Escucha, corazón
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Escucha, corazón no solo atrapa por lo novedoso de la trama y lo creíble de sus personajes, sino por el regalo de un Santiago de Chile que se instaló en la memoria.
Ana María Güiraldes, escritora.
En Escucha, corazón, María Graciela, la consagrada actriz de radioteatro, cree hallar en el actor bisoño que encarna José Antonio, el verdadero amor que le adeuda un matrimonio gris y desesperanzado. José Antonio, por su parte, encuentra en ella un momentáneo refugio. El uno corre a los brazos del otro. Entre ellos se teje Rocío del alba, una mezcla de fantasía y arena movediza que, con su capacidad especular, deja a los personajes enfrentados a consecuencias tan inesperadas como desconcertantes.
Claudio Rojas, escritor.
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Escucha, corazón - María Eugenia Lorenzini
Escucha, corazón
Autora: María Eugenia Lorenzini
Diseño de portada: Juan Pablo Kameid
jpkr@menteurbana.cl
Diagramación: Sergio Cruz
Edición electrónica: Sergio Cruz
Editorial Forja
General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.
Fonos: +56224153230, 24153208.
www.editorialforja.cl
info@editorialforja.cl
www.elatico.cl
Primera edición: marzo, 2016.
Prohibida su reproducción total o parcial.
Derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Registro de Propiedad Intelectual: 261987
ISBN: N° 978-956-338-214-3
A mi madre.
A mis nietos:
Matías, Felipe, Joaquín y Laurita,
por darme tanto amor y
la energía que a veces me falta.
LOCUTOR: Radio del Corazón, 77 AM, como todas las noches a las 20:30 presenta un nuevo capítulo de Rocío del alba, con la participación protagónica de María Graciela del Valle como Rocío, Carlos Segura en el papel de Ignacio y Rafael Santana como don Jacinto.
(Entra música: Cabalgata de las Walkirias de Richard Wagner).
LOCUTOR: Detrás de las casas de la hacienda El Puma, cuando la luna está cubierta por densas nubes y ya se siente el ruido del viento presagiando la tormenta, dos jóvenes conversan bajo la tenue luz de un farol.
IGNACIO: ¿Vendrás conmigo, Rocío?
ROCÍO: Solo tú me importas, Ignacio. Nadie podrá separarnos.
IGNACIO: Rocío, Rocío. Acércate. Quiero envolverte en mis brazos.
ROCÍO: (Hondo suspiro). Bésame, Ignacio.
(Sonido de besos y de respiración entrecortada).
IGNACIO: (Con voz triste). Tu padre intentará separarnos. No dejará que su hija se case con un hombre pobre como yo.
(Se escucha Tristeza de Federico Chopin).
LOCUTOR: Rocío sabe que él tiene razón. Todavía le parece escuchar la voz de don Jacinto, diciéndole:
PADRE: Nunca, nunca, ¿me oyes?, antes muerto.
ROCÍO: (Respiración entrecortada.) Jamás podrá alejarte de mi lado.
(Pieza musical característica de inicio de comerciales: Moonlight Serenade de Glenn Miller).
LOCUTOR: Después de unos consejos, siga en Radio del Corazón, 77 del dial Amplitud Modulada, con Rocío del alba, escrita por el dramaturgo y actor, Carlos Segura. Y no olvide, Donde golpea el monito encontrará para la señora y el caballero los mejores sombreros de la capital.
CAPÍTULO 1
Apenas escuchó los comerciales, giró la perilla y apagó la radio. A la habitación solo entraba el reflejo intermitente del letrero luminoso del bar de la esquina que hacía ver las paredes rojas, verdes, rojas y luego verdes otra vez. Cansado de mirarlas, como todas las noches, se puso de pie y fue hasta el ropero para sacar la chaqueta de lino. La puerta tenía un espejo biselado con una trizadura en el tercio superior y cada vez que estaba frente a él, se encorvaba para no verse con un tajo en la cara. Esta vez, permaneció un buen rato contemplándose. Tendría que hacer algo, pensó. Ya no podía seguir así.
Sacó el vestón. Todavía aguanta otra postura, dedujo y se lo puso sin prender la luz. La casera se daría cuenta. Siempre parece observarlo todo y rápidamente la tendría golpeando en la puerta para cobrar los dos meses que le debía. Nunca iba a perdonarle a su padre que lo tuviera en ese cuchitril. Arrégleselas como pueda, le había dicho. Yo no estoy para gastar plata en carreras de maricas. Al recordarlo, se le apretaba el estómago de rabia.
En silencio salió al pasillo con la toalla en el cuello y la gomina en la mano, deseando fervientemente que el baño no estuviera ocupado. Pensó con indignación en todo el tiempo que esperaba a veces por las mañanas cuando la rubia de la pieza de enfrente se encerraba y hacía caso omiso de los golpes en la puerta, para salir luego como escaparate de tienda, diciendo disculpe
, con una sonrisa estúpida. En esta oportunidad fue afortunado y, en pocos minutos, estuvo listo para partir hacia Il Bosco.
