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Fotosíntesis
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Libro electrónico319 páginas5 horas

Fotosíntesis

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Verónica es una joven de 16 años solitaria y retraída, con una habilidad innata para las artes, cuyo mayor temor en la vida es la nostalgia. Por esto evita permanentemente aferrarse a las personas, de la misma forma que intenta escabullirse de las férreas costumbres y presiones sociales del pueblo de Santa Carla. Al asistir involuntariamente a una de las fiestas de su pueblo conoce a Sebastián, un exitoso joven proveniente de la «gran ciudad». El encuentro entre estas dos fuerzas, Verónica y Sebastián llevará a la protagonista a emprender una singular travesía en la que el resentimiento, el amor, el desamor y la esperanza renacida serán sus compañeros de viaje.
Foto-Síntesis es una historia que aborda la búsqueda del amor desde un enfoque místico en el que las ideas de almas gemelas, vidas pasadas y predestinación confluyen y se enredan para da lugar a una trama cargada de magia,en la cual la conquista definitiva del ser amado desafiará radicalmente las leyes naturales, del tiempo y los espacios.

María José Jara Marín
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento21 abr 2016
Fotosíntesis

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    Fotosíntesis - Lía D´acosta

    Lía D’acosta

    Foto-Síntesis

    © Copyright by Lía D’acosta

    Primera edición digital: Enero 2015

    Primera edición digital: Enero 2015

    Colección: Viaje al fin de la noche

    editorial@magoeditores.cl

    www.magoeditores.cl

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 180.789

    ISBN: 978-956-317-080-1

    Diseño y diagramación: Freddy Cáceres O.

    Lectura y revisión: MAGO Editores.

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Derechos Reservados

    Dedicado a Carolina García;

    motivo de mi inspiración,

    guía, consejera,

    amiga,

    mástil,

    mi tía y mi fortaleza.

    Primer Capítulo

    Todo comienza con una fiesta

    Mataba el aburrimiento leyendo en los jardines aledaños, tratando de huir de los ojos de todos. Era una niña muy ermitaña, tomando en cuenta el profundo descontento de su figura solitaria.

    Verónica tenía extrañas costumbres que complacían su ociosidad, solía cantar todas las mañanas la misma canción que había escuchado una vez a un vendedor ambulante: «Ella es así, ella está bien, ella a nadie pertenece, ella choca con el viento y se desvía, ella es como el agua que quiebra la roca, ella daña sin saber, es por eso que ella no le pertenece a nadie, a nadie jamás, ella le pertenece sólo al cielo y al mar».

    Fue en una de esas gloriosas amanecidas en la que habiéndose hundido en la más recóndita esquina de su lectura se perdió caminando en los senderos de su pueblo. Ese día se dio cuenta que una porción de alcohol con pétalos de flores muertas no podría jamás oler mejor que esa camisa. La camisa de aquel que la viera en primera instancia como una niña y luego como un objeto al cual adquirir, poseer, absorber y desechar.

    Chocó de frente con el pecho de él, se tambaleó un poco, él la sostuvo de los brazos fuertemente. Al levantar la cabeza se encontró con una sonrisa esbelta y fornida, y con unos ojos llameantes, rebosantes de ímpetu e ingenio. Un poco aturdida se soltó ágilmente de este hombre que ahora ya se reía de ella. Subió su libro hasta esconder su rostro y miró las hojas frenéticamente, sin leer se dio la media vuelta y siguió caminando, él la miró por un rato como quien mira a una bailarina y después siguió su camino.

    Santa Carla era un pueblo muy tranquilo, de un ambiente poco descifrable, ya que se encontraba entre la citadino y lo campestre. Las personas que vivían aquí adoraban las comodidades de la ciudad, pero no podían o no eran capaces de alejarse de las cosas más esenciales de la vida, como la agricultura por ejemplo. Era el lugar perfecto para aquellos que hacían negocios importantes, pero no les gustaba alejarse mucho del campo y de lo que, como llamaba el Sr. Da’ Costa, era más real. La ciudad quedaba a dos horas de camino por lo que no era problema para todos los adinerados del pueblo ir y venir a su gusto. El Sr. Da’ Costa era una de estas personas adineradas y aunque era mucho más modesto que el resto, él podía jactarse de que su hacienda producía satisfactoriamente y se acrecentaba cada año más. Ahora el padre de Verónica estaba aprendiendo todo lo necesario para lograr que su hacienda se convirtiera en viña y así producir vinos. Él pretendía producir el más delicioso vino de todos y lo haría, por su puesto, pues cada cosa que el Sr. Da’ Costa se proponía lo lograba, por lo tanto, si empujaba todas sus ganas a este proyecto de seguro que lo realizaría con el mejor de los éxitos.

