Arsénico y té
La suya aún no era una casa torcida, ni la habitaban diez negritos, para eso aún faltaban varios años y algunos éxitos. Pero el famoso Hércules Poirot sí paseó por la habitación del hotel Taoro de Tenerife afilándose el bigote y compartiendo espacio con la pena y la hija de Agatha Christie. La isla donde siempre brilla el sol sirvió de refugio a un febrero de 1927 muy oscuro para la escritora. De allí salió con otro ánimo y una novela policíaca mecanografiada, El misterio del tren azul. No era la primera, pero sí la que hizo que Agatha Christie por fin se sintiera una escritora profesional, como confesó en su Autobiografía, la primera de ellas, escrita a sus 65 años y publicada en español por la editorial Molino en 1978. ¿Qué provocó ese cambio? Que por primera vez en su vida, Agatha estaba escribiendo una obra que realmente la disgustaba. «Siempre he odiado El misterio del tren azul (William Collins, Sons. 1928), pero conseguí terminarlo y enviárselo a los editores. […] Nunca me he sentido orgullosa de él», confesaba.
A pesar de eso, aquel viaje fue determinante para la vida personal y profesional de Agatha. Pero para entender, al menos en parte, la intrincada imaginación que hizo de Agatha Christie la escritora de suspense más célebre de todos los tiempos, hay que viajar a Torquay, en la costa sur de Inglaterra, un pueblo encantador del condado de Devon donde Agatha fue una niña feliz y asidua a meter la mano en el bote de las rosquillas.
LA ARAÑA DE CUMPLEAÑOS
«Una de las mejores cosas que le pueden tocar a uno en la vida es una infancia feliz. La mía lo fue», confesaba en su Autobiografía. Esa fue la razón principal por la que desarrolló una imaginación de lo más disparatada. Feliz por la despensa y la cocina –siempre espléndida de aquella casa–, por las historias de su madre, Clara Boehmer, y por las mascotas.
«Una de las mejores cosas que le pueden tocar a uno en la vida es una
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