A esa hora las calles del centro se veían tranquilas y los transeúntes parecían no tener ya ningún apuro. Él también caminó lentamente hacia la Alameda, observando algunas vitrinas iluminadas, a pesar de que la mayoría de los comerciantes ya habían bajado las cortinas metálicas. Unas mujeres que venían en grupo, en dirección opuesta, lo miraron con risitas nerviosas y cuchichearon entre ellas. Quiso decirles algún piropo, pero en realidad no estaba de humor y prefirió seguir su camino.
–¿Qué se sirve?
La voz del barman lo distrajo. Hurgó en sus bolsillos y calculó que solo le quedaba para un vaso de vino.
–Un tinto, por favor.
El barman lo miró desde el otro lado del mesón y movió la cabeza.
–Y, ¿todavía nada?
José Antonio se encogió de hombros antes de responder.
–Nada, pero solo es cosa de tiempo.
No quiso seguir dando explicaciones ni tampoco recibiendo consejos. Para eso prefería volverse al pueblo y escuchar a su padre.
Se volteó hacia las mesas del centro del local, al oír la algarabía de un grupo que conversaba a gritos. Una de las voces femeninas le sonó conocida. La había oído tantas veces, la conocía tan bien. La mujer le daba la espalda, y sobre sus hombros descansaban unas ondas de pelo cobrizo. Al hablar, movía las manos como si quisiera envolver a todos los oyentes entre sus largas uñas rojas.
–Revoltosos, ¿no? –le indicó una voz tras el mesón.
José Antonio afirmó con la cabeza y le sonrió al barman.
–Vienen casi todas las tardes –continuó– y hablan a gritos como si les hiciera falta el micrófono.
–No me había topado aquí con ellos –respondió José Antonio asombrado de verlos.
–Pero los ubica, ¿cierto? –le preguntó el tipo de la barra–.Todo el mundo escucha Rocío del alba.
En cuanto el hombre se calló, José Antonio se volvió hacia el grupo, pero sus ojos se estrellaron con la silla vacía: la mujer ya no estaba.
Rubén ya se encontraba en casa. María Graciela observó su abrigo, el sombrero y la bufanda colgados del perchero en el mismo orden. Imaginó que, como siempre, estaría sentado en la bergère que heredó de su tía, en pantuflas y con el diario en la mano. Seguramente también dejó sobre la mesita lateral, los cigarrillos, los anteojos y el trago a medio beber, y, al verla llegar, aunque sabía que ella venía de la radio, le preguntaría por qué volvió tan tarde.
Y así fue. Menos mal que por lo menos no tendría que cocinar, pues él quiso comer algo liviano.
Durante mucho tiempo pasó tardes enteras mezclando salsas y condimentos para crear un sabor nuevo, como si así pudiera encontrarle un gusto distinto a las horas. Disolvía harina en un poco de agua, agregaba leche y rallaba la nuez moscada, llena de grietas y con ese olor picante y dulzón que se metía hasta por los ojos. Luego, frente al fuego, revolvía, hasta que la mezcla quedara espesa y aromática. Otras veces, lo mejor era amasar. Quizás quería darle forma a todo lo que la rodeaba. Unía la harina, el agua y la manteca que se adherían a sus dedos. Después, con más harina, lograba moldearla redonda y plana, plana y redonda y alargada, mientras le corría la transpiración por todo el cuerpo hasta quedar húmeda entera, sintiendo cómo la masa exhalaba olores que podía aspirar para sentirse viva. Luego, casi siempre, Rubén se acercaba en silencio, la abrazaba por la espalda y la besaba en el cuello, los hombros y permanecía así, pegado a ella hasta que la masa tomaba forma para hornearla.
Ahora, a Rubén le gustan solo las comidas sanas.
Tal vez con hijos las cosas habrían sido diferentes.
Durante mucho tiempo se juntaban los domingos con la parentela de Rubén a almorzar y siempre alguno la miraba fijamente para preguntarle: ¿Y?, ¿hay novedades?
. Rubén, en silencio, la observaba con ojos de reproche.
Echó a cocer el pollo y recordó a su madre, haciendo los mismos gestos. Quizás si no fuera por ella, estaría en otra parte. Siempre vivía con la misma cantinela, que ya tenía veinticuatro años, que no se daba cuenta de lo afortunada que era, que ojalá todas las niñas de su edad tuvieran la misma suerte, que no podía esperar ver luces de colores, que el amor no era lo que ella pensaba, que la mirara a ella y a su padre con treinta años de matrimonio, que la mujer debía cargar con su cruz, que para eso nacían las mujeres y la cruz y las mujeres y las mujeres y la cruz y, mientras hablaba, el crochet se movía tan rápido que casi