    Verónica atendía poco a su padre cuando le hablaba de negocios y política, no obstante, nada le interesaba más que este nuevo proyecto que le parecía singularmente idílico. Solía mirar junto a él la extensión de su terreno e imaginarse muchos viñedos justo en la época de vendimia. Esto le hacía muy feliz al Sr. Da’ Costa, sabía que su hija había heredado de él su parte soñadora, mientras que su hermano Martín había heredado su buena cabeza para los números.

    Verónica era una niña muy especial para su padre, él sentía y entendía que debía cuidarla del mundo, que tenía que protegerla, pues veía en los ojos de su hija una mirada de desconfianza ante todas las cosas que para cualquier otra niña de su edad debían ser normales. Verónica no hablaba mucho de sus sentimientos, ni de sus pensamientos, menos de las cosas que le acontecían, por lo que a todo el mundo le era muy difícil descifrar su carácter. Verónica sólo le había contado a una persona que a diferencia de los otros basaba su recuerdo en el olfato, si un perfume o un olor cualquiera que ya había olido antes llegaba a sus narices, el recuerdo posesionaba todo su espacio y ante sus ojos se figuraba rápidamente el lugar, las personas, los colores, etc., incluso se renovaba el sentimiento que la había tomado en aquel preciso momento. Es por eso que ella parecía estar la mayoría del tiempo ida, como si no estuviera en el mismo lugar que los demás.

    Esa mañana se fue de inmediato a su casa para huir de lo acontecido, aunque no tenía ganas de volver, puesto que sabía que su Tía Antonieta llegaría muy temprano para presionarla y someterla a sus deseos, la obligaría a ir al baile de Sir John aquella noche. Sir John era un caballero muy adinerado que había comprado la mansión del pueblo con el propósito de encontrar esposa en aquel lugar. Le interesaba conocer a alguna viuda distinguida que se hiciera cargo de de sus asuntos domésticos. Sin embargo, a pesar de haber existido muchas interesadas, ellas sólo habían encontrado en él a un hombre exigente e imposible de comprender. Lo que nadie sabía de Sir John es que le habían roto el corazón y que nunca había sido capaz de recuperarse, a pesar de su edad, nunca encontraría a otra mujer para él porque buscaba una que fuera igual que ella. La verdad oculta dentro de esta historia era una verdad que ni siquiera Sir John podía aceptar. Él había dejado a esta mujer, orgulloso y soberbio no fue nunca capaz de buscarla, había preferido vivir de esta manera, para sí mismo. Para conformarse se contaba la historia desde una perspectiva irreal, para sentirse tranquilo él se creía que había hecho lo correcto. La Sra. Baltimore era la viuda de turno ahora, sin saber que él nunca le pediría matrimonio.

    Verónica evitaba las fiestas, pues no le gustaba estar rodeada de tantas personas, aquellas que ya se sabía. De pequeña le habían enseñado que era de mala educación no saberse los nombres de los que ya le habían presentado y como respecto de las personas era de corta memoria, cada vez que conocía a alguien nuevo lo pintaba para no olvidar su nombre. Estaba acostumbrada a este juego voraz de la memoria, una competencia perenne para no olvidar. Ninguna de las pinturas las conservaba en su casa porque su padre encontraba simpático regalar estos retratos. Eso le había dado a ella cierta fama entre las familias de bien, aunque no a muchos les gustaban sus retratos, porque los mostraba tal cual eran. Como no conservaba las pinturas, la técnica era inocua, lo único que le quedaba era valerse de su valioso olfato, por lo tanto, siempre que estaba en un lugar lleno de personas los olores la acogían y perseguían, lo cual le hacía muy difícil concentrarse en el presente y llevar una conversación con alguien.

