Sin embargo, Laila los escuchaba como si estuvieran muy lejos. Los observaba y sonreía, se llevaba el vino a la boca y entrecerraba los ojos. En realidad, solamente fingía interés en los comentarios. Su pensamiento estaba fijo en el ramo de rosas que se encontraba en su camerino, con la instrucción expresa a su ayudante de que lo llevara a la casa de ella esa misma noche. Únicamente ese arreglo es el que debía llegar a su hogar, pues los demás, que eran muchos, podían quedarse allí. Laila deseaba justo ése en su alcoba, cerca de ella. Hacía mucho tiempo que no le regalaban unas como ésas; una rara variedad de rosas, llamadas Reina del Apón, caracterizadas porque cada botón tiene múltiples colores a la vez: amarillo y naranja, rosa y lila, blanco y vino… Esas flores, ¿serían de él?, le traían tantos recuerdos de una época muy lejana, de cuando era casi una niña.
El puesto de flores de su madre, la señora Torres, estaba localizado en una esquina muy concurrida, en una de las mejores zonas de la ciudad. No se trató de suerte, hacía mucho que la familia ocupaba esa privilegiada ubicación. Había sido del abuelo del padre de Laila, luego del progenitor de éste y finalmente llegó a su propiedad hasta la prematura muerte de su papá. Al quedarse viuda, la madre de Laila se hizo responsable del puesto. Tuvo abundantes propuestas de compra, pero a todas se negó, incluso a algunas que eran verdaderamente tentadoras. Ella se pondría al frente del negocio. Y su hija, aunque en ese entonces andaba por los 12 años, la ayudaría. Fue así como Laila se acostumbró a vender arreglos durante las tardes, después de salir de la escuela. No tardaría en revelarse como una hábil florista. Las más hermosas flores parecían reconocerla. Estaba