Todo parecía normal esa mañana, pues había buen clima, tanto, que Mariveni Olier decidió salir a dar un paseo, desde hace tiempo que no lo hacía. Su vida estaba llena de compromisos, la mayoría irrelevantes, y rara vez se tomaba unas horas para algo que le agradara o relajara. Con frecuencia, las horas de su día estaban ya amarradas a una agenda que la mantenía de un lado a otro, sin parar. Esa ocasión, en cambio, Mariveni envió un mensaje a la oficina para anunciar que no la esperaran antes del mediodía. Se puso un viejo pantalón de franela y salió a la calle. En cada paso decidía hacia dónde ir.
Sin embargo, por un momento, vagó sin más plan que el de seguir adelante, experimentar el sol en la cara y observar de cerca las calles, que desde meses atrás, años quizá, apenas veía desde las ventanillas de los automóviles. Con cada respiración, sentía que se reconecta-ba con el mundo, con la vida, consigo misma.
Tomaba el aire con fuerza, se llenaba los pulmones y lo soltaba lentamente. Miraba el sol entre las ramas de los árboles como si descubriera esa filigrana. Se detuvo a comprar flores y frutas, charló de modo despreocupado con los vendedores. Mariveni se sorprendió al comprobar que no tenía idea de los precios de los alimentos. Hace tanto tiempo que no cocinaba…
Al regresar a casa, puso la bolsa con las compras sobre una mesita. No calculó el movi-miento y una porcelana cayó al piso, rompién-dose en muchos pedazos. Miró el estropicio y trató de recordar qué era ese adorno y cómo había llegado allí, ¿se lo regalaron o lo compró en uno de sus constantes viajes?