    Mientas Verónica caminaba hasta a su casa trató de idear un plan para no ir al baile de Sir John, pensó en hacerse la enferma, pero sabía que lo notarían inmediatamente por su pésima actuación, pensó en romperse un tobillo entonces, pero le tenía mucho miedo al dolor físico. Caminaba molesta, no sólo por el baile, sino también por lo que recién había acontecido. Le molestaba mucho tener que sentir algún olor que le recordaba a una persona más. —Quisiera no haber aspirado tan profundamente— se decía mientras caminaba hacia la casa, tratando de despojarse de la mente el recuerdo de aquella sonrisa, que por ahora era lo único que le había quedado grabado en su frágil y singular memoria. Cuando llegó a su casa no entró por la puerta principal, sino que entró a hurtadillas por la puerta de la cocina. Ahí se encontraba Adolfo, el hijo de la querida cocinera, engullendo todo lo que estaba a su paso. Esto de estar en el proceso de convertirse en hombre lo tenía todo el tiempo tan hambriento como un león.

    —¿Qué tienes Verónica? ¿Por qué esa cara? —Adolfo le había preguntado informalmente como siempre lo hacía cuando estaban solos, pues, por más que su madre le pidiera que la llamara , él no podía hacerlo porque habían crecido juntos y hasta el día de hoy seguían jugando como si fueran dos varones de la misma edad, no se relacionaban nunca como ama y sirviente.

    —Adolfo, no quiero ir al baile, pero no encuentro ninguna excusa para no ir.

    —Mmmm, tú sabes que a tu tía no le gusta que vayas mal vestida a los bailes, quizás si no tienes que ponerte para el baile te deje acá.

    —Es una buena idea Adolfo, pero cómo haremos para desaparecer toda mi ropa y tener una razón —dijo esto mientras se le llenaba el semblante de esperanza.

    —No tenemos que desaparecer la ropa —dijo esto y en ese mismo momento se escuchó un ladrido de un perro afuera de la cocina.

    —¡Excelente idea! —dijo Verónica mientras le brillaban repentinamente los ojos—. Pero te llamarán la atención.

    —Cualquier cosa para ayudar a mi amiga Verónica.

    Se rieron de forma maliciosa y Adolfo se puso a pasear delante de la puerta. Verónica tomó un poco de comida y se la llevó para su habitación corriendo por las escaleras del pasillo de la cocina hacia el segundo piso. Cuando Adolfo escuchó que Verónica había llegado, fue que éste abrió la puerta y Bambino, un perro de tamaño extra grande, entró como una ráfaga y subió las escaleras.

    Cuando llegó la tía por la tarde Verónica se predispuso a fingir un llanto y una rabieta por lo que había ocurrido. Le mostró todos sus ropajes sucios con barro de las patas del perro y algunas prendas hasta rasgada por sus dientes. La tía misma fue la que llamó la atención de Adolfo delante del Sr. Da’ Costa y de Verónica. El padre de Verónica notó de inmediato las miradas de confabulación entre Adolfo y Verónica, pero se quedó callado, se dio cuenta de que éste era un ardid de su hija para no asistir al baile. Decidió entonces cooperar porque no le interesaba que su hija encontrara pronto marido, más bien la veía como una niña pequeña todavía, insistía en estar en desacuerdo con su cuñada sobre la búsqueda apresurada de marido para su hija. Dijo entonces: —Bueno hija, te vas a tener que quedar acá, ya no vas a poder ir al baile si no tienes que ponerte—. Verónica sonrió y Adolfo le levantó una ceja en señal de apoyo y triunfo, pero la tía los desalentó:

    —Verónica, vamos de inmediato a mi casa para que Sophie te preste algún vestido, luego nos vamos al pueblo para comprarte las cintas para tu cabello—. Los tres confabuladores se quedaron cabizbajos, Verónica salió caminando detrás de su tía enseñando un rostro de reproche a su padre.

    —Pobre Verónica que tiene que convertirse en mujer —dijo el Sr. Da’ Costa a Adolfo cuando las vio partir.

    El oír la palabra «mujer» le produjo a Adolfo un pequeño retorcijón en el estómago, todavía no había visto ni a Verónica ni a sus primas como mujeres. Esto no ocurría porque ellas no tuvieran de sobra los atributos, sino porque él recién asumía lo atractivo que era el sexo opuesto. El Sr. Da’ Costa notó esta inquietud en el muchacho:

    —Pobre Adolfo que comenzará ahora a penar y sufrir por las mujeres.

