía incapaz de volver a vestir a la niña con el trajecito que antes llevaba o de meterla de nuevo en la caja de cartón. La dejó envuelta en la toalla, tumbada en medio de la cama, un pañuelo limpio enroscado y empapado de agua con azúcar en la rosada boca, los labios succionando con avidez. Michael erigió un muro de almohadas a su alrededor y corrió escaleras arriba hasta el segundo piso.

Ya con la vecina ante él, seguía sin saber qué decir. La mujer había abierto la puerta apenas una rendija. Una de sus manos sujetaba el picaporte y con la otra se peinaba los rizos, tratando de recogerlos, y después comenzó a juguetear con el cuello de la masculina camisa púrpura. Michael percibió en su rostro aprensión, casi miedo a que el motivo de su presencia fuera de nuevo la mancha de humedad del techo.

–¿Puedo pasar? –preguntó.

Con desvalida sumisión y evidentes reservas, como si hubiese querido negarle la entrada con cualquier excusa pero no supiera decir que no, la vecina abrió la puerta, se apartó y quedó inmóvil hasta que Michael entró en la sala y se detuvo junto un corralito contra el que reposaba la funda del chelo.

El gordezuelo bebé estaba tumbado en el corralito, los brazos estirados, las piernas separadas. Respiraba profundamente.

El chelo descansaba sobre un pequeño sofá, junto a una pila de ropa lavada y bajo un gran óleo, un lienzo sin enmarcar que, tras una ojeada rápida, dejaba la impresión de un paisaje brumoso en blanco, negro y gris. La mujer tosió y dijo, sin alejarse de la puerta, que debido a las fiestas aún no había encontrado un fontanero. Él trató de decir que el fontanero no era el motivo de su visita, pero ella continuó hablando muy deprisa y excusándose de nuevo por el hecho de que debido al niño, a la necesidad de ponerse otra vez a trabajar y a las vacaciones...

Michael hizo un ademán impaciente.

–Sólo venía a preguntarle... –arrancó–, ahora mismo hay un bebé, una niñita, en mi casa, y no tengo nada para ella...

Durante los segundos en que ella lo miró perpleja, los ojos, profundos y muy claros, entrecerrados y con arruguitas junto a las comisuras, a Michael se le ocurrió una explicación:

–Mi hermana ha dejado a su nieta a mi cargo y se ha olvidado de todas sus cosas.

–¿Qué cosas? –preguntó la mujer. La suave luz que aún entraba por la amplia ventana osciló sobre los mechones grises de su cabello rizado antes de iluminar una diminuta manchita sobre su pecho izquierdo.

–Todo. Biberones, leche, pañales... todo eso –masculló avergonzado, consciente de que era una excusa increíble. Volvió a asustarse al asaltarle la idea, que se apresuró a borrar de su mente, de que estaba haciendo algo ilícito–. Las tiendas van a estar cerradas dos días, durante las fiestas. No puedo llamar por teléfono a mi hermana porque es religiosa... Y, además, vive muy lejos.

A los ojos de la mujer asomó una mezcla de inquietud y desconfianza cuando preguntó:

–¿Cómo? ¿Le han dejado a la niña durante todas las fiestas? ¿A una niña de pecho? ¿Vive usted solo?

Michael asintió de mala gana con un gesto.

–Disculpe que se lo pregunte –dijo ella precipitadamente–, pero es que... ¿Sabe cómo ocuparse de ella?

–Creo que sí... Ha pasado mucho tiempo desde que... Mi hijo ya es mayor, pero un bebé es un bebé. Y creo que esas cosas no se olvidan... –quedó en silencio al oírse tartamudear–. En fin –añadió con resolución–, la suerte está echada. La niña está aquí

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1