Cuentos a Santi
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Cuentos a Santi - Santiago Pérez Triana
1905.
El arroyuelo
SANTI ANDABA COGIENDO FLORES por la ladera. Medio ocultas entre el césped veíanse flores blancas, azules y amarillas.
Al arrancar una pequeñita, sintió en la mano algo como una caricia, como cuando el perro se la lamía. Miró y vio un hilito de agua que manaba del suelo y centelleaba a la luz del sol.
—Buenos días, arroyuelo —dijo Santi.
—Buenos días, Santi —le contestó el arroyuelo. Esa inesperada respuesta no dejó de causarle admiración a Santi por algunos instantes.
—¿De dónde vienes? —preguntó el niño.
—De las entrañas de la tierra.
—¡Las entrañas de la tierra! ¿Y qué es eso?
—De debajo del suelo; hondo, muy hondo.
—¡Ah! ¿Es bonito allá?
—No; es oscurísimo, horroroso, y no sabe uno por donde anda. Y está uno siempre entre rocas enormes, y rendijas estrechas, y grandísimas cavernas negras, donde el viento da gemidos al soplar y donde se oyen ruidos que dan miedo.
—¿Y cómo saliste de allá?
—Como ya había estado antes acá arriba, sentía deseos de volver a ver el sol, y el cielo, y los árboles, y las flores, y todas estas lindas cosas; así fue que apenas vi un rayito de luz me fui yendo tras él, tras él, y... aquí me tienes.
—¿Vas a quedarte aquí?
—¡Oh, no!, tengo que ir a donde me lleva la colina.
—¿La colina? Ella no te llevará a ninguna parte, porque no se mueve.
—No se mueve, pero se inclina y me hace rodar.
Entretanto el arroyo había ido formando un pozo; luego desbordó y empezó a fluir lentamente, detenido a cada instante por las piedras, las ramas caídas y los montículos de tierra. Pero él desbordaba por encima después de algunos instantes, o torcía el curso por un lado, andando siempre hacia abajo.
Santi seguía detrás, notando que el arroyo iba creciendo a medida que otros arroyos se le juntaban.
Pronto llegaron al pie de la colina. No lejos de allí se alzaba un alto muro de piedra sobre el camino del arroyo.
—No puedo pasar por encima de este muro —dijo el arroyuelo—. Pero ya encontraré alguna abertura por debajo —y se deslizó a lo largo del muro hasta que encontró la abertura.
—¿Pero vas a dejarme? —dijo Santi—; yo no puedo pasar por debajo de ese muro.
—Tú debes buscar alguna puerta.
Santi encontró una y pasando por ella fue a juntarse con el arroyuelo. Lo encontró encharcado en un gran pozo y muy distinto ya del arroyuelo chispeante que con él había bajado de la colina.
—Hola, Santi.
—Hola, ¿eres tú?
—Sí, estoy preparándome para el viaje.
—¿Aún vas más allá?
—Por supuesto; si apenas acabo de partir. Todavía tengo que cruzar estos campos, deslizarme bajo aquellos árboles, pasar por entre aquellas montañas que azulean a lo lejos y seguir más adelante, más adelante.
Santi se sintió triste: le habría gustado tanto proseguir con su amiguito, pero, ¿cómo hacer? El arroyo notó lo que Santi sentía; y como cada arroyo tiene un hada, él evocó la suya, sin que el niño supiera cómo. El hada apareció en la canastilla de un globo muy grande, conducido por dos águilas blancas muy hermosas; luego preguntó para qué la habían llamado.
El arroyo le dijo:
—Santi, que es este amigo mío, desea acompañarme; y yo querría que tú lo tomases en tu globo y que juntos me siguieseis.
El hada, sonriendo, colocó a Santi a su lado. El arroyo echó a andar nuevamente. Ya había crecido de un modo considerable, y a medida que avanzaba recibía nuevos arroyos que iban aumentando su volumen.
Sentado al lado del hada, Santi se sentía contentísimo y podía entender lo que decían todas las cosas que le rodeaban. Las hojuelas del césped murmuraban: Agua, agua, ¡oh, qué placer!
. Y las plantas y los arbustos repetían: ¡Oh, qué placer!
. Y los árboles copados, inclinando la cabeza, susurraban: Agua, agua, ¡oh, qué placer!
.
Los pájaros y las flores y todos los seres vivientes parecían regocijarse al paso del arroyo; la naturaleza y la vida cobraban nueva luz, y Santi lo veía muy bien.
A su tiempo el arroyo llegó a la estrecha garganta de