    El oír esto le impresionó mucho a Adolfo que lo miró instintivamente con mucho temor. El Sr. Da’ Costa se rió de él y le dio una pequeña palmadita en el hombro, lo cual significaba que ambos debían continuar con sus labores.

    Una vez en la casa de sus primas Verónica intentó elegir el vestido menos llamativo, lo cual le costó mucho porque Sophie tenía un gusto muy extravagante, a ella le gustaba que todos la miraran. A Verónica le hubiese gustado elegir un vestido de Marie, pero ella tenía una figura tan delgada y esbelta, que el ponerse su ropa la haría verse como deforme. En cambio Sophie y ella eran del mismo talle, no eran delgadas, sino que tenían los cuerpos más desarrollados, sobre todo el asunto de los pechos, era algo que las ponía a las dos en el mismo nivel. Se resignó entonces a lucir un vestido blanco con adornos de color rosa, muy ajustado bajo el pecho para resaltarle aún más y una cinta en la cintura que al amarrarse atrás hacía ver más abultado su trasero. En realidad se veía hermosa, maravillosa, muy llamativa, su piel se destacaba más en contraste con el blanco y sus ojos color miel se veían más claros todavía. Sophie miró con envidia como su prima se veía tan bien en su propio vestido, mejor que ella misma sintió, pero esto sin duda no era así, porque Sophie tenía un atractivo sin igual, era de piel un tono más oscura que la de Verónica y su cabello negro liso resaltaba sus enormes ojos color oliva, además, sus labios gruesos, que siempre estaban de un color rojo intenso, la hacían parecer como una diosa griega. Ella era todo lo contrario de su hermana Marie, quien tenía el pelo más fino, claro y ondulado, ojos color verde claro con unas líneas casi amarillas en su iris, las cuales contrastaban perfectamente con el cristalino verde. Marie, más ligera de cuerpo, tenía unas piernas largas, unos pechos pequeños y graciosos, y una cintura que era deseada por todas las chicas de Santa Carla, sin embargo, Marie no se daba cuenta de la condición bella de su cuerpo.

    Verónica tomó el vestido y lo guardó en una maletita que la tía le había entregado especialmente para su transporte y se fue junto a su tía al centro del pueblo para comprar las cintas de su cabello. La tía Antonieta le pasó unas monedas y le dijo que tendría que ir sola a la tienda porque ella debía arreglar algunos asuntillos. Verónica se encaminó resignada a la única tienda de telas y cintas del pueblo. Mientras miraba dentro de la tienda las cintas, el mismo que la sostuviera esa mañana, la vio al pasar desde afuera de la tienda. El extraño la quedó mirando un buen rato mientras Verónica distraídamente tocaba todas y cada una de las cintas que colgaban de un estante. Al sentir una mirada sobre ella giró hacia la ventana e instintivamente se cubrió la cara con las cintas. El que la miraba se rió a carcajadas de esto y ella se sintió avergonzada por esta reacción tan infantil. Trató de salir de la vista del joven e intentó alejarse de la ventana como si nada hubiera sucedido, pero no pudo huir muy lejos porque en dos segundos él estaba junto a ella. La miraba ahora con más descaro que antes, con una sonrisa semiburlesca en su boca. Intentaba no verla como si fuera un bocado, pero esto no le resultaba. Estaba como enviciado en esta imagen que se extendía frente a él. Una mujer ahí tratando de rehuirle, una mujer que proyectaba una figura tan adorable que le dolían los ojos. Se sintió tan complacido de encontrar un objeto para su afición que se quedó un buen rato observándola antes de decirle una palabra. Comenzaba su juego y estaba como aquellos caballos antes de partir en un gran viaje, aquellos que se muestran ansiosos, pero de una forma sutil. Hasta que la ejecución de su plan se vio interrumpida por una mirada directa de Verónica.

    —Sr., disculpe que se lo diga, pero lo cierto es que me incomoda mucho la forma en que me está mirando. Podría usted dejar de hacerlo por favor—. Él se sorprendió mucho con esto, sin embargo no lo suficiente para dejarlo sin palabras en su boca vivaz y audaz.

    —Lo cierto Señorita es que no sé si pueda quitarle los ojos de encima, sé que es de mala educación y sobre todo viniendo de un caballero como yo, es que simplemente estoy un poco consternado con la visión que tengo aquí mismo delante de mis ojos.

    —Ya que no ha concedido a mi petición, entonces me voy —dijo Verónica y soltó todas las cintas que tenía en su mano derecha, las dejó en un mesón y se dispuso a salir con la otra mano roja de tanto apretar las monedas que la tía le había dado. Él se desesperó un poco, tomó las cintas y la alcanzó, le dijo:

    —Por favor haga su compra, no quiero que por mi imprudencia usted se prive de verse hermosa—. Le estiró la mano para pasarle las cintas, ella las tomó con cuidado para no tener contacto directo con la piel de aquel caballero, pero una vez cerca de él, al volver a sentir su perfume, sintió sus manos nuevamente sujetándola por los hombros. Sintió vergüenza al evocar tan nítidamente este recuerdo, él se dio cuenta de este cambio y en vez de pasarle simplemente las cintas, le tomó la mano, quedando de esta forma las cintas colgando en el medio de sus manos tomadas. Esto la hizo despertar y encontrarse con esos coquetos ojos indagando en su expresión, lo miró con súplica, pidiéndole que la dejara ir. Él la soltó lentamente, para caminar luego y salir de la tienda. Ella se quedó con el brazo estirado y las cintas en su mano abierta. No podía creer el cosquilleo que sentía ahora en su mano, como si el contacto con él la hubiera hechizado. Se acercó entonces la dueña de la tienda, ella realizó su compra, totalmente ida, de forma automática.

    Para terminar de arreglarse llegaron las hermanas Da’ Costa a casa de Verónica. Las oyó desde que entraron en la casa: como sacudieron la puerta, como estremecieron las escaleras y vibraron las paredes con todos sus gritos y jugueteos.

    —¡¡Verónica, Verónica!! —gritaba Marie, la menor de ellas.

    —¿Qué pasa?

    —No sabes quién llegó a este pordiosero pueblo —dijo Sophie muy agitada.

    —Un famoso banquero compró la hacienda del Señor Pedro —dijo Marie, antes de que Verónica pudiera contestar algo.

    —¿Qué viene a hacer un banquero acá? —preguntó Verónica fingiendo interés en lo que decían sus primas.

    —Bueno, vendrá a echar raíces, puede trabajar desde aquí, la ciudad no está tan lejos.

    —¡Ah! Lo mejor es que no viene solo, viene con su hermano, Sebastián —atinó a decir Sophie.

    —Perfecto —dijo irónicamente Verónica—. Hay uno para cada una. Me alegro mucho por ustedes primas.

    —¡Ah! Lo siento Verónica, es que no creí que te interesara —dijo Marie realmente apenada.

    —No te preocupes Marie, si no me interesa.

    Sophie seguía pensando en estos dos nuevos compañeros sin poner atención a lo que decían las otras.

    —Te imaginas Verónica cómo será el día en que las tres estemos en una cena con nuestros respectivos maridos, una sentada al lado de la otra con nuestros hombres sentados en el frente.

    —Marido, ¿para qué quiero marido yo?, lo que yo quiero es un amante —dijo Verónica sin fingir el tono distraído.

    —Verónica, nunca pensé que podías expresar tus pensamientos así tan libremente, de seguro que te hemos molestado tanto con lo del matrimonio que ya te hartaste de nuestra persecución —dijo Marie entre sonriente y sorprendida.

    —Un marido es algo frío, ¿no crees?, eventualmente los casados se convierten en una especie de hermanos, comparten todo y ya no queda nada nuevo en su relación. Además, nadie se casa por amor, el amor es saco de otro costal. Ustedes mismas están pensando en casarse con estos hombres y estoy segura que ni siquiera los han visto una vez, puede que sean gordos, chicos y feos, pero eso no importa.

    Sophie miraba horrorizada como Verónica decía esto: —Tienes toda la razón, qué tal si son horribles. Mmm voy a escribir sobre esto Verónica, «una propuesta de matrimonio no es una propuesta de amor», qué tonta ha sido Marie.

    —¡Ah no!, no me lo eches en cara, tú eres la que quería casarse con uno de ellos —dijo Marie un tanto avergonzada por las cosas que había dicho su prima Verónica, quien solía tener siempre la razón.

    —No me vengas con eso Marie, para esta noche sólo practicaste canciones de amor.

    —Sí, pero creo que voy a cambiar mi repertorio ahora, no cantaré ninguna canción de amor, ya me atemoricé. No quiero hacer el ridículo.

    Mientras se terminaba de peinar, Verónica no pudo evitar pensar en el hombre de las cintas, aquel hombre que la había tomado de los hombros con tan poca cautela y que luego le había agarrado de la mano sin ninguna razón. No pudo evitar sonrojarse al pensar nuevamente en él, pues la sensación que le recorrió el cuerpo, fue la misma que tuvo al tener contacto con su piel. Tuvo ganas de volver a sentir ese perfume otra vez, el perfume de su camisa. Bajó la cabeza ante esta idea para intentar que se le cayera de la mente. Le angustiaba darse cuenta de que una persona extraña estuviera enredándose en sus sentimientos, pero más aún, que un hombre estuviera inmiscuido en sus pensamientos. Recordó lo que su prima había descrito sobre las tres sentadas en frente de sus maridos y no pudo evitar ponerlo a él en ese cuadro frente a ella, se sentía idiota al verse expuesta a una idea tan prosaica: —¡Qué estupidez! —dijo en voz alta sin considerar la presencia de sus primas. Ambas la quedaron mirando un rato, pero ellas sabían que Verónica odiaba los bailes, por lo que tomaron esta reacción como algo completamente normal. Verónica acercó su nariz al florero que estaba junto al espejo y se regocijó en los paisajes que estos perfumes evocaron, así salió de esa idea en la que se encontraba.

    Un montón de carruajes se comienzan a acumular en el frontis de la mansión de Sir John. Las mujeres bajan con sumo cuidado para no ensuciar sus vestidos y zapatos con estiércol.

    Verónica entra en la mansión escondiendo su rostro para no entablar conversación con nadie, al contrario de Sophie y Marie que ya se han quedado varios metros atrás. Martín sorprende a Verónica en este cometido y le dice burlescamente: —Hermanita trata de no esconderte esta vez, piensa que puedes encontrar aquí a un marido—. Verónica le sonríe a su hermano y lo ve alejarse, internarse en la masa de personas bien vestidas y perfumadas. A Verónica la succionan las imágenes por la mezcla de olores. En ese momento ve a Sir John que como es su costumbre no recibe a los invitados en la entrada de su mansión sino que se pierde en el salón, ya que entra a beber algo con el primero que llega. Verónica se acerca a él:

    —Sir John, qué gusto verlo otra vez y de tan buen humor, gracias por esta jovial velada.

    —Srta. Da’ Costa nada me da más gusto que dar un baile, es un lugar perfecto para encontrar esposa.

    —Si me permite señor, ya ha encontrado compañía en la Sra. Baltimore, no necesita buscar más señor.

    —Siempre tan directa Srta. Da’ Costa, pero temo que mi compromiso con la Sra. Baltimore se ha roto my lady y ya no hay vuelta atrás.

    —No quisiera ser imprudente, pero tengo la impresión Señor de que usted estará soltero toda su vida.

    —Pero qué dices muchacha, no ves que estoy rodeado de hermosas mujeres.

    -Sin duda Señor, discúlpeme.

    En ese momento se acercan aceleradamente las dos primas emocionadas por el anuncio de la primera danza. Se quedan las tres en una línea expectantes, aunque Verónica intenta disimular el entusiasmo, baja la cabeza para llamarse la atención a sí misma por andar buscándolo. Y en ese preciso instante pasa frente a las tres caminando un hombre. Sin reparar en él a Verónica se le apareció delante de sus ojos las páginas del libro que leía en la mañana. Levantó luego la vista y notó que él se detenía a dos pasos de ella para hablar con Sir John y que la miraba por sobre el hombro de manera engreída. Sophie apresuradamente susurró: —Oh Dios mío, siento como si una tormenta hubiera pasado por delante de nosotras.

    —Sí, Sophie —reparó su hermana—. Sin duda es tremendamente atractivo. Por su actitud es obvio que es uno de los dos hermanos, pero ¿cuál será, el pintor o el banquero?

    Verónica contesta a esto un poco antipática: —Pensaba que daba lo mismo, pues ambos tienen dinero después de todo ¿no?—. Mientras Sophie balbucea como para sí misma: —No quiero verbalizar ahora lo que se traslada en mi mente de un lugar a otro, pero la exquisita frescura del fulgor de su rostro se contradice con la aspereza de su expresión y

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